¿Qué sabe usted sobre el malambo, sobre los argentinos dedicados a mantener viva esta danza derivada del canario español, sobre la competencia nacional que tiene lugar hace más de medio siglo en la localidad cordobesa de Laborde? Quienes respondan Poco o Nada encontrarán en Guerrero de Norte y Sur una buena oportunidad para sacudirse el desconocimiento, y de paso descubrir a un bailarín con características de héroe clásico. El documental de Mauricio Halek y Germán Touza gira en torno a Facundo Arteaga, pampeano de 35 años que dedica su vida al cuidado de sus hijos, al trabajo rural, al malambo que enseña y baila con el corazón y con profesionalismo. Los realizadores lo presentan concentrado en una meta primordial: ganar un premio mayor que, a diferencia de gran parte de los galardones deportivos y artísticos, no admite que una misma persona lo dispute más de una vez. Tal como sugiere el título, Guerrero de Norte y Sur documenta una lucha individual en una contienda multirregional. Si bien describen el entorno geográfico, familiar, laboral, artístico de Arteaga, Halek y Touza le conceden al Vasco un protagonismo más bien excluyente, montado sobre la apuesta –por un lado– a una cámara siempre atenta al rostro y pies del bailarín y –por otro lado– al doble rol de personaje y narrador. Con sus ojos color miel, su cabello ondulado, su porte erguido, Arteaga se parece a un héroe de la Antigua Grecia. Las secuencias que lo retratan mientras venda sus pies lastimados, se coloca una rodillera, ensaya –o entrena– completamente sudado lo acercan a otra mitología: aquélla que personajes como Rocky Balboa representan en Hollywood. Sin dudas, Guerrero… se apoya sobre una estructura narrativa clásica. La cámara acompaña al protagonista en el camino rumbo al torneo decisivo, final (de verdad) para quien obtenga el primer galardón. Dicho sea de paso, esta particularidad de la competencia de Laborde también alimenta la ilusión de diálogo con la mitología griega, en este punto, con aquellas fábulas que borran los límites entre recompensa y sanción. Entre las virtudes del documental de Halek y Touza, figuran la fotografía de Emanuel Cammarata y la música original de Lucio Mantel y Manuel Schaller. Gracias al trabajo de uno y otros, la región pampeana argentina se luce tanto como Arteaga y sus rivales. Resulta inevitable relacionar Guerrero de Norte y Sur con Malambo, el hombre bueno y con Una historia sencilla. Como el film de Santiago Loza que se estrenó en mayo pasado, y como el libro que Leila Guerriero publicó cinco años antes, este documental también da cuenta de un sacrificio peculiar, cuya premiación provoca orgullo y pena. Vaya manera de desarticular la ignorancia y los prejuicios que revolotean alrededor de los malambistas contemporáneos.
Es colectiva la autoría de Mocha, documental sobre el Bachillerato Popular Travesti-Trans Mocha Celis que desembarcó esta tarde en el Malba. Alumnos, egresados, docentes, autoridades, personal no docente participaron de todas las instancias de producción, a tono con los principios freireanos * –con perdón del barbarismo– que constituyen el alma de esta escuela secundaria que abrió sus puertas en 2011. El film resulta tan conmovedor y enriquecedor como el proyecto pedagógico sin precedentes en el mundo. El relato en primera personal de plural constituye uno de los aciertos de este merecido homenaje a un establecimiento único, que figura entre los frutos más preciados de la sufrida y corajuda militancia de personas travestis y transexuales en nuestro país. El Nosotros / Nosotras se corporiza tanto en los testimonios de los entrevistados como en las secuencias filmadas detrás de cámara. A partir de la importancia acordada al backstage, también se materializa la noción de obra en construcción: tanto la educativa como la cinematográfica. El registro de este hacer permanente da cuenta de la energía invertida en la visibilización de la población trans, en la conquista de derechos, en la reparación del daño sufrido a manos del statu quo patriarcal, todos objetivos que –al menos por ahora– no admiten punto final. Algunos testimonios y capturas de momentos clave conforman la dimensión histórica que explica el nombre de la escuela y que señala a un actor tan importante como los militantes: el Estado. En la figura del ex ministro de Educación Alberto