“No fue a propósito” se excusa la imperturbable Rosina cuando el padre le cuenta que le dieron “cinco puntos” a su otra hija, es decir, a la hermana de la susodicha. “Sí, ya sé –contesta el personaje a cargo de Fabián Arenillas– pero la reventaste”. Con este intercambio de palabras, la montevideana Lucía Garibaldi presenta a la protagonista de su ópera prima: una chica de 14 años que cautiva a la cámara desde el momento en que corre hacia una playa por razones desconocidas. El supuesto avistaje de una aleta sospechosa y la conducta solitaria, errática, por momentos acechante de la púber confluyen en el título Los tiburones. “Lo tuyo es mar afuera” diría Rubén Blades de esta criatura que también pega dentelladas a ciegas. Sin querer o por naturaleza, Rosina ensaya tarascones contra los sujetos que por algún motivo le parecen una presa. No es maldad, sino pura adolescencia. Garibaldi consigue retratar, además de un personaje, una edad o una instancia en el proceso madurativo de todo ser humano. Lo hace desde una perspectiva femenina y feminista, y con un sentido del humor fino (para botón de muestra, vale citar el diálogo circunstancial que la protagonista mantienen con un pescador). Seguro sin proponérselo, la realizadora desbarata el mito de las sirenas predestinadas a seducir a los marineros y a suicidarse cuando fracasan. De hecho, Rosina se ubica en las antípodas de estas ninfas marinas imaginadas en los albores del patriarcado. Las pinceladas de Garibaldi son justas, sin excesos verbales ni visuales. Por otra parte, la directora convocó a un elenco impecable, donde se destacan los integrantes más jóvenes: Romina Bentancur, a cargo del rol protagónico, Federico Morosini y Antonella Aquistapache. Aunque se trata de una coproducción con Argentina y España, Los tiburones se instala en la memoria como un buen referente del cine uruguayo. A mediados de abril, cosechó tres merecidas distinciones en el 21° BAFICI: el premio especial del jurado de la competencia internacional de largometrajes, el premio de la Federación de Escuelas de Imagen y Sonido de Latinoamérica y una mención especial del Colectivo Argentino de Afichistas de Cine.
Una pequeña reproducción de la estatua esculpida en homenaje a la loba o Luperca que amamantó a Rómulo y Remo es el leitmotiv del ensayo que Marina Zeising filmó sobre las distintas maneras de imaginar, entender, ejercer la maternidad. La representación de aquel animal mítico inspiró, no sólo el título –La lupa, en idioma italiano– y el afiche del documental en cuestión, sino la elección de un enfoque consecuente con las reivindicaciones feministas del siglo XXI, y por lo tanto crítico del biologicismo patriarcal. La difusión del mandato naturalizado y el reconocimiento de esa construcción social son los extremos del camino que Zeising transita con su deseo –y miedo– de convertirse en madre a cuestas. En esta instancia, la realizadora repasa algunos de los estereotipos históricos que la escuela, la publicidad, la TV, el cine ayudaron a fijar y que el feminismo busca desinstalar. Lo hace con tino, contraponiendo extractos de viejos noticieros y porciones de entrevistas a militantes feministas. Por un sendero adyacente Zeising llega a otras mujeres: parientes, amigas, desconocidas que ejercen el (o un) rol de madre, y a profesionales formadas para orientar y/o acompañar en esta aventura. Estos testimonios constituyen otro plato fuerte del documental. Existe un tercer desplazamiento que consiste en dos travesías de larga distancia, una a Roma y otra a Oslo. El viaje al país nórdico supone un reencuentro con los orígenes familiares que refuerza la impronta autorreferencial del ensayo. Esta escala también responde a cierta pretensión de universalidad, a partir de la constatación de algunas coincidencias entre mujeres argentinas, italianas, noruegas. “Lo personal es político” sostiene Zeising en el transcurso de su largometraje, y con la frase atribuida a Carol Hanisch parece justificar la decisión autoral de ocupar un espacio destacado ante cámara y entre las voces registradas. Sin embargo, la cita difícilmente conmoverá a los espectadores cansados del cine filmado en primera persona del singular. A esta porción de público reacio, conviene recomendarle un largometraje anterior de la realizadora: Lantéc Chaná.
