No todo lo que se ve en Oso intoxicado (Cocaine Bear, el título original por el que tanto bregó que se mantuviera su directora, la también actriz Elizabeth Banks) es literalmente lo que sucedió, pero casi. Producida por Phil Lord y Christopher Miller (de las películas animadas de Lego; Spider-Man: Un nuevo universo), primero vayamos a los hechos. Si vieron la última entrega de los Oscar, bueno, allí se hacía mención (y se veía al oso) a la película. Tanta conmoción concitó tras su estreno en los Estados Unidos. Por 1985, Andrew C. Thornton II, un expolicía de narcóticos y contrabandista de drogas relacionado con la mafia colombiana, arrojó bolsos con paquetes de cocaína en un bosque. Lo hizo para liberar el peso. Luego se lanzó en paracaídas, pero el mismo no se abrió. Así, casi 80 kilogramos de cocaína quedaron perdidos en el bosque. Es cierto: lo muestra la misma película con imágenes de archivo. Muerto y rodeado de 40 bolsas de cocaína El oso del título -que es una osa, como lo va a graficar en palabras uno de los coprotagonistas de la ficción-, murió. Lo encontraron tres meses después en el norte de Georgia, rodeado de 40 bolsas de plástico de cocaína abiertas. ¿Más datos? El cadáver fue disecado y fue exhibido en el Kentucky Fun Mall. En la ficción de esta alocada, desquiciada comedia de horror, los humanos que llegan a ese bosque son muchos y de distintos orígenes. Hay una pareja de turistas, una niña y un compañerito de escuela que en vez de ir a clases se escapan para “colorear” unos saltos de agua, la madre de la niña (Keri Russell), y están quienes eran compañeros del piloto fallecido, desesperados por encontrar el cargamento, no solo para recuperar el dinero, sino por terror a los narcos colombianos. Entre ellos está Syd, interpretado por Ray Liotta, fallecido en mayo del año pasado, en una de sus muchas últimas intervenciones en cine que ha dejado póstumamente. También está el hijo de Syd, Eddie (Alden Ehrenreich, de Han Solo: Una historia de Star Wars), otro narcotraficante, un policía que llega tras la pista, y un par de guardabosques. Y hablábamos de desquicio. Los encuentros que el oso negro tiene con los personajes mencionados bordean la parodia. La conjunción de los géneros de comedia y de horror se emparentan con gags que van desde distintos desmembramientos, consumo de cocaína por parte del animal -y hasta de los niños, lo que no resultaría tan gracioso- y situaciones no menos grotescas. No podemos hablar de ritmo desparejo, porque todo está contado a los piques, después del accidente de la avioneta y una vez que los niños llegan al bosque. No, no es fino el humor de Oso intoxicado, que tendrá seguramente como espectadores a muchos adictos al horror.
Cabello grasoso cayéndole a los costados del rostro, cuando no está mojado, por agua o sangre. Reflejos rápidos, voz ronca y humor apenas contenido. Así es John Wick, así lo fue siempre, y más aún en esta John Wick 4 en la que la acción -y la venganza- es mayor que nunca. Bien dicen que, en el cine, hay elementos que se ven mejor que en la vida real. Y no hablamos de efectos. Son las gotas de agua, los vidrios rotos, las luces azuladas o rojas. No son por sí ingredientes fundamentales, pero a la acción de John Wick 4, con un Keanu Reeves desatado, le sientan mucho mejor. La estilización de la acción, o habría que decir de los combates cuerpo a cuerpo, los tiroteos a distancia (o a medio metro), las persecuciones en automóvil o moto que el ex doble de acción convertido en director Chad Stahelski, realizador de las cuatro John Wick, ha logrado adquiere en esta ¿culminación? -la quinta estaría en preproducción- unos toques épicos. Certero, letal, incansable Para quienes no conozcan a John Wick, el personaje de Keanu Reeves es un asesino, pero no del montón. No solamente es certero y letal, sino que es incansable. En este cuarto episodio de la saga lo hacen golpear, maltratar, disparar y más a cientos de personajes. Y no exageramos. La recordada escena de La novia (Uma Thurman) en Kill Bill es un poroto al lado de todo lo que pasa en John Wick 4. La trama probablemente en esta película sea lo de menos, ya que se asemeja más y más a un videojuego. Violento, claro, ya lo dijo Reeves a Clarín: ésta es la película de acción más compleja que le haya tocado protagonizar. Y por varios motivos, no solamente porque es la más larga de la saga (169 minutos, casi tres horas), que no se resienten para nada, en ningún momento, porque es como subirse a una montaña rusa interminable. Sin descansos. La cabeza de Wick desde hace tiempo tiene precio. Más