La “magia” del cine ha demostrado que algunas temáticas dan para todo. La Segunda Guerra Mundial, claramente, es una de ellas. En esta oportunidad, no es la primera vez, le llega el turno al relato infantil. Ladrona de Libros es la adaptación de una novela australiana contextualizada en época del nazismo, y cuya protagonista es una niña que deberá pasar distintos horrores durante una etapa histórica en la que “libertad” era una palabra anhelada. Ella es Liesel (Sophie Nélisse), alemana, adoptada por el matrimonio Hubbermann, Hans (Geoffrey Rush) y Rosa (Emily Watson). Aparentemente ajena a los problemas, Liesel conoce a un niño, Rudy (Nico Liersch); mientras que Hans la instruye en el mundo literario. Arma en su sótano una especia de guarida en el que le enseña a leer y amar los libros, además de poseer una interesante biblioteca. Pero claro, el nazismo está ahí, gustan de quemar libros, y la persecución a judíos se hace cada vez más notoria. Los Hubbermann dan asilo a Max (Ben Schwartz) protegiéndolos del régimen, escondiéndolo en el sótano. Así todo se va volviendo más sombrio hasta que el horror sea innegable. No discutamos la subjetividad de un tono directamente infantil en medio de un crudo ambiente nazi, habrá a quienes incomoden y quienes les parezca inspirador. Ladrona de Libros peca de un mal común en el mundo hollywoodense, exceso de correción. Su director Brian Percival (con experiencia televisiva) se recluye en lugares comunes y escenas que todos esperan de un film de esta especie. ¿Escenas lacrimógenas y golpes bajos? Los hay, varias, y sin miramientos; ¿escenas tiernas? También; ¿malos muy malos y buenos muy buenos? Claro; ¿música edulcorada? Sí, no todo lo que hace el maestro John Williams pede ser bueno. La historia intenta hablar de la literatura como refugio, escape, y los malos se las agarran con los textos y los queman frente a todos, por lo que habrá que esconderlos y hacer un salvataje... pero esto no es Fahrenheit 451 ni (por suerte) pretende serlo. Todo es tratado con liviandad, con algo de gracia amarga (por las circunstancias), y repetimos, por el correcionismo político e histórico; a lo que hay que sumarle una discutible voz en off (ya se utiliza en el libro) a cargo de La Muerte. Nélisse es realmente adorable; Rush y Watson si b ien no entregan las labores de sus vidad están más que correctos (por lo menos más de lo que el producto merecía), pero no alcanza para crear un real interés por lo que sucede. Sus 130 minutos también la contrarían como film infantil, lo que, sumado a los hechos históricos, y al drama ominipresente, hacen dudar que un niño realmente disfrute una película así. Para el público adulto, sino se tiene demasiadas pretensiones, quizás, logre sacar alguna moraleja, alguna inspiración de manual; y lágrimas; quienes tengan ganas de llorar, sepan que estas están aseguradas.
El cine de Daniel Burman se ha caracterizado por tener protagonistas inmersos en búsquedas emocionales. Bordeando siempre entre el drama, la comedia y algún toque costumbrista de clase media acomodada, el centro suelen ser las carencias afectivas y el camino que emprenden sus criaturas para tapar ese “vacío”. "El Misterio de la Felicidad", lejos de cambiar ese estilo, lo reafirma fuertemente, afianzándose en la “profesionalidad” o “industrialización” de su cinematografía. La historia comienza con la relación cuasi mimética entre Santiago y Eugenio (Guillermo Francella y Fabián Arenillas, respectivamente), amigos y socios en una casa de electrodomésticos. En una secuencia ágil y pretendidamente simpática vemos como uno complementa al otro, se imitan/copian, y comparten varios placeres y códigos. Pero Eugenio tiene otra vida que la mantiene al margen, la vida con su esposa Laura (Inés Estévez), con quien, de primera impresión, pareciera que comparte menos asuntos que con su amigo. La casa de electrodomésticos tiene una interesante propuesta de compra, Santiago rechaza la idea siendo a la empresa como un verdadero vínculo de unión; por el contrario, Laura aconseja a su marido vender. Hasta que un buen día Eugenio desaparece, de sus dos vidas. Este quiebre en la vida de Santiago y Laura hará que ambos se unan, obligadamente, aunque en verdad casi no se conozcan; y juntos descubrirán que el hombre que los unían tenía más aristas que las que ellos pensaban. Obviemos la descarada inserción publicitaria. En tono de comedia emotiva, repetimos el “estilo Burman”, "El Misterio de la Felicidad" propone la búsqueda y descubrimiento de dos seres sobre otro al que tenían cerca, ya