Hay que entenderla Paulina, el personaje de Dolores Fonzi, merece la atención y no el juzgamiento del espectador. Si bien, como El estudiante, La patota es un filme político, y social, la historia comienza a la inversa. No es un joven del interior que se inserta en el mundo universitario, sino que es una joven de ciudad que va a una escuela de campo. Y lejos de hacer un estudio de campo, Paulina vivirá en carne propia las desigualdades, pero con sus convicciones inamovibles. La patota está inspirada libérrimamente en la película de Daniel Tinayre de 1960, con Mirtha Legrand, pero sería un error creer que lo religioso y místico está ausente, porque Paulina está por tener una suerte de conversión. A la Paulina que crearon Santiago Mitre y Mariano Llinás en el guión deberían entenderla más que juzgarla. La clave está en ese plano secuencia de ocho minutos con que abre, y que merece un párrafo aparte. Si la primera escena es la que marca un tono en una película, Mitre decidió enfrentar los pensamientos, las convicciones (término éste que es ineludible en estos personajes, una y otra vez) y los sentimientos de Paulina y su padre juez, en un desafío dialéctico elocuente y cínico. Hay chicanas, y hay tozudez, pero Mitre hace que el debate político y social sea creíble. Piense el lector en cuántas películas ha tenido esa oportunidad y verá que La patota ya va aclimatándolo para lo que vendrá. No está construida como un drama en el que la violencia hacia la protagonista sea el centro, porque donde Mitre afila el lente es en las resoluciones que Paulina quiere tomar. La violación viene seguida de un embarazo. Mitre pone al espectador constantemente en guardia, incomodándolo con los planteos morales. Por aquello de que a Paulina convendría entenderla antes que juzgarla, son sus encuentros/enfrentamientos con su padre los que más rispidez y tensión, pero mejor resultado obtienen en pantalla. Así, el eje está en Paulina y no en la patota y sus integrantes individualmente. No es que no tengan su peso en el relato, pero Mitre la privilegió, no eligió el costado amarillento o si se quiere hasta de thriller, porque lo que su película busca es la reflexión, no la aceptación. Idealismos políticos, militancia, las apariencias, el adaptarse o no a las reglas, la posición de un padre ante su hija, la necesidad de justicia, el revanchismo, el poder y la solidaridad, todo se conjuga en el filme, en el que Dolores Fonzi interpreta y no actúa, y Oscar Martínez da la bravura que el rol necesitaba. Porque sus personajes obedecen al principio de acción y reacción. No es La patota un “filme de actores”, pero los necesita, y Mitre supo dirigirlos. Tal vez el papel del novio de Paulina (Esteban Lamothe, protagonista de El estudiante y cara repetida, pero no gastada, del cine nacional en los últimos meses), como el del líder de la patota hubieran merecido algo más de desarrollo. O la presentación en la escuela de Paulina, contada desde dos puntos de vista, pudieron tener mejor resolución. Pero son formalismos, y lo que prima en La patota es el debate, entre generaciones, pero también el interno que deja al espectador con un gusto amargo... hasta que elucubre acerca del perdón, y la culpa.