“Hago falta… Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, si no estoy… Siento que hay un sitio para mí en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que defraudo una espera”. Vale recordar los versos de Guitarra negra antes de reseñar el documental que la argentina Melina Terribili le dedicó a Alfredo Zitarrosa. De hecho, Ausencia de mí retoma las nociones de falta, de vacío, de silencio que inspiraron aquella obra poética para volver a expresar la pena y el dolor profundos que la censura y el destierro infligieron en el cantautor uruguayo. En las antípodas del formato ortodoxo que articula datos duros con entrevistas formales a seres queridos, colegas y/o estudiosos, Terribili privilegia el testimonio del propio homenajeado. Lo hace a partir de grabaciones y filmaciones que Zitarrosa realizó en la intimidad de su hogar y en casa de amigos, y que forman parte del ecléctico archivo familiar que la viuda e hijas del artista popular entregaron en comodato al Estado uruguayo. Como todo ejercicio de memoria, éste también comienza en el presente, en este caso, con la llegada de la colección privada al Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas de Montevideo, y con las primeras tareas de curaduría. El viaje en el tiempo supone, por otra parte, un trabajo de contextualización que retoma material de archivos públicos y que propone un repaso de la historia reciente de Uruguay y de Latinoamérica. De esta manera, a treinta años de su muerte, Don Alfredo revive como vivió, es decir, íntimamente ligado a las circunstancias políticas que condicionaron su vida personal y su trayectoria artística. Los separadores formales utilizados en el film reproducen versos de Zitarrosa o marcan etapas de su vida, por ejemplo Exilio I, Exilio II, Exilio III. La tipografía elegida parece aludir a la obra escrita a máquina que convive con aquélla manuscrita. Por ésta y otras referencias, dan ganas de llamar contrabiografía a una película que además recuerda las contracanciones por encima de Doña Soledad, Crece desde el pie y otros temas que gozan de mayor difusión. La realizadora porteña le escapa tanto al lugar común que borra los límites entre destierro y repatriación. De hecho sugiere que, una vez extinguido el fervor por el regreso al paisito, el otrora locutor y periodista experimentó el desconcierto y la tristeza que provoca el llamado exilio interno. Asoma entonces la hipótesis de que ésta fue la verdadera causa del encuentro prematuro con la muerte tildada de fisgona. A través de Ausencia de mí, Don Alfredo vuelve a comparecer, a estar, a respirar, a silbar entre nosotros. Y por si hiciera falta, vale decirlo: el poeta y cantor no defrauda. Al contrario, resiste victorioso el paso del tiempo y los embates de otro cómplice de la Parca, el olvido. Un dato nada menor: Terribili les dedica el primer largometraje que dirigió sola a su padre Carlos y a Jorge Vidart. El primero fue artista plástico, nacido en Buenos Aires; el segundo, fotógrafo oriundo de la localidad uruguaya de Sauce. Ambos entendieron el arte tal como lo define Zitarrosa en un extracto del film: “un acto de amor a la Justicia, al Hombre, a la Verdad”.
Además de guionista y director de Flora no es un canto a la vida, Iair Said es actor. El dato relativiza la definición de Documental acordada al largometraje que circuló por el BAFICI de 2018 entre otros festivales de cine, y que el viernes pasado desembarcó en el Malba. También resulta poco ortodoxa la decisión autoral de intervenir como figura ¿secundaria? en esta semblanza de una tía abuela soltera que, a juzgar por el título y el afiche del film, podría haber protagonizado alguna historieta del estadounidense Harvey Pekar. Existe otro personaje –atípico, por cierto– en esta aproximación a un pariente lejano en más de un sentido. Se trata del departamento de la tía, una suerte de tercero en discordia que progresivamente condiciona el vínculo entre retratada y retratista. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, aclara una placa al principio del film, y es cierto: Flora protesta en reiteradas ocasiones ante la cámara encendida. Sin embargo, Said se las ingenia para convertir esa queja en letanía narrativa de un ensayo (re)creativo que, en honor a la verdad, dista de atentar contra la vida privada de la nonagenaria. Ante todo, el presente de Flora constituye un espejo donde el sobrino se mira y enfrenta sus propios temores a la soledad, a la vejez, a la muerte. Este actor y realizador es menos ácido que Pekar, pues conjuga su predilección por la caricatura con algunas expresiones de ternura. En los últimos años ha aumentado la cantidad de realizadores más o menos nóveles que encuentran en el seno de sus propias familias historias o parientes dignos de inmortalizar en una película. Said se sube a esta ola con una tía abuela más preparada para lidiar con la Parca que con la vida. Acaso porque implica una decisión osada, la experiencia vale la pena.
