La venganza es un plato que se come frío... Un homeless cambia su modo de vida al enterarse de que el asesino de sus padres quedará en libertad. Dwight es un homeless, y vive en un auto, un Pontiac que se mantiene bastante bien, cuando se entera de que el asesino de sus padres, hace muchos años, va a salir de prisión. Dwight deja el ascetismo, la barba y lo desalineado para convertirse en un arma de venganza, no perfecta, porque sino no habría película. Y por suerte, la hay. Cenizas del pasado tensa los nervios porque nos ponemos del lado del más débil, o del que sufrió, antes que del asesino, aún sin saber los motivos ni la manera en que ocurrió el homicidio. El director Jeremy Saulnier juega así con la empatía del público, ya que terminamos alentando a otro asesino, algo que no debería pasarse por alto. Saulnier deja que especulemos sobre cómo fue la vida de Dwight (Macon Blair, que cambia prodigiosamente, no sólo en lo gestual), además del asesinato. Cada uno de los personajes ha vivido recluido, uno por la Justicia, el otro por propia decisión, y cuando la bola empiece a agrandarse, Dwight deberá temer y/o cuidar de su hermana. Porque esto es una cuestión entre familias. Lo bueno es que el protagonista no es un experto en esto de andar atacando y defendiendo -de ahí, otro guiño al espectador- y eso lo convierte en un ser común, ordinario, contra una familia que de brutalidades sabe bastante. Lo impulsivo puede ir de la mano con la ingenuidad, y en este acto de desagravio el director nos muestra que si lo que impulsa a Dwight es la cólera, no va por el mejor camino. La brutalidad de algunas escenas, la crueldad, se alternan con bienvenidos momentos de humor -negro, obviamente- para redondear un plato fuerte dentro del género, proveniente del mejor cine independiente estadounidense. Es cierto que cierta escena aproximándose al final está atada con alambre, pero si llegó hasta esa instancia, relájese y disfrute.
Jazz de la tercera edad Graciela Borges y Luis Brandoni actúan y recitan lo que les marca el guión, y de no ser por ellos, el resultado sería anodino. Una historia de amor entre dos personajes adultos, acercándose a la tercera edad, donde nadie calla nada y tampoco parece importarle demasiado lo que digan los otros, da como tema para la comedia. Tokio es una comedia romántica porque tiene la historia de amor en 24 horas -presentación, seducción, conquista, noche de alcoba con luz tenue-, pero donde falla es en el haber del humor. Mujer viajada, pero solitaria, el personaje de Graciela Borges llega a un bar donde tocan jazz, en Córdoba. Pocos lo saben, pero es el día de su cumpleaños y no quiere pasarlo sola. Espera y espera a un amigo, que no llega. Quien sí la tiene entre ojos es el pianista (Luis Brandoni), quien termina -corte de luz mediante- llevándola al departamento que un amigo le prestó, antes de irse de gira, dice. Allí habrá más jazz, confesiones, abundantes clisés, el desnudo de espalda de la actriz de Pubis angelical y ya es hora de ir cerrando la historia. Que, de Maximiliano Gutiérrez (director de El vagoneta en el mundo del cine), depara alguna vuelta de tuerca, aunque bastante previsible, en los últimos momentos, con el personaje de Guillermina Valdes. Porque Tokio es como una puesta en escena teatral, con dos personajes centrales que necesitaba ser más aireada, aunque transcurra en 24 horas. Ya vimos lo que hizo Scorsese en una noche, pero esta película apunta en otra dirección. Borges y Brandoni actúan, dicen y recitan lo que les marca el guión, y de no ser por ellos el resultado pudo ser anodino. Muchos recordarán Elsa & Fred, por aquello de dos personajes que apuestan al amor cuando otros se deciden por la mecedora, pero no hay comparación que valga.
