Son las cosas del querer Tiene tres actores enormes al frente del elenco, que disimulan una estructura algo teatral y estática. Si debutar como director de cine a los 75 no sólo es inusual, hacerlo con una película casi redonda, con humor agridulce, con una historia de secretos familiares, y con tres actores como Maggie Smith, Kevin Kline y Kristin Scott Thomas, es más que llamativo. Israel Horowitz fue el guionista de Qué buena madre... es mi padre (Author, Author!), una comedia dramática con Al Pacino, de 1982. Se ve que al hombre le gustan los escritores. Kline es Mathias, un neoyorquino que hereda de su padre una propiedad en París. No tiene mucho más, ya que cuenta en la columna del haber (o del deber) tres divorcios por cada una de sus obras no publicadas. Pero hete aquí que en la casona habita desde hace años una señora (Smith), quien por una cuestión legal no puede abandonar el lugar hasta su muerte. También allí mora su hija (Scott Thomas), y si esto es una comedia entre dramática y romántica, el segundo aspecto lo tiene que unir evidentemente con la actriz de Cuatro bodas y un funeral. Y charla va, discusión viene, miradas que se cruzan, manos que se tocan, los personajes descubrirán qué tienen en común. Por momentos la película no disimula una especie de estructura teatral. Esto es, por más que se airee la trama con exteriores, lo esencial sucede entre esas paredes que encierran, en Le Marais, nada menos, y el jardín hermoso, lo que se fue cocinando, tal vez, durante años. Mi vieja y querida dama es del tipo de película en el que si tiene que pasar algo, será porque un personaje lo diga. También es un filme de acción/reacción, porque cada diálogo dispara un recuerdo entumecido. Kline debe sobreactuar a Mathias, porque ¿era tan necesario que fuera alcohólico?, y entonces entorpece con mohínes lo que debería surgir con más claridad. Maggie Smith da esas clases de actuación que sigue ofreciendo a sus 80 años, y que viene regalándonos desde los años ’70, cuando se convirtió en toda una dama. Scott Thomas como Chloe tiene el papel menos agraciado y tal vez el más dramático, el que saca adelante con su oficio y ese rostro tan bello que ni los años logran afear.
Viejo sí, pero obsoleto, no Rodeado de jóvenes actores, Arnold Schwarzenegger es el centro en esta nueva vuelta de tuerca. Para quienes tenemos a la Terminator original (1984) de James Cameron como una de las más logradas películas de acción y ciencia ficción, esta Terminator Génesis no puede más que traernos cierta nostalgia. ¿Está mal? No, para nada. No está mal tener nostalgia, y tampoco está mal la película en la que Arnold Schwarzenegger vuelve a cuidar a Sarah Connor, como en la segunda Terminator, porque en la primera, recuerden, Arnie era malo. En esta incesante e interminable batalla de los humanos contra las máquinas, Terminator Génesis pega otra vuelta de rosca. John Connor, hijo de Sarah, envía desde el futuro a Kyle Reese a salvaguardar a su madre, por 1984. Pero por entonces Sarah no era la madre del líder de los rebeldes, a la que el Terminator malo quiere eliminar para, precisamente, evitar que nazca el paladín de la justicia humana. Así que Kyle conoce a Sarah enviado por su hijo. ¿Se entiende? Menos mal, porque luego todo se irá complicando con las implicancias de las coordenadas de espacio y tiempo. Desde que J.J. Abrams presentó Lost (qué hará el director con el universo de Star Wars en el Episodio VII es todo una incógnita) y barajó de nuevo la saga de Star Trek, estos saltos son cosa de todos los días. Aquí por momentos parece Volver al futuro, con Marty conociendo a su mamá. Porque -ya dijimos, los viajes temporales irán sumándose- e iremos por 2029, 1984, 2017... Lo de las identidades cambiadas, los buenos que se transforman en malos (y viceversa) puede parecer una genialidad o una utilización forzada de un mecanismo agotado. Cada espectador sabrá qué apreciar y qué denostar, si cabe, en Terminator Génesis. Arnold volvió, como prometía en cada una de las tres películas en las que participó (en la cuarta no estuvo) y se lo toma con buen humor. “Soy viejo, no obsoleto”, repite Terminator, quien cada vez que está en foco parece que no pudiera evitar un gag, un chiste o un guiño. ¿La acción es trepidante? Sí. ¿Los efectos son buenos? También. ¿El 3D tiene sentido dramático? Humm, a veces sí, otras es solamente efectista. En el elenco, Emilia Clarke (Daenerys Targaryen en Game of Thrones) da muy bien como la “nueva” Sarah Connor, lo mismo que Jai Courtney como Kyle. El que parece no pegar es el nuevo John Connor. Jason Clarke, de gran desempeño en El planeta de los simios: Confrontación, o no da con el rol, o tiene los diálogos más inverosímiles, por lo que el director Alan Taylor (Thor: Un mundo oscuro) desperdicia uno de los papeles más ricos de esta película de ciencia ficción. Lo mejor, claro, viene por el lado de Arnold. Con su ecosistema destrozado, sus chistes berretas o sus salidas ingeniosas, el Terminator Guardián sale a flote de una trama enmarañada, en la que un toque telenovelesco la vuelve más inverosímil de lo que debería.
