2X1 CON GERARD BUTLER Gerard Butler es uno de esos intérpretes que comenzó un camino que parece no tener vuelta atrás, es el camino de los que filman cualquier proyecto que les acercan y van edificando una carrera repleta de malas decisiones. O al menos si no filman todo lo que les acercan, pareciera que así fuera porque todo lo que filman está muy por debajo de lo deseable. Que siempre hay excepciones, claro, y esta Alerta extrema es una de ellas. No es que Alerta extrema sea una gran película, ni mucho menos un proyecto que en los papeles hubiera resultado muy atractivo. Es otra película de acción de las tantas que ha filmado el bueno de Butler, pero que por diversas características y -fundamentalmente- por la mano de su director, se vuelve digna de ver. En verdad aquí tenemos dos películas en una, o si no dos películas, sí al menos dos tramas que hubieran dado material para dos relatos diferentes. Por un lado, un piloto de una aerolínea comercial al que obligan a volar a través de una tormenta para ahorrar unos dólares, y una historia con toda la tensión de los relatos de accidentes aéreos. Por el otro, una vez que el avión se accidenta y terminan aterrizando de emergencia en una isla, Alerta extrema se convierte en un relato de supervivencia con un grupo terrorista malo-malo a lo Tropic Thunder, que ve un negocio ahí en el posible pedido de rescate de la tripulación. Lo interesante de la película es que estas dos subtramas no solo funcionan perfectamente, sino que ambas están narradas con la solidez que aporta el oficio cinematográfico, cada una con sus herramientas expresivas bien claras. La primera parte es el perfecto retrato del caos de un vuelo condenado al fracaso y la segunda, un film de acción en la vieja escuela, sin demasiados pruritos a la hora de construir villanos unidimensionales. La primera parte, por lo tanto, está rodada haciendo eje en el suspenso y la tensión contenida del espacio cerrado, mientras que la segunda ya es más abierta, en tierra y con el miedo a lo desconocido operando como termómetro. Pero lo más interesante de todo, es que la película está atravesada por un filtro que permite verla con la distancia perfecta como para que nos riamos un poco del disparate que pasa ante nuestros ojos, pero sin que ello signifique un ejercicio cínico de autoconciencia cinematográfica. El artífice de todo esto es, como decíamos, su director, el experimentado Jean-François Richet, quien tiene el logro de haber sorteado con holgura el reto de hacer una remake de un film de culto como Asalto al precinto 13. Richet es un artesano, esa figura necesaria dentro de la industria del cine. Y es básicamente su pericia la que saca agua de las piedras y la que vuelve interesante este cuento, pero básicamente la que logra también una actuación contenida de Butler, quien interpreta al típico profesional experimentado, pero de vuelta de la vida, capaz de cualquier cosa para cumplir con su tarea. Es eso, cine directo, una antigualla, pero muy divertida.
ESCÁNDALO Y BELLEZA AMERICANA En los primeros diez minutos de Babylon tenemos el primer plano del ano de un elefante abriéndose y cagando sobre un par de personajes y a una chica meando sobre el cuerpo y el rostro de un hombre obeso que no es otro que una -poco- disimulada caracterización de Roscoe Arbuckle, aquel comediante del cine mudo cuya carrera comenzó a desbarrancarse luego de verse involucrado en la violación y muerte de una joven aspirante a modelo y actriz. Así arranca la nueva película de Damien Chazelle, y uno se pregunta (con todo derecho) cuán tolerable serán las tres horas que restan. El director de Whiplash y La La Land, que siempre dejó entrever una especie de furia controlada en su mirada, se despacha aquí sin límite alguno con una serie de atrocidades y explicitudes varias que tienen como fin dar asidero a la serie de rumores y versiones que corrieron sobre el Hollywood de la década de 1920. Y lo hace entre enojado