Parada en el medio de la vida Binoche interpreta una actriz que ya no cuenta con los privilegios de la juventud. El deber ser, en magnífica alegoría. ¿Se puede recuperar la inocencia? ¿La juventud es mejor que la madurez? Es gratificante ver cómo la vida y el arte se entrecruzan y enlazan en El otro lado del éxito. Como un drama dentro de otro, con una actriz adulta parada en el medio de la vida, es de esas películas que crecen a medida que la trama se desarrolla, hasta arribar a una conclusión que cierra a la perfección. Olivier Assayas escribió el papel de María pensando en Juliette Binoche, a quien conoce desde hace veinte años y mantiene una amistad con ella. Cuánto hay de la actriz de Bleu es una incógnita, pero mucho más atractivo es sumergirse en la psiquis de María, sus contratiempos, las dudas de un personaje femenino que se debate entre el deber ser y el hacer, como mujer, y como actriz, que no es precisamente lo mismo. Allí está María, en estos tiempos modernos en los que los preadolescentes, los escándalos e Internet gobiernan lo que debe ser, o al menos debe ser visto. Pero “los gustos se gastan como los deseos”... Básicamente María está haciendo papeles para los que su edad no sería la correcta. Ya no cuenta con los privilegios que da la juventud. La punta del ovillo es la oferta para interpretar en teatro, en Londres, una adaptación del filme que, cuando joven, la volvió famosa. Pero ya no como Sigrid, la joven asistente de una empresaria a la que seduce y manipula, sino ser Helena. El reflejo de María es Val (Kristen Stewart), su asistente personal, la que la atiza para aceptar el rol de Helena, pero dándole a entender las diferencias entre su pasado y el presente. ¿La crueldad es genial, y el sufrimiento “no da”? Los momentos que comparten ambas actrices, son, lejos, lo mejor de esta gran película de Assayas, que como Francois Ozon sabe dilucidar qué es el alma femenina y se dedica a escudriñar a María sin temores. El director de Los destinos sentimentales invita de manera constante a la reflexión. “El texto es un objeto, varía según el punto de vista”, dice sabiamente Valentine, la joven... madura. Cuando ambas discuten sobre la actuación, el cine y las maneras de comprender, primero, e interpretar un personaje y un texto no tienen desperdicio, además de una cuota de humor. Cómo los jóvenes pueden encontrar en el cine de masas una vertiente filosófica, es una sabia manera de hacer converger y contraponer nuevas y antiguas maneras de ver el fenómeno que es el cine, y también el teatro. Porque ¿no es irónico que Val sea Stewart, y salgan de su boca diatribas contra el Hollywood que ella misma interpreta? Sí, lo es, y está muy bien que haya sido la elegida. El desdoblamiento, la metáfora con las nubes que recorren un valle en los Alpes suizos en forma de serpiente, todo, alegóricamente o no, está allí para disfrutar.
Los dinosaurios están vivos Genéticamente se parece más a la original, de Spielberg. Ahora hay más dinos, violencia y sangre. No deja de resultar curioso, pero válido, que el motivo por el que en el Parque Jurásico crean genéticamente una nueva especie sea para atraer más turistas, algo directamente proporcional a que, al mismo tiempo, llevará más público cuando una nueva atracción de Jurassic World abra en los parques de Universal... Es difícil medir la escala de este tipo de película. El director Colin Trevorrow saltó de un filme mucho más pequeño (Seguridad no garantizada, un título premonitorio con la trama de Jurassic World), pero no desentona con el tamaño extra large del asunto. Aquí, como en la original, hay dos hermanitos (ahora son varones), que mientras intuyen el divorcio de sus padres están dispuestos a pasarla bárbaro en el Parque, donde la tía (Bryce Dallas Howard, hija de Ron) es la manager. Claire les consiguió pases VIP y debería acompañarlos a todos lados, pero está más preocupada porque todo funcione bien, los inversores queden conformes, la nueva criatura esté lista como gran atracción, además de correr por el parque con sus tacos aguja y mantener cierta distancia de Owen (Chris Pratt, de Guardianes de la galaxia), con el que salió, pero cuyo rol no es el de ex. Owen está para otra cosa. Es el Indiana Jones del filme. Aventurero, ex militar, sagaz, está entrenando a cuatro velocirraptores. Sí, ellos parecen obedecerle, él habría (el potencial en estas producciones es estirado hasta el límite) domesticado a los dinos. Pero, se verá, el instinto es el instinto... Por supuesto llegará el caos, la nueva bestia Indominus Rex (“híbrido genéticamente modificado”) es más inteligente que los malos que quieren utilizar a los raptores como arma militar, que el millonario dueño del parque y que unos cuántos más que serán engullidos, mordidos o aplastados. El desmadre es parecido al de las otras películas de la saga, entonces, ¿qué diferencia -si algo la diferencia-, de sus predecesoras? A decir verdad, no mucho. En cuanto a su trama, es fiel a la original: tiene sus pausas -gracias a Dios, y a Spielberg, esto no es Transformers-, y sigue el estilo del relato clásico que tan bien sabe hacer Spielberg cuando dirige. Aquí como productor, aseguran que no pisó el set, pero tampoco dejó de ver vía Internert las tomas diarias y dar indicaciones a la distancia. Y como en aquel filme de hace 22 años, los dos chicos serán acosados por la Indominus Rex (pariente del tiranosaurio de la primera). Vaya el aviso a los padres: el gore y las escenas de acción pueden aterrar a menores. Obviamente la utilización del 3D ayuda. En síntesis, la película más pochoclera de la temporada ha llegado.