Todo un luthier El documental sigue en detalle un emprendimiento familiar, la fabricación de acordeones, con singular ternura. Los acordeones Anconetani no sólo son de una calidad difícil de igualar -el Chango Spasiuk y Raúl Barboza pueden dar buena fe de ello-, sino que surgieron de la primera y única fábrica de esos instrumentos en Latinoamérica. El documental que se estrena hoy rastrea sus orígenes, a partir del recuerdo de Nazareno Anconetani, el más chico de los cinco hijos que tuvo el italiano Giovanni Anconetani, que era representante de los afamados acordeones Paolo Soprani, de Italia. Giovanni había nacido en Loreto, Ancona, y además de construirlos artesanalmente allí, viajaba a la Argentina para venderlos. Pero como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, las piezas ya no llegan a estas orillas, y los Anconetani comienzan a fabricarlos aquí. Es un emprendimiento familiar, que se continúa hasta estos días, y que los directores Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi reflejan a partir de los recuerdos de don Nazareno, que superaba los 90 años durante el rodaje, y unas primas. Recorrer el taller, de la manera en que lo muestra la cámara, permite hasta sentir el olor a la madera recién trabajada. Tan fresco es el filme, que da gusto ver a Nazareno tocar la batería, enseñar su métier, recordar a su familia, verlo cómo registra en un viejo grabador a casete las enseñanzas -de vida, de honestidad- que aprendió de sus mayores. Cuando la película también registra momentos más íntimos, como una comida y un brindis, pierde la magia, pero recupera el sentido familiar del relato. Una pequeña joyita.
Amarillos y divertidos Los compinches de Gru en “Mi villano favorito” llegan con película propia. Y tiene un arranque para llorar de risa. La apertura es, de lejos, lo mejor de Minions. Es una obertura histórica en la cual se repasa cómo estos personajes amarillentos, pequeños y simpáticos, de uno o dos ojos, corren detrás de quién creen es el mejor villano. Pueden pasar de un tiranosaurio a un hombre de Neanderthal, de un faraón a Drácula y hasta Napoleón Bonaparte. Es que Minions es divertidísima hasta que se le empiezan a terminar las ideas. Y cuando se le empiezan a terminar las ideas, se termina la película. Para aquéllos que están familiarizados con el malvado Gru, y con sus ingenuos compañeros Kevin, Stuart y Bob, aquí se los presenta en una misión importantísima. Recluidos en una cueva, deben salir a buscar un villano. Es 1968, terminan en Nueva York -con referencias a Nixon, a Hair, para los adultos- y de ahí a Orlando, en una convención de maléficos, donde conocen a Scarlett Overkill (voz de Sandra Bullock en el original en inglés, Thalía en la versión doblada) y a su marido (Ricky Martin). A partir de allí, serán sus secuaces, cuando la delgada quiera apoderarse de la corona británica. A veces crueles, como sus hermanos mayores, por una cuestión de color, Los Simpsons, el humor de los Minions es básicamente visual, y gutural. Apenas hablan y cuando lo hacen, lo hacen en su idioma con alguna que otra palabra suelta en castellano. Mantienen, entonces, la base de muchos cartoons, muchos dibujitos de otra buena época, como El Coyote. De los dos directores de Mi villano favorito, la original y la secuela, aquí sólo está Pierre Coffin, a quien acompaña el debutante en la dirección Kyle Balda. No se nota mucho un cambio de rumbo, pero al menos Minions no es tan zonza y tiene alguna historia por detrás, algo que la segunda de Mi villano por cierto no tenía. Atención: se recomienda no llegar ni un segundo tarde al cine, porque los gags aparecen ya con el logo de Universal al comienzo, y terminan con los títulos finales bien avanzados. Que los chicos se aguanten para ir al baño.