cuando comete un asesinato, y La Mesa, esa hermandad de asesinos de la que formó parte y de la que quiere quedar libre, lo quiere eliminar de una vez y para siempre. Quien tiene ahora el poder supremo de La Mesa es el Marqués de Gramont (Bill Skarsgård), un francés de buenos modales -bueno, hasta ahí-, un caballero que hará todo lo que sea necesario para triunfar. También, un niño rico caprichoso. El actor sueco que es Pennywise en la saga de It, aquí sin maquillaje, es tan tenebroso como el personaje imaginado por Stephen King. Wick -su nombre puede entenderse como la abreviatura de "malvado"- pasó de ser un antihéroe a un superhéroe. No tiene superpoderes, no es tampoco Neo, pero esquiva las balas como el protagonista de Matrix. Alguna da en su cuerpo. No importa. Pero Reeves no está solo. Además de Skarsgard hay todo un elenco que lo respalda, estén de un lado o del otro de la grieta, sean asesinos buenos o malos. La lista la encabeza Donnie Yen, como un amigo asesino ciego (como su personaje en Rogue One), al que debe enfrentarse. Vuelven Ian McShane, el recientemente fallecido Lance Reddick y más. Como hay mucha producción, y se nota, no importa lo inverosímil porque John Wick 4 no pretenderá ser candidata al Oscar al mejor guion original. Hay trajes a prueba de balas, se filmó mucho de noche, hay varias secuencias de planos largos, extensos (presten atención al plano secuencia cenital), escenas rodadas en Nueva York, Berlín, algún desierto y más que nada París y sus alrededores. No faltan el Museo del Louvre, Versalles, la torre Eiffel, el Trocadero, Moulin Rouge, la Opera Garnier. Y hay dos momentos cúlmines: la persecución cerca del Arco de Triunfo y otra en Montmartre, en los famosos los 222 escalones de la escalera que conduce a la basílica de Sacré-Coeur. Corazón no es lo que le falta a John Wick 4. Y no le sobra nada.
Los guionistas de la primera Un lugar en silencio son los realizadores de 65, otra historia en la que los protagonistas son pocos -entre ellos, Adam Driver-, viven huyendo y las amenazas son espeluznantes. Bueno, tal vez no sea para tanto. Lo que es seguro es que, para bien de 65: Al borde de la extinción -no habla de ninguna línea de colectivos que esté por dejar de circular-, no hay que entrar en comparaciones con la película de John Krasinski. Y como aquí hay un adulto y una niña en peligro, tampoco conviene recordar la dinámica de la pareja de la serie The Last of Us. No. Pero hablemos de 65, que en la quiniela significa El cazador, algo que debe despreocupar a los guionistas. Hace 65 millones de años, en una galaxia muy parecida a la nuestra, porque todo transcurre en la Tierra, un astronauta de otro planeta (pero con apariencia humana, tanto que es igual a Adam Driver) se estrella por aquí, kilómetro más, milla menos. Mills tuvo que emprender un viaje de dos años de duración, para poder pagar un tratamiento a su hijita. Se ve que ese planeta de donde proviene se parece mucho a la Argentina, y los problemas económicos de la clase trabajadora (y con las obras sociales o prepagas) son más antiguos de lo que pensábamos. Y en eso estaba Mills, conduciendo la nave cuando una inoportuna tormenta de asteroides lo hace estrellar con la Tierra. No es el único sobreviviente. También está Koa (Ariana Greenblatt), una niña que no entiende una palabra de inglés -menos mal que Adam Driver sí, porque sino, nosotros no entenderíamos tampoco nada-. La cosa es que el ambiente viene movido: hay dinosaurios que atacan, hambrientos. Pero presumiblemente nunca probaron carne humana, o la que tengan Mills y Koa. Bien dicen que cuando hay hambre no hay pan duro. Aparatito salvador. No vamos a adelantar para qué le sirve, pero se ve que Mills provenía de una sociedad de avanzada, ya hace 65 millones de años. Aparatito salvador. No vamos a adelantar para qué le sirve, pero se ve que Mills provenía de una sociedad de avanzada, ya hace 65 millones de años. Para suerte de Mills y Koa, los dino no hacen como nos enseñaron Michael Crichton y Steven Spielberg en Jurassic Park: que los velociraptores atacan de a tres, dos de costado y uno de frente. Acá se ven unos bichos que, si no son raptors, son primos segundos. Pero son medio gansos (con perdón de la distinción de especie). Y Mills cuenta con un arma de alta tecnología como para defenderse, a él y a Koa. Como en "The Last of Us", pero no La relación de Mills con la niña es como la de padre adoptivo, y ella, de hija sustituta, como sucede igual, igual en The Last of Us. Raro que Driver haya elegido este papel, viendo el resultado final, porque por lo