Sileoni se encuentra representada la voluntad política de acompañar la lucha por una sociedad (más) justa, respetuosa, inclusiva. Exhibida en un contexto radicalmente opuesto, Mocha aumenta la nostalgia que algunos argentinos sentimos por aquellos (no tan viejos) tiempos. El sentimiento se convierte en tristeza cuando nos reencontramos con la irremplazable Lohana Berkins y cuando nos topamos con algún cartel que reclama justicia para Diana Sacayán. Dicho esto, priman la alegría y el sentido del humor en esta obra colectiva que dirigieron el también director –valga la redundancia- del bachillerato en cuestión, Francisco Quiñones Cuartas, y el periodista franco-libanés Rayan Hindi. Es un adelanto elocuente el retrato de un Domingo Faustino Sarmiento maquillado que se convirtió en emblema de la escuela ubicada en el barrio porteño de Chacarita y en afiche de esta hermosa película. ———————————————————– * “El cristiano militante que es Paulo Freire, cuando habla de libertad, de justicia o de igualdad, cree en estas palabras en la medida en que ellas estén encarnando la realidad de quien las pronuncia. Sólo entonces las palabras, en vez de ser vehículo de ideologías alienantes o enmascaramiento de una cultura decadente, se convierten en instrumentos de una transformación auténtica, global del hombre y de la sociedad. Por eso mismo, es verdad en Paulo Freire que la educación es un acto de amor, de coraje; es una práctica de la libertad dirigida hacia la realidad, a la que no teme; más bien busca transformarla, por solidaridad, por espíritu fraternal”. Extracto del prólogo de Julio Barreiro para el libro de Paulo Freire, La educación como práctica de la libertad.
Por dos motivos fundamentales vale celebrar el anuncio de estreno porteño de Arabia, largometraje de João Dumans y Affonso Uchôa que participó de la competencia internacional del BAFICI de 2017, donde cosechó una mención especial. El primero: son escasas las películas brasileñas que llegan a nuestra cartelera comercial (¿El proceso de Maria Augusta Ramos habrá sido la más reciente?). El segundo: son numerosas las virtudes de esta ficción que empezó a gestarse en 2014, y cuyo corte final circuló por otros 35 festivales de cine antes de exhibirse en salas de su país de origen, en abril de 2018. Arabia recrea los recuerdos y reflexiones que un jornalero, changarín, operario treintañero escribió en un cuaderno. A partir de este personaje de nombre Cristiano, Duans y Uchôa visibilizan la existencia de los desposeídos de Brasil en particular y de América Latina en general. La realidad sociopolítica de nuestro país vecino cambió de modo drástico entre la gestación y el estreno nacional del largometraje. Uchôa lo describió de la siguiente manera en el marco de la entrevista que le concedió a Alessandra Alves de Cinema em Cena: “Cuando iniciamos el proyecto (N de la R: durante el primer mandato de Dilma Roussef), queríamos que la historia de Cristiano surgiese como algo oscuro, que fue dejado de lado ante la euforia por el crecimiento económico. Era una forma de recordar que no todo el mundo venció, que el ‘Todos ganan’ nunca fue real, que había gente que seguía perdiendo. Sé que Brasil enseña constantemente que la realidad es mucho más absurda y mucho más rápida de lo que el cine u otro arte puede suponer. Si estábamos pensando en mostrar el lado oscuro de aquel momento, hoy ya no se trata de un lado oscuro. Cuando sucede el golpe de 2016 y la fuerza liberal toma el poder, ya no es cuestión de recordar el lado oscuro de un momento que era optimista. Ahora la oscuridad debe ser compartida”. A partir de una atinada combinación de cine, literatura y música, Arabia echa luz sobre esa oscuridad que se revela total o parcial según el contexto. Los realizadores articulan con destreza la fotografía de Leonardo Feliciano con la lectura en off de pasajes del cuaderno mencionado, y con una preciosa banda sonora compuesta por canciones brasileñas y –acaso porque ésta es una road movie cuyo protagonista tiene bastante de lone ranger– por melodías del folk estadounidense. Al principio de la película, el plano acordado a una mesa de luz donde descansa un libro de Julio Cortázar parece anunciar la decisión narrativa de encastrar dos relatos, al estilo de Continuidad de los parques o de Axolotl: aquél del adolescente Andrés que descubre el