no está, y no es quién ellos creían; no se dejen engañar por su ganchero trailer, el elemento romántico es menos importante de lo que parece. En esta unión forzosa y descubrimiento de un tercero, "El Misterio..." puede parecerse al film de Marcos Carnevale, "Viudas". Pero en realidad, Burman construyó un personaje fundamental en el estilo de su película, su Laura peca del mismo patrón que “La Tana”, personaje de Valeria Bertucelli en Un novio para mi mujer. Laura es directamente irritante, vive automedicada, es verborrágica, intolerante, no tiene pelos en la lengua, y no está dispuesta a ceder en su forma de ser para relacionarse con el exterior. Inés Estévez logra una composición sublime de esta mujer; pero al espectador le costará mucho emparentarse con ella, sentir real interés por lo que le sucede, y menos creerá su repentino cambio sin demasiada justificación para el forzado y obvio camino al final feliz que toda comedia dramática debe tener. Por el resto, Francella repite sus nuevos mohines alejados de las comedias “de Papá”, un empresario canchero y simpático. María Fiorentino se luce en sus pocas participaciones; y a Alejandro Awada se lo nota fuera de registro como un detective privado muy particular. Una mezcla entre el cine introspectivo típico del primer Burman y la comedia estilo Pol-Ka Cine resulta El Misterio de la Felicidad, una película pensada para atraer al público amplio, con condimentos para todos los gustos; sin profundizar en ninguno de ellos, como una brisa leve que no calma el calor ni aminora el frío, sólo refresca en el momento.
Basada en el Best Seller de Orson Scott Card El Juego de Ender es otra excursión hollywoodense por las aguas de la aventura adolescente. Dirigida por Gavin Hood, se nos propone la formación militar de un pre-adolescente desde la típica insolencia de todo joven hasta la rectitud de la doctrina. Ambientada en un futuro que nos resulta familiar, la Tierra ha sido atacada por una raza alienígena conocida como los Formica. Para contrarrestar se ha formado una fuerza militar internacional (en donde claro, solo veremos estadounidenses) integrada por jóvenes en el frente de batalla a bordo de imponentes naves. Ender Wiggin (Asa Butterfield) es una (muy) joven promesa, proveniente de una familia con capacidades militares pero rechazada por diferentes motivos, él parece ser todo un prodigio y a fuerza de habilidad logra entrar en el programa de formación para líderes militares comandado por el Coronel Graff (Harrison Ford) y la Mayor Gwen Anderson (Viola Davis). Ender es un joven conflictivo, para terceros y para sí mismo, toda su capacidad es compensada con arrogancia y furia descontrolada que le juega en contra. Pero Graff está empeñado en convertirlo en el mejor de todos los soldados y para eso desoirá a la más compasiva y reflexiva Anderson. Al igual que todos los jóvenes, Ender será sometido a una serie de pruebas y “juegos” para desarrollar y demostrar capacidades, y estas serán cada vez más complejas y peligrosas; hasta llegar a un enfrentamiento con un ex recluta Mazer Rackam (Ben Kingsley), suerte de tesis para graduarse. Luego de una carrera como actor secundario en films de acción, Gavin Hood demostró tener pulso para la dirección con Mi nombre es Tsotsi; de ahí saltó al drama patroteril El sospechoso, recayendo en la fallidad X-Men Orígenes:Wolverine. El juego de Ender desarrolla la pirotecnia de la última (extrañamente no fue desarrollada en 3D) y el mensaje patriota del film con Jake Gyllenhall y Meryl Streep. Los Formics parecieran ser una amenaza exterior al film, es poco lo que se sabe de ellos más allá de que parecen insectos; no es el campo de batalla lo que importa, sino la formación para lucirse n él. Bajo esa premisa, los personajes lucen esquematizados, Ender es la promesa, Graff es el militar dispuesto a toda manipulación con tal de lograr su objetivo, Anderson es la voz de la conciencia, Valentine (Abigail Breslin) hermana de Ender es el refugio emocional; y Petra (Hailee Steinfeld) es la amiga y potencial romance. En el trasfondo pueden escucharse premisas militares patrióticas de toda clase y el ritmo no parece decaer gracias a una cámara vibrante y una fotografía de planos inusuales. Pero en realidad la acción está estancada en un solo hecho, el entrenamiento, casi aprisionado en ese concepto de postas a lograr. Ford y Butterfield (lejos de La Invención de Hugo) son lo mejor de una película que pareciera no terminar de despegar, que promete hasta el último segundo algo que, claro, finalmente no cumplirá.
