Sátira social de Martin McDonagh con Colin Farrell y Brendan Gleeson Martin McDonagh ("Siete psicópatas") vuelve a deleitarnos con su ácido humor en este largometraje que funciona como una parábola a las guerras civiles. Ambientado en 1923 en una ficticia y remota isla frente a la costa oeste de Irlanda, Pádraic (Colin Farrell) sufre el rechazo e incomunicación de Colm (Brendan Gleeson), su mejor amigo, de forma abrupta y sorpresiva. Sin mediar explicación, y ante la atónita mirada de los habitantes de Inisherin, el motivo del enojo unipersonal es un misterio. Utilizando al absurdo como capa superficial para contar algo aún más profundo, McDonagh da una clase maestra de construcción de personajes y desarrollo de sus historias. Tras Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008), el realizador irlandés vuelve a reunir a la dupla Farrell/Gleeson y el suceso se posiciona como uno de los más destacados del año. Con proyección de presencia en los próximos premios Oscar (guión, interpretaciones, dirección y película), Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherines, 2022) nos brinda un duelo magistral entre dos actores que entienden a la perfección la creatividad del dramaturgo. McDonagh utiliza las características más destacadas de sus filmografía. Humor al límite, diálogos filosos, escenarios cerrados, análisis de la sociedad, amistad, muerte y venganza se unen para una de las mejores películas de lo que va del año. Los espíritus de la isla es mucho más de lo que muestra. No es solo una historia del quiebre de una mejor amistad, la desigualdad de emociones y un ultimátum caótico. Este film funciona como una analogía exquisita a las causas, desarrollo y consecuencias de una guerra civil. Dos amigos (pueblos, ciudades, países) se enemistan con dos puntos de vista diferentes sobre una misma situación. A partir de allí, todo es violencia, brutalidad y los damnificados se multiplicarán. Cada actor y cada acción de una guerra civil se grafican de manera sagaz y elocuente. Con un guión capaz de atraparte y hacerte reír, este duelo actoral es para alquilar la mejor butaca posible. Este es un relato visceral, crudo y potente que logrará hacernos repensar sobre las amistades, la guerra y la paz.
La película arranca con una ruptura, pero no amorosa, sino entre amigos. Uno es un cuarentón (Farrell, inmenso), un tipo laburador que vive junto a su hermana y que pasa sus tardes tomando cerveza en el bar del pueblo. El otro es un sesentón (Gleeson, más inmenso que Farrell), hinchado las pelotas de lo intrascendente y ordinario que es su (ahora) ex amigo, por lo que decide, de un día para el otro, apartarse y dedicar su tiempo a su pasatiempo preferido: tocar el violín. El primero no comprende las razones de su ex-amigo, por lo que parece perder la cabeza intentando racionalizar lo sucedido y tratando de recuperar la amistad. En una isla ficticia de la Irlanda de 1920, durante la guerra civil, un conflicto relegado al fuera de campo pero que se mantiene latente a lo largo y ancho de la obra. Estos hombres irán hasta límites insospechados por mantener sus convicciones a flor de piel: un tira y afloje interminable, pero que refleja los dramas sociales y políticos que llevaron a un país a luchar entre sí. Los espíritus de la isla se aferra a un planteo chiquito, casi intrascendente, y lo lleva a límites insospechados, donde la violencia y el desconcierto toman al toro por las astas y vuelven a una comedia ya de por sí negrísima un ejercicio tremendista y a su vez crepuscular, donde todo parece terminar y no tener retorno. Padraic (Farrell), tanto como el espectador, no pueden entender, asociar el alejamiento repentino de Colm (Gleeson), ya que no existe conflicto entre ellos: es Colm el personaje conflictuado, el que atraviesa una crisis de edad. Sólo encuentra confort y salvación en ese violín, cuyas melodías parecen ser la voz que prefiere emitir ante la gente que lo rodea en lo que él cree es el último tramo de su vida. Padraic, entonces, despierta como cualquier otro día, en un paisaje lacónico a su vez que pintoresco, sufriendo el rechazo de su compañero, así como así. El hecho de no ver una interacción amistosa entre ellos genera una sensación mayor de absurdo, porque podemos sentir junto a Padraic ese suceso en apariencia incongruente. Algo que conecta más aún con los dramas sociopolíticos del país y que parecen un fantasma asomado en la lejanía, emitiendo sonidos que sus personajes prefieren no escuchar. Padraic no acepta, no quiere oír las razones de Colm y lo confiere a un antagonismo involuntario: uno no sabe escuchar y otro emplea la música casi como lenguaje en el ocaso de su vida. Acá los dos personajes parecen habitar una suerte de fábula aleccionadora, que jamás termina de funcionar como tal porque los caminos narrativos por el que nos hace pasar su director, Martin McDonagh, son impredecibles y muy alejados de cualquier moral acartonada. Si, hay un constructo cuya imaginería parece por momentos asfixiar a sus personajes (¡esas cruces en las ventanas de sus hogares!) y servir, a su vez, de perfecta representación para poder poner en imágenes cuestiones emocionales por las que atraviesan, principalmente con la moral -¡ahora sí!