cuaderno mencionado; y la suerte de autobiografía que escribió Cristiano. Entre uno y otro se cuela el chiste que da origen al título de la obra. La conformación del elenco es otro acierto de Dumans y Uchôa. Sobresale el trabajo de Aristides de Sousa a cargo del rol principal. Arabia es, sin dudas, un film político. Un personaje secundario nombra a Inácio Lula da Silva tan rápido como pasa el plano que muestra la portada del libro de Cortázar. Esa sola mención basta para explicitar la mirada crítica que los realizadores despliegan sobre el desamparo que los Cristiano(s) sufren aún en los contextos menos adversos. La solidaridad, la amistad, el amor también hacen a este fresco del Brasil contemporáneo. El reconocimiento de esta red de contención emocional amortigua un poco la amargura derivada de cierta reflexión sobre la alienación en tanto destino inexorable. Sin embargo, al término del film, algunos espectadores experimentamos una tristeza inmensa.
La Guerra del Paraguay; la Revolución de los Colorados; la resistencia de peones, menchos, guarangos y demás ciudadanos de segunda que algunos patrones de estancia dicen admirar y otros –algunos volcados a la función pública– bromean / fantasean con “borrar del mapa”; el terrateniente porteño que no entiende y arremete igual; la Policía y la Iglesia siempre listas para disciplinar… En Antonio Gil, Lía Dansker ofrece mucho más que un documental sobre las procesiones que el gauchito milagroso convoca cada 8 de enero en la localidad correntina de Mercedes. Retazos del siglo XIX nacional afloran en esta aproximación que transita por dos carriles: montada sobre el primero, la cámara acompaña a distancia a los promeseros (entre los muchos que la reconocen, un par lamenta que “no sea la televisión”); por otra vía exclusivamente sonora circulan los testimonios de creyentes y (algunos muy pocos) escépticos entrevistados. Las imágenes y declaraciones recogidas a lo largo de diez años, cada 8 de enero, describen el amor incondicional que el Gauchito despierta en sus fieles, aún en pleno siglo XXI. Además de dar cuenta de este fenómeno contemporáneo, los testimonios ofrecen indicios del contexto histórico donde se forjó el mito. De hecho resultan menos interesantes los intentos por precisar los datos biográficos de Antonio Gil que las pequeñas alusiones a los enfrentamientos armados, a los flujos migratorios, a la distribución de la tierra, a la estratificación social, a los prejuicios racistas y clasistas que condicionaron la conformación territorial, política, cultural de nuestro país. Desde esta perspectiva, el carril eminentemente sonoro ofrece una travesía fascinante. La influencia del guaraní en la mayoría de las voces registradas evoca el recuerdo de la invasión paraguaya a Corrientes durante la guerra denominada De la Triple Alianza, y refuerza la caracterización del Gauchito Gil en una provincia por entonces aliada a la Buenos Aires unitaria, blanca, filoeuropea. El testimonio de un capataz de estancia confirma la sensación de que algunas prácticas y mentalidades cambiaron poco en siglo y medio. Ubicada sobre el otro carril, la cámara capta detalles reveladores, por ejemplo el espacio que la Policía y la Iglesia ocupan progresivamente en la organización de la procesión. Ante la presencia de estas instituciones, no parece inocente la decisión de incluir declaraciones sobre la responsabilidad que les cabe a las fuerzas del orden por haber matado al peón, desertor, cuatrero –según la versión– devenido en santo, y a las autoridades eclesiásticas por haberlo reducido a personaje de una leyenda pagana. Es ingeniosa la decisión de montar un travelling ininterrumpido que nos lleva de 2010 hacia atrás. De esta manera, Dansker anuncia el viaje al pasado que algunos espectadores extendemos unos cuantos años más. Por otro lado, la realizadora alimenta la constatación de que nada –ni siquiera las arenas del tiempo– erosionan la veneración por el gauchito milagroso. Sin dudas, Antonio Gil es una propuesta valiosa por el trabajo de campo que esta especialista en religiosidad popular realizó en el santuario de Mercedes. Se trata de una oportunidad única para asistir a la reconstrucción –no sólo de un mito– sino de una porción de pasado nacional, a partir de voces en general silenciadas o que sólo escuchan y replican algunos historiadores.