(Anexo de crítica) Una mujer que necesita hacer un clic para conocerse a ella misma; esta es la premisa con la que trabaja el ya consagrado Jérôme Bonnell en su nuevo opus El tiempo de los amantes (localismo más “sutil” que el original francés). Esa mujer es Axil (Emmanuelle Devos, dueña de una belleza exótica), de profesión actriz, de novia con un personaje ausente (sabemos que es documentalista, pero el hombre sólo se presenta al teléfono), en un momento de fuertes decisiones en su vida y también de grandes cuestionamientos. Ante la posibilidad de una audición debe viajar a Paris, y es en ese viaje que entrecruza miradas con Doug (Gabriel Byrne, en plan actor de Hollywood de excursión por Europa); ese, tan solo ese, será el clic para ambos. Dos personas con duras cargas emocionales, a lo largo de un día, irán encontrando la manera de encontrarse y desatar una pasión que surgió con un mínimo gesto. A diferencia de lo que podría pensarse, no es El tiempo de los amantes un film hiper cargado de romanticismo, por lo menos no al modo meloso en que las producciones importantes nos tienen acostumbrado. Bonnell se encarga de poner el peso del relato de un solo lado de la balanza, el de Axil, siempre vemos qué le sucede a ella, qué es lo que mueve su “interior”, y no es solo una comezón del momento, una apetencia sexual, hay otros sentimientos y sensaciones que se develarán con el correr del relato. Doug por el contrario cumple la función de contrafigura, sí hay sentimientos y una historia detrás de él, pero se siente como una información básica (ser melancólico por una pérdida reciente) para que sepamos por quién se interesa Axil. Este desnivel ayuda a desviar la historia del simple plano del romance, y también colabora en el lucimiento pleno de la inmensa Devos por sobre un incómodo Byrne. Emmanuelle vuelve a entregarnos otras de esas interpretaciones para el aplauso en donde le alcanza con un movimiento para que sepamos todo lo que quiere decir su personaje (que además es suficientemente verborrágica). Bonnell cuenta una historia sencilla, intimista, pequeña, y se da el lujo de darle rienda suelta a su musa. El resultado un típico film francés con una mirada sobre el amor mucho más profunda y reflexiva de lo que varios productos pomposos pueden ofrecer.
No por nada se considera a la cultura occidental como avasallante. Predominante en cuanto a masividad, siempre se las arregló para “adaptar” relatos provenientes de otras cultural, las orientales, a su modo y gusto. En el cine Hollywood porta esta bandera y podemos hablar desde las remakes de películas de terror asiáticas (la mayoría de ellas con parte de sus historias ocurriendo en su país de origen), hasta films de artes marciales (transportando a sus máximas estrellas y directores). Los films de Samurai siempre han sido un atractivo, los más reconocidos directores de Asia han utilizado esta temática para hablar de su cultura y sus valores. Hollywood también arremetió contra ellos, ya sea convirtiéndolos en westerns o colocando a uno de los suyos en tierras orientales. Este último es el caso de 47 Ronin, ópera prima de Carl Rinsch. Un mestizo llamado Kai (Keannu Reeves) intenta formar parte de una legión de Samuráis, pero es rechazado de plano. Sólo Asano el líder y Señor de la aldea en que habita (Min Tanaka), y su hija enamorada (Kô Shibasaki), parecen aceptarlo y lo toma como su mentor. Pero las cosas comienzan a complicarse, durante un torneo organizado por el Shogun (Cary-Hiroyuki “Shang Tsun” Tagawa), se harán presentes Kira (Tadanobu Asano) Lord de otra aldea y la pérfida bruja y secuaz Mizuki (Rinko Kikuchi). La bruja primero envenenará a un guerrero y Kai lo reemplazará ante la negativa de todos, luego envenena a Asano haciendo peligrar la unión del Imperio por lo que pagará con su vida. ¿Qué es lo que queda? Los Samuráis de Asano serán desmembrados (no literalmente) como grupo y Kai será expulsado por los mismos. Pero luego, cuando uno de ellos, Ôishi (Hiroyuki Sanada) quiera rearmar el grupo buscará al mestizo para juntos tomar venganza. La historia de los 47 Ronins (Samuráis desterrados) es una leyenda popular del Japón antiguo, pero lo que la película hace es quitarle todo tipo de visión referida a la verdadera cultura del país. Lo que en manos de maestros como Akira Kurosawa, Hiroshi Inagaki, o Kaneto Shindo eran complejas historias de honor, valentía y contemplación, queda reducido a un entramado muy simple enrarecido (el argumento no se entiende con claridad), plagado de efectos digitales, escenas de