Intriga y tensión, pero sin acción El thriller de Roman Polanski funciona a las maravillas retorciendo el cerebro del espectador. El tipo de thriller que construyó Roman Polanski en la traslación al cine del best seller de Robert Harris es casi el mismo que ya utilizó en Búsqueda frenética (1988). Y su sabiduría radica en generar intriga en igual grado de tensión, pero casi sin apelar a la acción. Y entiéndase bien: no es que en El escritor oculto no pase nada, sino que lo que pasa y los efectos de todo ello transcurre más en la mente del espectador que en escena. Muerto misteriosamente un asistente de un ex primer ministro inglés, que oficiaba como "escritor fantasma" -el hombre que ayuda a otro a redactar, en este caso, sus memorias-, al periodista que encarna Ewan McGregor le encargan esa tarea. No es fácil: tiene sólo un mes para retocar y completar unas seiscientas y pico de páginas que dejó el anterior escritor oculto. Pero el negocio editorial será brillante, a él le reconocen ser rápido y eficaz y le ofrecen un cuarto de millón de dólares, así que el joven inglés se toma un avión en Primera clase y un ferry (medio de transporte que de La isla siniestra a esta parte demostró ser preámbulo de problemas) que lo transportará a la isla donde Lang tiene una fortaleza a orillas del mar, y la biografía guardada bajo llave. Las complicaciones -un clásico que le suceden a los atribulados personajes de Polanski, que se enfrentan a cambios repentinos y sorpresas en lo que creían y lo que los rodea, como en Barrio Chino- se irán adicionando. Lang está en medio de un escándalo, cuestionado y sospechado por la Corte de La Haya de haber dado el visto bueno a torturas en la Guerra de Irak, su esposa ve con malos ojos a su secretaria -que como la interpreta Kim Cattrall, de Sex and the City, todos intuimos que es su amante- y la muerte del primer fantasma no le cierra a Ewan. Ni al espectador. Y hoy que Polanski es más noticia por si es extraditado o no de Suiza a los Estados Unidos por el famoso caso de pedofilia, El escritor oculto permite al espectador atento o más o menos informado seguir analogías. Lang está en esa isla de los Estados Unidos y sabe que no puede regresar a Inglaterra, y sólo podría entrar a algunos otros países (China, Irak, Israel), porque sino la Corte lo apresaría. El elenco que acompaña a Ewan McGregor (el fantasma) y a Pierce Brosnan (el ex primer ministro) es verdaderamente un lujo. Desde Tom Wilkinson y Olivia Williams, pasando por un casi irreconocible Jim Belushi pelado, Timothy Hutton y Eli Wallach, todos dan el aporte justo para continuar con la intriga que la película necesita para sostenerse. Los actores no son lo único bueno del filme, ya que mantener en vilo al espectador sin ofrecerle pistas falsas, ni engolosinarse con escenas de violencia es ya un mérito en estos tiempos que corren para el thriller globalizado. Es así: Polanski echa mano a la violencia psicológica más que a la física. No, no estamos ante una obra maestra como Repulsión, pero a sus 76 años el director de El bebé de Rosemary mantiene buen pulso a la hora de aprisionar a su público durante poco más de dos horas.