y con el aire de un señor escandalizado. Babylon se inscribe en esta movida actual del Hollywood culposo de querer saldar deudas con el Hollywood del pasado, como Mank o como Rubia. Como en Moulin Rouge! de Baz Luhrmann, Chazelle nos tira de entrada a una fiesta desaforada, que es la revelación de un mundo para el espectador pero, también, para alguno de los personajes. Y si uno tiende a creer que Luhrmann es un director exuberante y desprejuiciado, lo cierto es que Babylon lo deja a la altura de un director pudoroso, solo desmelenado en lo formal. Esa fiesta servirá también para reunir en un mismo espacio a todos los personajes que serán centro en este relato coral: el actor que es la máxima estrella del momento (Brad Pitt), una aspirante a actriz que entra a la fiesta por la ventana (Margot Robbie), un trompetista negro un poco repelido por ese mundo racista (Jovan Adepo), una mujer asiática con dotes de artista de cabaret y un lesbianismo no tolerado socialmente (Li Jun Li) y un joven mexicano que es un mandadero con intenciones de escalar en la industria del cine, y fundamentalmente el intento de centro emocional del relato, de punto de vista que represente al espectador (Diego Calva). El problema casi mortal de Babylon es que entre tanto miserabilismo, nos resulta casi imposible empatizar con alguno de los personajes. Que Chazelle filma como los dioses, es indudable. Su cine tiene una energía poco habitual en un cine que tiende cada vez más al ascetismo y lo quirúrgico; sus movimientos de cámara que van al compás de la música tienen una vibración que emula en ocasiones la cadencia de ese jazz que tanto le gusta, incluso en su aliento libertario que huele a zapada. Ese es el espíritu que por momentos se posa sobre el tránsito de una película que va del horror a lo bello, del espanto a la fascinación, de lo más bajo a lo glorioso, de Alejandro González Iñáritu a Paul Thomas Anderson. Así lo entendemos cuando luego de ese comienzo en falso, Chazelle nos lleva en una gran secuencia por un día de rodaje en aquel Hollywood alocado (es imposible odiar esta película luego de esa secuencia). Y lo hace con una serie de momentos cómicos que están entre lo más disparatado e inusitado del cine reciente, humor lunático al que el estilo desarrapado de la película le siente perfecto. Locura americana que termina con la cúspide la ñoñería, de una mariposa posándose en el hombro de Brad Pitt. Esa secuencia concluye diciéndonos (y nos dice Chazelle) que detrás de toda ese desparpajo y descontrol, de todo ese horror, finalmente la magia del cine sucede y la belleza se captura de forma impensada. Que ese camino incongruente y arduo, en cierta forma, un poco persigue el azar, que no hay control que pueda con la lógica incongruente del arte. Babylon podría terminar ahí y sería una mejor (mucho mejor) película de la que termina siendo. Pero Chazelle pretende, además, convertir esto en una tragedia, y la comedia lunática da paso a la pesadilla cuando el cambio al cine sonoro y ciertas reglas conservadoras de control sobre las estrellas convierta ese Paraíso en un Infierno, como ese viaje al “culo de Los Angeles” al que (nos) lleva el extremo personaje de Tobey Maguire en una secuencia que es puro clima pero a la vez pura gratuidad. El drama de Babylon es que luego de un final que es pesar y desazón, avanza en un epílogo, una suerte de coda, que busca funcionar como funcionaba el final de La La Land, una mirada melancólica que exude cierto romanticismo trágico y que nos devuelva la ilusión sobre lo que vimos. Y no funciona, no porque narrativamente no cumpla, sino porque es imposible que sintamos algo de cariño por lo que acabamos de ver, incluso por ese personaje que mira con dolor y emoción. Eso que Chazelle nos dice al final ya estaba dicho con el plano de la mariposa, demostración empírica de que a la película le sobran minutos, tal vez horas. Y que filmar desde el desprecio obnubila la mirada.