¡Qué pareja(s)! Ben Stiller, neurótico o descabellado, siempre paga. Y aquí el humor es inteligente, incisivo y farsesco. Renovarse es salud, dicen, y eso correría a cualquier edad. El director Noah Bambauch anda por los 45, como los personajes que encarnan Ben Stiller y Naomi Watts -Josh y Cornelia-, y Jamie (Adam Driver: fans de Star Wars, estén atentos) y Darby (Amanda Seyfried), por los 25. Un encuentro casual hace que nazca una amistad entre las parejas. Y Cornelia acompaña a su nueva amiga a clases de hip hop, y él va a bicicletear por Nueva York, artritis mediante, y hasta a cambiar su look y comprarse un sombrero con Jamie. Como que se enganchan y empiezan a copiarse de ellos. O “les gustaría ser” como ellos. Y parece que la atracción es mutua. De a poco, Josh y Cornelia comienzan a alejarse de un matrimonio amigo, de su edad, que acaba de tener un bebé (ellos decidieron dejar de buscar luego de algunos inconvenientes). Y lo que parece una nueva amistad perfecta, que hasta podría reconectar a la pareja de los 40 con la energía que, ella siente, se perdió en el camino, está lejos de serlo. Tiene sus complicaciones y hacia allí se encamina, en sus 25 minutos finales, donde Bambauch apela más a la farsa que a la ironía. Bambauch (director de Historias de familia, Margot y la boda, guionista de Wes Anderson en más de una oportunidad) siempre supo poner el ojo sobre sus personajes, y con esa capacidad de observación, diseccionarlos desde actitudes o diálogos. O hasta miradas. El filme trata sobre el narcisismo y la generosidad, sobre seguir o no las convenciones sociales -más allá de ver VHS o escuchar vinilos, y compartir una ceremonia con ayahuasca-, pero también sobre el temor a ser estafado o pasado como alambre caído. Josh es un documentalista indeciso, que hace años no termina un filme que anda por las 6 horas y media, y Jamie parece, con su despreocupación y desprejuicio, comenzar a apoderarse de Jamie. Josh se siente como tironeado entre ser el (falso) mentor de Jamie, que demostraba admiración por su trabajo, y estar bajo la sombra de su suegro (gran regreso de Charles Grodin), algo así como el maestro del cinéma vérité. El tiempo perdido quizá no se recupere jamás, pero esta comedia neurótica, con el humor corporal que Stiller tan bien sabe ejecutar, reunido de nuevo con el director de Greenberg (aquí editada en DVD), no es tiempo que se malgasta o desperdicia. Aquí se gana.
Cuando el futuro es hoy El director de “Ratatouille” se zambulle en la ciencia ficción, con mensaje esperanzador y todo. Ya lo dijo John Lennon, aquello de que podrán decir que soy un soñador, pero no soy el único. Y Tomorowland está pensada, al fin, para aquéllos que no se dan por vencidos ni aún vencidos, y que tienen la esperanza de que un mundo mejor es posible. Y si se es niño o adolescente, mejor. Tal vez podamos decir que las anteriores películas de Brad Bird no eran de ciencia ficción, pero Los Increíbles, Ratatouille y Misión Imposible: Protocolo Fantasma tenían suficiente fantasía y carga imaginativa, o al menos pedían al espectador dejarse llevar por una familia con superpoderes, un ratón que habla y las proezas increíbles del agente Ethan Hunt y los suyos. Pero en Tomorrowland, el hombre surgido de Pixar se zambulle de lleno en la ciencia ficción, con un pin que a quien lo toque -sólo a los elegidos- lo transportará en tiempo y espacio a ese lugar del título, un universo en el que el desarrollo tecnológico y científico permiten vivir sin contaminación. Casi, casi como un mundo