Antecedentes del héroe del bosque Drama con acción antes que filme de aventuras, se luce todo su elenco. Aquéllos que esperen ver a un hombre de calzas saqueando a los ricos para darles a los pobres en los bosques de Sherwood, mejor que se recuesten en sus butacas, disfruten la película y esperen a la secuela de esta Robin Hood del dúo Scott/Crowe, la misma pareja de Gladiador. Tras los muchos cambios que fue teniendo el guión, con Crowe primero para personificar al Sheriff de Nottingham hasta esta suerte de precuela del arquero nacional y popular, la película une el clasicismo de Scott -historia lineal, escenas bien construidas, montaje perfecto, atildada reconstrucción de época- con una crítica a las intrigas palaciegas, el heroísmo no siempre bien entendido y hasta la democratización de los terratenientes ingleses cuando ven puestos en peligro sus derechos. y sus bolsillos. Scott toma a Robin de regreso de las Cruzadas, acompañando al Rey Ricardo Corazón de León. El y su guionista Brian Helgeland (Río Místico) se toman algunas libertades con ciertos hechos históricos, pero el deseo del Príncipe Juan por acceder al trono una vez muerto Ricardo, la traición de los ingleses y el poder expansivo e imperial de Francia por apoderarse de Inglaterra están más que como telón de fondo de la historia. Porque, insistimos, no es éste el Robin Hood ni de Errol Flynn, ni de Kevin Costner ni el zorrito dibujado por Disney en 1973. Robin se hace pasar por Sir Robert Loxley, un noble que acompañaba al Rey, y entrega en Londres el casco de Ricardo para partir a Nottingham. Allí se encuentra con Lady Marian (Cate Blanchett, mujer de arcos tomar) y el padre de Loxley (Max Von Sydow), a quienes cuenta la verdad. A todo esto, Robin ya comenzó a formar su grupejo de rebeldes, con el Pequeño Juan y el falso monje. Todo lo que ocurra en Nottingham estará lejos de ofrecer aventuras propiamente dichas. Scott prefiere que la historia se desande por el camino de los diálogos más que de las acciones, dejando para la gran batalla final, en los acantilados, el clímax emocional. Es cierto que muchos extrañarán la grandilocuencia de las batallas con que el mismo director bañaba en sangre y violencia Gladiador, en especial el comienzo del filme ganador del Oscar. Lo que no extrañarán es ver a Crowe con el mismo corte de pelo que en aquella película. Y si antes blandía la espada, ahora es el arco o el martillo con el que imparte, ejem, justicia por mano propia. Hay algo evidente en el cine de Scott, y en particular en los relatos históricos que filma: los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, con armas filosas, no tienen parangón alguno con las guerras del siglo XXI. El combate frente a frente, a caballo o de a pie, generan una cercanía que redunda en empatía con los protagonistas. Scott volvió a secundar a Crowe, a quien el personaje le cae como anillo al dedo, con un notable elenco: Blanchett, Von Sydow, William Hurt, Mark Strong, Oscar Isaac, Danny Huston, todo para que la historia se siga con sumo interés, haya o no haya sangre y peleas. Así vale la pena.
Hay (otro) cerebro en mi cuerpo Aunque livianita, la comedia con Daniel Auteuil entretiene. Hay gente que oye voces y no por eso merece ser encerrada en un nosocomio. Jean-Christian Ranu (Daniel Auteuil) es atropellado en la calle por un auto que conduce una ex estrella de pop de los '80 (Alain Chabat, algeriano como Auteuil), y de buenas (o malas) a primeras el cerebro del conductor pasa a adosarse al suyo. OK: es una comedia. Como sucedía hace 25 años en Hay una chica en mi cuerpo (1984), en la que Steve Martin compartía el suyo con el de Lily Tomlin, el personaje de Auteuil debe lidiar dentro suyo con el cerebro de Gilles Gabriel. Ranu es un tipo solitario, enamorado de una compañera de trabajo a la que el espíritu más aventurero de Gilles bien podría ayudar. O no. Los gags son los imaginables a partir de la premisa de la trama: Ranu se habla a sí mismo en voz alta, lo que ocasiona(ría) la sorpresa y/o el la reprobación de quienes lo rodeen, sea en un mmeting laboral o en un baño público. Auteuil es de esos actores que despierta inmediata atención cuando aparecen. De los pocos capaces de encender una escena, por más que sus diálogos sean divertidos a medias. Dúctil en el drama como en la comedia, tanto como para que un personaje le pregunte la edad y diga "39" y uno le crea... aunque cuando filmó Dos en uno ya andaba por los 58. Que los realizadores de la película sean dos puede permitir cualquier tipo de asociación lícita (o no) en nuestro cerebro, pero lo mejor será pensar en positivo: si entre los dos escribieron y dirigieron esta comedia, qué hubiera hecho uno solo. O sea.