acción con virtuosismo de cámara lenta, y personajes lineales en donde el bueno es bueno y el malo malo, como en una serie de dibujos animados. Con frases grandilocuentes como “la historia de los 47 Ronin cuenta la historia de todo Japón”, y resoluciones simplistas al extremo; tampoco logra lucirse en lo estético con grandes escenarios y vestuario deslucidos con una pobre fotografía y un casi nulo uso del 3D. Keannu Reeves tiene carisma y es de esos actores inimputables, quizás verlo a él sacando su costado oriental y reconocer a algún actor de algún film clásico de Asia, sea uno de los pocos alicientes de 47 Ronin, un film que tenía las armas para ser mucho más de lo que es, y al cual su visión cosmopolita lo termina traicionando.
Siempre hay expectativas creadas cuando un director célebre estrena una nueva película. El primer consejo antes de entrar al mundo de El Lobo de Wall Street es dejen esas expectativas de lado. No porque no se trate de un buen film, porque no esté a la altura, sino porque este experiencia que nos ofrece Martin Scorcese no se parece a nada que hayamos visto antes de él. Basada en los dos tomos de la biografía de Jordan Belfort – que ya fue llevada al cine libremente en Boiler Room - , un inversionista que durante buena parte de los ’90 creo un imperio de finanzas desde la nada, claro, estafando a todos sus clientes; El Lobo... propone un carrusel de excesos durante sus tres horas de duración. Como en toda montaña rusa, el viaje comienza manso, aunque uno sabe, por la primer secuencia, que no todo será tan calmo. Jordan (Leonardo DiCaprio, en una soberbia actuación) ingresa a Wall Street por la puerta chica, como aprendiz, y justo el día en que es nombrado corredor de bolsa es el mismo día histórico del Black Monday en el que el mundillo financiero hizo crack. Pero los sueños de Belfort demuestran ser enormes, consigue trabajo como corredor de una firma cuya base operativa es un garage y se dedica a vender acciones pequeñas. Inexpertos, al instante el hombre se convierte en ídolo del lugar, y no tardará en fundar su propia empresa Stratton Oakmont con la ayuda e incentivo de un vecino y colega casi tan codicioso como él (Jonah Hill, en rol “serio” pero repitiéndose en sus personajes). Stratton se llenará de gente ambiciosa cuya labor será encubrir una gran estafa, sobrevender acciones pequeñas a gente incauta haciéndoles creer que ganarían millones, comprar ellos mismos porcentajes ilegales de esas empresas y hacerlas crecer en la bolsa de manera impiadosa, y así crear una gran nube de “ficción financiera”. Todo esto facilitará que Jordan y los suyos entren en un mundo de perdiciones, de lujos y lujuria, en donde la palabra control se borra del diccionario. Por supuesto, el FBI pronto posará la mirada sobre ellos. Lo primero que uno nota sobre El Lobo de Wall Street es la obviedad de estar basada en la autobiografía del personaje real. No es función de un film hacer una crítica valorativa, pero se nota una cierta mirada condescendiente y hasta cuasi heroica sobre él mismo. Belfort pareciera un ser incapaz de hacer una autocrítica, y el film lo demuestra. Scorcese ha sido un director que siempre se atrevió a cambios de registros, incursionó en dramas de época (La edad de la Inocencia), remakes (Cabo de miedo), aventuras (en el fondo, La Invención de Hugo es una gran aventura), y biopics (El Aviador, quizás el film con el que El Lobo... lejanamente se emparenta). Esta vez se inclina definitivamente a la comedia desenfrenada, en varios, abundantes, tramos de la película pareciera emular alguna comedia típica de la llamada NCA, un film de los Hermanos Farelly, o algún producto moderno de Jerry Zucker. Esta inclinación a mostrar la vida de juerga de los personajes influye sobre una falta de atención a lo que es el caso en sí. Ni siquiera el costado policial toma demasiado vuelo. La Mano del director se nota en la excelente ambientación que incluye una banda sonora para el recuerdo, en el manejo actoral logrando interpretaciones destacadas (debemos nombrar una participación excepcional de Rob Reiner), y en la cuidada fotografía y desempeño de cámara que suma para la idea de un desenfreno sin fin. DiCaprio como productor y Scorcese y los suyos detrás de cámara se conforman con una anécdota simpática, con momentos realmente graciosos, atrevida en varios sentidos; pero a la que le falta profundidad, generar real interés por lo que sucede más allá de la joda; eso, en un film de 179 minutos de duración termina convirtiéndolo en una experiencia agotadora.
