EL FACTOR HUMANO Fernando León de Aranoa ha dedicado su filmografía a retratar los grandes temas de la España contemporánea, que por obra y gracia de la globalización y -sobre todo- el Mercado Común Europeo, terminan siendo los de la Europa toda y, por qué no, los del mundo todo. El empresario que en El buen patrón interpreta Javier Bardem, el dueño de una empresa que fabrica balanzas y que se maneja con autopercepción de empresa familiar, podría ser el personaje de cualquier tragicomedia francesa, italiana, británica o el país que elija. Están los conflictos con los trabajadores, la problemática de la inmigración en el campo laboral y también las miserias de un mundo capitalista sostenido (como indican los lugares comunes del cine bien-pensante) sobre la base de la destrucción del otro para la supervivencia. Y todo esto, registrado con el aspecto del discurso publicitario, mucho más instalado a partir de esa pátina normalizadora de la imagen pensada para producciones de plataformas. ¿Qué es entonces lo que hace que El buen patrón sea no solo una película indudablemente española, sino también una película ligeramente recomendable? Precisamente lo humano. Y lo humano está construido en base a un aspecto identitario que León de Aranoa sostiene con aire tradicionalista: El buen patrón, como la comedia clásica española, se vale de lo esperpéntico en la definición de situaciones y personajes, un tono que no deja ser llamativo para un director que supo ser más grave en el pasado. Aquí, como si descubriera que la comedia es un elemento fundamental para licuar la misantropía, el director avanza con un registro farsesco que nos vuelve amables situaciones intolerables. El buen patrón narra una semana en la vida de Julio Blanco y de su empresa, en la previa a que una comisión realice una inspección evaluadora para otorgarle una importante distinción. Lo que sucede, claro, es que durante esos días, narrados casi de manera episódica, a Blanco se le abren múltiples crisis (una amante, un empleado fundamental en aprietos, un obrero despedido que monta una protesta frente a la fábrica) que tendrá que salir a tapar con su mejor cara de póker. Lo bueno de este buen patrón es, por tanto, su capacidad para tapar todos los huecos con el mayor cinismo del mundo. La película de León de Aranoa es, por tanto, otro de esos espectáculos cinematográficos muy comunes en este siglo, destinados solo a tranquilizar espectadores y limpiar conciencias por parte de los artistas. De ahí, entonces, que surja nuevamente lo humano como elemento componedor, en este caso la presencia de Bardem en el protagónico. El actor brilla en su caracterización porque nunca construye a Blanco desde el lugar del villano y le otorga rugosidades, dimensiones, elementos que lo vuelven no solo un concepto (el jefe hijo de puta) sino una persona con sus dilemas. Esa distinción del ojo del artista es la que opera como falla dentro del sistema desde el que muchas películas se piensan. Ese es precisamente el elemento que El buen patrón requería para no volverse una crítica tan cáustica como mecánica. Con sus reparos, el film de León de Aranoa no deja de ser divertido.