Arma mortal a la francesa John Travolta y Jonathan Rhys Meyers son compañeros tras narcotraficantes terroristas. Las películas que produce Luc Besson (director de Nikita y El perfecto asesino, en el siglo pasado) son más o menos todas iguales. Hay un personaje que habla poco, pero cuando lo hace se asegura de ser más sarcástico que amable. Por lo general, empuña un arma con cantidad ilimitada de balas y debe enfrentarse, casi siempre en soledad, con malvados malísimos que -como se los cuenta en decenas- no tienen ni una línea de diálogo. Ese protagonista en Sangre y amor en París es Wax, interpretado por un John Travolta rapado, chivita candado y algo regordete. Es el compañero de un más atildado y metódico asistente del embajador estadounidense en la Ciudad Luz (Jonathan Rhys Meyers), al que le adosan como chofer por las callecitas parisinas mientras él despacha narcotraficantes. Pero en verdad Wax y James Reece estarán tras un posible atentado terrorista que ocurrirá en unas horas. Bueno, con Wax despachando criminales en un restaurante, en la calle y por una autopista, difícil que ello suceda, pero nunca está dicha la última palabra. El título original (De París con amor) parafrasea a De Rusia con amor, clásico de Bond. De hecho, Wax no se parece ni en el blanco del ojo a Bond -lo único en común es que el agente del FBI debe tener licencia para matar-, pero a Besson le gustan esos guiños, como que al personaje de Travolta le gusten las hamburguesas con queso de McDonald's, en obvia alusión a su Vincent Vega de Tiempos violentos. El actor de Match Point no la pasa mal de entrada -su personaje tiene un bomboncito francés de novia, que se hace un vestido con una cortina-, pero luego como ésta es una buddy movie jugará de partenaire del papel de Travolta. Y ahí pierde notoriamente, no sólo porque los chistes salen de la bocota de John, sino porque es el personaje que se entera tarde de todo. También es cierto que la trama podría ser menos elemental (el chino que escapa de una matanza en vez de llamar por celular a su jefe va a su guarida, y así Wax lo persigue y encuentra), pero el ritmo no decae jamás y el entretenimiento para los pochocleros está asegurado.
Creer o reventar El deseo y la emancipación de dos hermanas asfixiadas. De cómo encontrar una tabla de salvación cuando el sentimiento va en contra de la razón -o de lo que el entorno le marca lo que debería sentir-, La pequeña Jerusalem enfrenta más que enlaza a dos hermanas que viven en un hogar judío ortodoxo en el suburbio parisino conocido como el título de la película, cuyo estreno llega demorado y probablemente como colofón de La canción de las novias, la segunda, pero aquí estrenada antes, película de Karin Albou. Laura quiere emanciparse y se refugia en la filosofía -y particularmente en Kant, amén de otros pensadores occidentales-, pero su corazón y su cabeza están más enfrascados en el vecino algeriano y musulmán del que se ha enamorado. Su hermana Mathilde no la pasa mejor: sigue hasta el paroxismo lo que le dicta la Torah, hasta el extremo de reprimir sus deseos sexuales y desatender a su esposo Ariel, que le es infiel. El tercer lado del triángulo femenino en ese hogar lo encarna la madre, que le espeta a Laura "La filosofía no te va a dar felicidad ni te va a dar hijos". Así de sencillo. Las diferencias no sólo religiosas, sino también en el plano afectivo, son expuestas con rigor, sensibilidad y sensualidad por la realizadora. A lo largo de la proyección los personajes se preguntarán de qué es capaz la razón, si es imposible probar la no existencia de Dios y qué harían sin amor en sus vidas. Tal vez demasiado ambiciosa, La pequeña Jerusalem peca precisamente de su puntillosidad a la hora de marcar contrastes y tipificar a los cinco personajes principales (a los femeninos sumarles el marido y el novio de las hermanas). No obstante, el filme es como un aperitivo ante La canción de las novias, donde las creencias y los debates están a la orden del día.