¿Con qué frecuencia podemos ver en nuestra pantalla un film proveniente de Hungría? ¿Y si les digo que se trata de un film de Ciencia-Ficción que maneja la técnica de captura de Movimiento? Eso es "El Ciclo Infinito", aunque no lo crean, un acontecimiento muy particular de cartelera. En los años ’60, durante plena Guerra Fría y con la candente carrera por la conquista del espacio, pulularon varios títulos, que algunos llamarían Clase B, provenientes de países del otro lado de la cortina de hierro, incursionando en argumentos de Ciencia-Ficción pero mucho más experimentales y arriesgados que los provenientes de Hollywood, hasta algunos se animaban a algún meta-mensaje político en medio de aliens y naves espaciales. "El ciclo infinito" responde a ese esquema experimental, remozándolo a la época actual, ofreciéndonos algo que, sin dudas, no se ve todos los días. La historia es más sencilla de lo que a primeras parece, un astronauta llega a un lugar que desconoce, cree haber aterrizado en la Luna o en otro Planeta; pero pronto las cosas se ponen confusas para él, un hombre le advierte sobre una niebla, una oscuridad que lo consume todo y de la que deben huir. Nuestro protagonista emprende una carrera contra el tiempo, intenta mantener comunicación con su base de operaciones, y continúa cruzándose con más y más personajes extraños, mensajes crípticos, y lugares tan exóticos como familiares. En descifrar este acertijo estará el asunto, porque, de pronto, las cosas comienzan a repetirse una y otra y otra vez. El novel director Zoltan Sostai creo un plano de irrealidad, en donde ni siquiera los humanos parecen serlo, y a su vez lo embebió de elementos comunes, asimilables para cualquiera. Como un viaje alucinógeno en donde uno es otra persona, hay aquí luces psicodélicas, ritmo frenético, y ambiente de rave con fiesta y música electrónica incluída. El mayor desafío de Sostai es “disimular” un presupuesto que en nada se parece al del Motion Capture de Zemeckis, y aquí es donde "El Ciclo Infinito" luce más experimental. Con un tono azulado permanente y escenas que parecen oníricas, el director logra algo interesante que otros directores hasta ahora no habían logrado, hacer que las limitaciones de esta técnica de “animación” le jueguen a su favor. Los personajes no tienen movimientos naturales, tienen miradas perdidas, y se desarrollan en un tiempo extraño... pero todo le es funcional en su argumento que plantea problemas y teorías físicas varias. Por el contrario, las limitaciones de la técnica no se notan en un 3D muy pulido y en su cuota justa. No es "El Ciclo Infinito 3D" una película convencional, para los que buscan el típico pasatiempo de aventuras. Es un film que va más allá, que se anima a un terreno que parecía exclusivo y lo hace con armas propias. Si el resultado no es maravilloso, por lo menos es innegable su frescura y originalidad. Quienes quieran adentrarse a algo nuevo y distinto, esta, sin dudas, puede ser su película para finalizar el año.