general apuesta al cine independiente, y si va al mainstream, al comercial, son tanques como para llenar los cines. No sería éste el caso. Y Greenblatt, a quien vimos en un papelito en In the Heights -es hija de madre portorriqueña- y veremos a mitad de año en Barbie, con Margot Robbie y Ryan Gosling, conoce el timing y no desentona. Tampoco es el debut de Beck y Wood en la dirección, ya que tienen en su curriculum La casa del terror (Hunt) y La novia viste de sangre. Sí, cuando dirigieron se habían volcado más al terror, y no al suspenso como en Un lugar en silencio. Igual, Scott Beck y Bryan Wood escriben corto. No se sabe si por apuro, porque se les acaba Internet o tienen pocas ideas y prefieren exprimirlas. Un lugar en silencio duraba 90 minutos, y ésta, 93. Pero en este caso, y viendo cómo termina y lo floja que es la película, es probable que alguien desde la producción haya decidido recortar la duración. Ya se sabe: cuando una película no termina de convencer, y se estima que durará poco en cartelera, los inversores -suponemos que no Sam Raimi, que es uno de los productores- ruegan porque ese primer fin de semana, antes de que el boca en boca la mate, tenga muchas más pasadas, funciones por sala, para poder recaudar algo más y recuperar lo invertido. No es lo mismo que dure dos horas a que dure hora y media. No es nuevo.
Las películas de superhéroes perdieron hace tiempo el poder de la sorpresa. A esta altura del partido, cuando Marvel transita la fase cinco de su imperio cinematográfico y DC ya tiene una docena de películas estrenadas, el formato parece agotado. La mayor virtud de ¡Shazam! La furia los dioses aparece en el intento sobrehumano de buscar algunas variantes a las convenciones del género ya repasadas hasta el hartazgo. David F. Sandberg había tratado de diferenciarse en la primera ¡Shazam! con un éxito relativo a fuerza de comedia adolescente, otra fórmula hoy día ya gastada. ¡Shazam! La furia de los dioses se muestra ingeniosa de entrada, cuando el superhéroe repasa el argumento completo de la primera película en menos de 30 segundos, mientras habla desde el diván con un médico, que apenas consigue explicarle al atribulado superhéroe que no es psiquiatra y su especialidad es la pediatría. Y ahí mismo la película hace explícitas las dos ideas que sobrevuelan toda la trama: identidad y familia. La película recurre constantemente a este par de conceptos al estar centrada en la lucha de las hijas de Atlas por recuperar los superpoderes que le fueron arrebatados al titán. Esos mismos atributos son los que poseen el adolescente Billy Batson y sus hermanos, que al mencionar la palabra Shazam se transforman en superhéroes adultos. Alter ego superheroico El protagonista, mientras defiende el planeta de ese par de ninfas dispuestas a todo, deberá además inventarle a su alter ego superheroico un nombre y resolver los traumas de la infancia para encontrar su lugar en el mundo. Zachary Levi vuelve a ponerse, con un candor ajustadísimo a su personaje, el traje de superhéroe y a Jack Dylan Grazer se lo nota otra vez comodísimo en el doble rol de hermano y mejor amigo. Las grandes incorporaciones al elenco aparecen con las deidades griegas, en la despiadada Kalypso de Lucy Liu y la soberana Hespera que interpreta Helen Mirren. La actriz inglesa tal vez sea el gran diferencial de la película a partir del compromiso sobrenatural que demuestra en cada batalla, bien lejos de prestarse a ceder su prestigio en un pequeño rol poco demandante (otra práctica habitual en este tipo de cine). La secuencia de acción inicial de ¡Shazam! La furia de los dioses pone la vara demasiado alta: la ninfa interpretada por Lucy Liu le susurra al oído a un hombre “desata el caos” en un museo y todos los turistas del lugar se transforman en una suerte de zombis salvajes que de golpe terminan petrificados como la escultura de Atlas que enaltece el lugar. Sandberg trata de seguir tirando toda la carne al asador en cada enfrentamiento de los jóvenes superhéroes y, entre enemigos y compinches, aparecen más ninfas, minotauros, troles, mantícoras, arpías, un mago, un dragón “de madera” y lóbregos unicornios fanáticos de las golosinas. El cineasta intenta aumentar la intensidad para la llegada del clímax, pero la pelea final en el campo de un estadio de béisbol entre la despótica Kalypso y Shazam no está a la altura de los presagios. El dilema interno que, al momento de enfrentar su destino, martiriza al superhéroe en busca de su identidad se convierte en una lucha más atractiva que esa última batalla que transcurre en el domo.