Piña va, piña viene Exito en Japón, “Naruto” es un filme con complejidad en su trama, más apto para jóvenes que para niños. No es una leyenda: George Lucas es conocedor del animé y de la animación japonesa, y si bien Naruto no tiene en su concepción puntos de contacto con la saga de La guerra de las galaxias que creó Lucas, para entender las relaciones y las complicaciones en la trama en Naruto hay que hacer un curso avanzado, casi como, a veces, parece necesario con la segunda trilogía de la saga del guerrero Luke Skywalker. Naruto es un joven con bigotes de gato, de quien está enamorada una joven ya desde que eran compañeritos en la escuela. Alguien, ya en el presente, ha secuestrado a la hermana menor, y Naruto y otros elegidos irán tras las pistas de estos hiperpoderosos. La complejidad pasa porque hay universos paralelos, una serie de clanes que vienen desde muchísimos años, personajes que fueron a vivir a la luna, una luna que está por ser destruida y sus pedazos caerían sobre la Tierra, y acabarían con la vida aquí, más personajes con poderes increíbles, agua en la que sumergirse y no mojarse... Ver para creer. Porque pese a esas, digamos, objeciones -es sumamente sencillo pederse en tantas explicaciones, por los nombres de los clanes y los muchos, muchísimos vericuetos que va teniendo la trama escena tras escena-, hay un despliegue visual impactante. La animación nipona, llámese el protagonista Heidi, Chihiro o Mononoke, hace que los personajes caminen de manera robótica, algo que aquí se mantiene. Eso no aleja al espectador, y teniendo en cuenta la violencia de algunas escenas, el filme no es para niños muy chicos, a los que las imágenes podrán resultar atractivas, pero la trama, sus implicancias y alguna crueldad, o al menos intensidad, no son aconsejables.
Tragicómica y brillante Desde Islandia, son historias extraordinarias, porque no tienen nada de común, con finales trágicos o casi de comedia. El orden de los enunciados no altera el producto. Historias de caballos y hombres es un filme brillante, por la contraposición, por el duelo, por el análisis y la dualidad, por las metáforas, las comparaciones y los paralelismos a los que echa mano el director debutante (y también actor) Benedikt Erlingsson. Las historias son como viñetas en un territorio tan árido como el islandés. Es una película de contrastes, dijimos, y paralelismos, entre las actitudes de los dueños de los caballos... y los equinos. Hay posturas y conductas manifiestas, reñidas con toda racionalidad (un personaje, desesperado, se lanza al mar helado con su caballo a la caza de un barco, para tomar vodka, más alguna otra que puede revolver el estómago y no vamos a adelantar aquí). Rodada prácticamente en exteriores, el paisaje y sus colores juegan papeles preponderantes. El blanco de la nieve y el rojo de la sangre son un dúo impactante. Erlingsson sabe ver, algo que no es común a muchos directores, qué hay, qué se esconde en las miradas de sus personajes -y si nos apuran, hasta podríamos decir de los animales-. Los humanos, que viven en una pequeña población, tienen siempre cerca un equino y una copa o botella de alto contenido etílico. Se observan, se escudriñan, se espían -con binoculares y todo-, se seducen y se desconfían. Llegará algún personaje foráneo, un turista latino, que descompensará, en una de las historias, cierto equilibrio que ya estaba tambaleándose. Dicen que hay pocas cosas que tengan más aroma, y sentimiento, a la libertad que cabalgar en el campo. Esta conjunción de hombres (y mujeres) y personajes de crines largas y pelo brilloso pareciera confirmarlo. Son historias extraordinarias, porque no tienen nada de ordinario o común, entrelazadas y con finales disímiles, trágicos o casi cómicos. Vale la pena.
