El mundo del boxeo demostró ser uno de los deportes más fértiles para plantear una historia cinematográfica. Sería una obviedad hablar de la saga Rocky (¿las películas deportivas más recordadas?); tenemos otro clásico como El Campeón, Hasta el último round de Ron Shelton, Golpe a la vida de Jim Sheridan, nuestro Gatica: El Mono, y hasta Gigantes de Acero era sobre robots... boxeadores. Tampoco los documentales han sido ajenos, y a mitad de este año, se estrenó Boxeo Constitución de Jacob Weingartner sobre un grupo de adolescentes que peleaban contra su condición social entrenando en un gimnasio debajo de un puente ferroviario de la línea Constitución. Este mundo de lucha y superación personal, de enfrentarse a las adversidades, que habla mucho más que de una simple pelea contra un contrincante, vuelve a encontrar su formato en Boxing Club, primer documental de Víctor Cruz luego de su debut en la ficción con El Perseguidor. Es el gimnasio Ferroviario, cerca de la Estación Constitución, allí transcurren varias historias de vida, en especial la de Jeremías Castillo, peso pluma, que entrena para una próxima pelea; y su entrenador, Alberto Santoro, todo un personaje en sí mismo. A esta altura es importante recalcar qué diferencia a Boxing Club de un documental tan similar en su temática como Boxeo Constitución. Ciertamente ambos son parecidos, pueden ser vistos hasta uno como la continuación del otro, las posturas son similares y el ámbito es el mismo... Pero en Boxing Club cobra más importancia el aspecto deportivo, mientras que en el film de Weingartner hablaba de adolescentes escapando de su destino inminente; en Boxing Club es un joven queriendo cruzar la barrera profesional y su entrenador que lo apoyará en los momentos justos. Santoro intenta marcarles el rumbo del bien, corregir a estos jóvenes y llevarlos por el buen camino. Es mucho más que un entrenador de golpes, es consejero fiel, hasta una suerte de voz de la conciencia, y más aún, de la experiencia. No es casual que Cruz haya sido el guionista también del reciente documental La Toma, ambos presentan “decisiones” similares. La cámara no es invasiva, se percibe como un punto alejado, como un tercero que ve todo sin entrometerse, dejando a sus criaturas actuar con total naturalidad. Boxing Club propone un recorrido, desde los primeros golpes hasta la pelea final, y ahí veremos cuál fue el aprendizaje. No necesita de preciosismos, ni de regodeos estéticos, es solo un botón de muestra, dios vidas cruzadas que juntas se apoyan, en un deporte que pareciera demostrar que más que la victoria sobre el otro, importa la victoria sobre los orígenes.
Estrenada en conjunto con Boxing Club de Victor Cruz, y siendo ambas ya presentadas en la Segunda Semana del Documental Argentino en agosto de este año; Huellas plantea la resolución de un misterio, una encrucijada, pero no a la manera detectivesca, sino de un misterio familiar, encarado por la propia familia del director. Cuando este año vimos Beirut-Buenos Aires-Beirut pudimos entrar en la vida de una mujer que indagaba a su familia para conocer el por qué su abuelo había decidido abandonar a su familia para regresar a su Beirut natal, iniciando una seguidilla de abandonos parentales en la tradición familiar. Algo similar sucede en Huellas, su director Miguel Colombo (tras su segundo documental luego de la co-dirección de Rastrojero) idealizó siempre a su abuelo Ludovico tras haber escuchado historias parciales sobre su vida. Algo así como un Indiana Jones del Norte Argentino, Ludovico había llegado de Italia donde participó en la Segunda Guerra Mundial, y se instaló en nuestro Norte para inspeccionar las zonas más recónditas de la zona y vivir varias aventuras. Claro que la realidad es otra, y Miguel está a punto de descubrirla. Comenzando a atar cabos, Colombo se pone frente a cámara para ir narrándole al espectador y a sí mismo lo que fue su verdadera historia familiar, que también irá descubriendo con el correr del metraje. Son varios los miembros de su familia que se niegan a hablar de frente sobre Ludovico, entre ellos la madre del director, hija del “homenajeado”; y ahí está la riqueza, en tratar de descubrir