“Es la espiritualidad del pueblo africano, de gente transplantada de forma terriblemente violenta desde su continente madre a un lugar desconocido, a una cultura desconocida. Para llegar al candombe tenemos que pasar por ahí”, advierte la música e investigadora uruguaya Isabel Chabela Ramírez. Y Ernesto Gut hace justamente eso en su documental Candomberos – De dos orillas : en palabras de la única entrevistada mujer, el realizador aborda esta manifestación cultural como un fenómeno “mucho más profundo que la cadera y los senos de una vedette, que las piernas de la bailarina, que el sonido del tambor”. Aunque Ramírez y otros entrevistados recuerdan la porción de pasado colonial que comenzó con la llegada de los primeros barcos negreros a los puertos de Montevideo y Buenos Aires, Gut ciñe su trabajo de reconstrucción histórica al período que se extiende de mediados del siglo XX a la actualidad. En términos más precisos, se concentra en el recorrido temporal y geográfico del candombe desde la conformación de los barrios Sur y Palermo en tanto cuna de la cultura afro-uruguaya hasta el presente porteño o bonaerense de los uruguayos de ascendencia africana que escaparon de la dictadura de su país natal, a partir de 1973. La diversidad de testimonios constituye una de las principales virtudes del film. De hecho el realizador entrevistó tanto a músicos y luthiers especialistas en candombe como a referentes de otro palo: el multifacético cantautor Pedro Conde; el fotógrafo, ensayista, crítico de cine Álvaro Sanjurjo Toucon; el periodista, ilustrador, escultor Jorge Pistocchi (QEPD). Un segundo acierto radica en el hallazgo de material de archivo utilizado para ilustrar los recuerdos en torno a la vida en el conventillo Mediomundo, a la rivalidad entre las comparsas Morenada y Fantasía Negra y entre los estilos Cuareim y Ansina, a ciertos referentes como Martha Gularte y el apenas mencionado Rubén Rada. Por si este trabajo resultara insuficiente, Gut también recurre a la animación de dibujos como aquél devenido en afiche del film. De los 110 minutos que dura el largometraje, los primeros 70 plantan bandera en la orilla montevideana. La constatación alimenta la sensación de que la primera parte de la película es más suculenta que la segunda; acaso otro documental –una suerte de secuela– aborde con más detalle el proceso de adaptación de los uruguayos candomberos a Buenos Aires. “No podemos saltear la Historia y decir que es un ritmo alegre, porque el candombe surgió como un grito de liberación” sostiene Ramírez ante cámara. Estas palabras dejan explícita la arista política de un largometraje que desliza planos generales de –por ejemplo– paredes que resisten desalojos y reivindican el derecho a la vivienda digna. Sin dudas, Candomberos… aborda mucho más que las diferencias entre los tambores chico, repique y piano.