"Dicen que mi literatura es extravagante y a veces anticipatoria. Yo no sé a qué género pertenece. Llamémoslo, por ahora, ‘sociología fantástica’, como si intentara pasar por alto la avara antinomia entre fantasía y realismo”. Vale recordar la definición provisoria que Marcelo Cohen le atribuye a su obra literaria antes de señalar la doble participación del escritor porteño, como guionista y como narrador en off, en Hora – Día – Mes. De hecho, la nueva película de Diego Bliffeld intenta pasar por alto dos “avaras antinomias”: aquélla mencionada en este texto de 1999, y la que fogonea el desencuentro entre cine y literatura. Vaya par de desafíos para un film ambientado en una sola locación, y cuyo protagonista –magníficamente interpretado por Manuel Vicente– habla muy poco. Además de Cohen, también participaron de este proyecto Gastón Duprat y Mariano Cohn. Acaso se trate de los mejores socios creativos para llevar adelante un ejercicio de “sociología fantástica”. En primer lugar, el encargado del garage Alborada, Bernardo Talavera, es un personaje digno de la atención de los creadores de Televisión Abierta. En segundo lugar, Bliffeld trabajó en otras ocasiones con estos colegas; por ejemplo fue responsable de la banda sonora de El artista. El apodado Nardo convive sobre todo con los autos estacionados en el galpón en cuestión. En el interior de ese garage y de esos vehículos anida todo lo que sobrevive a la monotonía fraccionada por hora, día, mes. Bliffeld convierte los rincones sombríos y luminosos del Alborada en expresión visual de una existencia con claroscuros. Por otra parte, cuando filma los vehículos, el realizador le saca lustre a un texto consecuente con la máxima nacional de que cada auto dice mucho de su conductor. Cuando se proyectó en la edición 2017 del BAFICI, la Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales distinguió a esta película con una mención especial. Sin dudas, la banda sonora del largometraje alimenta la ilusión de que el taciturno Nardo se desplaza entre dos dimensiones: una, visible, se circunscribe a la rutina laboral; la otra, disimulada, se nutre de ensoñaciones. Como con Línea de cuatro, con Hora – Día – Mes Bliffeld demuestra su destreza para contar pequeñas historias ambientadas en un espacio único (transcurre en el living de un departamento la película que co-dirigió en 2015 con Nicolás Diodovich). Por si este talento resultara insuficiente, en el film que se estrena pasado mañana consiguió nada menos que dotar de alas cinematográficas a la “sociología fantástica” de Marcelo Cohen.