algo que todos (o varios) parecieran querer enterrar. Colombo utiliza todo tipo de recursos, sobre todo el uso del personalismo, la cámara más de una vez será su ojo, y cuando se ponga frente a ella será para despejar cualquier duda de que se está hablando de su historia. Pero este exceso de protagonismo, lejos de quitarle potencia, juega a favor del relato y sobre todo del resultado final. Huellas no es un documental simple, tiene una suerte de estructura ficcional pese a que todo ,o que se cuente en ella no haya ninguna duda de que se trate de la pura verdad. Colombo intriga al espectador y lo adentra en su historia, capta el interés, hasta que caigamos en que, en definitiva, no estemos descubriendo más que una historia de vida. Sí, Ludovico no fue un héroe aventurero, la realidad puede disgustar o no a su director y protagonista, que descubrirá a un hombre con varios claroscuros; pero en el espectador dejará el sabor de haber descubierto una historia entre tantas, con valores a destacar y otros para discutir. Hermosamente filmada, la fuerza de las imágenes que el director capta muchas veces importa más de lo que se está diciendo; este es otro mérito más de un documental en donde lo personal, lo familiar y lo íntimo cobran otro significado, el del verdadero interés artístico.
Retratar la rutina diaria de la vida de campo en el interior de una provincia difícil, ese parece ser el mayor mérito de A la deriva, ópera prima de Fernando Pacheco; hacerlo sin contemplaciones, de modo franco y naturalista, realista. Podríamos decir que se trata de un film de fragmentos, con una historia que se arma en retazos, no de un modo tradicional. El centro del relato gira sobre Ramón (Daniel Valenzuela, en sólida interpretación) hombre que vivió toda su vida en esa zona, tiene una esposa y un hijo, y subsiste, como puede como peón en un aserradero, el trabajo que todos los hombres del lugar están destinados a cumplir. Pero es 1999, época muy dura para el país, Ramón es despedido, y comienza un lento descenso hacia la desesperación. Mientras busca otro trabajo, se aprieta más el cinturón, y pide fiado; su compadre El Polaco (Julián Stefan) le ofrece una suerte de salida, entrar en el negocio del traspaso de “mercadería” hacia Paraguay, en bote, por la triple frontera. Por supuesto, esa mercadería forma parte del narcotráfico, y del otro lado aguarda un típico mafioso y matón lugareño, Silva (Juan Palomino, con escasos minutos en pantalla que no le permiten un mayor desarrollo de un personaje que podría haber sido bien delineado). Ramón, se siente atraído por esta nueva “ocupación”, hasta rechaza otro tipo de salidas más correctas por esto que parece un dinero fácil; pero tarde o temprano, los negocios turbios empiezan a oscurecerse. La gran virtud de Pacheco desde el guión es contextualizar íntegramente a su personaje. Ramón es un hombre golpeado por la vida y por las circunstancias, pero tampoco es un ser inocente y limpio, eso se ve en la relación con su familia y en varias actitudes que toma. Tampoco lo son El Polaco, y menos Silva o los dueños o representantes de los aserraderos. Sí pareciese tener una mirada más contemplativas hacia las mujeres, a las que se las muestra sufridas, abnegadas y sometidas. A la deriva no muestra un relato que avanza, todo es calma y quietud, no hay un progreso en la historia, quizás porque esa era la idea primigenia de su director, mostrar un lugar y una época en donde el tiempo no avanza y las cosas sólo pueden empeorar, hundirse cada vez más hasta perder el rumbo. Tanto la cuidada y despojada fotografía llena de claroscuros, como la apenas visible musicalización y la abundancia de sonido ambiente, resaltan la idea de naturalización, de mostrar las cosas tal cual son. De duración corta y justa, A la deriva sí adolece de no profundizar más en el qué contar, lo cual queda definitivamente expuesto en su abrupto final, la subtrama del narcotráfico nunca toma el vuelo necesario. También puede que no lo necesite, que simplemente estemos frente a un fresco de vida crudo, directo y duro; si esa es la idea, y eso es lo que el espectador busca, A la deriva es ante todo una película que respira sinceridad.