Chiquita y vigorosa… Igual que Yvonne Pierron es la película (casi) homónima que Marina Rubino y el Grupo Documenta filmaron sobre la religiosa francesa que misionó en suelo argentino junto a sus hermanas y compatriotas Alice Domon y Léonie Duquet. En 63 minutos, el documental reconstruye la vida de esta soeur alsaciana que –tras haber sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial– decidió consagrarse a Dios para “ayudar a la gente que necesitaba”. Las declaraciones de Pierron ante cámara conforman la materia prima fundamental de esta semblanza que también se nutre de otras entrevistas (a un sobrino, a compañeros de militancia, a colaboradores, al periodista Horacio Verbitsky), de fotos de álbumes privados y de filmaciones e imágenes de archivos públicos. Entre éstas últimas sobresalen los extractos de un tramo del juicio por la causa ESMA que tuvo lugar en octubre de 2010. En escasas ocasiones Rubino recrea con actores algunos recuerdos de su retratada. La secuencia del encuentro con un toro en plena huida alimenta la noción de una existencia de película. “Yo me salvé porque debía vivir pero luego supe eso” sostiene la monja al principio del largometraje, cuando rememora sus años mozos en una Alsacia disputada por franceses y alemanes. La frase suena a introducción de uno de esos relatos clásicos que adelantan el destino heroico y trascendental del o la protagonista. Aunque privilegia el episodio relacionado con el secuestro, desaparición, tortura y asesinato de Alice y Léonie, Yvonne también les presta atención a otros capítulos biográficos de la religiosa sobreviviente: el trabajo codo a codo con los integrantes de las Ligas Agrarias en la provincia de Corrientes, el breve exilio en Uruguay y Francia, la estadía nicaragüense en los albores de la Revolución Sandinista, el regreso a la Argentina tras la recuperación democrática de 1984. Rubino y equipo filmaron esta semblanza entre 2014 y 2016, poco antes de que Pierron falleciera a sus 88 años en la provincia de Misiones. La lucidez de la monja era tal que reconocía abiertamente algunos olvidos propios de la edad. En este detalle también radica su fortaleza. La obtención de declaraciones extraordinarias como aquélla sobre la condición revolucionaria de Cristo. El hallazgo de material de archivo tan significativo como las respuestas de la religiosa al abogado de los familiares de Domon y Duquet, Horacio Méndez Carreras. La música original compuesta por Nicolás Mazza y Mariano Vélez… Son numerosos los aciertos de este documental tan chiquito y sin embargo contundente como la figura retratada.
Yo no me llamo Rubén Blades auspicia un reencuentro feliz con el compositor y cantante panameño que además es actor y abogado, y que coqueteó con una candidatura presidencial en su país natal. El compatriota Abner Benaim supo retratarlo con la perspectiva necesaria para abordar la cincuentenaria trayectoria del autor de hitos como Plástico, Pedro Navaja, Tiburón, Patria, y con la debida atención puesta en un presente a la vez vital y testamentario. El reconocimiento de tener “más pasado que futuro”, la conciencia del propio deceso, la necesidad de dejar un legado asoman varias veces en boca del cantautor mientras evoca recuerdos de infancia y juventud en su casa de Nueva York, en calles de esa ciudad y de su querida Panamá, en estudios de grabación en la antesala de algún recital. Sin dudas, Blades encontró en el proyecto cinematográfico de Benaim una buena oportunidad para mostrarse y pronunciarse antes del desenlace que décadas atrás imaginó prematuro, y que ahora vislumbra a medio camino entre el retiro y la muerte. Yo no me llamo… presenta virtudes irreductibles a la (muy buena) predisposición de la figura retratada. Ante todo se trata de una película que que encadena declaraciones y hechos con impresionante fluidez o naturalidad. Por ejemplo un músico advierte que debería reivindicarse más a menudo el talento de Blades para el canto, y tras cartón la cámara registra una improvisación a capella que legitima esa suerte de reclamo. Las fuentes consultadas constituyen otro aspecto elogiable del largo. Benaim consigue el testimonio, no sólo de ídolos de la música popular contemporánea como Paul Simon, Sting, René Pérez alias Residente, sino de dos integrantes del círculo íntimo del cantautor homenajeado: su esposa Luba Mason y el hijo que tuvo con Mónica Verna, Joseph. Yo no me llamo… también es rico en anécdotas relatadas y filmadas. Entre las primeras cobra relevancia la recreación de un llamado telefónico de Gabriel García Márquez. Entre las segundas, figura la secuencia donde tres changarines cantan “La vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida, ay Dios” cuando reconocen a Blades entre los peatones que les pasan por al lado. De los distintos Rubén(es) retratados, el abogado dedicado a la política ocupa un espacio secundario. Aún, así Benaim lo describe con precisión: determinado a convertirse en servidor público con el fin de retribuir algo de lo que la sociedad le dio, dispuesto a (re)considerar las invitaciones a presentar su candidatura para la Presidencia de Panamá, sensible a los reclamos de los venezolanos opositores al Gobierno de Nicolás Maduro, y a la vez indignado con el primer mandatario estadounidense Donald Trump. Meses atrás, cuando Yo no me llamo… se estrenó en México y Panamá, su autor le contó a la agencia de noticias EFE que Blades resolvió ver el documental recién cuando cumpla 75 años, es decir, a partir del 16 de julio de 2023. Hasta entonces la película seguro resiste el paso del tiempo y termina de asentarse como fiel testamento del poeta de la salsa.