Un amor en el campo Tras la primera invasión inglesa, un soldado es enviado a San Luis, donde conoce a una linda criolla. Las invasiones inglesas no son, en el cine nacional, un tema que haya sido abordado con asiduidad. En verdad, El prisionero irlandés toma precisamente a un soldadode esa nacionalidad que es apresado, y enviado a San Luis tras la primera de las invasiones. Allí, quedará a cargo de una joven y atractiva viuda, que acaba de perder a su esposo en combate, y que pese a que su cuñado quiere que abandone el terruño y se marche con él a España, ella decide quedarse allí, y con su pequeño hijo. Mirada va, cabalgata viene, se deja entrever que entre el pelirrojo y Luisa empieza a nacer algo personal. Pasan los años, pero el cutis de Luisa no lo manifiesta -las bondades del campo, se ve-, ni tampoco en el talante de ese Manuel Vicente que se las tiene que ver con las peores líneas de diálogo de la película. El filme es una rareza, y no porque su desarrollo sea tenue, sino porque los directores le acompañaron a esas imágenes una música edulcorada. Alexia Moyano y Tom Harris, como los protagonistas, es poco lo que pueden hacer. Parecen atados a las situaciones y a más diálogos explicativos que narrativos, y por más que la fotografía de exteriores sea bella, la película, más que disfrutarla, se la acompaña aguardando que suceda algo.
Una historia de vida Rodrigo Moreno acompaña con su cámara el desempeño de una empleada doméstica, y la relación con sus empleadores, debatiendo sobre las diferencias de clases y la explotación. Cuando arranca la proyección de Réimon, el espectador se encuentra con unos carteles sobreimpresos en los que el director, Rodrigo Moreno, cuenta la manera en que financió éste, su nuevo largometraje. Sin plata del INCAA, con aportes extranjeros y la cesión de las cámaras de la Universidad del Cine, de donde se graduó y es docente, parece una toma de posición sobre cómo realizar cine independiente en nuestro país. Y el estreno de su película, en la Sala Lugones, cierra bastante bien el ciclo. Réimon es como llaman a Ramona, la empleada doméstica que trabaja por horas en distintas casas. La diferencia de clases es evidente. Ramona realiza todos los días un viaje desgastador. Se la pasa consustanciada con su trabajo. No se queja. Limpia en casas de gente adinerada, y algunos dueños de casa leen, discuten y debaten El capital, de Carlos Marx. Si lo del inicio era una toma de posiciones, la contraposición entre lo que leen los jóvenes y el trabajo de Ramona es más que una simple anécdota dentro del contexto de la película. Moreno, que codirigió Mala época y El descanso, y se largó a la realización en solitario con ese gran filme que fue El custodio y siguió con Un mundo misterioso, más que analizar cómo es la vida y las relaciones que va trabando Ramona con su entorno, elige acompañarla. El origen del filme es sencillamente ése: Moreno desechó la idea de hacer una ficción sobre una empleada doméstica hace unos años, y cuando empezó a entrevistar a otras, conoció a Marcela Dias. Y se largó a filmar, él sólo con dos ayudantes. Ese fue el equipo técnico de Réimon. La conciencia de la burguesía y la explotación social es también, decíamos, uno de los temas que aborda el filme. Lo hace sin subrayados, ni tono declamatorio. Acá el Alí está. Moreno acompaña a Marcela, pero no se entromete en su vida. La película, que demandó más de un año entre rodajes acotados y la posproducción, tiene esa combinación de aspecto documental con algo de ficción (las lecturas de Marx). Podría denominarse como un documental de observación, en el sentido en que plantea los encuentros entre las clases sociales, en las que una mirada, un gesto, hacen la diferencia.