UNA DE SUPERHÉROES Debo decir de entrada que nunca fui demasiado cultor del humor de Tangalanga, y ni siquiera me funciona desde el lugar bien-pensante del que dice “ay lo hacía por un amigo enfermo”. No, igualmente no me causa. “Y a mí qué me importa”, dirá el lector con toda razón, pero estimo que es una confesión necesaria para que se entienda que si bien El método Tangalanga me gustó y la recomiendo, seguramente me causó menos gracia de la que le causará a un fan de aquel humorista. La de Mateo Bendesky es una película infrecuente para el cine nacional por los diversos niveles que integra con absoluta coherencia: una biografía que es en verdad una reversión apócrifa de la historia oficial de su personaje. El Jorge que interpreta Martín Piroyansky tiene todos los elementos de Julio Victorio de Rissio, el verdadero Tangalanga, pero a la vez no es. Y no es porque la película entiende perfectamente el juego con el mito y la leyenda, a la cual no conviene revelar del todo. Esto, claro, suena a relato de superhéroes y El método Tangalanga lo es: La historia de un personaje discreto que por obra y gracia de las casualidades adquiere un poder, en este caso hacer bromas telefónicas, y se convierte en una criatura cercana a lo fantástico. Aunque lejos de salvar el mundo, Tangalanga tiene el poder de hacer reír a su amigo enfermo… y a muchísima gente una vez que se vuelve popular. El film de Bendesky es por lo tanto un relato de iniciación, de descubrimiento de un poder y de su aprendizaje. Y para Jorge y la película ese poder es la risa, hacer reír como hecho terapéutico, pero sin caer en las banalidades de un Patch Adams. El método Tangalanga es una comedia hecha y derecha que juega con los códigos del cine clásico argentino y con un humor directo, sin excesos intelectuales más allá de que elabora un concepto y lo desarrolla con inteligencia. Pero la película contiene, además, un detalle que es algo más: Martín Piroyansky y Julieta Zylberberg, los protagonistas, se hicieron en la tele desde muy chicos, en esa gema llamada Magazine For Fai, el programa más lúdico que haya conocido la televisión infantil argentina. Decir que los vimos crecer ante nuestros ojos es una obviedad, pero más aún los hemos visto crecer en el sentido en que un artista desarrolla su arte de tal manera que logra sintetizarlo con un gesto. En Piroyansky y Zylberberg hay química, hay entendimiento y hay -fundamental- una impronta generacional que viene a sacudir la apolillada estructura de la comedia comercial argentina. Eso solo le merece el éxito a una película que, sí, es más graciosa en los papeles que en los resultados.
LA FÓRMULA DE LA AMABILIDAD Podríamos adivinar qué pasará en los 126 minutos de Un vecino gruñón leyendo solo la sinopsis. Y no solo porque se trate de una remake del film sueco A man called Ove (aunque la película también se asume como adaptación de la novela del mismo nombre escrita por Fredrik Backman). El film dirigido por Marc Forster es de esos que se deshacen en sus intenciones: aquí, un hombre bastante huraño, un vecino ejemplar que resulta muy pesado para el barrio, un tipo con habilidad para los trabajos manuales y el arreglo de cosas, pero también alguien con tendencias suicidas debido a una serie de tragedias en su vida con las que no sabe muy bien cómo lidiar. Precisamente ahí surge lo peculiar del relato, lo que lo mueve un poco de cierta planicie visual y narrativa: Otto, el protagonista, no quiere vivir más, e intenta suicidarse constantemente, pero falla. El registro de esos momentos es de comedia negra, o al menos lo intenta, porque lo que aparece es una incomodidad, una indefinición en el tono que saca de la comodidad de todo lo que se ve y oye. Forster era un poco especialista en este tipo de relatos, como Descubriendo el país de Nunca Jamás, no casualmente escrita por David Magee, también guionista de esta. Y Magee, para más, fue guionista de aquella Una aventura extraordinaria, la de Ang Lee y la del tigre, por lo que entiende cómo construir un relato con fines pedagógicos: aquí lo que tenemos es a un tipo apesadumbrado al que la llegada de una familia al barrio (una familia de raíces mexicanas, para cubrir un casillero de la corrección política, que la película también es eso) le moverá un poco la estructura, lo suficiente como para descubrir la puta que vale la pena estar vivo. ¿Qué hace entonces que todo esto no nos resulte un plato indigesto? Por un lado podríamos decir que la presencia de Tom Hanks le aporta la serenidad de un intérprete con oficio que ha sabido desde siempre despreciar los gestos ampulosos. Y si tenemos en cuenta que es productor de la película (y que como director nos ha entregado films divertidos y amables, pero repletos de lugares comunes, como ¡Eso que tú haces! o Larry Crowne) sabemos que su mirada será clave para que la película no se exceda allí donde puede pisar en falso y ser redundante. Y, por qué no, la química con Mariana Treviño, la nueva vecina tan amable como pesada, funciona estupendamente como para que el contrapunto genere el impacto necesario. Un vecino gruñón es lo que antes se solía llamar un placer culpable, una de esas películas hechas para agradar a fuerza de risas y llantos, una historia para sentirse bien. No hay nada de malo en eso, si se hace con profesionalismo e inteligencia como en este caso. Y esta película es efectivamente eso, cine de fórmula, pero autoconsciente, y por eso mismo controlado en sus excesos.