Cuatro actores de lujo actuando de manera distendida, divirtiéndose y riéndose de ellos mismos; sin embargo, lo mejor de Último Viaje a Las Vegas se encuentra detrás de cámara, la dupla John Turteltaub y el guionista Dan Fogelman que entendieron claramente cuál era el producto que tenían en mano. Promocionada como una suerte de ¿Qué pasó ayer? Con personajes de la tercera edad, el resultado, por suerte, no llega a ser tal; pero tampoco estamos frente a la típica película de ancianos en su última etapa intentando recobrar algo de vida, no esperen ningún golpe bajo. Fogelman y Turteltaub, hombres experimentados en la comedia crearon una tradicional comedia norteamericana, con todos los tics, varios de sus lugares comunes, y algunos obligados toques de modernidad (esas escenas de trailer). Amigos desde la infancia, el tiempo, como suele suceder, los fue separando. Ahora es el casamiento de uno de ellos, Billy (Michael Douglas), hombre al que le cuesta sentar cabeza y propone matrimonio a su jovencísima novia casi como una señal de alerta en medio de un discurso funerario. Enterados de la noticia, Sam (Kevin Kline) y Archie (Morgan Freeman) deciden llevarlo a Las Vegas para celebrarle la debida despedida de soltero... y de paso darle algo de brío a sus apagadas vidas. El problema será convencer a Paddy (Robert De Niro), encerrado en su departamento desde que enviudó y enemistado desde entonces con Billy. Una vez en Las Vegas, cada uno potenciará su personalidad y sus deseos de tener otra oportunidad. Los cuatro, por acción es propias y algo del azar cinematográfico se convertirán en reyes de la noche y le darán una lección a los más jóvenes. También conocerán a Diana (Mary Steenburgen), una abogada devenida en cantante que reavivará las disputas entre Paddy y Billy. El argumento, premeditadamente maneja todos los clichés del género, esos que conocemos desde hace varias décadas, pero que en buenas manos no dejan de ser efectivos. El humor pasa casi en su totalidad por los diálogos y parlamentos. Hay muchísimos chistes sobre el sexo después de los sesenta, pero todo está medido y controlado para ser gracioso y a la vez agradable; propio para el público adulto al que esta película va dirigida. Del sólido cuarteto quien más se destaca es Kevin Kline por ser el de mayor experiencia en la comedia pura, le alcanza solo una mirada, un gesto, para despertar risas. Freeman por el contrario, más acostumbrado al drama, luce algo forzado y ajustado al guión; de todos modos dentro del grupo convence. Douglas y De Niro repiten sus viejos roles en comedia y lo vuelven a hacer con soltura. No es la comedia del año, tampoco es una película que busque el humor por lo chabacano, Último Viaje a Las Vegas es una comedia como las que Hollywood viene desarrollando hace más de cincuenta años, y con eso le alcanza para que sus espectadores pasen un rato divertido plagado de un muy buen humor.
La pregunta final que merodea en nuestras cabezas al terminar de ver una película como Un abuelo sinvergüenza es ¿qué es lo que nos causa gracia?, un debate que lleva años y que no se va a resolver con este film ¿se puede hacer humor con todos los temas? A finales de los años ’90, la cadena de televisión MTV decidió cambiar su perfil e incluir en su pantalla determinados programas, cercanos al reality show, en donde jóvenes adultos desconocidos (o directamente público que participaba como en un concurso) hacían todo tipo de proesas escatológicas o de supuesto peligro extremo para que los televidentes se rieran; el más conocido de ellos, pionero, fue Jackass. Johnny Knoxville, Bam Margera y compañía se divertían como adolescentes matándose a golpes, haciendo groserías y cámaras ocultas. Muy pronto, el éxito de este programa no solo derivó en muchos iguales, sino que catapultó a sus integrantes a tener una carrera en la actuación o a tener programas propios. El cine no les fue esquivo, tres películas, la última en 3D cuentan los muchachos, y ahora este desprendimiento que sigue los mismos resultados en líneas generales. Mezcla de ficción con cámaras ocultas, "El abuelo sirvengüenza" sigue la historia de Irving Zisman (Knoxville maquillado y con máscara prostática), un abuelo de 86 años que debe llevar a su nieto Billy (Jackson Nicholl) de ocho años por todo EE.UU. a un encuentro con el padre de Billy. En el medio harán muchísimas paradas como buen road movie, pero hay varios datos; en el baul llevan a la difunta esposa de Irving, y este anciano no es uno de esos abuelitos tiernos como los que podemos ver en el otro estreno de la semana