ACÁ HAY AVENTURA ENCERRADA NdR: No revela el final, pero se dan algunas pistas del desenlace. Carlota (Mercedes Morán) es una paleontóloga tan genial como díscola. Así podemos verla en el prólogo de este film, cuando entrevistada en un programa sobre ciencia de la televisión italiana, se termina peleando con el conductor que pretende montar un showcito del descubrimiento que hizo la mujer: en tierras argentinas, Carlota encontró los restos de lo que parecería ser una criatura antigua, casi una figura mitológica que cambiaría para siempre la paleontología y los discursos científicos, incluso a la humanidad. Es una escena extraña, extemporánea, que no se parece en nada al resto del relato: apela a un humor casi bufonesco, en un tono que será erradico el resto del metraje. Pero no es lo único: incluso se ve falso, algo que no se condice con lo que sigue, narrado con bastante rigurosidad por parte del director Matías Lucchesi. Un comienzo en falso de una película que luego mostrará mejores cartas, pero que también nos siembra la duda respecto de cuál de todas las películas que se narran aquí dentro es Las Rojas. El título, Las Rojas, forma parte de un juego de palabras intencionado. Por un lado es el lugar al que las protagonistas se dirigen, donde se guarda el gran secreto de la película, un espacio casi mítico que el guion edifica de manera bastante eficiente. Pero por otro lado es casi una apelación política a cierto espíritu de las dos mujeres, Carlota y Constanza (Natalia Oreiro), entendiendo lo rojo como representativo de lo militante y lo combativo. Constanza es una antropóloga que envía la fundación para la que trabaja Carlota con el fin de controlar los gastos excesivos y el secretismo con el que la mujer trabaja, y la que tendrá el arco dramático más completo. Ahí nuevamente lo político, la confrontación entre la mirada puramente económica y la pasional-vocacional. Lo curioso es que ese subtexto político se irá perdiendo progresivamente (por contexto geográfico el film nos lleva también pensar a conflictos ancestrales de esas tierras) a la vez que surgen un par de movimientos del relato que llevan hacia dos territorios reconocibles por el cine clásico: el western y la aventura. Para lo primero, Lucchesi se vale del espacio y la geografía, y una música incidental que lo grita a los cuatro vientos; y para lo segundo, de una construcción de personajes monolíticos, con roles bien definidos entre lo heroico y lo villanesco (notable la breve, pero fundamental, presencia de Diego Velázquez). Ahora bien, Lucchesi (y su guionista Mariano Llinás) entienden que la aventura está ahí latente, pero la encapsulan. Las Rojas nunca se suelta y en contrapartida apela a una conceptualización de los géneros cinematográficos que los vuelven reconocibles, pero nunca sentidos. Como si todos estuvieran dando una lección memorizada de cómo debería ser una película de aventuras. Y eso se adivina hacia el final, cuando lo fantástico se vuelve tangible y uno no puede dejar de pensar en Shyamalan en el manejo de la escena clave de Las Rojas. En el director indio, lo fantástico siempre aparece como elemento subordinado a la realidad espesa de sus películas. Sin embargo, cuando se representa, se representa. Y no teme en tirarse de cabeza, aunque pueda quedar en ridículo. De ahí parte del encanto de muchas de sus películas fallidas, como por ejemplo la subvalorada La dama del agua. En Las Rojas hay un amague, un rapto de virtud, pero también una corrección inmediata, como si el ensanchamiento del universo que propone esa revelación fuera demasiado para las intenciones más humildes de esta película correcta. Uno entiende que está todo bien en Las Rojas, pero que esa comodidad en un tono medio es también su peor defecto.
UN JUSTO HOMENAJE Hoy que el discurso feminista está fuertemente afianzado en buena parte de la producción nacional de documentales, era de esperar que la figura de la directora María Luisa Bemberg fuera tomada como ejemplo de una lucha que, desde el cine, se viene dando hace décadas. Lo bueno aquí es que Alejandro Maci, el director, fue un colaborador habitual de la directora de Camila y ese vínculo permite que el retrato que hace la película suene más a homenaje justo que a oportunismo. Los temas del presente sobre la independencia y la mirada femenina se imbrican fácilmente con la figura de Bemberg, porque como muestra el documental, su decisión de dirigir llega precisamente ante un espacio que ella, como mujer, no encontraba dentro de la industria del cine. Directora de films emblemáticos y narradora de historias que no eran otra cosa más que la extensión de su discurso oral, la película hace un recorrido cronológico que va demostrando el afianzamiento de su voz y su mirada, fuertemente crítica de sus mismos orígenes de clase alta. Tal vez el excesivo protagonismo que Maci se otorga a sí mismo entre los testimonios suena un tanto innecesario dentro de un documental que, por otra parte y fuera de ese detalle narcisista, cuenta con los testimonios justos y con una buena utilización del material de archivo. El eco de mi voz es, por tanto, la necesaria valoración de una de las grandes autoras del cine nacional.