El grotesco es un género del cual, en Argentina se ha hecho cátedra desde los comienzos de nuestro cine. Con el tiempo, esta idea de exagerar al máximo las situaciones para mostrar una realidad cotidiana de trasfondo, se fue abandonando no sólo en nuestro país sino alrededor del mundo, pasando a ser casi un subgénero denostado. Andrés Paternostro, en su ópera prima como director, rescata ese estilo, pero aggiornándolo al hoy en día; y ese es el resultado de La Boleta, una combinación de elementos tradicionales con ideas actuales. Los seres en desgracia siempre le cayeron bien al lente cinematográfico, son personajes queribles porque es imposible no apiadarse y sentir algo de empatía. Así es Pablo (Damián De Santo, lejos de las publicidades de queso crema) un hombre al que el destino le puso todas las mochilas posibles, los que lo rodean cumplen la función de ofuscarlo; tiene problemas de toda índole, en el trabajo, con su pareja, y económicos... y la verdad es que parece un buen hombre. Abrumado, decide terminar con su vida, pero en el medio se desmaya y tiene lo que, para él, es una señal divina, seis números que saldrán en la lotería esta noche. Convencido de que Dios le tendió una mano y que esos números serán su salvación, compra un billete de lotería... pero otra vez, la suerte vuelve a serle esquiva, uno pibes chorros lo asaltan y se llevan los números. Convencido de que es una prueba de superación, Pablo va en búsqueda del billete y para eso se adentra en una villa miseria en la que deberá sortear todo tipo de infortunios y peripecias con los más variopintos personajes. Paternostro, que también oficia como guionista, maneja todo el asunto con dos vertientes, la de los infortunios de Pablo en su rutina diaria, manejada con simpleza y bastante gracia; y el pleno disparate una vez que entramos a la villa. En este punto, la gracia no decae, hasta podríamos decir que aumenta, pero esta entrega total al grotesco en donde cada personaje del lugar juega un rol específico, tiene a su vez, un costado de reafirmar ciertas ideas generales que la gente externa tiene sobre estos lugares. La villa está ocupada por mafiosos de poca monta con trajes, sombreros y camisas de seda chillona; hay prostitutas; hay ladrones menores; oportunistas; y claro, alguno de buen corazón que hace lo que puede. Si el espectador toma todo el asunto con la liviandad que merece puede asegurársele un momento divertido. Con una fotografía que oscila entre tonos oscuros y colores fuertes y recargados, Paternostro maneja los planos con sencillez y sin dejar que eso tome la prioridad del asunto. Lo mismo sucede con otros rubros como la banda sonora, acorde a este tipo de films. En cuanto a las actuaciones, De Santo cumple un sólido trabajo como este hombre común que no baja los brazos aunque cueste. Lo acompañan secundarios importantes como el de Claudio Rissi, Roly Serrano y Marcelo Mazzarelo más entregados a los parámetros del grotesco. Sobre el final, la historia pega un volantazo, que no es digno de estas líneas adelantar, y redime buena parte de los asuntos que hasta ese momento nos hacían algo de ruido; promediando de este modo, una comedia entretenida, con cierto dejo a un cine tradicional de estas tierras, y lograda, sobre todo, con el esfuerzo de sus interpretes.