GRITOS Y DISCUSIONES EN FAMILIA De La ciénaga a esta parte son varios los directores argentinos que han pretendido construir un retrato de clase, enmarcando a un grupo familiar en un contexto donde la naturaleza y el estatismo invitan a la reflexión y el replanteo de vínculos. Son como aquellas películas norteamericanas que reúnen a una parentela en los días de Acción de Gracias o Navidad. Sin tanto vuelto formal como aquel film de Lucrecia Martel, Las fiestas se inscribe en esa vertiente, al reunir en una casa de campo a una madre con sus tres hijos que vienen de la ciudad para celebrar precisamente -y a regañadientes- la Navidad, cada uno con su crisis personal relacionada con lo sentimental, lo vocacional o lo laboral. La película de Ignacio Rogers funciona como comedia en sordina, que expone las internas de una familia y de tres hijos que parecen tener varios reproches para con su progenitora. Hay gritos, discusiones, pero todo adquiere por momentos el tono del absurdo, de hijos que aunque se ven adultos tienen reacciones que los hacen ver como chicos. Las fiestas está construida desde el punto de vista de una generación que está pasando de la juventud a la adultez, en un estado de incerteza latente que provoca choques inconscientes (o tal vez no tanto) con aquello que parece impuesto. Hay hijos más permeables a los mandatos y otros que intentan romper con ellos. En esa pulseada se van pasando los días de convivencia de los protagonistas. De todos modos, la película padece un poco la crisis de sus personajes: es que por momentos pretende cierta profundidad pero se termina quedando en la superficie, o en algunos caprichos estériles, especialmente porque se recuesta demasiado en la solidez que aporta su cuarteto protagónico (Cecilia Roth, Dolores Fonzi, Daniel Hendler, Ezequiel Díaz están todos muy bien). La apuesta de Las fiestas es por el viaje emocional y por la empatía de un espectador prototípico. Sin embargo, hay también un juego entre el tono del cine industrial y de las necesidades de cierto cine más autoral que no terminan de hacer sistema, algo que queda ejemplificado en la última escena.
BLOCKBUSTER DE AUTOR Parecería imposible hablar de Avatar: El camino del agua sin hacer escala en dos factores que, en cierta medida, exceden a la propia película. Una escala es su cualidad técnica, la otra el carácter obsesivo con el que James Cameron se dispuso a construir un mundo sobre el mundo que ya había construido con Avatar de 2009. Hay que reconocer que medir a esta secuela por esas cuestiones, sobre todo por la segunda, es un poco injusto para el resto de las películas: básicamente porque ya no existe en el cine actual de contadores públicos que se hace en Hollywood gente como Cameron que dedique su vida a un proyecto gigantesco como el que tiene en manos; un universo propio, creado a imagen y semejanza de sus múltiples influencias literarias y cinematográficas, pero tan propio como una patria (algo intentó Shyamalan con su trilogía traída de los pelos y fallidamente cerrada en Glass). En lo concreto estamos ante una historia básica de supervivencia que abreva en el sincretismo religioso y medioambientalista, expresado como una fábula, pero es la propia empresa del director, con la que intenta mostrarse como un pionero afiebrado, un Fitzcarraldo que arrastra su propia nave hecha en CGI, lo que le da verdadero valor. Que a través de las imágenes que genera se logre traficar su obsesión y su deseo es algo poco habitual y habla de su maestría. La tecnología en el cine de Cameron ha estado presente desde siempre, como materia con la que trabaja y como tema. Eso confluye perfectamente en Titanic, donde le da un cierre al melodrama clásico de Hollywood montándolo sobre la pesadilla del capitalismo industrializado. Y todo esto, en el soporte de la película industrial más perfecta que podíamos conseguir hacia fines del siglo pasado. De Titanic al presente el director ha estrenado tan solo dos películas, Avatar y su secuela. Por lo tanto, Titanic puede ser entendida no solo como la película que le dio cierra a las formas de un tipo de relato, sino además como la que le dio cierre al tipo de relato característico de Cameron. Porque tanto Avatar como Avatar: El camino del agua han atomizado hasta el extremo aspectos argumentativos de sus películas (y esto no es un comentario