feliz. Pero lo felices que están allí no tiene parangón con lo que ocurre en la Tierra, a la que le quedan pocas horas de vida, a menos que la salve una, carraspeo, una Santísima Trinidad. La componen Athena, una niña androide (Raffey Cassidy), que recluta a una adolescente de nombre Casey... ¡Newton! (Britt Robertson), a quien le gusta la ciencia y nunca se da por vencida, y Frank Walker (George Clooney), que hace un tiempo fue un niño inventivo, que llegó a Tomorrowland, pero fue desterrado por el maléfico Nix (Hugh Laurie) y vive casi escondido en la Tierra. "Cuando era niño, el futuro era diferente", aclara un apesadumbrado Walker/Clooney, quien, en otro momento, dice algo casi premonitorio: "¿Tengo que explicarlo todo? No podés sentir asombro sin preguntar cómo?". Eso, en síntesis, debe ser lo que se propuso Brad Bird para los espectadores. Tomorrowland viene, como los chocolates sorpresa, con algo escondido: un mensaje de esperanza, y la seguridad de que son los niños los que podrán salvar al planeta. Como muchos en el mundo animado de Disney, hay personajes que no tienen madre, lo cual en la película es una suerte, porque no tienen a quién preocupar si de pronto están o no están. El guión se permite una disgregación. Desde el diseño la película es, claro, impactante. Hay mucho del arquitecto Santiago Calatrava en cómo luce, al menos de lejos, la ciudad futurística. Damon Lindelof fue coguionista con Bird, y el cocreador de la serie Lost ha metido mucha mano, y se nota. La pregunta es cuánto para chicos es Tomorrowland. Si las cuestiones metafísicas no son más propias para preadolescentes, aunque la acción trepidante -como en un juego del parque temático del mismo nombre de Disney- se apodera de la narración por dos horas.
Mezcla animada Es jugada la combinación de “Blancanieves” con “La Bella durmiente”, y los toques de modernización. Cada cual puede contar la historia como mejor le guste, y los directores de El séptimo enanito adaptaron -o mejor, abrevaron en- Blancanieves y los siete enanitos para construir, entonces, una historia propia. Distinta. Y que amalgama a los enanitos con La Bella durmiente. Demostrando que hacerlo no es privilegio exclusivo de Disney, que hace lo que quiere con los relatos clásicos, de Aladdin a La Bella y la Bestia, ¿por qué los alemanes Boris Aljinovic y Harald Siepermann no podían hacerlo? En un castillo, la princesa del cuento está por cumplir 18 años, y según el hechizo de una bruja malvada, llamada Dellamorta, si se pincha el dedo antes de llegar a la mayoría de edad, todo el reino caerá en un sueño profundo. Y no pregunten cómo, pero uno de los enanitos mete la pata, la princesa se pincha y todo el reino -menos los enanos- caen en el sueño profundo. La única manera de romper el hechizo del sueño por cien años es llegar hasta el castillo de Dellamorta. Allí está Jack, sí, el muchachito que despertará a la princesa Rose con un beso de amor. Pero está secuestrado por Dellamorta. El asunto no es el cruce de cuentos aquí, sino la animación en sí, que no es ni tan fluida ni colorida como la de la empresa del ratoncito. Lo que sí tiene es variados giros humorísticos y de modernidad en la trama y las acciones, lo que de alguna manera hace a un acoplamiento (perdón), como manteniendo un esquema o un plano tradicional aggiornándolo con citas del presente. La película está destinada a los chicos de no más de 10 años, aunque el ritmo no decae y algún hermanito mayor puede acompañarlos, y hacer así una salida familiar completa. El pochoclo ayuda.