Más ficción que ciencia Del director de “Sector 9”, la desigualdad vuelve a ser el tema dominante. Hugh Jackman, desaprovechado. Un futuro distópico, pero cercano en el tiempo, ya que la ciudad (Johannesburgo) se ve igualita a como es hoy. Bandas callejeras dominan la escena, por lo que una empresa entrega a la policía unos robots policías. Adivinen: los índices de criminalidad descienden. La desigualdad de clases es un tema que apasiona al director sudafricano Neil Blomkamp. En Sector 9 extraterrestres se posaban en el cielo de Johannesburgo. Luego, en Elysium, con Matt Damon, los pobres se quedaban en la Tierra mientras los ricos y pudientes escapaban hacia el exterior. Aquí intenta en el guión que coescribió con su esposa, Terri Tatchell, confluir ideas aparecidas en sus filmes anteriores. Hombre contra hombre es la amenaza más poderosa. Hay una rivalidad entre Deon (Dev Patel, de ¿Quién quiere ser millonario?), el cerebro creativo del modelo de robot operante, al que quiere mejorar y hacer sentir y pensar, y el de Vincent (un desaprovechado Hugh Jackman, que no da para el rol), un ingeniero que creó uno propio, pero más costoso y aparatoso, y no consigue que la CEO (Sigourney Weaver) lo apruebe. Acertaron: el malo querrá desbaratar todo lo que hizo el bueno, por envidia. Se sabe: aquéllos que se saben con menos talento son capaces de cualquier cosa. Y si embaucan, pueden triunfar, al menos en un comienzo. Lo cierto es que Blomkamp no necesitaba a Patel, ni a Jackman ni a Weaver. Es que esos personajes son los menos atractivos. No tienen profundidad. Ni en la creación ni en sus diálogos. Es bueno advertirlo, porque la atención se centrará, entonces, en quienes realmente deben tenerla. Porque ¿qué es el papel de Weaver, sino el de la empresaria que le pone coto a los avances de la ciencia, porque va en detrimento de sus ganancias económicas? Chappie, el robot que siente, explican, es como un niño: ingenuo, fácil de engañar, hay que enseñarle todo y, por eso, es manipulable. Secuestrado por una banda (dos de ellos a los que llama Papi y Mami son Ninja y Yo-Landi Visse, de la banda Die Antwoord, y llevan sus mismos nombres en el filme) aprende a delinquir. Lo engañan, claro: cuando le ordenan castigar a unos policías, le dicen que los ponga a dormir, cuando en realidad casi los mata. Lo que Blomkamp intenta es borrar las diferencias entre un humano y un humanoide. Es un paso difícil, una frontera tal vez no infranqueable, porque ¿quién es el irracional? ¿Quién el autómata? Lo que los emparenta es el miedo a la muerte. La conciencia. Y esa suerte de crisis existencial que tiene Chappie cuando advierte que la batería que tiene, irremediablemente, se acabará. La línea argumental también plantea, entre oraciones de manual o explicativas hasta el hartazgo, si es posible que una inteligencia artificial pueda superar a la humana. Todo esto si usted tiene ganas de filosofar, porque si quiere ver una de acción, le dará lo mismo si Chappie es un robot, se parece al de Cortocircuito o a RoboCop. Muchos temas, que se ven comprimidos en un filme que termina siendo más de acción que de ciencia ficción.
¿Un gran paso? En este filme sobre la televisación de la llegada del hombre a la luna, importan más los cuestionamientos que las entrevistas en sí. Lo que empieza como un (falso) documental sobre una investigación sobre si lo que la TV mostró como el primer paso del hombre en la luna fue real o ficticio, o si fue el segundo porque ya había un astronauta en el satélite (“un brillito” en la imagen, dicen), muta al tratar, los realizadores, de darle una pata entre filosófica y sociológica a su teoría. Hay entrevistas (a Mirta Varela), se habla del Cordobazo (por continuidad temporal y cómo lo mostró la TV), habla Mónica Cahen D’Anvers y hay una representación en San Juan de cómo fue el alunizaje. Hasta las contradicciones con Varela tienen su sesgo de comicidad en este trabajo que plantea más preguntas que respuestas.