Un ángel que sí tiene espalda Francois Ozon conjuga varios géneros y vuelve a la película surrealista. Nuevamente, gran actuación de Sergi López. El cine de Francois Ozon es desconcertante, lo cual debe entenderse como un elogio. Ha cambiado de género como de climas, pero ahora lo hace en una misma película. Ricky comienza como una historia de amor que se bandea hacia lo trágico, y tras pasar por cierto surrealismo más propio a Buñuel, desemboca en el género fantástico. La humilde Katie (Alexandra Lamy) vive con su hija Lisa (Mèlusine Meyade) cuando en la fábrica de productos químicos en la que trabaja conoce a Paco (Sergi López). La relación se torna más o menos estable y ella queda embarazada. Cuando las miradas de Lisa -que no es Simpson, pero se las trae- empiezan a incomodar, de un día para otro Katie encuentra algo parecido a un moretón en un omóplato de Ricky, el bebé. De ahí a culpar a Paco de agredir a su hijito no pasa mucho, y el hombre se va del departamento. Es a partir de allí que Ricky cambia de registro. Porque Ozon, que es uno de los cineastas más imprevisibles de la actualidad, conjuga el cine social y la fantasía, y la poesía, con maestría. Porque otro moretón aparecerá en la espalda del bebé, y de allí le crecerán alas. Sí, Paco no tuvo nada que ver, o en verdad sí: los efectos en el niño bien pudieron ser por esos trabajos en la firma química, pero a Ozon eso le importa poco o nada. La aceptación de lo diferente pasa a ser el eje en el que el director de Bajo la arena y 8 mujeres construye su relato. Y, lo mejor, en ningún momento el filme tiene un tono de moraleja y sí alcanza una cohesión sorprendente. Cine acerca de los afectos y las relaciones, algunas más conflictivas que otras bajo un mismo techo, Ricky habla de la unidad familiar para enfrentar a lo externo. Si Katie cree que es Paco quien pone en peligro a los suyos, pronto descubrirá que la sociedad y los medios buscarán en ese pequeñito que se sube a los armarios y se golpea contra los ventanales la noticia del día. Y habrá que estar juntos para ver cómo afrontar no sólo el acoso, sino la novedad de tener un hijo que es todo un angelito. Como siempre, hay una gran labor de Sergi López, acompañado por la pequeña Mèlusine Meyade, que es todo un hallazgo. Uno puede desconfiar de Paco en más de una oportunidad, pero el actor de Harry, un amigo que te quiere bien (ver El extranjero) sabe ganarse la confianza del espectador, aunque todo lo señale como sospechoso de un hecho atroz. Entre López y Meyade, Ricky y Ozon tienen bien cubiertas las espaldas.
El rey de la comedia El secreto mejor guardado del Ejército: George Clooney, ahora con poderes psíquicos... Mira fijo. Parece como poseído, pero no lo está -o si lo está, no es por un demonio sino por una obsesión-. Sentado ante una cabra, el personaje de George Clooney la mira a los ojos. Fijo. Y logra su objetivo: la cabra cae redonda. Muerta. Creer o reventar. En Hollywood los conflictos bélicos dan para todo, si se observa el protagonismo estadounidense en territorios lejanos y ajenos con una mirada irónica, desde sátiras como M.A.S.H. o esta Hombres de mentes, que demuestra cómo es posible reírse de cuestiones bien serias, desde la óptica algo deformante del absurdo. Porque en Hombres de mentes no hay un solo personaje que pueda pasar una revisación psicológica para ingresar al Ejército... o a cualquier trabajo. Ewan McGregor es un periodista que, abandonado por su esposa, decide probar suerte como corresponsal de guerra. Le encantaría ingresar a Irak, pero no lo logra, hasta que conoce a Lyn Cassady (Clooney), quien estaría trabajando para una compañía con intereses en la región. Poco a poco el absurdo va ganando espacio, cuando se sepa que el Pentágono, hace varias décadas, se dejó convencer por un hippie (Jeff Bridges) y creó la New Earth Army, una compañía que a través de la parapsicología cree convertir a sus soldados en guerreros mortales, capaces de atravesar paredes, disipar nubes y. matar cabras con sólo mirarlas. Cómo se fue forjando ese experimento militar en el pasado, con Clooney soldado, con un peinado ridículo y bigotes es uno de los momentos mejor logrados por el director Grant Heslov, amigo de Clooney desde hace más de 30 años y guionista de su película Buenas noches, y buena suerte. También es cierto que Bridges y Kevin Spacey (un envidioso recluta en su momento, que guarda un as en la manga en el presente) juegan papeles paródicos y no desentonan en ningún momento. Pero los mayores aplausos se los llevan Clooney y McGregor. El astro de El amor cuesta caro consigue entrar en confianza con el espectador, que sabe que todo lo que dice Cassady suena raro, bien raro, pero le cree. Clooney es como un amigo allí en la pantalla, al que seguirle la corriente. Y McGregor, que lleva el rol del narrador, es la cara de la sorpresa, la duda eterna, el no saber dónde se está parado. Desopilante en más de un momento -el accidente en el desierto, las pruebas a las que se someten los soldados en el pasado y el de-senlace propiamente dicho-, Hombres de mentes es una comedia que va creciendo como una bola de nieve. Entre lo ilógico, lo cínico y lo adrenalínico, Clooney demuestra que, cuando se lo propone, puede ser el rey de la comedia.