Cuando él conoció a ella... Como una versión española de "Antes del amanecer", la película comienza como comedia romántica y desemboca en el drama. Salvando las distancias, es como un Antes del amanecer de Richard Linklater, pero a la española. Chico conoce a chica en una fiesta, salen a la calle, es de noche y él empieza a seguirla. "Me he enamorado de ti", le suelta él, y ella no le hace caso. Pero le escucha. Y siguen caminando por las calles y dialogando. ¿De qué hablan? De todo y de nada, que es como se conocen las personas, o al menos los jóvenes hipsters que retrata Rodrigo Sorogoyen en este filme inclasificable, porque si arranca como comedia romántica irá desenvolviéndose hasta conventirse en un drama. La historia puede parecer la de un amor de una noche. ¿Eso es lo que quiere él? No es lo que quiere ella. Aquí las relaciones humanas son como pinten. El se desvive en su seducción, y el ritual sigue, y sigue. Hasta que ambos parecen ponerse de acuerdo en algo. Son anónimos, nunca se habían visto, pero desnudarán su alma bien entrada la proyección. Como Jessie y Celine, él y ella saben dialogar. Tal vez no son tan filosos, pero se las arreglan. El director los va situando en distntas locaciones -la calle, el hall de entrada de un edificio, un living, dormitorio, terraza- como estructurando las bases de la relación. No es como el chateo, donde no se ve al otro y puede haber malas interpretaciones. Aquí él observa a ella y ella a él, y si no se da cuenta de algunas señales... pues bien, será demasiado tarde. Demasiado tarde, tal vez, pasan algunas cosas en Stockholm. El interés va de un personaje al otro, y sin la sintonía y lo disonante que resultan los seres interpretados por Javier Pereira y Aura Garrido -deben arribar al realismo, atravesando capas de espontaneidad- otro sería el resultado. Un encuentro de una noche bien puede ser un amor para toda la vida, pero no tiene por qué serlo. El filme de Sorogoyen hace un planteo que va modificando -que no es lo mismo que enriqueciendo- a medida que pasan los minutos y las miradas se transforman en caricias. De ahí que el final pueda -o no- parecer traído de los pelos.
Recuerdos de familia La directora y protagonista del filme encara a los personajes con sapiencia y hasta amabilidad, aún en los momentos más dramáticos de la trama. Como una película de contrastes, de encuentros y desencuentros, de choques ha planteado, elaborado y realizado la actriz Valeria Bruni-Tedeschi su tercer largometraje como realizadora. Y así como en su opera prima, "Es más fácil para un camello..." (2003), el tinte autobiográfico está omnipresente. Si bien ignora aquí a su hermana menor, Carla Bruni la cantante y modelo que se casó con el ex presidente francés Nicolás Sarkozy-, sí está la familia de un gran industrial que se ve obligada a vender el castillo del título, y el hermano enfermo de sida. Y su ex pareja en la vida real hace de su pareja, y su madre interpreta a su madre.Freud y una larga corte de entendidos se harían un banquete, es probable, pero el espectador no tendría por qué saber los motivos que llevaron a la actriz de "Actrices" y "Nada que hacer" a realizar la película, y la disfrutarían igual. Por empezar, Louise (Bruni-Tedeschi) tiene ese extraño encanto de las mujeres que saben lo que quieren, pero lo disimulan, y si no saben qué hacer dan piruetas hasta desconcertar a cualquiera. No a Nathan (Louis Garrel), un actor joven que se enamora de ella y la persigue sin respiro. Hablábamos de contrastes. A los propios de las desavenencias entre Louise y Nathan, y los internos de la protagonista, se suman los externos, como esa metáfora de la venta del castillo, con todos lo que eso implica -recuerdos, amores- como el fin de una época. Como la necesidad, a la vez, de dar vuelta la hoja y emprender un camino nuevo, hacia lo desconocido. En eso está, y en eso se debate todo el tiempo Louise, entre su incapacidad para resolver las cosas, pareciera que hasta para lanzarse al amor, y su necesidad de ser madre. Contra lo que pueda creerse a primera vista, no es "Un castillo en Italia" un filme de tinte feminista, sencillamente es que la protagonista es mujer, y Bruni-Tedeschi reflexiona y hace reflexionar sobre el paso del tiempo, lo que el amor va dejando de arrastre y las relaciones familiares desde su punto de vista. En el plano de las actuaciones el nivel es óptimo, incluida la propia directora, aunque a veces parezca como pasada de rosca.