Te amo, te odio, dame más Una pareja que está por comprar un departamento se cuestiona la vida, el amor, todo, en este potente drama. Lucía y Marcelo son pareja. Duermen, viven juntos. Están a punto de dar un gran salto, al menos, para los que integran la clase media en la Argentina: comprar su primer departamento. La primera escena de El incendio nos muestra a Lucía y Marcelo acostados. Es la mañana. Ella se despierta antes de que suene el despertador. Hay nervios, lógicos por otra parte, pero hay algo más que se percibe entre ellos. Y poco a poco, en las veinticuatro horas que los acompañaremos, que compartiremos sin poder hacer otra cosa que observarlos y mascullar, descubriremos las diferencias, las desconfianzas, la violencia entre ellos. Y también el amor. Nada sale bien esa mañana. Iban a firmar el boleto, por lo que van con los fajos de billetes de dólares escondidos entre la ropa, pero imprevistamente la operación se posterga. Hay que estar un día con la plata encima. Y las preguntas, que seguro Marcelo y Lucía se hicieron a sí mismos, se las harán, cara a cara, sobre la vida en pareja. Son preguntas que arrastran de antes, pero que el director Juan Schnitman, codirector de El amor – primera parte, las hace estallar ahí, en ese instante. Cada uno es como es y carga siempre con lo puesto, pero Lucía y Marcelo portan una mochila pesada desde sus trabajos -como cualquier hijo de vecino, por otra parte-. Ella es cocinera, él trabaja en una escuela, y la violencia está anidada, nos dice la película, en todas partes. Ningún comentario es gratuito. Y hasta el sexo puede vivirse con intensidad... y violencia. El incendio es una película de potencia dramática, lo que la aleja de la presentación de película chiquita”, eufemismo sobre obras que no dicen nada. No. El incendio habla de una relación en la que la violencia es física y verbal, reprimida o no, pero que no apunta a la violencia de género, porque lo que cuenta Schnitman es lo que pasa dentro de esa relación entre dos. Miedos y desconfianza hacia el otro, dudas sobre uno mismo, Lucía y Marcelo son como un espejo de una generación en el que muchos podrán mirarse. Pilar Gamboa y Juan Barberini muestran las diferentes caras de sus personajes, con las tensiones ordinarias y extraordinarias de todos los días. Porque de lo que se nutre El incendio es de lo cotidiano, lo que parece superfluo pero que hace que estallemos de felicidad o de furia.
Un debut desde el alma El actor dirige y prota goniza este drama sobre un padre que busca a sus hijos tras la batalla de Gallipoli. Un auspicioso debut detrás de las cámaras ha tenido Russell Crowe con Camino a Estambul. No es estrictamente una película de guerra, aunque incluye escenas de combate. Tampoco un filme romántico, aunque los personajes, el suyo como intérprete, ofrezcan sus momentos románticos contenidos. Mejor digamos que Camino a Estambul es un drama, profundo, en el que la futilidad de la guerra y las razones del corazón están interconectadas, y en muy buen balance. El actor de Gladiador y El informante es Joshua Connor, un australiano padre de tres hijos que combatieron en la sangrienta batalla de Gallipoli, en tierras turcas, durante la Primera Guerra Mundial. Cuatro años después, en 1919, le jura a su esposa que irá y traerá de regreso los cadáveres de sus hijos, al menos para que descansen bajo tierra en la granja que mantienen. Basado en hechos reales, el título original (El adivinador de agua) encierra su poesía. Joshua tiene un don para encontrar pozos de agua en la árida Australia, y así cuando llegue adonde se desarrollaron las acciones bélicas, confiará en que podrá encontrar el lugar donde se encuentran enterrados los cuerpos de sus jóvenes hijos. Con algo de misticismo entre tanto dolor, Crowe jamás recarga las tintas en lo extraño de la situación, pero tampoco en la fiereza de las escenas bélicas, que sí son sumamente intensas en los flashbacks. Para esto, Crowe como director enfrenta a turcos y