En un entorno patriarcal se encuentra la trama de Ellas hablan, la película de Sarah Polley que tiene dos candidaturas para el Oscar que se entrega este domingo 12 de marzo: mejor película y mejor guion adaptado. Pero los hombres tienen presencia por omisión, ya que ésta es la adaptación de la propia escritora y directora Sarah Polley de una novela de Miriam Toews, publicada en 2019, centrada en los miembros femeninos de una colonia menonita (aunque en el filme no se menciona que sea menonita). En el original, transcurría en Bolivia. Aquí, es algún lugar de los Estados Unidos, a comienzos de la década de 2010. Lo troncal es la conspiración de abuso sexual descubierta en esa comunidad aislada de la civilización, y la resolución que por primera vez tomarán las mujeres de la congregación. Ellas hablan bien podría ser una obra teatral, ya que las acciones transcurren prácticamente en su totalidad en el interior de un granero en esa comunidad rural, pero, de ser así, se perdería el laborioso entramado visual que la directora canadiense pergeñó junto a su director de fotografía Luc Montpellier, que ya había trabajado con Polley en Lejos de ella (2006). La paleta que elabora Montpellier tiene sepias, negros y azules, que se resalta como suele suceder en estos casos con el trabajo del diseño de producción y de vestuario. La música de la islandesa Hildur Guðnadóttir (Oscar por la de Joker; Chernobyl) también remarca más que acompaña, y la banda sonora es disruptiva: incluye Daydream Believer, la canción de 1968 de The Monkees. “Lo que sigue es un acto de imaginación femenina”, se lee al comienzo de la proyección. Las mujeres, reunidas en ese granero, están por dar su respuesta a años de acoso y abuso sexual. Los líderes -obviamente, masculinos- insistían en que los horrores que experimentaban pertenecían a “los demonios” o, peor, la "imaginación femenina salvaje". Pero ha llegado el momento de los hechos y no de las palabras. Más todavía para aquellos -aquellas, aquí- que nunca levantaron su voz. Cada una con su monólogo Por cierto, en el filme, que no es extenso, pero por momentos se hace largo debido a la profusión de los textos, hay superpuestos planteamientos y discusiones filosóficas y religiosas, que atentan contra el público que no sea muy proclive a escuchar tantas alegorías. El único hombre que está allí, en el granero, es August (Ben Whishaw, el nuevo de las películas de Bond), el maestro de escuela en el que las mujeres confían, para que escriba las actas de las reuniones. La educación no era una moneda corriente: cuando llegue el momento de la votación, será con sumatoria de cruces. En síntesis, las mujeres votan sobre tres posibles respuestas: no hacer nada, quedarse y luchar, o irse. Finalmente, quedan las últimas dos opciones, y son las mujeres de dos familias las que terminarán votando cuál gana. Ellas hablan es un filme coral, con ocho mujeres que representan a tres generaciones distintas, y cada una tendrá su tiempo, su monólogo propio -en eso sí, la puesta vigorosa de Polley se asemeja a una de obra teatral-. Entre ellas están la más joven, Autje (Kate Hallett), que da la narración de voz en off, Ona (Rooney Mara), que está embarazada víctima de una violación, la más beligerante Mariche (Jessie Buckley), madre de Autje. También, la desafiante Salomé (Claire Foy, de The Crown), que fue a buscar tratamiento médico para su hija enferma, quebrando las reglas de los hombres. Una adolescente que sufre ataques de pánico, Mejal (Michelle McLeod) y las dos ancianas, Agata (Judith Ivey) y Greta (Sheila McCarthy), que brindarían algo así como la sabiduría de las que más vivieron, y sufrieron. Párrafo aparte merece la inclusión del personaje de Frances McDormand, -una de las productoras de la película-, que luce heridas en sus mejillas y que no puede imaginarse una vida fuera de esa comunidad en este filme más valiente que logrado.