peyorativo), para definirse finalmente en el terreno de la tecnología y lo expeditivo. Es decir, a Cameron le está ganando la pulseada el inventor por sobre el director de cine, aunque tarde o temprano este último se termina imponiendo. De ahí que sus películas sean no solo asombrosas, sino además fascinantes. Lo que va del asombro a la fascinación es lo que separa a un simple hacedor de trucos de un director de cine talentoso. El origen, de Christopher Nolan, nos asombra con sus imágenes que nos dejan con la boca abierta un rato, pero nunca nos permite ingresar a un mundo que miramos como un cuadro. Por el contrario, Cameron nos invita a zambullirnos, de la misma manera que lo hacía Spielberg en la también fundamental -a los fines del cine mainstream– Jurassic Park. Si en Cameron observamos la lucha entre un Jekyll y un Hyde, entre el inventor y el director de cine, la pulseada se va inclinando para el lado del segundo porque en el medio aparece otra figura: el documentalista. Lo que hace el documentalista es básicamente traducir desde una perspectiva cinematográfica para qué sirve lo que el inventor creó, y entregárselo al director de cine para que se luzca en lo narrativo. Avatar: El camino del agua está dividida en tres actos perfectamente marcados. El primero, donde Cameron narra a pura síntesis y con elipsis definidas, es aquel donde sienta las bases del conflicto: Jake Sully y su familia acechada por los invasores, y la decisión de escapar porque el padre protege (ya veremos hacia el final cómo esa idea se subvierte y la película termina siendo una aventura juvenil). El tercero, donde estalla la acción, donde los personajes se enfrentan con un aire inevitablemente trágico, y donde aparece el Cameron espectacular, el que maneja la puesta en escena con maestría, impactando como ningún otro en la retina del espectador. Pero es el segundo acto, el que parecería más derivativo y menos relevante para el conflicto central, es aquel donde surge el Cameron documentalista. Jake y los suyos se mudaron junto a una nueva tribu, que tiene un contacto directo con el mar. Y esto le da lugar al director para que inspeccione ese universo nuevo, en un micro-relato que es como una síntesis de los 160 minutos de la primera Avatar en la que todo era novedoso. Aún con los excesos del discurso medioambientalista y pacifista (que por otro lado parece suspender cuando estalla la acción, lo que resulta una bonita contradicción que le da matices al relato), todo ese segundo tramo de la película es fundamental para que comprendamos por qué importa luchar, qué es lo que los personajes defienden: la cámara se detiene en detalles, en criaturas que esconden un significado. Lo que parece puro preciosismo y exhibicionismo, se revela como una mirada embelesada por la propia creación; es la puesta en imágenes de las ideas que flotan en el aire de Pandora. Pocos directores son tan capaces de reflexionar a partir de la imagen digital y de darle un verdadero sentido a su exploración. Es en esos pasajes donde aparece también el valor definitivo de una película como Avatar: El camino del agua, que termina siendo una invitación a participar de una experiencia. Si bien la película parece estar hecha de retazos de otras películas, incluso de otras películas del propio Cameron (hay motivos visuales que recuerdan a Aliens, a Titanic, a El secreto del abismo), en lo concreto no hay nada en el cine actual que se le parezca y no se parece a nada. Y no hablamos aquí de cuestiones tecnológicas o visuales, sino más bien de aspectos narrativos, de organicidad de un relato que dura 190 minutos y se pasa volando, de una forma personal de entender el cine de entretenimiento, algo que para algunas narices elevadas parecería imposible. Cameron redobla la apuesta de Avatar, y si bien su nuevo film parece un poco más de lo mismo (y ese es su mayor pecado), hay en esa apuesta solitaria que lleva adelante algo emocionante y vibrante, de un tipo que está dispuesto a cerrar su filmografía con una saga inagotable de películas que nadie le pidió y, sinceramente, no sé a esta altura a cuántos les interesa realmente. Esa apuesta por el cine tecnológicamente más avanzado del mundo para convocar a los espectadores al ritual antiguo de congregarse en un espacio oscuro para fascinarse con las luces proyectadas sobre la pared.