No necesitamos otro héroe Dos películas en una: la de acción a alto voltaje, y otra con una mirada sociológica y hasta espiritual. Hay dos películas en una. La que prima, la que está ahí escapando de la pantalla en la proyección 3D es la que hará que Mad Max: Furia en el camino sea la más taquillera este fin de semana, aquí y en donde se estrene. Aquella donde adelante están los sentimientos primarios -sobrevivir, escapar, matar o morir-. La otra, la de la indagación sociológica, la metáfora geopolítica, la que plantea cuestiones filosóficas y hasta espirituales, también está. El espectador elige. Max (Tom Hardy, Bane en la última Batman) es un ex policía que en un futuro postapocalíptico empieza raptado por los secuaces de Inmortan Joe, tirano que es el dueño y señor de La Ciudadela, donde los pobres y lisiados ruegan por migajas y se pelean por el agua que Joe derrama desde las alturas -la división de clases es clara, los esclavos llevan una pátina de polvo blanco-. Max e Imperator Furiosa (Charlize Theron) son los dos rebeldes a los que la historia reunirá para combatir al superpoderoso y sus hombres. Es que Max está trastornado. Eso es indudable. Su agresividad proviene de su pasado, que se le hace presente en alucinaciones. Lo atormentan muertes que no ha podido evitar. No en vano Miller aprisiona en buena parte del metraje su cabeza en una máscara metálica, y su cuerpo es encadenado. Furiosa rapta a las cinco esposas de Inmortan Joe -todas supermodelos- y las quiere llevar, a través del desierto, a bordo de un camión con acoplado a Lugar verde, mítico paraíso donde presume estarán felices y a salvo. Y Max, a quien usan como "bolsa de sangre" -su vena está conectada a la de Nux (Nicholas Hoult), que es capaz de dar su vida por la causa que le ordene su amo-, obviamente escapará y ayudará a las amazonas en su lucha por hacer lo mismo. Huir. Porque la persecución será tremenda. Claramente esta Mad Max no tiene en su historia parangón con la original, de 1979, y si se asemeja a alguna de la trilogía de Miller es a la segunda. Lo que mantuvo es la forma, no tanto del relato -intenten, hoy, ver 5 minutos de la de 1979 sin esbozar una sonrisa-, sino las acrobacias, los fierros, los automóviles, las máscaras, el vestuario, la sangre, el calor, el desierto. El líder dictador (Hugh Keays-Byrne, el mismo actor que era Toecutter, el malo en la Mad Max original, pero en otro rol, claro), que tiene el rostro cubierto con una máscara de dientes, y vive gracias a estar adosado a enormes tubos de oxígeno, quiere mantenerse en el sitial del poder como sea. Sea a través de la guerra o de las negociaciones con las tribus vecinas en el desierto, los de la Granja de Balas y los la Ciudad de Gasolina. Inmortan Joe usa a las mujeres como productoras de leche y para dar a luz a nuevos guerreros. La mirada de Miller es directa: está contra el patriarcado y la explotación femenina. Miller habla de un futuro en el que la decadencia de la civilización ha llegado, y la dependencia del petróleo es total. Hay un poder establecido (Inmortan Joe) y un deseo por romper el molde y buscar una civilización mejor, crear un Nuevo Orden (Furiosa). Una pérdida de autoestima, de creer en sí y en algo, y el aceptar el presente como la única realidad. Eso, si hilan más fino. De lo contrario, hay un gordo misógino contra una mujer peladita, algo masculinizada, que lo enfrenta. Pero aquí Furiosa es la que es alimentada por la venganza, el resentimiento, la rabia, no Max. Y en más de un momento Miller le cede el protagonismo a ella, antes que a Max. Vean sino el afiche local del filme, quien está en primer plano. Aquí el que detenta el poder es el que tiene los liquidos -el agua y el petróleo, en el orden que prefieran- y lar armas. Los elementos -metal, acrobacia, motores, lo árido- están siempre presentes. No hay una edición enloquecedora, ni de cortes abruptos, apurados. Los efectos especiales son usados para que no se vean los cables de los que cuelgan los acróbatas (aunque hay una escena en una tormenta totalmente hecha por CGI, claramente), porque los dobles de riesgo son de carne y hueso, no dibujitos por computadora. Y eso se nota. Y se agradece. El también australiano John Seale aprovecha la luz natural de desierto de Namibia, con sus tonos anaranjados y ocres, un marco para esta película cargada de violencia, y de otras connotaciones.