Tal como se prometía al final de la primer entrega, Machete volvió, y con toda la energía como para entregar nuevamente lo que a esta altura, los fans devotos, piden a gritos. Más y más, más acción, más delirio, más homenajes directos. Eso es Machete Kills una invitación a redoblar la apuesta. Recordemos que todo nació en 2007 con Grindhouse, el culto al cine continuado con la presentación doble de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino... más unos trailers “falsos” dirigidos por ellos mismos y/o terceros. Si bien esta presentación doble fue un fracaso en recaudación, conquistó un séquito de seguidores; y uno de los trailers que se presentaban (que poco a poco fueron siendo llevados a películas reales) llamó más la atención que el resto, Machete, proponía un clásico policial exploitation de los ’70, con Danny Trejo a la cabeza ajusticiando malosos a su paso y distintas mujeres rindiéndose a sus pies. Efectivamente, eso fue el film estrenado en 2010, con el personaje del título como un ex policía de migraciones al que traicionaron, asesinaron a su familia, y actualmente vivía oculto en la frontera con Méjico, hasta que es convocado para un nuevo trabajo, es traicionado nuevamente, y se une a dos sensuales mujeres para proclamar su venganza y limpiar su nombre. Como ya aclaramos, en otro de los homenajes al exploitation y al continuado, se anunciaba “Mache te regresará en...” Así llegamos a esta secuela en donde las cosas han cambiado. Tal cual sucedió con muchos clásicos de género nacidos del bajo presupuesto, tras el éxito, en sus continuaciones, la escena era más grande, hasta parecieran contar con más libertad creativa o por lo menos de presupuesto. El homenaje que Robert Rodríguez hace avanza, y ya no suena tanto al policial de los ’70, sino al traspaso hacia la próxima década, los ’80, siempre manteniéndose en aquellos films de productoras pequeñas y estrenos limitados, de relleno. Decimos traspaso, porque mantiene elementos de la anterior, pero cambia la atmósfera. En la primer secuencia del film (luego de un trailer tremendo sobre lo que puede ser una tercera entrega) no hay descanso, acción a pleno que termina de modo trágico para nuestro héroe que ahora es agente anti narcóticos. Devastado por la pérdida, es secuestrado por un grupo de maleantes que lo tienen a punto de muerte hasta que es rescatado por órdenes del Presidente de EE.UU. (Carlos Estévez A.K.A. Charlie Sheen).El líder mundial lo recluta entre sus fuerzas encargándole una misión encontrar y aniquilar a un peligroso y desquiciado narco Mendez (Demian Bichir). Este será solo el comienzo de un argumento que cambia de rumbo cada diez minutos, y que es capaz de combinar, la acción, el gore (en menor medida que la anterior), lo cuasi erótico (también en menor medida respecto a su primer entrega), y la ciencia-ficción; siempre teniendo al delirio, el derrape, y la diversión como primer opción (atención con todas las apariciones de grandes actores de la época desde William Sadler a Mel Gibson). Decir que Robert Rodríguez juega a la hora de dirigir y guionar no es ninguna novedad, pero lo hace siempre a conciencia. Sabe cuáles son los elemenmtos que debe incluir para que las referencias esten ahí, si la sangre y la piel han bajado, es porque en los films que ahora intenta referenciar también se cumplía con el mismo rito. En compensación, el delirio y el frenesí es mucho mayor, podemos ver metralletas en pubis y pechos, naves como las de Star Wars, personas que cambian de máscaras varias veces en la misma escena, y los diálogos más ocurrentes. Machete es una fiesta para aquellos que veneran los tiempos del cine del desborde, el de los clásicos berretas de géneros, aquel que no pide cordura, sino ir cada vez más al límite.