CIENCIA Y ESPECTÁCULO El camino del director platense Hernán Moyano no será eterno, como el del título de su nueva película, pero sí que es bastante particular: con un origen como productor, editor y guionista en el universo del incipiente cine de terror argentino de comienzos de siglo, a partir de su carrera como director mostró una curiosidad que lo ha llevado a explorar cuestiones de formato y técnicas de filmación, como en la serie animada Belisario o este El camino eterno, ambos desarrollados en formato fulldome para la exhibición en cúpulas de planetarios. Lo singular de este documental, y la demostración de que estamos ante un material maleable y líquido, como esa galaxia que registra con especial delectación, es que este estreno en salas convencionales requirió ciertas modificaciones narrativas y técnicas que no le hicieron perder nada de su poder. La película se construye desde una mínima premisa: un astro-fotógrafo que recorre los observatorios dispuestos a lo largo y ancho del país con el fin de obtener la mejor imagen del cielo estrellado. Si la película es producida por la Universidad Nacional de La Plata con el objetivo de difundir la actividad y llevarla a públicos más amplios, Moyano tiene un par de aciertos mayúsculos: si estamos ante una película por encargo que tiene un objetivo claramente didáctico, el director se las arregla para que su película tenga un carácter personal y cinematográfico, y además para que lo educativo no se trasmita de forma escolar. El camino eterno evita las declaraciones con busto parlante y la información se trafica a través de una voz en off que a veces peca de demasiado literaria, pero que nos envuelve como si fuera un cuento mientras seguimos el relato como si se tratara de una road movie. Un riesgo que corría el documental en el traspaso de su exhibición en fulldome a la sala de cine convencional, era perder algo de su esplendor visual. Si el objetivo principal del formato es aprovechar la espectacularidad de las imágenes y apostar por la experiencia sensorial, Moyano sabe que ahora su película construye otro vínculo con el espectador. Y si bien lo maravilloso está, no se engolosina con su preciosismo cuando bien podría haberse resumido a mostrar cielos estrellados y dejarnos con la boca abierta. El camino eterno es antes que nada una película sobre el hecho científico, sobre la historia de la ciencia en el país y sobre la importancia de la ciencia como herramienta para interpretar aquello que nos resulta incomprensible.
LA INFANCIA COMO ANTÍDOTO En la película escrita y dirigida por William Nicholson, Annette Bening y Bill Nighy interpretan a un matrimonio de intelectuales -ella especialista en literatura y él profesor de historia-, que se enfrentan a una instancia bisagra en sus vidas: para él la relación ya no da para más y decide abandonar el hogar luego de 29 años compartidos y un hijo como fruto de la relación. Un drama romántico de personajes adultos, narrado con adultez y sin caer en maniqueísmos no puede ser otra cosa que una rareza en este contexto de cine que confunde lo adulto con lo solemne y que apunta al efectismo para seducir a la platea. Las cosas que no te conté es básicamente eso, el registro del momento en que ese matrimonio se rompe y cuáles son las consecuencias de dicho acto, pero fundamentalmente cuál es el rol que tiene que jugar ese hijo, árbitro y a la vez confesor, maravillosamente interpretado por Josh O’Connor. Es que si el título que le pusieron a la película por estas latitudes pareciera estar hablando de aquellos detalles inconfesables que el marido había guardado hasta su decisión final, en verdad el original, Hope Gap, es la clave real de todo el asunto. Hope Gap, el lugar donde viven los protagonistas, es una zona de acantilados ubicada en Inglaterra, con una costa algo árida y con un encanto sumamente otoñal. Precisamente para ese hijo, que vive en la gran ciudad y viaja para ver a sus padres cada tanto, estar allí es una forma de regresar a la infancia y al tiempo compartido con mamá y papá. Que esa pareja, que le sirve un poco de norte ante su incapacidad emocional para conectar con otras personas, se rompa, abre una brecha existencial que lo envuelve en una crisis enorme, especialmente por ver la degradación de su madre que niega