Qué más de lo que suele tener puede presentar una película que se centra en un (ex)boxeador, que ya ha ofrecido no una sino dos sagas. Hablamos de la original, Rocky, y de Creed, que con el estreno de hoy va por su tercera película. Y seguramente habrá más combates en el cine. Bueno, esta Creed III tiene a su protagonista, Michael B. Jordan, también debutando en la dirección. Y a la pregunta del comienzo, qué puede aportar una más a la saga, el artista ha respondido con todo. O, mejor, con mucho, que no es lo mismo. Porque el guion, en el que participa Ryan Coogler, director de la primera Creed y de las dos Pantera Negra, tal vez abarque demasiado. Y no hablamos de las líneas temporales: hay muchos personajes con sus historias a cuentas y Jordan se preocupa en 116 minutos de darle espacio a todas ellas. Una es troncal, y tiene como protagonista a Damian “Dame” Anderson (Jonathan Majors, el nuevo malvado de Marvel, visto en Ant-Man And the Wasp: Quantumania). Amigo desde chico de Adonis Creed, al extremo de que el más pequeño se escapa una noche de su casa para acompañarlo en la pelea en Los Angeles, donde viven, de los Guantes de Oro. Está claro que Damian ansía ir por más, sueña con el título mundial. Los seguidores de la saga saben quién lo obtuvo (Creed, hijo de Apollo Creed, el que le ganaba a Balboa en la primera Rocky) y, sino vieron el trailer, igual pueden oler que correrá sangre en un ring, y será de los dos amigos en un futuro que será el presente. Así como la historia de Damian se va descubriendo de a poco -hubo un confuso episodio esa misma noche, y terminó preso por 18 años-, cuando Damian sale de la cárcel se encuentra con Adonis. Cuentas pendientes ¿Vieron que hay gente que tiene cuentas pendientes? Bueno, va de regalo que Adonis, que se ha retirado el ring, pero entrena una nueva generación, nunca lo fue a visitar a su amigo durante los 18 años que pasó su condena. La película va, como de un round a otro, balanceando (o no logrando esa estabilidad) entre las diferencias de carácter y vida de Creed y Damian. Uno aprendió que el control es básico y fundamental. Otro entiende, y la vida lo ha llevado a eso, que la fuerza lo es todo, o casi. Creed III es tal vez demasiado extensa, o se vuelve demasiada larga, porque abarca más de lo que aprieta. Tiene combates violentos, hay una muy buena coreografía en las peleas y hasta en los entrenamientos con los sparrings, pero también muchos personajes secundarios, que entran y salen, y lo que decíamos al principio: la hija, la esposa (Tessa Thompson) y la madre adoptiva de Adonis (que es hijo ilegítimo de Apollo Creed y su esposa lo adoptaba en la primera película), por ejemplo, tienen su subtrama. Lo mejor es la química entre Adonis y Damian. Aquí hay dos muy buenos intérpretes con consignas precisas.