Hablar de otra película que aborda la problemática social del conflicto entre Israel y Palestina puede parecer repetitivo, son varias las que se estrenan por año, abordándola. Sin embargo, y como siempre decimos al hablar de esos films, ha demostrado ser una temática tan inabarcable como inagotable, que puede ser vista desde millones de ángulos diferentes. El de El otro hijo es uno nuevo. En el típico gusto de cine francés, la directora y guionista Lorraine Lévy incursiona en el drama con tintes de comedia amable, logrando una película cálida y apacible. Dos familias, una judia viviendo en Israel, la otra palestina. Cada una conformada por un matrimonio (en la israelí el hombre es militar de frontera) y dos y tres hijos respectivamente (la palestina tiene un cuarto hijo mayor fallecido en los enfrentamientos). Ambas viven una vida feliz, sin mayores preocupaciones (tanto como se puede vivir tranquilamente en esa zona) hasta que una noticia les cae como una bomba. Joseph, el hijo de dieciocho años de los Silberg (los israelíes) se hace los exámenes médicos de rutina para controlar su posible ingreso al servicio militar obligatorio (que su padre mediante contactos impide). Ahí se descubre un hecho del pasado, el joven no es hijo de quien creía sus padres, y no es adopción; durante la noche del nacimiento, una familia de Palestina, los Al Bezaaz, se encontraba en la habitación de al lado en el hospital dando a luz a su hijo, y por una confusión del hospicio, los bebés fueron cambiados. Pronto la otra familia es contactada y tarde o temprano se dará el encuentro entre todos los miembros. Las confusiones genéticas, los cambios de bebés, también han sido abarcados, pero de maneras muy diferentes a esta, recordemos la serie Desperate Housewives, o la comedia Sopa de Gémelas, y sin ir más lejos, hay otra serie actual que lo trata como centro de la historia, Switched at Birth. Lo “original” de El otro hijo está en la mixtura de ambos temas. Una cuestión méramente privada como el drama de conocer que quien creíamos nuestros padres/hijos biológicos en verdad son otros, es atravesada por un borde social enorme como el de una población divida e irreconciliable. El mejor acierto de Lévy es el cambio de perspectivas entre los personajes, casi como si fuese un film coral, cada uno de ellos vivirá el hecho de manera diferentes. Las madres (excelentes Emmanuelle Devos y Areen Omari) llevan el drama familiar, la decisión de amar a su hijo biológico sin dejar de amar al de crianza; los padres junto al hermano de Yacine (el joven israelí criado por los palestinos) viven la cuestión cultural y política, no quieren aceptar la nueva situación, y pelean contra su destino; y Joseph y Yacine intentan adaptarse, ver qué sucede de nuevo, son jóvenes y con un futuro adelante, quieren buscar su propia identidad, y resolver sus típicos problemas del paso de la adolescenmcia a la adultez. Sencilla, leve, sin necesidad de recargar las tintas ni en el drama ni en lo político, así es El otro hijo, una mirada distinta a dos planteos que ya han sido abordados, pero que, puestos en conjunto resultan un nuevo ángulo para ambos.
Hay géneros que por costumbre, están ligados al más industrial cine de Hollywood, más aún el llamado cine de género. Cada tanto, nos sorprende en cartelera un título que viene a desmentir ese encasillamiento, demostrando que desde otros países se pueden lograr producciones que nada tienen que envidiarle a aquellas, es más, hasta pueden superarlas. Un ejemplo es el cine de aventuras, y el caso Kon Tiki: Un viaje Fantástico, co-producción de Europa nórdica que llega a nuestro país con un importante retraso de más de un año luego de haber competido por un merecido Oscar a la Mejor Película Extranjera. Tomando el caso real de Thor Heyerdahl y un grupo de aventureros de diferentes áreas que emprendieron un increíble trayecto en barco desde Sudamérica hasta la Polinesia - con un noble propósito científico – la dupla de directores Joachim Rønning, Espen Sandberg entregan uno de los mejores films de aventuras de los últimos tiempos. El científico, antropólogo y aventurero Thor Heyerdahl dedica su vida a la exploración mundial en busca de nuevas teorías y territorios descubrir. Una de esas teorías dice que la Polinesia en realidad no fue ocupada en una primer etapa por asiáticos, sino por hombre de la Sudamérica Pre-Colombina. Los más sesudos analistas rechazan esta idea