el asunto y espera el regreso de su amor. Que al fin de cuentas Hope Gap también quiere decir “brecha de esperanza”. Y no gratuitamente, la Grace de Bening es profundamente religiosa. Las cosas que no te conté conecta con emociones complejas: la de la mujer que se niega a ver lo evidente, la del hombre que no sabe explicar del todo qué es lo que desea para su futuro y la del hijo, que debe lidiar con un asunto que lo supera emocionalmente y que debe operar como padre de sus padres. Nicholson merodea el melodrama, pero su película contiene una serie de elipsis que corren el relato de lo convencional y lo llevan por otro lado: elude el suspenso alrededor de si el hombre regresará o no al hogar, y trabaja los tiempos del relato en relación a las necesidades de cada personaje, especialmente de la mujer. Y lo hace con diálogos precisos y situaciones que nunca se desbordan hacia el sentimentalismo. Puede que finalmente resulte un poco antipática y demasiado seca a la hora de contar un divorcio, pero se trata de un relato honesto que bucea la lógica de cada personaje de forma un tanto obsesiva. La utilización de algunos textos literarios encuentra su cima hacia el final, cuando es definitivamente el hijo el que cierra el relato como una forma de confirmar aquello que la película sugería desde el vamos. Porque el divorcio es apenas un Macguffin y todo el asunto se cierra sobre la idea de la infancia y la búsqueda, allí mismo, de los momentos felices que en la adultez se niegan a aparecer. Crecer es una mierda repleta de insatisfacción y la película de Nicholson lo dice con una elegancia que se agradece.
¿NO SE PUEDE HACER MÁS RÁPIDO? Hace dos años celebraba en la reseña de Sonic: La película las moderadas intenciones de una producción que no se autocelebraba desde la grandilocuencia. Era claramente un relato más cercano al de aquellas pequeñas películas de fantasía de los 80’s, mezclado con algo del humor pop que campea hoy en el cine mainstream. Pero en esta secuela, que repite parte de su elenco, director y algún guionista, todas las enseñanzas de aquella película moderada se dejan de lado y se apuesta decididamente por un gigantismo agotador: Jim Carrey luce más suelto e incontenible, no se agrega un personaje animado sino a dos, y si a la primera parte le alcanzaban 99 minutos para presentar un personaje y un mundo, esta precisa de 122 para avanzar sobre una trama que se enreda innecesariamente. El alerta sobre las posibilidades de convertir a Sonic en una saga estaba presenta ya en la misma película: si sobresalía no era precisamente por su ingenio y creatividad, sino porque sabía hacer más o menos bien un par de cosas que al resto del mainstream hollywoodense le cuesta. En lo concreto, ser práctico narrativamente y conciso en lo expositivo. Pero no había mucho más, destacaba por contexto no tanto por un valor propio. Al calor del éxito de aquella película, claramente sus creadores tuvieron luz verde para expandirse en una producción que luce tan grande como fofa, con subtramas mal desarrolladas y unidas con pegamento con la trama central, secuencias que solo están ahí para acumular ruido y pericia técnica (todo ese pasaje con Sonic solo en la casa) y un humor infantil en el peor de los sentidos (hay toda una subtrama en Hawai que es bochornosa y está filmada con un nivel de pereza descomunal). Pero claro que hasta un reloj roto acierta la hora exacta dos veces al día y ahí tenemos la inclusión de Knuckles, un personaje animado al que Idris Elba le aporta su voz grave y una personalidad tan candorosa como tosca. Knuckles puede ser bestial, pero también una criatura de una lógica algo confusa y muy humorística. Es en esa construcción donde queda en evidencia cómo se desarrollan estos productos, más como ideas sueltas, como conceptos que sirven para fascinar al público cautivo que pagará la entrada para ver finalmente la representación del personaje que conocen desde hace tiempo. Sonic 2: La película es la concreción de una mediocridad solo tapada por la pompa del CGI, la prepotencia de la tecnología y el ruido de las agotadoras secuencias de acción. Lo curioso aquí es que si Sonic, el personaje, es una celebración de la velocidad, esta secuela se toma demasiado tiempo para contar algo a lo que le sobra fácil media hora.