La Perséfone que César González retrata en Atenas consigue abandonar el inframundo como su antecesora griega pero, a diferencia de la esposa a la fuerza de Hades, la joven oriunda de la villa Puerta de Hierro no reencuentra a su madre ni conoce paz alguna entre los mortales. Al contrario, el personaje a cargo de Débora González deambula entre infiernos de modo inexorable. Y si bien otra mujer intenta rescatarla de un destino trágico, esta intervención solidaria no parece apiadar a los dioses. Antes que adaptación contemporánea del mito griego, Atenas ofrece una semblanza de la mujer villera en una sociedad patriarcal, racista, clasista. Desde esta perspectiva, la Buenos Aires del siglo XXI se revela menos alejada de lo que parece de la denominada Cuna de Occidente: aquí y ahora, como allá y entonces, existen ciudadanos privilegiados y marginados, y esta segregación impacta notablemente sobre la población femenina. En la ciudad Estado ambientada en el partido de Morón, Perséfone es –además de mujer– extranjera por partida doble: se crió en La Matanza y llega desde (la cárcel de) Ezeiza. Débora González transmite con sobriedad el desamparo y la resignación de su personaje. Nazarena Moreno encarna a la contrafigura, Juana, que se convierte en aliada de la protagonista. Asoma entonces cierta representación de la tan mentada sororidad. Dicho esto, César González evita el lugar común que presenta a las mujeres como destinatarias exclusivas de la violencia machista. El poeta y realizador señala a los pibes y a los trabajadores informales entre otras víctimas del abuso de poder que ejercen los argentinos blancos, “derechos y humanos” como se definían en tiempos de dictadura. Por otra parte, la caracterización de la psicóloga que monitorea la reinserción social de ex convictas recuerda que el patriarcado también cuenta con soldados de género femenino. En esta Atenas villera, habita un albañil de nombre Hefesto, como el dios de los herreros, los escultores, los artesanos. Este hombre robusto también padece el maltrato del prototipo de varón que pertenece a la clase patronal de nuestro país. En esta Atenas villera, los ciudadanos de segunda sobreviven gracias a la red solidaria que tejen a diario vecinos históricos y aquéllos nuevos como Mustafá. A juzgar por algunos planos, también ayuda la fe depositada en Evita, el Che Guevara, Rodolfo Walsh, el Padre Mugica, la Madre Teresa de Calcuta entre otros semidioses. Roberto Rossellini, Sergei Eisenstein, Kenzi Mizoguchi, Robert Bresson, Jean-Luc Godard, Fernando Birri, Raymundo Gleyzer, Glauber Rocha, Jean Rouch, Charles Burnett, Agnès Varda figuran en los créditos del film, bajo la sección Agradecimiento especial. Seguro, hay un poco de estos realizadores, de su manera de concebir la fotografía y el cine en la cuarta película de González. Algunos espectadores también pensamos en otro compatriota: Raúl Perrone. Años atrás, cuando le pidieron que identificara “el mayor problema del cine latinoamericano”, Lucrecia Martel contestó: “que todos los films son hechos por gente de clase media alta… Si otras clases sociales llegaran al cine, tendríamos más variedad. Esto está cambiando con sistemas alternativos de proyección y tecnología. Además es posible trabajar con presupuestos chicos. Sin embargo, todavía no aparecen resultados que reviertan la tendencia”. Justo en aquel 2013, César González estrenó su opera prima Diagnóstico Esperanza. La cineasta salteña no podía adivinar entonces que ese largometraje inauguraría una filmografía que parece destinada a saldar cierta deuda histórica con la diversidad cultural.
Partículas luminiscentes atraviesan con parsimonia la oscuridad de un recinto donde se proyecta una película. La secuencia inicial de Un cine en concreto resulta tan inspiradora como la persona que Luz Ruciello retrata en su primer largometraje: el albañil Omar José Borcard, administrador de la sala de cine que él mismo construyó y acondicionó a pulmón en un rincón de su Entre Ríos natal. Fiel a su nombre de pila, la realizadora –también entrerriana– echa luz sobre una historia que rara vez cruzó los límites de Villa Elisa. El hallazgo de esta vida consagrada a la preservación del hábito de mirar cine en una sala especialmente diseñada es el primer acierto de Ruciello. El segundo radica en la decisión de retratar a Borcard a medida que pasan los años, y