Lejos de las convenciones En la relación del niño y su hijo, se eligió alejarse de los lugares comunes, de que el chico hable como adulto o tenga una inocencia desmedida. Las películas que están contadas desde el punto de vista de un niño, o como aquí, entrando a la adolescencia, suelen tener sus complicaciones. O el libretista lo hace tener y/o decir razonamientos impropios para su edad, o se cae en una inocencia desmedida. Por suerte, y lo que valoriza a esta primera película en solitario de Juan Sasiaín (codirector junto a Federico Godfrid de La Tigra, Chaco), es que el realizador se aleja de ambas convenciones. Y eso que la historia daba lugar para ellas. Coco tiene 11 años y está pasando unos días con su padre en su casa/taller en Choele Choel. Coco no entiende, o mejor no quiere comprender por qué sus padres están separados, y vería con muy buenos ojos que estuvieran juntos. Coco está en una etapa madurativa -acercándose a la pubertad- y con una carga hormonal que empieza a hacer sus explosiones, por lo que la joven “inquilina” con que se encuentra en la casa del padre (Kimey) le motiva sentimientos. Un primer amor. Sasiaín va mostrando al protagonista, más -o mejor que solo- en sus relaciones. Tanto sea con su padre como con un amiguito, o con Kimey, allí es donde Coco puede ganar la empatía del espectador, o directamente perderla. Sucede lo primero. También ayuda a ello que los tres intérpretes logran que sus personajes sean creíbles. Lejos de cualquier macchietta, tanto Lautaro Murray (el pequeño Coco) como Leonardo Sbaraglia y Guadalupe Docampo hablan, no recitan; andan, no actúan. Es el relato de un niño y su entorno, sus preocupaciones. Que sea en el interior, en el Sur, puede o no ser anecdótico. Probablemente si en vez del río los chicos fueran al club, o se quedaran encerrados con la computadora, otra sería la historia. Por suerte es ésta.
Un hotel con buena gente A la secuela de aquella emotiva película le sobran intérpretes de calidad y le falta consistencia. Es como un minifirmamento de la interpretación inglesa. El elenco de la original El exótico Hotel Marigold y de esta secuela, cuatro años después, tiene al frente a dos semidiosas como Judi Dench y Maggie Smith, jugando a que son dos inglesas que se retiran. Dos jubiladas con ganas de más, en este hotel con muy buena gente. La primera objeción a esta película de John Madden (Shakespeare apasionado) es que no hay ni una sola referencia al filme que lo precede, por lo que si usted no vio El exótico… le va a costar entender -no mucho, ¿eh?, hasta que se acostumbre a ver tantos rostros y saber quién es quién-, tal vez tarde en comprender qué hacen estas cuatro damas y los dos caballeros en un hotel en la India. Los que sí disfrutaron de aquella película ya saben que llegaron hasta Jaipur a pasar, del otro lado del mundo, los últimos años de su vida, y que al final terminan con el joven Sonny, manager y copropietario, creando algo así como una familia en la que el afecto es primordial. Ahora Sonny (Dev Patel, el joven de ¿Quién quiere ser millonario?) está a punto de casarse, y la trama arranca con él y la Sra. Donnelly (Smith) tratando de convencer a un capo de una cadena hotelera en San Diego de asociarse a ellos, en un nuevo emprendimiento para gente mayor. Mientras esperan que un inspector, de incógnito, los visite como huésped común para cerrar o no el asunto, están los preparativos de la boda, ciertos nervios de Sonny -y no de su prometida, para no pecar de machistas- y cuatro historias amorosas por desarrollarse. Siendo tan tenue la trama -en la primera la emoción llegaba al desarrollarse el conflicto y simpatizar con los personajes, sumamente diversos-, esta secuela necesita más de sus intérpretes. Y si tienen que sobreactuar, será en beneficio del relato. En fin, como siempre. Al grupete de Dench, Smith, Billy Nighy, Celia Imrie, Penelope Wilton y Ronald Pickup se agrega Richard Gere, que no es octogenario, pero con sus canas puede integrarse muy tranquilamente, y a cuyo personaje Sonny trata como si fuera el enviado espía. Y también está David Strathairn, como el hotelero en San Diego. Maggie Smith es tan british como siempre -y tiene las mejores líneas para defenestrar a los estadounidenses-, y Madden deja para el cierre una fiesta de casamiento digna de Bollywood. Y a Smith, cerrando la película. Que seguramente le falta consistencia, y coherencia para las dos horas que dura, pero son esa decena de actores las que hacen pasar volando el tiempo, cuando eso es algo que a los personajes precisamente no les sobra.