EL HORROR DETRÁS DEL HORROR El cine europeo, y especialmente el francés, es pródigo en historias ambientadas durante la Segunda Guerra Mundial, narradas con corrección y profesionalismo, máxima expresión de un cine industrial plagado de marcas reconocibles y confortables para un gran público. O al menos para el público preocupado en los grandes temas y en la representación más o menos verosímil de esos conflictos. Pensando a este tipo de películas desde ese lugar no deja de ser interesante lo que pasa con El dilema de Mr Haffmann, film de Fred Cavayé que si bien en un primer momento parece caer en una expresión un poco adocenada, progresivamente va ingresando en un territorio algo retorcido a partir de decisiones que toman sus personajes. Tenemos a un joyero judío que prepara la retirada junto a su familia luego de que los nazis ocupen Francia. Sin embargo, solo pueden salir del país su mujer y sus hijos, y él queda preso, viviendo en el sótano de la joyería y vivienda que le vendió a su empleado, un tipo un poco taciturno, con voluntad de crecimiento y un problema que le impide tener hijos. Hasta ahí, El dilema de Mr Haffmann es una película más o menos previsible, con la mostración esperable del horror absurdo del nazismo y una solidez expositiva que va de los rubros técnicos y la ambientación de época hasta las actuaciones, muy especialmente la del siempre sobrio Daniel Auteuil. Pero algo cambia en el camino, los personajes (especialmente el empleado devenido en propietario y patrón) revelan algunas contradicciones y el apacible drama testimonial gira hacia el territorio del thriller psicológico, casi chabroleano, con un horror mucho menos directo del que representan los nazis que aparecen en pantalla, pero que no deja de ser una consecuencia de eso. Otro detalle no menor de la película de Cavayé es que se trata de la adaptación de una obra de teatro, y lejos de quedar presa de un lenguaje tan específico, aprovecha cinematográficamente el casi único espacio para encerrar a sus criaturas y llevarlas al extremo, potenciando lo retorcido del conflicto. Es cierto que El dilema de Mr Haffmann se resuelve con un giro más propio de una humorada de Woody Allen (hay una historia en Los secretos de Harry que es casi igual) y que el mismo desemboca en una suerte de revancha moral, pero la película se las arregla lo suficiente como para sostener el interés en los dilemas éticos que plantea, usando la Guerra y la iconografía nazi como un contexto moral que opera desde el off como condicionante de algunas conductas. Y con todo eso, Cavayé hace una película mucho menos preocupada en las verdades universales, y más centrada en construir un thriller inteligente. Aunque a veces no sea más que un relato ingenioso.