así acompañar la evolución de sus sueños. En términos estrictamente narrativos, el albañil de 60ytantos años encarna a un prototipo clásico de héroe: de apariencia vulnerable pero con una voluntad y fortaleza a prueba de adversidades. A diferencia del David que enfrentó a Goliat, Omar cuenta con algunos aliados, característica que recuerda la excepcionalidad de las gestas absolutamente solitarias. El cine como fenómeno colectivo aparece en todo su esplendor. La reivindicación de la sala de proyección en tanto lugar de encuentro reparador y enriquecedor para toda una comunidad, la férrea intención de legarles la pasión cinéfila a las nuevas generaciones, cierto sentido de retribución trascendental contribuyen a combatir la tendencia contemporánea a reducir el séptimo arte a un negocio especializado en ofertas cada vez más personalizadas de entretenimiento audiovisual. La inclusión de algunos entretelones del rodaje dentro del retrato mismo también aporta su granito de arena en este sentido. De hecho, en la visibilización del equipo técnico que trabaja detrás de cámara, el cine se manifiesta como expresión de (sincronizada) pluralidad. Con perdón del pequeñísimo adelanto, Borcard bautizó su sala Cine Paradiso, quizás en homenaje al largometraje que Giuseppe Tornatore filmó en 1988. Al margen de la validez de esta hipótesis, existen sobrados motivos para relacionar al albañil entrerriano con aquel Salvatore que, de chico, aprendió a ver cine de la mano del proyeccionista del pueblo y, ya adulto, retribuye ese amor por las películas y por su lugar natal con las gestiones necesarias para impedir la destrucción de la sala de su infancia. Pasaron treinta años desde el estreno de aquella ficción inolvidable y cabe un océano entero entre Omar y Totó/Tornatore). Nótese, sin embargo, que el obrero entrerriano, el cineasta italiano y su personaje pertenecen a la misma generación. A la luz de esta coincidencia conmueve todavía más que una realizadora joven haya encontrado en el Cine Paradiso litoraleño una o varias historias dignas de contar, y nueva oportunidad para homenajear al séptimo arte y a uno de sus –tantos– ángeles guardianes.
Conviene adentrarse de a poco en el nuevo documental de Miguel Zeballos que se estrenará el 24 de enero en el cine Gaumont. El título Un continente incendiándose evoca el recuerdo de la expresión que los navegantes europeos usaban para referirse a Australia antes de que el inglés Matthew Flinders popularizara el nombre de origen latino. Sin embargo, aquel burning continent sólo comparte la ubicación sur con el rincón patagónico que el realizador neuquino retrata a partir de reflexiones y versos propios, y de la delicada fotografía de Lluis Miras Vega. Conviene adentrarse de a poco para elegir entre sortear el título que algunos espectadores considerarán engañoso, o aceptarlo como una invitación a la aventura. Se trata de una expedición radicalmente opuesta a las de aquellos viejos navegantes cargados de prejuicios, que contribuyeron a expandir el dominio blanco. En las antípodas de esos antepasados, Zeballos desmonta sus preconceptos a medida que explora el paisaje de la cordillera patagónica. El viento, las nubes, la lluvia, la nieve, las cumbres, las copas de los árboles inspiran nuevas –y cambiantes– reflexiones sobre el tiempo, la memoria, la(s) ausencia(s), la oscuridad, el vacío, la poesía, la documentación cinematográfica. Conviene adentrarse de a poco para conocer sin espantar a la habitante de este otro continente incendiándose. Mercedes Muñoz se llama la campesina que lleva adelante su granja en general sola, a veces en compañía de sus nietos. En el rostro, las manos, el andar de Meche parecen anidar la memoria, el tiempo, la soledad que Zeballos intenta capturar con la cámara y con palabras antes y después de recordar la existencia de un mundo sin idioma. Desensillar de la vorágine urbana y tecnológica es condición sine qua non para disfrutar de este ensayo poético ambientado en la pequeña localidad neuquina de Las Ovejas. La música original de Lola Linares ayuda a dedicarles la merecida atención a los versos de Zeballos, a la fotografía de Miras Vega, a la rutina inquebrantable de Meche. “El que juega con fuego se quema”, reza el refrán. Acaso por eso también convenga adentrarse de a poco en este otro continente austral que enciende más preguntas que respuestas.