Triste: así es Close, una película que impacta y conmueve como pocas, que es candidata al Oscar a la mejor película internacional, donde compite con Argentina, 1985, de Santiago Mitre, y que cuenta una amistad o una relación como pocas. El cineasta belga Lukas Dhont ya había avivado el fuego, incitado y despertado el interés con Girl, su opera prima. Era la historia de una joven transgénero, que deseaba ingresar a una escuela de ballet. Dhont lo dijo en la entrevista con Clarín: si Girl trataba sobre la femineidad, Close habla de la masculinidad. Y de la virilidad, que no son exactamente lo mismo. Léo (Eden Dambrine) y Rémi (Gustav De Waele) son dos chicos de 13 años. Amigos desde siempre, inseparables, comparten salidas, travesuras, la escuela. Viven en la campiña, y Léo suele quedarse a dormir en la casa de Rémi. Se lleva bárbaro con la madre de su amigo -los papeles de las madres son interpretados por Émilie Dequenne, de Rosetta, que es Sophie, y Léa Drucke, Nathalie-. Sus juegos son inocentes, pero Léo mira de un amanera diferente a Rémi. Son las compañeras de la escuela las que les preguntan si son pareja. Léo lo niega, de manera rotunda, pero es a partir de que otros varones comiencen a hacer comentarios maliciosos que Léo, completamente desorientado, decide separarse de Rémi. Heridas siendo tan chicos No, no es como en Los espíritus de la isla, pero la disolución de una amistad puede ser igual de cruel. Más cuando se tiene 13 años, hay un bagaje adulto que no se tiene y el mundo puede parecer que se desmorona. No se sabe cómo curar las heridas. Porque tampoco se sabe cómo expresar lo que se siente. Rémi no entiende qué sucedió, y no sabe cómo expresárselo a su (ex)amigo. Todo eso sucede en Close. Y así como Rémi toca el oboe, Léo se anotará a jugar hockey sobre hielo. El cambio es notorio. Uno busca placer en el arte, el otro en el deporte, a veces brutal. La amistad, intensa, ya no existe. Uno le hizo un vacío al otro, y un hecho inesperado le cambiará la vida a Léo, en un giro de 360 grados. Por supuesto que no es lo mismo contar la historia de una relación de amistad, teñida de lo que fuera, con protagonistas que están en la pubertad que si lo estuvieran ya siendo jóvenes o adultos. Dhont les dio el guion a sus dos protagonistas para que lo leyeran una sola vez, y no sintieran que tenían que copiar lo que leyeron en el papel. Había que crear esa relación. Pero otro de los aportes del cineasta belga a la discusión sobre la masculinidad pasa por el sentido de la virilidad. Pero nada de todo esto es dicho con palabras altisonantes, sino que Dhont busca en las manifestaciones, en las exteriorizaciones, las miradas de los protagonistas brindar esa expresión. Hay una cuidada manera de narrar y una utilización de la paleta de colores en Close que (re)descubre significaos, de la pureza del blanco a saltar a otros colores, los travellings en los campos de flores. Close es una experiencia artística contada con simpleza, con humildad, con talento y con mucho, pero mucho contenido y pasión.
La ballena no sería lo que es sin la actuación de Brendan Fraser. Una de las “pesadillas” de los directores a la hora de presentar sus películas en los festivales de cine, o hasta en la temporada de premios, sucede cuando advierten que su intérprete se roba la película por la que tanto trabajaron. Hay ejemplos y ejemplos: en Tár, Cate Blanchett está estupenda, pero el sostén de la película no es ella sola, por más que esté en cada una y todas las escenas. A La ballena, de Darren Aronofsky, lo que la rescata es la actuación del ex George de la selva y actor de La Momia, sumado a la de Hong Chau (El menú). Se nota mucho que es la adaptación (no del todo lograda, se entiende) de una obra de teatro llevada al cine, y no solo porque, salvo la primera panorámica abierta con la que abre el filme, todo transcurra en las habitaciones de la casa de Charlie. Charlie es un profesor que da cursos online. En la pantalla del Zoom vemos a todos los estudiantes, pero en el rectángulo que debería aparecer el profesor, está en negro. La excusa que da Charlie a sus alumnos es que no le anda la cámara, pero en verdad, no quiere que lo vean. Charlie tiene obesidad mórbida. Aronofsky no se anda con chiquitas: la primera vez que lo vemos, Charlie está tirado en su sofá masturbándose mientras mira porno gay, y el esfuerzo termina en un ataque al corazón por el que casi muere. Es otro personaje atormentado, como el de El cisne negro, también de Aronofsky, pero por motivos muy distintos. Con la estrella de "Stranger Things" A su hogar llega, después de años de alejamiento, su hija Ellie (Sadie Sink, Max en Stranger Things). Charlie dejó a la madre y a su hijita, cuando se enamoró de un estudiante de la escuela nocturna hace unos años. El fallecimiento de su pareja, parece, lo deprimió y lo llevó al estado calamitoso en el que se encuentra. El único sostén, la única ayuda que recibe en su casa, atiborrada de pizzas y pollo frito, y chocolates y grasas es Liz (Hong Chau, candidata al Oscar como mejor actriz de reparto), la hermana de su difunto compañero, que por suerte es enfermera, pero no entiende por qué Charlie no va a un hospital a tratarse, por más que le explique que si sigue en esas condiciones, le queda poco y nada de vida. Otro personaje que se cruzará con él es Thomas (Ty Simpkins), un evangelista cristiano que pertenece a la iglesia de la que era miembro la pareja de Charlie, que aquel día le golpea la puerta. Y lo salva. Obviamente está el amor del protagonista por la literatura y por Moby Dick, la ballena de Melville, y él se ve a sí mismo como la ballena. La muerte lo acecha, y quiere reestablecer contacto con su hija. A Charlie lo mueve la culpa que lo persigue desde que dejó a su familia. El se siente culpable de todo. Si bien algunos diálogos logran conexión con el espectador, La ballena es como un partido de ping pong en el que, a veces, jugar corto no sirve, y jugar largo puede desperdiciar todo lo bien que se ha trabajado un punto. No está mal, pero tampoco tan bien, y vale la pena discernir y separar, apreciar lo que es gordura y lo que es hinchazón.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.