de plano, y ni sueñan con financiar el proyecto de investigación de Thor. Es así como el hombre da con una serie de cinco hombres, tan ávidos en aventuras como él y deciden entre todos y con ayuda de distintas donaciones financiar la expedición que demuestre la posibilidad de la teoría de Thor. Deben cruzar el Océano Pacífico hasta aquella isla, y hacerlo en las mismas condiciones que lo hubiesen hecho los Pre-Colombinos, esto es una rebla esencial para nuestro protagonista... pero la tarea no será fácil. Los seis hombres atravesarán todo tipo de peligros y penurias en pos de cumplir su cometido y será un verdadero desafío de voluntad para no dejarse vencer. Rønning y Sandberg, cuentan con un puñado de films como dupla, entre ellos quizás el más conocido sea la olvidable aventura en el Oeste de Salma Hayek y Penélope Cruz, Bandidas. De vuelta en la tierra que los vio nacer, Noruega, desarrollaron films mucho más personales, y Kon –Tiki es uno de ellos. No estamos frente a una de aventuras convencional, acá ritmo no es igual a convulsión, los efectos digitales no abruman hasta hacerlo todo plástico, la dupla (que también oficia como productores) creo un verdadero espectáculo aventuresco como los de antes, sin decaer ni un poco en el ritmo y en la tensión que crece y crece a todo momento. Filmada con preciosismo, planos secuencia completos, y una lente amplia que permite captar todo el panorama y la enormidad del mar, Kon-Tiki zambulle al espectador junto a los personajes, y los hace vibrar junto a sus emociones. También serán de destacar sus interpretaciones a cargo de actores locales todos de muchísima solvencia, capaces de transmitir cada uno de los sentimientos con mínimos gestos. Tal vez, algún memorioso, recuerde la “anécdota” de estos expedicionarios, durante la travesía, el verdadero Thor Heyerdahl fue filmando cada paso, logrando un documental estrenado mundialmente en 1950 y ganador de varios premios, entre ellos un Oscar. Ahora, estos prometedores directores logran captar la esencia de aquel viaje real y lograr casi las mismas emociones que aquel que lo vivió en realidad; el mérito no es para nada menor. Por último, un dato, Rønning y Sandberg ya han sido captados nuevamente por la lente norteamericana para una futura nueva entrega de Piratas del Caribe, esperemos puedan trabajar como la misma libertad imaginativa con la que se los nota en este maravilloso film.
Los juegos del gato y el ratón siempre han sido atrayentes para el cine, y más cuando ni el gato ni el ratón son seres totalmente limpios. De eso se trata Omisión, ópera prima de Marcelo Paez Cubells, un policial de fórmula, estructurado de manera clásica, y muy efectivo. Paez Cubells tiene experiencia previa en la escritura de guiones, y eso se nota en esta película construida como un rompecabezas en el que las piezas están ahí para que el espectador las una. El protagonista es el Padre Santiago Murray (Gonzalo Heredia) que vuelve de Europa a su barrio de la infancia tras un pasado que ya desde el principio de adivina marginal. Murray es el típico sacerdote “amigo”, aquel que rompe alguna regla de protocolo para acercarse a los jóvenes con problemas y tratar de traerlos al rebaño. Por eso se mantiene ante la tutela y la mirada de cerca (con cierto desconfío) de su superior encarnado por Lorenzo Quinteros. En una de las primeras misas que oficia casi a modo de prueba, un hombre se acerca a comulgar y a dar confesión; se trata de un asesino que además de confesar su crimen la adelanta las próximas muertes. Desde un primer momento sabemos lo que no sabe Murray, que se trata de Patricio Branca (Carlos Belloso), un psicólogo, de altas influencias, que, a su manera, intentará limpiar a la sociedad de los pecadores. El tiempo corre, las muertes continúan y Santiago se debate entre su deber como sacerdote y preservar el secreto de confesión, o su conciencia que le pide actuar para terminar con semejante atrocidad. Es ahí, en ese juego detectivesco, en donde entra la tercer arista del diagrama, Clara (Eleonora Wexler), fiscal a cargo de la investigación de los asesinatos y ex pareja de Santiago a quien sospechosamente ve una y otra vez en las escenas de los crímenes. Paez Cubells supo rodearse de un sólido equipo técnico que acompaña comodante la estructura del guión. No hay grandes novedades, ni enormes hallazgos, pero la tensión asfixiante que desarrolla minuto a minuto la historia se