Aníbal según él mismo, bajo la mirada amorosa de su hijo Julio, según artesanos de la Feria de Plaza Francia, según un colectivero de la Línea 17, según algunos recortes periodísticos, según una secuencia de Gatica, El Mono, según el encuentro que el rival ocasional del legendario José María mantuvo con el actor protagónico de la película de Leonardo Favio, Edgardo Nieva. Es consistente la semblanza que Meko-Pura filmó de este boxeador argentino que supo pelear en la liga profesional, incluso enfrentar al campeón también apodado El Tigre, y que hace décadas convive con el fantasma de un contrincante abatido en el marco de una contienda mal llevada. Las explicaciones del Dr. Jorge De Marisco de la Federación Argentina de Box le agregan un marco teórico interesante a este retrato que rescata del reduccionismo periodístico al púgil apellidado Di Santi o Di Santis según la ocasión, y del yugo espectacular que Hollywood le impuso al box. A contramano de lo que parece adelantar su título, este largo ofrece mucho más que el recuerdo del duelo trágico con el italiano Mario Storti. Mientras desarticula algunos de los prejuicios que pesan sobre el boxeo y los boxeadores, Aníbal, justo una muerte reivindica la nobleza y lucidez de un luchador todo terreno. Por otra parte resucita a la Buenos Aires de mediados del siglo XX cuando conjuga con tino los versos que recita el propio Aníbal con una discografía acorde y con un fresco de Benito Quinquela Martín. Algunos espectadores nos permitimos cuestionar la pertinencia de los segmentos de ficción estipulados por el guión que Meko-Pura escribió con Ariel Contini. Los mismos sujetos lamentamos algunas deficiencias en la calidad de sonido –sobre todo en las entrevistas al aire libre– así como el error ¿tipo u ortográfico? que creemos encontrar en el apellido Disanti. Sin dudas, pesan más las decisiones narrativas acertadas, por ejemplo la filmación de la pelea entre perros callejeros en contraste con los duelos arbitrados en un ring, o el seguimiento del personaje durante años. También resulta original –y enternecedor– el encuentro del protagonista con el actor que encarnó a Gatica bajo las órdenes de Favio. Aníbal, justo una muerte resulta un homenaje conmovedor a un hombre, a un tipo de argentino, a nuestra Buenos Aires, a un deporte con mala fama. Ojalá el primer documental de Meko-Pura dé con otra (merecida) oportunidad de exhibición cuando el viernes próximo abandone el cine Gaumont.
Días antes de desembarcar en las ciudades de Buenos Aires y La Plata, La cama obtuvo dos distinciones en el 33º Festival de Cine de Mar del Plata que terminó el sábado: el premio al mejor director argentino por parte de la asociación Directores Argentinos Cinematográficos, y el Premio Patacón Estímulo a la Mejor Actriz Argentina de la Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes. El reconocimiento fue justo para quienes entendemos que Mónica Lairana filmó con destreza las últimas horas de convivencia de un matrimonio maduro antes de separarse definitivamente, y que Sandra Sandrini –hija del legendario Luis– encarnó a la esposa con un coraje infrecuente en el cine nacional. Lo mismo debe decirse de Alejo Mango, cuya interpretación del marido resulta fundamental para la minuciosa representación de un duelo que por momentos parece eterno, pero que se encuentra condicionado por la proximidad de una mudanza irreversible. Lairana dirigió tan bien a sus actores que éstos les pusieron literalmente el cuerpo a las exigencias del guión. Gracias a la entrega actoral y a la fotografía de Flavio Dragoset, la realizadora pudo explotar la elocuencia de las anatomías desnudas o apenas cubiertas de Mabel y Jorge. En este punto, La cama evoca el recuerdo de otra gran película sobre el des/amor entre adultos mayores, Nunca es tarde para amar (o Volke 9) del alemán Andreas Dresen. Por este antecedente cinematográfico, y por el desarrollo lacónico y moroso del relato, es lícito señalar cierta influencia de la narrativa europea en la opera prima de Lairana. La hipótesis adquiere consistencia para el público atento al pequeño extracto de la novela Jean Christophe que la también guionista transcribió a modo de prefacio, quizás para situar a La cama en las antípodas de las ficciones que recrean divorcios destructivos, y de paso para suscribir a la postura pacifista del escritor francés Romain Rolland. Algunos espectadores imaginamos que Lairana cita además a Charly García –o a Sui Generis– cuando retrata a Mabel con los ojos muy lejos y un cigarrillo en la boca, sentada entre un montón de cosas apiladas, iluminada por la eléctrica compañía que le ofrece un televisor inútil, recostada en una cama tan inmóvil. Desde esta perspectiva, la realizadora recrea a su manera qué nos sucede, qué fantasma(s) vemos, cuando empezamos a quedar solos.