AMISTAD (Y RACISMO) EN EL AIRE Historia de honor representa un tipo de cine que parecería estar en retroceso hoy, una historia de amistad masculina en el marco de un conflicto bélico, más precisamente la Guerra de Corea allá por comienzos de la década de 1950. Claro, hay una trampa para que esto le interese a alguien en el Hollywood del presente: contar la historia de Jesse Brown, el primer piloto afroamericano en volar en combate para la Marina de los Estados Unidos. Por lo tanto, el film de J.D. Dillard se convierte a través de la intensa interpretación de Jonathan Majors en un relato de camaradería varonil, coraje militar y heroísmo, sí, pero sobre todo en un drama que señala el racismo y cómo Brown usó ese desprecio en contra como combustible para sus proezas aéreas, aunque a veces pareciera quedar atrapado en sus pensamientos y tormentos. La base del relato es la relación entre Brown y Tom Hudner (Glen Powell, que también apareció en Top Gun: Maverick, con el que este film comparte algunos detalles y cierta estructura del guion), un piloto igual de talentoso pero más riguroso en relación a los aprendizajes obtenidos en la Academia. Y ese es un conflicto basal aquí: la disputa moral entre quien se corre de las normas y quien las sigue a rajatabla. No es para nada ingenuo que quien siga las normas sea el blanco y quien las desprecie sea el negro: hay en esa decisión una determinación del que siempre estuvo sometido, romper con lo que se impone como norma es una actitud política. Y la película de Dillard, así como le sucede al mismo Brown, queda atrapada entre su voluntad de ser mucho más que un film sobre el racismo y los apuntes obvios y repetitivos sobre los padecimientos del protagonista. Lo que juega a favor de Historia de honor es que Dillard resulta bastante pudoroso, tanto para exhibir los padecimientos de sus personajes como para enarbolar un discurso heroico. En ese sentido su film es sumamente clásico, contenido en sus emociones y gestos, y apura sobre el final una serie de secuencias de acción muy bien resueltas, en las que los personajes dejan un poco de explicarse y avanzan desde las demostraciones de valor y lo actitudinal. Así el costado chauvinista de los relatos bélicos norteamericanos queda relegado, en pos de una historia concentrada en dos personajes que confrontan miradas y forjan una amistad de esas que trascienden el tiempo. Y eso en definitiva es lo más interesante de la película y lo que la conecta con algunos clásicos del género. Cuando Dillard se centra en eso, su película se vuelve vibrante y hasta un tanto melancólica; cuando no, gana el discurso y los momentos de actuación para el Oscar. Un dilema un poco insalvable y que parecen hinchar la película hasta los 140 minutos.
EL TIEMPO QUE SOMOS La Pinocho de Guillermo del Toro (así, “de Guillermo del Toro”, porque se destaca la firma del autor, pero también que esta es una versión muy personal) es una película que contiene muchas de las obsesiones del director, y que encuentra en su cruce con el texto de Carlo Collodi tal vez el mejor territorio para que las mismas se desarrollen con enorme precisión. Hace tiempo que el director mexicano viene buscando en otros lugares (adaptaciones de comics, remakes) aquello que comulgue con sus propias ideas, y parece haber encontrado aquí la historia exacta en la que puede reflexionar sobre todo lo que siempre ha reflexionado sin que se anule el carácter creativo de su obra ni el elemento narrativo: los marginados, la monstruosidad intrínseca del ser humano, el discurso fascista y los totalitarismos, el paso del tiempo surgen como tópicos lógicos en un relato que fusiona cuestiones indispensables del texto original y otras que son propias del director. La alquimia lograda es envidiable, Del Toro parece haber nacido para contar esta historia. De entrada la técnica del stop-motion nos envuelve en un mundo que suena tanto a cuento de hadas como a pesadilla, una tragedia puesta en contexto en la Italia fascista de Mussolini. Y en ese marco, la historia de un padre (Gepetto) que pierde a su hijo luego de que una Iglesia fuera bombardeada por error. Los símbolos religiosos están presentes por todos lados en la película de Del Toro (codirigida con Mark Gustafson), fundamentalmente cuando luego de haber conseguido la vida, Pinocho se sienta reflejado en otra figura de madera a la que los demás, sin embargo (y a diferencia de lo que sucede con él: notable secuencia en una iglesia mediante), veneran: Jesús. El camino del personaje es el mismo del texto original (y del modelo que Disney desarrolló con el clásico de los 40’s) aunque aquí pensado más a la manera de un calvario: un muñeco de madera que un hombre talla como forma de remedar la muerte de su hijo (en una escena cercana al horror, con ecos de Frankenstein), y que por un elemento mágico obtiene la vida. Y ahí comienza la travesía, el relato moral sobre cómo ser personas buenas a través de la ilustración (Pinocho se siente tironeado entre la obligación de ir a la escuela y la fama instantánea que prometen los oportunistas que se cruza en el camino) con un Pepe Grillo cantarín que funciona, siempre, como conciencia. Puede que en el relato que construye Del Toro algunos aspectos del original queden relegados debido a la excesiva autosuficiencia que se le otorga a Pinocho, por ejemplo el mismísimo Pepe Grillo que aquí pierde un poco el norte o resulta demasiado accesorio, más allá de ser quien lleva el relato desde la voz en off. Sin embargo hay decisiones notables que minimizan esos aspectos y que indican que en verdad el director tiene otras intenciones con el personaje: si bien, como decíamos, está presenta el tema de la ilustración, el asunto pasa aquí más por la idea de la libertad contraponiéndose al totalitarismo, las propias decisiones contra aquello que impone el poder, el adoctrinamiento. Y la liberad, incluso, a riesgo de equivocarse. Porque de esas decisiones, de esas búsquedas, se edifica la vida de las personas, una experiencia única e intransferible. Algo que rebota en el fabuloso epílogo de la película (lo mejor que filmó Del Toro hasta el momento) y que se vincula tal vez inconscientemente con Inteligencia Artificial de Steven Spielberg, que era a su vez una reversión libre de Pinocho. Allí se habla del paso del tiempo, de su tragedia como experiencia cuando vamos dejando cosas atrás, y de cómo esa vivencia es la que en definitiva nos talla como humanos. Del Toro encuentra una última imagen increíble, el fruto de un pino que cae, y una frase que aplica como lacónica reflexión: Somos eso, un momento en el tiempo. Y no hay más nada. La emoción es incontenible, por más que los créditos nos regalen una canción bonita y un simpático paso de comedia de Pepe Grillo con la voz de Ewan McGregor.