- que los invade desde sus tradiciones y creencias, pero se entiende que se refieren a un lugar y tiempo donde la religión (católica) era dominante e invasiva. McDonagh ya trabajó el tema de la culpa en la gran Escondidos en Brujas, con el mismo cast, pero esta vez aborda la problemática desde un costado menos anclado en el género: mientras en Escondidos… la comedia se aferraba como garrapata al thriller de suspenso, en Los espíritus… lo hace desde el drama: el mismo se pliega sobre la comedia perfectamente, como el eslabón de una cadena, firme e indestructible, creando así una mixtura perfecta, sin desbordes en su construcción narrativa. Oscura y por momentos existencial, pero sin recurrir a un cinismo canchero y gratuito, con un guión que no deja que perdamos jamás la atención, Los espíritus de la isla es una de las mejores películas del año, del anterior y del próximo también, seguro.
La amabilidad y la automutilación El Norte de Irlanda, región denominada Úlster que abarca nueve condados, históricamente fue la más rebelde en lo que respecta a la supremacía regional de sus vecinos del Reino Unido, por ello al finalizar la Guerra de los Nueve Años (1593-1603), contienda entre los caciques irlandeses y las tropas isabelinas cuyo resultado favoreció a los británicos, éstos decidieron apostar a la Colonización del Úlster como una jugada que garantice la paz y una sumisión duradera mediante un paradigmático proceso de aculturación a la inversa, en este caso a través de inmigrantes de Inglaterra y Escocia de religión protestante -y hablantes del inglés, en contraposición al gaélico irlandés vernáculo- instalándose de manera permanente en el Norte de Irlanda luego de la Fuga de los Condes de 1607, el punto final en términos prácticos de la Etapa Medieval en Irlanda. La huida sistemática hacia Italia de los cabecillas terratenientes católicos y la confiscación de sus tierras por parte de la Corona Inglesa para iniciar la colonización dejaron todo servido para siglos futuros en los que convivieron un Úlster cercano al Reino Unido y el resto de Irlanda, esa mayoritaria católica que anhelaba la autonomía completa y pretendía la construcción de una república, así las cosas después del Alzamiento de Pascua de 1916 comienza de a poco la llamada Guerra de Independencia Irlandesa (1919-1921) que eventualmente deriva en la victoria de los republicanos, la firma del Tratado Anglo-Irlandés de 1921 y la creación en 1922 del Estado Libre de Irlanda, una estructura administrativa bastante agridulce porque garantizaba el autogobierno aunque al mismo tiempo seguía dentro del Imperio Británico y para colmo sus funcionarios públicos debían jurar lealtad al monarca inglés en el poder. La consecuencia más importante del Tratado Anglo-Irlandés, firmado por los líderes nacionalistas irlandeses Michael Collins y Arthur Griffith ante los británicos, fue la secesión de seis condados protestantes del Úlster porque deseaban mantenerse dentro del Reino Unido bajo el rótulo de Irlanda del Norte, panorama que provocó la Guerra Civil Irlandesa (1922-1923), conflicto entre el gobierno provisional pro-tratado y el Ejército Republicano Irlandés (IRA) anti-tratado, ganando el primer bando gracias a la generosa e insistente ayuda en armamento de la Corona Inglesa. Las heridas que dejó este derrotero social aciago en la cultura irlandesa, cuyo pináculo fue la lucha entre unionistas y republicanos durante la Guerra Civil, devendrían primero en la consolidación de los partidos políticos que representan a ambas posiciones hasta nuestro Siglo XXI, los pro-tratado/ amantes de los ingleses Fine Gael y los anti-tratado/ enemigos de los británicos Fianna Fáil, y segundo en el Conflicto Norirlandés, los eufemísticamente bautizados “Problemas” (1968-1998), pugna muy cruenta sostenida en Irlanda del Norte entre la Corona y diversas organizaciones paramilitares y terroristas