Los espíritus de la isla

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Lo mejor que podemos hacer cuando un amigo deja de hablarnos sin ningún motivo es apartarse sin pedir explicaciones. Menos si no se le hizo nada que lo llevara a tomar tan drástica y dolorosa decisión. Al igual que el amor, la amistad tampoco hay que forzarla.

En Los espíritus de la isla, ganadora del Globo de Oro a mejor película de comedia o musical y nominada a nueve Oscar, el director angloirlandés Martin McDonagh (3 anuncios por un crimen) construye una particular historia a partir de la ruptura de dos amigos, protagonizados por Colin Farrell y Brendan Gleeson, quienes ya trabajaron juntos en Escondidos en Brujas (2008), la opera prima del director.

La película indaga en la separación de Pádraic (Farrell) y de Colm (Gleeson), dos viejos amigos que viven en una isla ubicada al oeste de Irlanda en el año 1923, durante la guerra civil irlandesa, rodeados de un paisaje imponente, lo que el director de fotografía Ben Davis aprovecha para resaltar la desolación de los personajes, sobre todo de Pádraic, a quien le cuesta aceptar la decisión de Colm.

McDonagh captura lo que el fin de la amistad provoca en ambos, con efectivos pasos de comedia negra y con personajes secundarios bien definidos, que ayudan a que el resultado sea una de esas películas entre extrañas y sencillas que cada año se inmiscuyen sin alarde en los premios de la Academia.

Uno de los motivos por los que Colm deja de hablar a Pádraic es porque le resulta aburrido y porque quiere dedicar su tiempo a componer música. Colm ya no quiere seguir escuchando las necedades de su amigo cada vez que se juntan a compartir unas pintas en el único pub del lugar.

Pádraic vive con su hermana Siobhán (Kerry Condon) en una casita en la que tienen varios animales, entre ellos un poni que tendrá una función decisiva en la trama. Y es la hermana quien hará de mediadora de las disputas entre su hermano y Colm, quienes entran en una suerte de enemistad íntima.

Otro de los personajes que sobresale es el interpretado por Barry Keoghan, quien hace de Dominic, el loquito marginal al que ya nos tiene acostumbrados. Dominic sufre del abuso de su padre policía (Gary Lydon) y quiere ser amigo a toda costa de Pádraic, quien le tiene cierta lástima.

También hay que destacar el papel de Sheila Flitton como la anciana medio bruja de la isla, quien le da un toque misterioso a la historia, y la música de Carter Burwell, que hace que todo funcione como una pequeña pieza teatral, en la que se ve el resquebrajamiento de una amistad en un ambiente montañés.

Algunos dicen que del amor al odio hay un paso, y McDonagh muestra que de una amistad de años se puede llegar a una suerte de guerra privada. De este modo, el director establece un sutil paralelismo entre la amistad quebrada y la guerra civil que transcurre de fondo, como si la relación entre los personajes fuera una metáfora de lo que ocurre fuera de campo.

Sin embargo, la película no es del todo sobre el fin de la amistad, sino más bien sobre la imposibilidad de terminarla. McDonagh parte de un guion con una idea sencilla y, a la vez, universal, a la que convierte en una entretenida y singular historia sobre dos amigos que no pueden dejar de serlo.