La angustia corroe el alma Los efectos del filme de Haneke siguen al espectador mucho después de la proyección. La naturaleza misteriosa de estos actos criminales despertó una antigua desconfianza entre los pobladores", dice el narrador en off de La cinta blanca. Quien fuera el maestro de la aldea al norte de Alemania, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, oficia también como los ojos del espectador. Alguien ató un delgado cable en la entrada del pueblo, que provocó que el caballo que montaba el doctor del pueblo cayera, y lesionara gravemente a su jinete; niños, que habían desaparecido en el bosque, regresan con muestras de torturas; una noche, un granero se incendia. Ni el maestro ni el espectador saben quién fue. Pueden seguir indicios, sospechar. Pero nadie puede explicarlos. Para la cámara de Haneke, nadie en la aldea ve lo que ha sucedido. La negación es una de las armas más cobardes del ser humano. Desde su estreno en el Festival de Cannes en mayo pasado, aún antes de ganar la Palma de Oro, se habló de cómo Michael Haneke volvía a su tierra -y a filmar en alemán- para manejar una hipótesis que explicara el origen del nazismo. Cómo la violencia contenida en esos hogares en los que la disciplina era férrea, la pobreza, moneda corriente -como el maltrato y el abuso de los padres sobre sus hijos- y la esclavitud a las formas más autoritarias anidaban en una sociedad que eclosionaría y daría origen a uno de los mayores males del siglo XX. Haneke puede dar a entender que en esa comunidad religiosa, esos niños y niñas que andan en grupo pueden sentir que, ante lo que consideran injusticia, es Dios quien les ordenaría hacer lo que hacen. Si es que fueron ellos. Esos chicos, con el correr de los años, bien podrían estar arriba en la pirámide fascista. Pero lo mejor es que Haneke no da nada por sentado, ni siquiera muestra la violencia. Presenta los prolegómenos y las consecuencias de esos actos criminales, desnuda la asfixia del ambiente. El director de Caché- Escondido escribe casi monólogos que el pastor tiene con sus hijos, denota la violencia verbal y psíquica en alguna pareja, connota pero no muestra un incesto o castigos corporales. La utilización del blanco y negro refuerza el sentido de desesperanza. Hay imágenes realmente bellas (la cosecha en el campo) e imponentes (el incendio), pero donde la monocromía lastima más a los ojos es en esos planos que el director le dedica a los niños acusados o abusados, que llevan esa cinta blanca atada al cabello o en un brazo para recordarles lo que es la inocencia y la pureza. La brutalidad que acecha desde el fondo del alma de los habitantes de este pueblito rural aparentemente idílico puede explotar en cualquier momento. La angustia que se instala en el espectador en más de un momento hacen que la visión de La cinta blanca incomode, pero también nos deje pensando mucho después de terminar su exhibición.