que surgieron bajo la sombra del antiguo Ejército Republicano Irlandés de la Guerra Civil, siempre abogando por la integración con el resto de Irlanda, la cual a su vez se terminó de separar del Reino Unido a mediados del Siglo XX mediante el abandono de la Mancomunidad Británica de Naciones en 1937 y la adopción ya definitiva del sistema republicano de gobierno en 1949 con eje presidencialista. Los Espíritus de la Isla (The Banshees of Inisherin, 2022), sin duda la mejor película a la fecha del londinense Martin McDonagh, explora de forma metafórica este estado belicoso de cosas centrándose precisamente en el punto más álgido de la lucha fratricida, léase aquel último año de la Guerra Civil Irlandesa en el que estaba en juego la integridad de Irlanda en su conjunto y la asimilación del Úlster protestante y sumiso para con los ingleses dentro de una nación ya emancipada y de idiosincrasia católica, de allí la confusión del grueso de la sociedad irlandesa de la época -la que no batallaba o quizás veía las escaramuzas desde la distancia- ya que los anti-tratado y los pro-tratado habían luchado codo a codo contra los ingleses durante la inmediatamente previa Guerra de Independencia en tanto miembros de un único Ejército Republicano Irlandés, en esencia unos partisanos que no se ponían de acuerdo y que en pantalla están representados por los otrora amigos Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), extremos de una relación que se corta con la misma intensidad y obstinación de la guerra y bajo el halo de la asfixia emocional de los funestos augurios de las banshees, hadas o espíritus femeninos que anuncian el óbito de algún allegado gritando, lamentándose o chillando cual sirenas tétricas. Súilleabháin es un campesino, en simultáneo testarudo y bonachón como lo son los sectores populares de todo el globo, que en 1923 vive en una isla irlandesa remota, esa Inisherin del título original, con su hermana Siobhan (esa perfecta Kerry Condon), una mujer un tanto harta de la gigantesca formación rocosa y su eterna rusticidad y repetición, y con animales varios como por ejemplo vacas, cabras, caballos y su querida mascota, una burra bautizada Jenny. Cuando su mejor amigo, Doherty, un violinista especializado en música folklórica irlandesa, opta de repente por no hablarle más por considerarlo “aburrido” y porque desea dedicar los últimos años de su vida a la enseñanza musical, a fraternizar con otros colegas y sobre todo a componer canciones que le permitan ser recordado a futuro, Pádraic no sólo no termina de entender qué sucede sino que se obsesiona con retomar la relación como sea o por lo menos tratar de reemplazar a aquel amigote de antaño con el considerado “tonto del pueblo”, Dominic Kearney (gran trabajo de Barry Keoghan), un muchacho atolondrado aunque no tan necio o lento como parece que está interesado en Siobhan y sufre las palizas despiadadas de su padre, el policía repugnante de la comarca, Peadar (Gary Lydon). Como Pádraic no cesa en sus reiterados intentos de acercarse al intermitentemente silencioso, cortante o despectivo Colm, siempre componiendo una melodía que intitula Las Banshees de Inisherin, éste le lanza un tenebroso ultimátum, eso de que por cada vez que lo moleste o intente hablar de nuevo con él se cortará uno de sus dedos izquierdos con unas tijeras de esquilar ovejas, provocando de hecho que se cercene primero el índice y después los dedos restantes ya que Súilleabháin no desiste en su amabilidad del mismo modo que Doherty parece consagrado a la rauda automutilación con tal de sellar la distancia y el rechazo más absurdo de los círculos viciosos kafkianos. La escalada en violencia coincide con la partida de Siobhan, quien acepta un trabajo como bibliotecaria en una isla más grande, y con la muerte accidental de Jenny, atragantada con los dedos de Colm luego de que los arrojase en la puerta del hogar de Pádraic, el cual para colmo no tiene mejor idea que prenderle fuego a la casona de su amigo aunque avisándole de antemano para que saque del lugar a su perro. El sorprendente cuarto largometraje del también guionista McDonagh, un dramaturgo que saltó al séptimo arte mediante dos opus muy desparejos que retomaban aquella comedia negra hermanada al film noir de los hermanos Joel y Ethan Coen o de los primeros Quentin Tarantino y Guy Ritchie, Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete Psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), supera incluso a su maravillosa propuesta previa, Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), otro