A la medida de Hugh Grant El comediante está en su salsa en esta comedia romántica sobre un guionista de Hollywood que debe enseñar en una universidad. Hay algo que une al director y guionista Marc Lawrence con el astro Hugh Grant, y es que el actor de "Cuatro bodas y un funeral" participó como protagonista en las cuatro películas que Lawrence dirigió. Acertó, todas comedias románticas. Tal vez alguna le suene: "Amor a segunda vista", con Sandra Bullock, "Letra y música", con Drew Barrymore, y "¿Y dónde están los Morgan?", con Sarah Jessica Parker. Y en todas ellas, como también en "Escribiendo de amor", el peso del relato recae en él y su compañera de rubro, aquí, Marisa Tomei. El Keith de "Escribiendo de amor" se parece mucho al Alex de "Letra y música": es un artista -Alex era músico, Keith, guionista- de un solo éxito, y que cuando le cortan la luz por falta de pago en su casa en Los Angeles acepta un trabajo como profesor de guiones en una universidad al norte de Nueva York. Es difícil separar a Keith de Grant, porque se le parecen mucho. Grant, salvo películas puntuales, es de los comediantes que, como Olmedo, difícilmente interpreten un papel, sino que se lanzan a hacer de sí mismos. Entonces Keith es un pícaro, un bribón pero de buen corazón. Un chanta. Enfrente tiene a esos personajes secundarios escritos esencialmente para que sean su antítesis (la profesora que compone Allison Janney, toda rectitud, o el de J K Simmons (el profesor de "Whiplash") o la mismísima Tomei, como la esforzada estudiante que tiene mil trabajos para mantenerse y es la que tiene los pies más sobre la Tierra. Comedia pasatista, con buenos gags pero previsible en cada vuelco del guión, "Escribiendo de amo"r le regalará una salida agradable el fin de semana. Y es de las escasas opciones para ver con los chicos que no sea un tanque o dibujo animado. No mucho más, pero tampoco saldrá del cine echándole la culpa al crítico por haberse clavado con un bodrio.
Mirren, adorada Helen Mirren es un imán. Como Meryl Streep, puede simplemente servir un té y lo hace sublime Todo hecho histórico tiene coletazos en los individuos, y esas consecuencias suelen servir como ejemplos, o al menos como tramas de ficciones basadas, entonces, en hechos reales. Maria Altmann era una ciudadana austríaca que logró escapar de la ocupación nazi -y del exterminio nazi que no pudo evadir su familia judía- y se afincó en California, EE.UU. Tras la muerte de su hermana, en 1998, Maria encuentra una carta que desencadena una investigación, y con ella el sufrimiento de una familia y el pedido de restitución de unas obras de arte -entre ellas, un retrato de su tía realizado por Gustav Klimt, el que da título al filme- de la que se apropiaron en su momento los jerarcas de Hitler. Como Austria a fines del siglo pasado hacía esfuerzos para mejorar sus relaciones internacionales, y uno de ellos consistía en crear un comité que decidiera si esas propiedades debían ser devueltas a sus dueños originales, Maria se conecta con un joven abogado, Randol Schoenberg (que era nieto del compositor Arnold Schoenberg) y, juntos, se embarcan en una epopeya. Porque la galería vienesa donde está colgado el cuadro no quiere desprenderse de su tesoro. Así se encuentran la señora que le convida strudel y le limpia los anteojos, y que es dueña de una simpatía inigualable, al leguleyo que se aventura y compromete en el litigio con el gobierno austríaco, primero porque observa que las pinturas a recuperar tienen un valor que supera los 100 millones de dólares. Ningún vuelto. El director Simon Curtis, el mismo de aquella maravilla ficción sobre la relación entre Marilyn Monroe y un joven Colin Clark que se llamó Mi semana con Marilyn, se centra en Maria. Y lo bien que hace, no sólo porque es el personaje más atractivo, sino porque Helen Mirren lo construye de adentro hacia afuera, que parece ser el camino inverso al que hizo Ryan Reynolds. Y porque a Maria no le interesa el dinero, sino la justicia -algo que, como toda película con metáfora que de eso también se trata La dama de oro-, le deja de consejo a Schoenberg, que bien pronto lo aprende. La película va y viene con flashbacks para mostrar el horror de la ocupación, y también cómo Klimt realizó la pintura. Pero, de nuevo, la atención está en esa señora que puede ser tan desafiante como dulce, amarga como gentil, darse por derrotada como ser sencilla en la victoria que todos suponemos que tendrá. En el cine, recuerden, los buenos casi siempre ganan.