El sueco Ruben Östlund ya se ha sumado al mexicano Alejandro González Iñárritu y al griego Yorgos Lanthimos (El sacrificio del ciervo sagrado) como paradigmas de la grieta en el cine. Están quienes los aman y quienes los defenestran. Lo extremos y los excesos nunca son del todo bueno, y con El triángulo de la tristeza, Östlund volverá a dividir las aguas como con The Square (2017). Vaya solo como dato de color que por ambas películas, The Square y El triángulo de la tristeza, el coterráneo de Ingmar Bergman a los 48 años ya ganó dos Palmas de Oro. Y El triángulo... es candidata al Oscar a la mejor película este año. Bien dicen que algunos directores que hacen cine de autor cuentan, con distintas imágenes e historias, usualmente lo mismo. Las preocupaciones de Östlund pasan por la desigualdad social y satirizar a la burguesía, cuando no enrostrar la vergüenza desmedida, e inapropiada, de sus personajes. El triángulo de la tristeza está dividida en tres fragmentos, y tiene a los personajes del título del primer capítulo, Carl y Yaya, como protagonistas de los tres. Diferencias, burgueses y vergüenzas Ambos son modelos, y en ese tercio del filme Östlund se preocupa por marcar las diferencias entre la pareja. Yaya gana muchísimo más que él, y al momento de pagar una onerosa cena para dos, pese a que habían combinado que ella la abonaría, es Carl el que pone la tarjeta de crédito. Para qué. Los cuestionamientos de parte de uno y de otro van más allá del dinero y se transforman en una suerte de diálogo de sordos, como los que tenía la pareja de Force Majeure -ese padre de familia que huía despavorido de una avalancha, dejando a su merced a su mujer y sus hijos-, sin duda lo mejor que estrenó Östlund. Como sea, Carl le regala un viaje en un exclusivo crucero a Yaya (El yate, segundo capítulo), donde se codearán con distintos personajes, uno más estrafalario que otro, desde el capitán borracho de Woody Harrelson a un ruso exageradamente rico, que simplifica cómo hizo y hace su fortuna: “Vendo mierda”, o sea, fertilizantes. Y el mismo personaje, cuando le pregunta a Carl cómo fue que pudieron afrontar semejante costo del viaje -canje, sobre todo gracias a Yaya, que es influencer y no deja de sacarse fotos posadas-, lo resume con “la apariencia paga los tickets”. Östlund, a la hora de confrontar actitudes o personajes, no se ahorra nada. Se burla de las publicidades y cómo actúan los modelos, dependiendo si trabajan para Balenciaga o la tienda H&M, las ya mencionadas diferencias de género, quién y cómo detenta el poder, en una pareja o en cualquier situación entre extraños. El título viene de una frase dicha por un productor, que le pide a los modelos que relajen el triángulo de la tristeza. Es ése que se forma en el entrecejo. Bueno, viendo la película, habrá quienes lo mantengan incólume, intacto, y quienes sí dibujarán una sonrisa antes que un gesto de adustez o malhumor. Y si hablábamos de excesos, lo escatológica que, con vómitos, por momentos se vuelve la película es incomparable. El tercer segmento, se titula La isla y no vamos a spoilear nada, aunque se pueden imaginar qué sucede. Es allí donde Abigail, el personaje de la filipina Dolly De Leon, que había pasado casi como desapercibida, será importante, y se volverá a cuestionar aquello del uso y abuso de poder, y quién lo detenta. Tal vez demasiado extensa (147 minutos), la película es despareja, empezando muy arriba y terminando algo más abajo. Östlund es muy buen dialoguista, le gusta exasperar los ánimos del espectador y vaya que lo consigue.