trabajo acerca de la aislación, las disyuntivas morales y la convivencia entre diferentes en un enclave comunal donde los lazos con el prójimo son cruciales, les guste o no a los protagonistas, amén del hecho de que Los Espíritus de la Isla asimismo retoma recursos y tópicos adicionales muy caros al artista inglés en línea con las familias disfuncionales, la soledad masculina, la criminalidad en el ámbito mundano, los desacuerdos ideológicos o políticos, la amputación, el ansia de justicia, el gusto por los insultos de impronta tradicional/ autóctona, la estupidez promedio de los seres humanos, un fatalismo minimalista apenas maquillado, el amor por las mascotas y finalmente toda esta fascinación con lo macabro fratricida en consonancia con la sátira social, de allí que la sede por antonomasia de nuestra amistad truncada sea el pub de Inisherin, atendido por Jonjo Devine (Pat Shortt), clara garantía de una socialización vinculada a la cerveza, el canto, las conversaciones y los exabruptos de las borracheras. La Guerra Civil Irlandesa enmarca no sólo el relato sino también el quid mismo de la cultura folklórica y su cercanía con el fundamentalismo y la brutalidad que llevan a la muerte, tanto la de Jenny como la de Dominic, quien aparece ahogado -suicidio o accidente, no se sabe- luego de una profecía de la reglamentaria banshee, una anciana que responde al nombre de Señora McCormick (Sheila Flitton). Con esplendorosas composiciones de Carter Burwell y un estupendo reencuentro de los extraordinarios Farrell y Gleeson, aquí maximizando por mucho lo hecho en Escondidos en Brujas, McDonagh nos regala una pesadilla tragicómica sobre la depresión en la edad madura y todos los laberintos que construimos para nosotros mismos cuando ya no sabemos articular ni una mísera palabra de afecto, piedad o auxilio…
Si hay un realizador del que me enamore de inmediato al ver su opera prima (In Brujes), es Martin McDonagh. Es por eso que sigo de cerca cualquier nuevo proyecto que tenga, como es el que hoy nos compete, The banshees of Inisherin. Veamos que salió de acá. Vamos a la ficticia isla de Inisherin, donde a principio del siglo pasado, vemos como dos amigos se distancian por la decisión de uno de ellos. Este suceso tan banal, va a desatar una guerra declarada entre ambos, afectando a toda la comunidad. La historia puede ser una tontería, más si tenemos en cuenta que The banshees of Inisherin dura casi dos horas. Y pese a que la trama se basa en puro dialogo y presentación de universo, al menos a quien le habla, esa duración casi no la sentí. Y no lo digo por estar cegado por mi fanatismo hacia el director; solo basta ver las nominaciones en la próxima edición de los Globos de Oro para darse cuenta que si estamos ante una buena película. Como reza el dicho de “pueblo chico, infierno grande”, eso es lo que nos plantea McDonagh con su nueva película. A priori pareciera que nada pasa en Inisherin y que todos conforman una comunidad unida que trabaja, va a la iglesia, y por las noches se reúnen en el único pub que hay para cantar y charlar entre amigos. Nada más lejos de la realidad. A medida que los personajes conversan (en apariencia de nada), vemos como es el funcionamiento interno de esta isla. Tenemos a la tendera chismosa, el policía violento, hasta incluso el tonto del pueblo. Y a nuestros protagonistas, dos hombres que pasaron los cuarenta hace tiempo, que al parecer eran buenos amigos de toda la vida hasta que uno se hartó del otro considerándolo aburrido. Seamos honestos, en la vida real, también nos molesta cuando perdemos una amistad, imagínense si eso se da en un lugar apartado de la civilización, con apenas unos mil habitantes. Pero para que esto funcione, hay que hablar de la fotografía. Todo lo que se imaginan de una Irlanda antigua, se puede ver acá. Y no solo lo decimos por el irlandés mega cerrado que hablan todos, sino por las carretas, la iluminación a base de velas o lámparas de aceite, y como el no tener otra cosa que hacer más que pasarse el día en el pub tomando una cerveza (negra, obvio), criticando a otros habitantes de la región. Para ir cerrando, el ultimo punto a destacar son las actuaciones. Si bien Colin Farrell es el principal, sobresalen Brendan Gleeson y en especial, Barry Keoghan en el rol del tonto del pueblo. Martin McDonagh vuelve a demostrar que es de los realizadores más interesantes que hay actualmente en el medio. Si bien creo que no se va a llevar ningún Oscar, seria bueno ver esta película con algunas nominaciones en la próxima edición. Sería lo más justo.
Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, Irlanda/Gran Bretaña/Estados Unidos, 2022) es una película escrita y dirigida por Martin McDonagh, el mismo realizador de Perdidos en brujas (2008) y 3 anuncios por un crimen (2017). La historia transcurre en una isla remota frente a la costa oeste de Irlanda en el año 1923. Aunque se ve a lo lejos la Guerra civil en Irlanda y todos conocen ese conflicto, los habitantes de la isla, sin embargo, viven una pacífica y rutinaria existencia en su tierra. El protagonista, Pádraic (Colin Farrell), tiene un mejor amigo llamado Colm (Brendan Gleeson) con el que comparte charlas y cervezas en el mismo lugar y el mismo horario todos los días de su vida. Pero un día ocurre algo completamente inesperado: Colm rompe con la rutina y le dice a Pádraic que ya no quiere ser su amigo. Al comienzo este no entiende qué pasa, pero luego se angustia y desespera frente a ese cambio que significa la destrucción de todas sus certezas. La hermana de Pádraic, Siobhán (Kerry Condon) una joven instruida e inteligente, intenta ayudarlo, y otro muchacho, el problemático Dominic (Barry Keoghan, insoportable) el hijo del policía, también intenta colaborar para cambiar la situación. El ambiente donde transcurre la historia es uno de los espacios cinematográficos más recurrentes y queridos del cine. La campiña irlandesa, en este caso una isla, que nació para ser fotografiada y es en sí misma un personaje más, a la vez que una postal que deslumbra y a la vez abruma. El espacio abierto y la vez claustrofóbico que todo el tiempo amenaza con mostrarse mágico y sobrenatural pero que tan sólo resulta ser alegórico y solemne. Hay dos películas en Los espíritus de la isla, una es brillante y la otra es un completo desastre. Pocos casos hay de un título que empiece tan bien y termine tan mal. Pero a no equivocarse, porque sería decir que el viaje del Titanic fue más o menos bueno porque empezó bien pero terminó mal. Es la segunda parte de la película la que finalmente termina definiendo su calidad. Martin McDonagh comienza su historia con un tono humorístico, costumbrista, con “irlandeses profesionales” jugando a ser una pequeña comunidad graciosa y tosca, donde todos se conocen. Los temas al iniciarse la película son simples y pequeños en la superficie, pero encierran angustias existenciales de enorme dimensión. ¿Por qué alguien deja de querer de golpe a otra persona? Lo que también lleva a pensar en los motivos por los cuales la quiso o se sintió cercana a ella previamente. Aquí la historia exagera ese punto tragicómico y se sostiene por dos actores impecables, en particular Colin Farrell, cuyo personaje de un día para el otro pierde todo aquello que parecía ordenar su vida. Hay otros caracteres cuyos destinos parecen marcados por la angustia y el encierro. El hijo de un policía cruel y la hermana de Pádraic que aspira a más, son otras dos historias que van cobrando interés en ese mismo tono costumbrista que lamentablemente se borra al finalizar la primera parte de la película. Los espíritus de la isla entonces abandona su lógica y su tono, para volverse siniestra y metafórica. Cuando Colm explica los motivos del alejamiento de su amigo la película parece abrir una serie de nuevas preguntas acerca de la condición humana, la amistad y los proyectos individuales, pero luego muestra su verdadero juego y todo se rompe. La película es una metáfora sobre el conflicto en Irlanda, la Guerra civil y los grupos en disputa. Los tradicionalistas y los rupturistas. A partir de ese momento a Martin McDonagh dejan de importarle sus personajes y solo los usa para analizar ese conflicto. La película se vuelve teatral en el peor sentido posible del término. El director y guionista, muy amigo del subrayado desde siempre, despliega su crueldad y maneja a sus criaturas para expresar las más obvias y tontas obviedades acerca de la guerra entre compatriotas. Lo que parecía simpático se vuelve insufrible y todo el humor da paso a una película pesada, sentenciosa, necesitada de decir cosas importantes, sin darse cuenta de que eso era lo que hacía al comienzo. Los sentimientos humanos no tienen suficiente peso para Martin McDonagh.