británicos en un suelo donde los resquemores se mantienen y la invasión de los griegos es inminente y, por si fuera poco, también se atreve a afrontar el tema del lugar que la mujer ocupa en esa sociedad. Para ello, Olga Kurylenko encarna a Ayshe, la viuda y dueña de un hotel en Estambul donde descansa el protagonista: es la subtrama que airea un tanto el drama existencial de Connor. Hay, si se quiere ver, algo de Rescatando al soldado Ryan en la búsqueda desesperada, y muchos obstáculos que debe saltar, primero para poder llegar a Gallipoli, y luego para que lo dejen encontrar lo que busca. Y entre nacionalidades diferentes, algo enlaza las almas. Un oficial turco -que ordenó la matanza de miles de australianos allí- es quien ayuda a Connor. Tiene un sencilla razón: “Es el único padre que ha venido a buscar a sus hijos”. Con una bellísima fotografía que emparenta los paisajes de Australia y Turquía, con mucha luz natural y ambientes abiertos, Crowe sabe imponer la tensión en momentos claves, sea que se enfrenten los personajes con las armas o con las palabras. El reparto incluye, además de un gran trabajo del turco Yilmaz Erdogan como el mayor, a un niño (Dylan Georgiades) como el hijo de la viuda, con quien Connor entabla cierta relación. Es que Crowe sabe saltear las fronteras y las políticas y entregar un muy buen alegato en contra de la guerra y a favor de la solidaridad, en busca de la paz interior.
Un desastre Todo se derrumba delante de los anteojos 3D: edificios, credibilidad, el guión, las actuaciones. ¿Qué puede haber peor que un terremoto? Dos. ¿Quieren más? Súmenle un tsunami. Es que en Terremoto: La falla de San Andrés pareciera que todo tiene que ser grandilocuente y a la énesima potencia. Como Ray, el protagonista, encarnado por Dwight Johnson, cada vez más grande (de físico). Ray, que hoy es padre de adolescente linda, próximo a ser ex marido y piloto de helicóptero de bomberos, antes fue rescatista en Afganistán. No se sabe cuál de todos los motivos lo vuelven más heroico. El asunto es que mientras un sismólogo (Paul Giamatti) está feliz porque está próximo a poder prevenir movimientos sísmicos, la alegría le dura bien poco, porque la falla de San Andrés, en la costa Oeste de los Estados Unidos, se activa y produce un terremoto. Ya dijimos, habrá dos, y un tsunami, por si el espectador desprevenido se perdió algo, o salió a rellenar el balde de pochoclo, o al baño. Siempre una catástrofe habrá en pantalla. Como la familia de Ray, a quien le llega la carta de pedido de divorcio y en pocos minutos se entera de que su (ex) mujer se mudará con ricachón metido en el negocio de un edificio moderno y alto en San Francisco -los guionistas aprovechan todo- y con ella se mudará su hija Blake. La Naturaleza es sabia, dicen, pero ocasionar la muerte de centenares de miles para que la familia vuelva a estar junta, tal vez, puede ser demasiado. Al margen de que los edificios vayan cayendo de a uno en vez, y no todos juntos -la peli dura casi dos horas, hay que amortizar los costos de efectos digitales-, por ejemplo, ¿nadie cuestiona a Ray que, siendo un bombero en actividad, tome un helicóptero por su cuenta y se mande a rescatar en misión personal a su hija, en vez de ponerse a las órdenes de sus superiores en medio de semejante catástrofe? Ok, Blake (Alexandra Daddario, de True Detective) alegra con su presencia la pantalla. En una escena el letrero de Hollywood se desarma. ¿Premononición? Nah: la película no hará sucumbir a la Meca del cine occidental. En este cine de realismo cero, con Kylie Minogue en un cameo, como una de las víctimas, tanto del terremoto como de la película, ¿nadie le dijo a Emma -Carla Gugino- que se saque los zapatos de taco para correr entre escombros -y ¡arriba!- de una torre que se viene abajo? En fin, que nadie es tan literal y previsible, porque cuando el sismólogo dice a cámara “No puedo hacer suficiente énfasis... Tienen que irse. Ahora”, no le hacemos caso y no abandonamos la sala.