plasma muy bien en una fotografía oscura, seca, casi de clima de putrefacción; con planos cortos que buscan el shock inmediato. Si el argumento no deslumbra en su originalidad, si complace en mantener al espectador interesado y atrapado desde el primer momento y sin soltarlo hasta el final, los personajes tienen más de una cara y eso hace que desde el guión ya se sientan reales. En cuanto a las actuaciones, si bien Heredia no llena enteramente su traje de protagónico cuenta con el típico carisma televisivo que le permite tapar algún bache. El resto del elenco luce realmente convicente y con interpretaciones más que logradas, Belloso compone a un psicópata capaz de cambiar sus modos de amable a tétrico con una simple mirada. Wexler vuelve a demostrar que no hay rol que le quede grande, si su personaje no tiene la suficiente presencia en el guión, ella se adueña de cada una de sus escenas con firmeza y a la vez fragilidad. También es de remarcar la actuación de María Fernanda Callejón, una actriz que ya demostró varias veces ser mucho más que una bomba sexual y que puede estar a la altura de interpretar roles complejos como el de esta película estando cómodamente a la altura de las circunstancias. El mayor mérito de Omisión es sencillamente no parecer una ópera prima, el profesionalismo con el que todos los rubros son jugados mejoran considerablemente una historia de policial clásico. Quizás recuerde algún título clásico del género en nuestra filmografía nacional; una muestra de que no siempre se tiene que indagar en terrenos nuevos para conseguir óptimos resultados, a veces, el secreto está en volver a las fuentes.
Cruce de géneros, eso es lo que propone Verónica Chen en su nuevo opus "Mujer Conejo". Un cruce que no solo atraviesa a la película, sino a la filmografía de la directora, que hasta ahora había buceado en las aguas del drama introspectivo, en las historias ocultas de la ciudad, y ahora, sin despojarse completamente de aquello, lo fusiona con la ciencia-ficción y la intriga. Nadie puede negar a Chen el intento de hacer un film muy personal, marcarle un estilo inigualable a través de una búsqueda estética que se desarrolla en varios campos artísticos. Sin indagar demasiado en los varios vericuetos de su argumento, su protagonista es Ana (Haien Qiu) argentina de origen chino, inspectora en el barrio de su comunidad, y con una vida sin resolver. Mientras intenta ver en qué situación están las cosas con su ex pareja (Luciano Cáceres), se relaciona con el mozo de un restaurante oriental. .Luego de una serie de sucesos violentos, Tao, el mozo, desaparece y Ana comienza junto a su ex una búsqueda que desembocará en problemas con la mafia china y un experimento muy extraño con conejos. Así, la película atraviesa cuestiones sentimentales, dramas sociales, acción, suspenso, y ciencia-ficción vernácula, todo con un matiz de cine de autor manejado con imágenes y secuencias alegóricas, tramas y subtramas, y esa necesidad de decir más de lo que aparenta. Plagada de escenas de impacto metafórico la fotografía haya imágenes pictóricas, de ensueño; junto a otros tramos más convencionales, y algunos apuntes animados en estilo animé. No es sencillo entrar en el mundo de Mujer Conejo, pero si el espectador se compenetra, la potencia de lo visto puede ser subyugante. Hay una necesidad en determinados cineastas de realizar películas para dejar una marca propia, hacer una suerte de cine de autor buscando algo inigualable y propio. Mujer conejo puede emparentarse con cierto cine de Wong Kar Wai, algo de Peter Greenaway, y cierto cine oriental de acción posmoderno; pero lo que se presume desde el primer momento es el intento de un cine propio, un estilo original que cruza varios géneros para hablar de varios temas profundos en el marco de lo que pareciese un simple film policial. Por momentos abrumadora, subyugante, compleja, y ciertamente única, "Mujer Conejo" vuelve también sobre ciertos puntos comunes en su filmografía, aquel de los submundos marginales, el de la gente desclasada, esta vez quizás hablando de sus propios orígenes, lo que se oculta detrás del colorido Barrio Chino. ¿Cuál será la verdadera Verónica Chen? Quizás sea todas juntas, la de los dramas pequeños y la de las complejas formas de la ciencia-ficción, una directora que sigue buceando dentro del séptimo arte, y esto, más allá de la optimización o no de los resultados finales siempre es positivo.