DILEMAS EXISTENCIALES DE ADULTOS Y NIÑOS El cine de Mike Mills (Mujeres del Siglo XX, Beginners, así se siente el amor, Impulso adolescente) no es tan ecléctico genéricamente (con bemoles, son todas historias dramáticas con ligeros toques de humor) como sí lo es en cuanto al tono que elige a la hora de narrar: es que siempre parece encontrar el registro adecuado para el personaje que tiene entre manos. En C’mon C’mon: siempre adelante, por ejemplo, el blanco y negro y el tono pausado, casi monocorde, es el ideal para registrar la experiencia de Johnny, un periodista que recorre ciudades de los Estados Unidos para entrevistar a chicos con el objetivo de preguntarles sobre el futuro, y que atraviesa una crisis personal vinculada con la forma en que se relaciona con los demás. La soledad de los espacios que habita Johnny no se resume a las habitaciones de hoteles y lugares que visita, sino también a las ciudades, cuya geografía es abarcada por la cámara de Mills alejándose de cualquier preciosismo turístico. La Nueva York de C’mon C’mon parece otra ciudad diferente a la que hemos visto miles de veces en películas y series, y aporta un marco ideal a esta historia sensible y emotiva. Esa forma de mostrar distinto lo cotidiano es el principal aporte que hace el director y resume, de alguna forma, la manera en que se desenvuelve la relación entre sus dos protagonistas. El principal giro de C’mon C’mon: siempre adelante llega cuando la hermana de Johnny le dice que cuide a su pequeño hijo, porque tiene que viajar para atender una crisis psiquiátrica de su marido. El film de Mills, por tanto, usará a su favor el prediseño que ofrecen las múltiples películas vistas de adultos irresponsables cuidando a niños, para jugar con las expectativas del espectador mientras lo lleva por este viaje existencial al corazón de un tipo algo extraviado y al de un niño que parece tapar los dramas que atraviesa con una simulada adultez. En lo concreto la película de Mills no inventa nada, algunos giros dramáticos son esperables (cuando Johnny pierde al pequeño Jesse, por ejemplo), pero aquello que distingue a la película son precisamente las fugas que encuentra el director para hablar de temas universales de una manera que elude caer en manipulaciones baratas. Johnny y su hermana tienen una relación tirante, que explotó un año atrás a partir de la deteriorada salud de la madre de ambos, y ese conflicto está narrado con flashbacks muy precisos, que evitan los diálogos elevados y se construye sobre fragmentos de imágenes que sintetizan un mundo. La seguridad con que Johnny entrevista a esos niños para sacarles alguna verdad se desmorona cuando se enfrenta a los berrinches y las reflexiones de su sobrino. Esa distancia que la película exhibe entre la mecánica de la experiencia laboral y la dinámica de la experiencia vital es un acto de honestidad absoluta por parte del director, con el que intenta decir algo sobre la capacidad limitada del cine para imitar la realidad. Y el cine es parte fundamental de la experiencia de los personajes, que se relacionan especialmente a partir de las capturas de audio que el chico hace con el equipo técnico de su tío. Esa caja que atesora una porción del tiempo que la memoria no podrá, revelación trágica que Johnny le hace al pobre y angustiado Jesse en una de las mejores escenas de la película. Film de movimientos sutiles, incluso en sus pasajes más desconcertantes (como el del mareo que sufre Johnny), seguramente el mayor acierto de Mills es el de haber logrado una presencia tan contenida y despojada de todo gesto por parte de Joaquin Phoenix, en la que es la actuación de su vida (y sepan disculpar los amantes del exhibicionismo), sumamente honesta y sentida.