Juramento hipocrático Aaron Eckhart es un viudo autor de un libro de autoayuda. Y como conoce a Jennifer Aniston... Hay quienes se confunden, cuando se trata del género romántico, al establecer las bases para erigir un drama o una comedia, entonces, romántica. Si el asunto se pone espeso, es drama. Si da para la risotada, con un par de personajes adláteres de los protagonistas -el de él, por lo general es gordo, el de ella, es despistada o tiene salidas ingeniosas; ambos, por supuesto, son solteros y/o divorciados-, estamos ante una comedia. Pero con Nuevamente amor nos encontramos con una historia que pinta dramón -un autor de un exitoso libro de autoayuda, que perdió a su esposa en un accidente automovilístico-, pero como cuando Burke se cruce con Eloise la cosa dará para la sonrisa, sería ésta una comedia dramática romántica. Aclarado el punto, vayamos a algo más importante: un hombre y una mujer se pueden conocer en las situaciones más incómodas o increíbles, pero un guión puede resultar cómodo o creíble si solo si quienes lo interpreten tengan un aura que genere empatía con el espectador. Si no, fueron. Aaron Eckhart ya tenía una buena carrera mucho antes de interpretar al fiscal de distrito Harvey Dent en Batman: El Caballero de la noche, y aquí también juega a ser Dos Caras. Deprimido, no sonríe, bebe vodka y no toma ascensores aunque tenga que subir veinte pisos, pero se muestra completamente diferente a la hora de aparecer ante sus fans. Burke se ha convertido en un hombre best seller, da talleres de autoayuda para gente que, como él, han perdido seres queridos. Pero es una pantalla hipócrita. Eloise también viene de una pérdida, pero no tan irreversible. Descubrió que su pareja la engañó con otra, pero a las 48 horas ya sale con Burke. Como Eloise es interpretada por Jennifer Aniston, no importa que, como florista que es, se la pase con palita y tierra, o jarrones horrendos: ella está siempre impecable, cambiando de modelo, peinado y accesorios en el vestuario. En algún momento algo tiene que pasar entre los dos personajes, y pasa. Pero como el protagonista es Burke, y Eloise entra y sale de la historia como del vestidor de su casa, todo pinta más dramático. Nuevamente amor habla, sí, de las nuevas oportunidades, y de cómo hay que sacar afuera el dolor para poder afrontar el futuro medianamente con entereza y, si cabe, buena fortuna. Eckhart lleva adelante el personaje más cambiante (Aniston cambia, pero sólo de camisa), es el hombre que ayuda pero no sabe cómo ayudarse. En el elenco está Martin Sheen, que a años luz de su "Saigon... shit" de Apocalypse Now compone al ex suegro de Burke, y John Carroll Lynch -eterno secundario- es el constructor al que se le murió un hijo. Sus enfrentamientos con Burke son los únicos momentos de tensión. El resto, relax.
Ni gusanitos ni pobres mariposas Historia coral, de cinco trabajadoras de un taller textil pueblerino. Hacer cine con buenas intenciones, está visto, no alcanza. Crisálidas tiene un muy lindo título, producto de una buena idea, pero la imaginación ha quedado resumida allí. El protagonismo de la película está repartido en cinco personajes, cinco mujeres que trabajan en un taller textil en un pueblo del interior. Cada una tiene su problemática, pero lo que las emparenta es algo más que la convivencia mientras cosen: vidas opacadas por la rutina, la escasez de oportunidades, la falta de afecto. Los conflictos se desatan de manera autónoma, y la película se detiene en una y otra, yendo y viniendo de manera dispar y con distintos grados de interés, algo evidente desde el vamos. Desde hace más de diez años que Cine con vecinos, con base en Saladillo, viene produciendo filmes con actores profesionales y no actores. El año pasado se estrenó El último mandado, de los mismo directores de Crisálidas, y si bien Julio Midú y Fabio Junco (egresados de la escuela del INCAA) demuestran mejor pericia en el armado de la trama, hay situaciones planteadas que llevan al descrédito (la subtrama de Sofía, soltera y que se inventa un novio). También se nota demasiado quiénes cuentan con antecedentes profesionales -Viviana Esains (Mercedes) y Florencia Midú (Ana)- y quiénes actúan con ganas. El tesón puesto de manifiesto es válido, el camino es el correcto, pero sería injusto pedirle a Crisálidas más que lo que puede ofrecer.