Créanlo o no, el estreno de Super Once: El Juego Final es todo un acontecimiento de cartelera. Primero, porque los propios fans a través del programa televisivo Z TV (que si todavía no lo vieron se los recomiendo) cincharon para que ella se estrene. También porque es el segundo estreno del año referido al mundo del animé, hecho que nos hace acordar a un par de años atrás en que esto era más normal; y si bien las circunstancias son diferentes (Dragon Ball Z tenía un público Joven-adulto cautivo que lo vio de chico) no deja de ser un evento convocante para aquellos que siguen el género. Por último, por las circunstancias en las que se presenta, en una sola cadena – Showcase – en horarios limitados, y con la distribución de la producción del mencionado Z TV. Para los seguidores estas líneas pueden resultar redundantes ¿Qué se puede decir que ellos no sepan ya? Vale confirmarles que sí, que la película es como lo que ven en el programa, con la grandilocuencia del caso, y en versión extendida, por lo tanto, si tenían alguna duda, no saldrán defraudados. Ahora, si por alguna casualidad, curiosidad, o compañía, quieren verla sin saber de qué se trata el asunto, ahí va para ustedes. Los protagonistas son un equipo de fútbol, el Instituto Raimon, que participan en el torneo de Fútbol Frontera. Los mismos son capitaneados por Mark Evans (o Endöu Mamoru para los puristas) y su única meta es triunfar en el torneo, para lo cual deberán sortear todo tipo de obstáculos. Y eso de obstáculos es mucho más que una metáfora, realmente se les interpondrán cosas en el medio, mientras enfrenten a otros equipos, sobre todo a los invencibles de la Royal Academy, y así el fútbol pasará a ser un verdadero campo de aventuras. Claro, hay algo que circula la idea de la serie animé y que influencia a la película, un ataque alienígena, que controla el planeta, y tiene su propio equipo. Para los que tenemos entre veinte y treinta y pico de años es imposible no relacionar esta historia con los recordados Supercampeones (Kyaputen Tsubasa), y en la comparación hay que decir que Súper Once pareciera un producto ligado a un público más infantil. Si en Tsubasa los estadios parecían interminables y los partidos verdaderas tragedias shakespereanas, en Inazuma volvemos otra vez a estadios extensos y en medio de los partidos puede suceder de todo, fuego, peleas, postas de todo tipo de materiales y ciencia-ficción pura. Esto último tiene una explicación, el origen de Súper Once, proviene de videojuegos para las últimas consolas de Nintendo, lo cual se ve reflejado en los efectos que se entremezclan en medio de una animación muy tradicional y simplista (no es Ghibli, ni intenta serlo). Inazuma Eleven es un éxito mundial, una máquina de facturar y lanzar todo clase de productos, juegos de distinta plataforma, mangas, series animé, y también tres películas hasta ahora. Por lo tanto, hablar de este film dirigido por Miyao Yoshihazu, aislado de toda la parafernalia alrededor es imposible, pertenece a ese universo en donde los fanáticos y adeptos consumen más y más de lo que aman. No sería extraño, que a la salida de la sala, algún vendedor callejero quiera aprovechar la euforia infante para vendernos algún subproducto ad hoc; todo viene en conjunto, como una moda, un furor, y desde ese punto no hay ningún análisis valorativo posible. Simplemente, vayan y disfrútenlo, y para los acompañantes que recién aterrizan, se les asegura un rato a plena acción, fantasía y humor infantil.