UNA OLA ES UNA OLA Alejandro Fernández Mouján es uno de los documentalistas más reputados del cine argentino, con una obra que imbrica tanto aspectos formales como una posición política bien clara. Y ambos aspectos se vinculan en (…) el mismo río, su nuevo documental, donde registra a lo largo de tres años la vida a la vera del Río de la Plata. Se podría decir que es una película observacional, aunque lo suyo es más contemplativo: mayoría de planos fijos que observan las olas que vienen y van, el arrastre de ramas, bosques, follaje, árboles. Todo con un trabajo fotográfico encomiable y un uso del sonido que potencia la experiencia contemplativa apuntando a lo sensorial. Así como esos paréntesis del título que encierran puntos suspensivos, Fernández Mouján abre y cierra el documental con un par de apuntes políticos: en primera instancia el anuncio de la muerte de Fidel Castro y, hacia el final, una protesta campesina contra el gobierno boliviano de Jeanine Áñez. Los puntos suspensivos, por lo tanto, representan a esa naturaleza que el director registra con especial deleite y que encierra entre las noticias que llegan desde el afuera. De ahí, una lectura posible sobre esa contemplación: un remanso, un alejarse de la realidad cuando ofrece una cara pesarosa. La naturaleza también en contacto con las ideas, con ese tiempo para la lectura y la revelación de algún texto de Haroldo Conti, o como metáfora con esos juncos que se doblan pero no se rompen. Como decíamos, son lecturas, posibilidades, de un relato que impone un poco a la fuerza sus analogías, entre referencias bibliográficas o la propia intrusión de los noticieros que aparecen subrepticiamente. Tal vez la película busque un significado, o el significado se alcance a partir de la simple ecuación de sumar el nombre de su director con algunos elementos que aparecen diseminados por allí, tanto adentro como afuera del relato. Daría la impresión también que (…) el mismo río es una idea que se podría haber expresado mejor en un mediometraje que en una película de 67 minutos, donde algunas imágenes comienzan a repetirse invariablemente, y con ello su posible metáfora. Al final una ola termina siendo ninguna otra cosa más que una ola.
LO HUMANO DETRÁS DEL SÍMBOLO La decisión del director Fermín Rivera parece un tanto ambiciosa, aunque el cuerpo de esa obra (un documental de algo más de 60 minutos) lo desmiente: cómo sintetizar en tan poco tiempo la vida del periodista y escritor Rodolfo Walsh, con toda la carga simbólica que existe sobre su figura. Autor de una obra mítica y fundacional como Operación masacre y de la ejemplar carta a la Junta Militar, desaparecido en marzo de 1977, ícono y bandera de la militancia y símbolo de aquellos años de dictadura en el país, dueño de una vida que, como él mismo decía, sintetizaba la vida de la Argentina, con todas las contradicciones a cuesta. La respuesta de Rivera parece ser la de merodear al mito, pero centrarse en el niño y el hombre, en las etapas previas a la construcción de Walsh. Demorar lo que todos ya conocen, y construir en ese camino al personaje. Por eso, tal vez, el título de la película hace mención en forma de sigla al nombre completo del escritor. R.J.W. es un recorrido biográfico, con testimonios de su hija Patricia, de aquellos que lo leyeron y lo estudiaron como Juan Forn o Juan José Delaney, entre otros. Como documental biográfico tiene el recorrido lógico de abordar al protagonista desde la infancia, con el objetivo de encontrar en ese lugar el germen del personaje: y algo encuentra Rivera, cuando se comprueba que a Walsh le resultaban más sencillas las palabras a través de la escritura. Un poco por influjo de su madre, pero otro tanto por propia determinación, las letras serían su futuro y, de alguna manera un poco poética, su condena. R.J.W. no se vale desde lo formal de ningún recurso para destacar, pero sí tiene la pertinencia de alejarse de la mirada lineal sobre su objeto de estudio: ahí está cómo síntesis de ese camino zigzagueante en el imaginario de Walsh que fue su