La esencia del amor, es directamente lo que conoceríamos como un viejo verde. Desubicado, malhablado, asqueroso, inoportuno, desprejuiciado, malhumorado y muy procaz, así es Irving que mete a su nieto en una catarata descendente de sucesos supuestamente graciosos. La película funciona con pequeños conductores ficcionales, que llevan de una cámara oculta a otra en donde un público desprevenido va a ver a un viejo con su nietito hacer todo tipo de actos escatológicos, sobre todo sexuales. Dirigida por un ignoto Jeff Tremaine, el atractivo supuestamente es ver a Knoxville como anciano haciendo las mismas cosas que de joven, pero en el medio hay un niño real, y ahí entra el cuestionamiento de si es correcto o no, poner a un menor ante situaciones simplemente reprochables. Hay desnudos, genitalidades varias, strippers, fluidos de todo tipo, lenguaje impronunciable, y un chico como espectador y partícipe. No es función de esta página dar una clase de moral, que además sería adentrarse en cuestiones subjetivas, pero el resultado rara vez causa efecto gracioso, lo que sin dudas afecta contra el producto final. El espectador tiene que saber que va a ver una película de Jackass con todo lo que eso implica, si está dispuesto a observar sin ningún prurito, puede que El abuelo sirvengüenza logre alguna sonrisa esporádica, por lo demás, la mezcla ficcional/real no se plasma muy correctamente con una edición complicada y defectuosa con cambios de registro constantes. El abuelo... es lo que es, una comedia absurda, destinada a un público conocido, libre de toda pretensiones, si encuadra en ese target aventúrese.
Nuevo exponente de un sub género al que podríamos llamar “Personas mayores buscando su vitalidad”, La esencia del amor tiene como mayor atractivo y acierto lograr una justa mezcla entre la comedia y lo sentimental, eludiendo con paso firme el golpe bajo; algo que muchos de sus pares no pudieron lograr. El director Paul Andrew Williams tiene una carrera corta detrás de cámaras y en la escritura de guiones, pero así es de corta como ecléctica. Su título más conocido internacionalmente es la muy simpática comedia de terror The Cottage, con Andy Serkys en medio de una trama sobre un granjero asesino, una carnicería más cerca del cine de Edgar Wright y Tobe Hopper que a cualquier semejanza a historia cálida. Por eso, La esencia del amor resulta toda una sorpresa, grata sorpresa. Este año tuvimos la posibilidad de ver la holandesa Las chicas de la banda y el debut cinematográfico de Dustin Hoffman con Rigoletto en apuros, ambas exponiendo la misma idea de trasfondo, la música como elemento para continuar vivo. La esencia del amor (horrible localismo para el original Song for Marion) vuelve sobre lo mismo para contarnos la historia de Marion (Vanesa Redgrave) y Arthur (Terence Stamp), un matrimonio jubilado, de regreso de todo, que intenta llevar una vida apacible en conjunto peleándole a una enfermedad de ella que la está consumiendo lentamente. Marion encuentra su refugio en el grupo coral de un centro de jubilados, y ahí, cantando bajo las órdenes de Elizabeth (Gemma Arterton), encuentra las fuerzas para seguir dando batalla. Pero Arthur se autoconvence de lo contrario, peleado con la vida misma, cree que el esfuerzo que Marion hace para ir al coro es contraproducente para su salud, y se opone con toda la rabia. Llega la oportunidad de un concurso de coros, los muchachos se anotan, Marion se esfuerza más que nunca, y Arthur empieza una suerte de catarsis consigo, con su matrimonio, y con los demás. Hay otra historia paralela entre Arthur y su hijo James (Christopher Eccleston) peleados por hechos del pasado. La esencia del amor es ante todo una comedia dramática tradicional, son pocas las novedades que podemos encontrar en ella. Pero no las necesita en su búsqueda, la idea ya desde el guión del propio Williams es ser un film ameno, pensado quizás para un público similar al de sus protagonistas, y que antepone su mensaje de vida a toda búsqueda estética o artística. Con el típico gusto inglés, hay apuntes agridulces y algo de ironía, interpretaciones sobresalientes del trío Redgrave-Stamp-Arterton, y Eccleston que lucha con un rol algo forzado y con poca participación pero de sólida labor personal. Podemos escuchar entonar desde True Colors de Cindy Lauper a Let’s Talk About Sex de Salt N’Peppa, y ese sin dudas será un atractivo extra para esta comedia que no pretende sobresalir sino crear un clima agradable en el espectador y dar las mismas fuerzas de vida que el coro deja en nuestra aguerrida protagonista.