EN BUSCA DE LA AVENTURA PERDIDA Desde el póster, su tipografía, Disney nos prometía un gran relato de aventuras, que parecía fusionar a Julio Verne con Indiana Jones. El director, Don Hall, es alguien con pergaminos más que válidos dentro de la compañía, con esa gran película que es Moana y dos relatos interesantes como Grandes héroes y Raya y el último dragón, por lo que la invitación era más que interesante. Pero a poco de comenzar, luego de un prólogo atractivo en el que se plantean conflictos y contrapuntos entre personajes con una mirada opuesta entre caídas, corridas y salvadas límites, lo que sigue es un relato decepcionante, que se va abrazando a una discursividad exasperante en la que todo pasa por lo que los personajes tienen para decir y nada por las acciones, la aventura o el movimiento. En ese prólogo, se sientan las bases del conflicto de la familia Clade: un padre con espíritu expedicionario y un hijo con otros intereses. Cuando en pleno viaje al mundo extraño del título, el primero decida continuar la travesía y el segundo decida volverse con un descubrimiento (unas plantas que contienen energía), los lazos se romperán de forma definitiva. O hasta que una larga elipsis nos lleve a 25 años después, con el hijo convertido en esposo, padre y granjero, e involucrado en un nuevo viaje a aquel mundo lleno de vida con formas abstractas en el que está pasando algo con la planta que les provee energía. Un mundo extraño, como tantas películas de Disney (y como tantas películas Americanas) es sobre padres e hijos, sobre ese vínculo difícil, sobre esa relación tirante que se cocina entre el cariño y la presión de los legados. Es, en definitiva, un tópico viejo que encuentra aquí un problema generacional: La construcción de positivismo tan propia de esta era hace que el dilema de los personajes suene un poco inverosímil. Porque, de otro modo, ¿cómo es que ese padre que construye un matrimonio interracial, tiene un hijo gay con el que se lleva fantástico y, de mascota, un perro al que le falta una pierna, y que además padeció la presión de su propio padre para convertirse en lo que no quería ser, termina encerrado en la misma posición que su progenitor, esperando de su hijo algo que no desea? Hay algo que luce un poco falso en el relato (tan falso como esa escena familiar en la que preparan una comida bailando alegremente), o al menos apurado por la necesidad de incluir tópicos de la agenda woke, a lo que se suma sobre el final y de manera absolutamente forzada (incluso pareciéndose demasiado a Moana) un mensaje ecologista y giros en los que personajes en apariencias buenos tienen comportamientos malos, para convenientemente volver a ser buenos en el final. Un mundo extraño luce más interesada en decir sus cosas que en ver la forma en que las dice sin caer en subrayados, simplificaciones o discursos bienpensantes. Problemas de un guion mal desarrollado, más preocupado en ser políticamente correcto que coherente. Y si con eso no alcanza para mandarla al fondo del olvido, hay que decir que desaprovecha un bonito diseño de personajes y carece de humor (aunque lo intenta) como para ver que no funciona por ningún lado.