El living de un departamento pequeño sobre la avenida Corrientes, como punto de partida de un viaje en el tiempo. Ingresamos al hogar de Luisa, Rosa y Chela Escarria e inmediatamente nos trasladamos sesenta años atrás: nos reencontramos entonces con las hermanas colombianas ya instaladas en Buenos Aires, y por carácter transitivo con las estrellas que en ese entonces iluminaron la mítica calle que nunca duerme. Así de mágico resulta el largometraje de Sol Miraglia y Hugo Manso, Foto Estudio Luisita. El documental ganador del premio del público en el 20° BAFICI gira en torno a tres grandes ejes: la historia familiar de las Escarria; la trayectoria del estudio fotográfico que Luisa montó a pulmón en nuestra ciudad a fines de los años ’50; la historia de la amistad con Miraglia, también responsable de la muestra que tuvo lugar en el Centro Cultural San Martín en septiembre de 2016 y que el próximo 19 de marzo se repondrá en ese mismo espacio. Gran parte del film transcurre en la vivienda / estudio que la protagonista comparte con sus dos hermanas, a pocos metros del Teatro Maipo. Por este escenario acotado transitan no sólo sus moradoras y la realizadora, sino el recuerdo de Nélida Roca, Nélida Lobato, las hermanas Mimí y Norma Pons, Tita Merello, Susana Giménez, Moria Casán, José Marrone, Jorge Porcel, Juan Carlos Calabró, Alberto Olmedo y otras estrellas del varieté porteño que la protagonista fotografió para la posteridad. Mientras retratan a Luisita en la actualidad, Miraglia y Manso recrean un pasado cada vez más lejano. Un velo nostálgico cubre la evocación de los recuerdos de la propia juventud, del oficio fotográfico anterior al surgimiento del formato digital, de la época de esplendor del teatro de revista en nuestra ciudad. El proyecto de la muestra nos desvía de la melancolía para conducirnos al reconocimiento de las bondades del trabajo de curaduría. La película sorprende a quienes desconocen los artículos que tres periodistas –no por casualidad mujeres– publicaron sobre Luisita (y Miraglia en un segundo plano): Flor Monfort en el suplemento Las 12 de Página/12 en septiembre de 2016, Marcela Ayora en La Nación en marzo de 2018 y Mercedes Halfon en el suplemento Radar del mismo Página/12 ayer domingo. En cambio se trata de un reencuentro para los espectadores que leímos estos adelantos, de la muestra en el primer caso, del film en los otros dos. El hallazgo de Luisita, la decisión de visibilizar su obra en una exposición y en la pantalla grande, el interés que ambas iniciativas despertaron en la prensa se relacionan estrechamente con el saludable pico de activismo feminista que los argentinos registramos a partir del surgimiento del colectivo Ni Una Menos. Desde esta perspectiva militante, el largometraje de Miraglia y Manso se estrena en el mejor contexto, escasos días después del 8M.