relación con el peronismo. Es ahí donde la película se baja de la construcción del mito y se abraza al componente humano. Pero por otro lado, con la aparición en pantalla del peronismo, la película parece encontrar un límite. En el último pasaje del documental, Rivera elige abordar al peronismo ya no desde la perspectiva de Walsh sino desde la perspectiva personal. Y si bien uno entiende que esa fuerza política obró como un objeto de seducción y rechazo para Walsh, y que hay allí una relación que se expresa incluso sin necesidad de decir nada, R.J.W. se desvía innecesariamente para hacer un recuento de aquellos días de la Revolución Libertadora, el bombardeo de la Plaza de Mayo, el derrocamiento de Perón en 1955. Parece otra película, insertada adentro del documental que se nos venía contando. No se entiende a qué responde esa decisión de Rivera, puesto que su recorrido sobre la vida de Walsh era más que interesante. Y mucho más aquellas definiciones sobre sus métodos de escritura, verdaderas clases magistrales que nos permiten ver lo que muchas veces permanece oculto o indescifrable; por lo demás, una de las características de la obra del autor de Operación masacre y que aquí se nos revela.
FIERAS LUNÁTICAS Un poco sobre las bases de Dreamworks, es decir la comicidad directa y con espíritu que homenajea a los clásicos del cartoon animado, Los tipos malos de Pierre Perifel se erige como una muy divertida película que fusiona las heist movies con un relato moral acerca de cómo ser mejores personas o, en todo caso, sobre qué significa ser una mejor persona. Los malos del título son un lobo, una serpiente, una tarántula, una piraña y un tiburón especializados en grandes robos, personajes temidos por todos, verdaderos mitos del delito (la primera secuencia en un café -y todo el prólogo en sí- es memorable). El giro de la historia, aquello que la ordena narrativamente, es esa indagación en un mundo binario donde solo hay buenos y malos: “Están los que generan miedo y los que tiene miedo”, dice uno de los personajes. Por lo tanto, la película intentará retorcer ese asunto hasta construir un relato de una ambigüedad llamativa que se aleja un poco del didactismo del discurso del cine animado familiar. Habrá fugas y derivaciones, y el mundo asertivo de estos personajes se retorcerá bastante como para que esos paradigmas pierdan sentido. Lo discursivo de Los tipos malos se sostiene porque la película entiende en la mayor parte de su metraje que lo suyo es la acción y el movimiento. En determinado momento los protagonistas descubrirán que ser buenos reditúa más que ser villanos, y avanzarán en ese sentido sin apelar demasiado a lo discursivo. Y sin caer en el sobre-estímulo de la animación contemporánea (entendida muchas veces como una emulación del lenguaje virtual y de las redes sociales sin una relación con lo que se está narrando), lo que hace muy bien el film de Perifel es algo tan viejo como el cine clásico: afinar el guion (gentileza de Ethan Coen, guionista y director de Get hard con Will Ferrell, entre otras grandes comedias) pensando exclusivamente en el ritmo. Por eso los personajes se explican poco y mayormente se encuentran gestando algún plan que moviliza la historia hacia adelante, y a ellos mismos y sus conflictos. Los tipos malos funciona como un relojito, mientras se multiplican los homenajes y los guiños cinéfilos. Lo que termina por redondear los resultados es la animación, que fusiona el recurso del digital en 3D con el 2D. Así se logra un efecto óptico que le otorga un aire old-fashioned, ideal para un relato que toma bastante distancia de lo que son las películas animadas del mainstream hollywoodense actual; en verdad no se parece a nada. Los tipos malos es un gran espectáculo, repleto de comicidad muy certera y acción, con algunas set pieces de suspenso narradas a la perfección. Otro de esos hits de Dreamworks que, cuando se olvida de construir franquicias, se permite estas libertades hermosas donde el objetivo primordial es el entretenimiento sin demasiados prejuicios.