Justo el Día de la Visibilidad Lésbica en la Argentina se estrena el documental que las emblemáticas Ramona Cachita Arévalo y Norma Castillo inspiraron en otra pareja de mujeres, la rosarina Nadina Marquisio y la bogotana Laura Martínez Duque. Juntas es el título elocuente de este entrañable tributo a las protagonistas de una historia de amor y militancia que a principios de esta década contribuyó a inclinar la balanza a favor de la aprobación del matrimonio igualitario en nuestro país. A contramano de los homenajes cinematográficos clásicos, Marquisio y Martínez Duque eligen para sus retratadas un marco muy preciso: la visita al pueblo colombiano donde Norma y Cachita residieron durante años. El viaje a ese lugar supone una aventura a través del tiempo con implicancias afectivas y reflexivas que rara vez aparecen en las reconstrucciones ortodoxas. En otras palabras, Juntas es un ejercicio poético antes que historiográfico. La cámara convierte las extensiones de playa caribeña, la vegetación rayana con la selva amazónica, los ríos típicamente caudalosos en representación de la memoria, del amor, de la determinación que caracterizan, no sólo a las protagonistas, sino la faceta más noble de la condición humana. Además de esta arista universal, el film presenta una dimensión latinoamericana que se manifiesta en el viaje recreado, en la doble nacionalidad argentino-colombiana de este proyecto, en la curiosa combinación de orígenes entre retratadas y retratristas: de Montevideo era Cachita (que murió el año pasado); de Goya, provincia de Corrientes, es Norma; de Rosario, provincia de Santa Fe, es Nadina y de Bogotá, Colombia, es Laura. Los cabellos al viento de Norma y Cachita evocan el recuerdo de aquella canción que Rafael Alberti ambientó en la tarde del (río) Aniene. “Yo no me iré, pues junto a ti me siento más vida de tu sangre, más luz del corazón que me sostiene” escribió el poeta español, y repetimos los espectadores sensibles a las imágenes luminosas de Juntas.
A contramano de los puristas que respetan la enorme distancia entre cine y literatura, cada vez más realizadores argentinos se proponen retratar a escritores, en general compatriotas. Como Agustina Massa y Fernando Krapp con Aurora Venturini, Rusi Millán Pastori con Alberto Laiseca, Carlos Castro con Manuel Puig, Ariel Borenstein y Damián Finvarb lo hicieron con Salvador Benesdra. Entre gatos universalmente pardos se titula el documental que esta dupla de directores le dedicó al periodista, políglota, militante, autor de El traductor y El camino total, que se suicidó a sus 42 años el 2 de enero de 1996. Al igual que sus colegas, Borenstein y Finvarb ofrecen una semblanza consecuente con la figura elegida. De alguna manera, el protagonismo acordado a la novela que en 1994 aspiró sin éxito al Premio Planeta honra una fantasía del Turco Benesdra: que los hombres y mujeres del futuro encuentren en El traductor una guía para comprender la sociedad de fines del siglo veinte. Dos décadas después de la publicación post mortem del libro, el repaso de algunos extractos, así como la reconstrucción del trabajo de escritura y de presentación en distintas editoriales, permiten recrear un clima de época y además (re)descubrir a un intelectual irreductible a la redacción de esa única novela. Borenstein y Finvarb complementan las revelaciones del Traductor con aquéllas surgidas de un video que Benesdra filmó poco antes de matarse, de mensajes grabados en contestadores automáticos, de fotos tomadas por parejas, amigos, colegas, del testimonio de estos integrantes de un círculo afectivo que incluye a compañeros de militancia. La investigación periodística es sin dudas el motor de este documental cuya potencia depende en gran medida del material recabado y de la diversidad de fuentes consultadas. Daniel Divinsky, Elvio Gandolfo, Silvia Plager, Ernesto Tenembaum, Rubén Levenberg, Carlos Rodríguez, Tato Dondero, Pablo Heller figuran entre los referentes de los ámbitos editorial, periodístico, académico, sindical, partidario. La locura constituye otro eje temático del largo. Entre los entrevistados, una ex pareja señala indicios evidentes en los ojos del Turco fotografiado justo antes de algún brote psicótico. Otros la recuerdan agazapada en ciertas arengas gremiales, o explícita en alucinaciones revolucionarias. Revolotea, constante, la hipótesis que vincula enajenación y genialidad. Además de devolvernos a Benesdra, Entre gatos… nos traslada a la Argentina menemista y, en ese marco, a la lucha de los trabajadores de Página/12 contra los despidos que siguieron al cambio de manos del diario. La incursión por aquel pasado laberíntico aumenta la consistencia de la semblanza de otro escritor que sabe acortar distancias entre cine y literatura.