Ni una sola cosquilla Trama inverosímil, gags añejos, un protagonista sin carisma: todo atenta contra esta simple comedia. Si no le suena la primera Héroe de centro comercial es porque aquí se editó directamente en DVD, sin pasar por los cines. En su país de origen fue un exitazo, por lo que, seis años después, Adam Sandler, su productor y amigo de Kevin James, que es el protagonista y coguionista, decidieron hacer la secuela. Y oops, sí se estrena en los cines argentinos. Blart es un guardia de seguridad en un shopping que, tras la ridícula muerte de su madre, viaja con su hija adolescente (Raini Rodriguez, de la serie de Disney Austin & Ally) a una convención de guardias en un hotel en Las Vegas... Que un grupo de ladrones top planee robar la colección de obras de arte del hotel sin saber que allí habría cientos de agentes de seguridad, no sabríamos a quién achacárselo. Lo que atenta contra el buen resultado de esta comedia simplona y de bajísimo vuelo es que no hay ni un rasgo de verosimilitud en la trama, los gags son añejos y el carisma de su protagonista brilla por su ausencia. Hay mucho más pretendido humor visual (caídas, golpes, persecuciones) que de diálogo -directamente los chistes no generan ni una mueca- y seguramente más producción que en la primera. Pero a veces más es menos y esta película se ocupa de reflejarlo.
Gloria y honor, sangre sin par Pese a que la historia es bien básica, hay tensión permanente, y el duelo de Liam Neeson con Ed Harris. Disfrazarse de Papá Noel suele ser motivo de orgullo. No para Jimmy Conlon, el personaje de Liam Neeson en Una noche para sobrevivir. Y no es que la trama tenga que relación con la Nochebuena. No. Jimmy Conlon es un pobre tipo, arruinado económicamente, que ruega un préstamo para calentar su hogar, pero el hijo de Shawn Maguire, un mafioso para el que supo hacer trabajos sucios, poco menos que lo humilla si quiere el dinero. Alcoholizado, la reunión de Santa Claus y los niños de la familia no termina bien. Pero las cosas irán peor en esta tercera colaboración del muy solicitado Neeson como actor de acción con el catalán Jaume Collet-Serra, tras Desconocido y Non Stop (Sin escalas). Es que mata al hijo de Maguire cuano éste iba a asesinar al suyo. Hombre de códigos, Jimmy llama a Maguire y se lo cuenta. El, Maguire y el espectador ya saben lo que se viene, sin que deban recordar el título de la película en castellano. Sí, es otra oportunidad para que un personaje de Neeson salve el pellejo de un pariente cercano (como en las Búsqueda implacable), pero aquí hay menos temblequeo de cámara, al menos se sabe quién persigue a quién, y quién golpea y es golpeado. Sin ser Una noche para sobrevivir un compendio del manual del buen clásico, el director de La huérfana intenta mantener la tensión todas las horas del título. A veces lo logra, otras la exageración en que ha caído el género de acción lo vence, y se desboca. A favor de Una noche para sobrevivir está el elenco. De Neeson no hay mucho que agregar, si usted lo ha visto salvando a propios y extraños, sepa que aquí está un poco malhablado, pero sigue siendo un tipo de honor. Honor y gratitud al gran Ed Harris, el mafioso que ante la muerte de su hijo no entiende de reglas ni códigos y se enceguece en perseguir a los Conlon, él y todo su clan. Harris es de los pocos actores que saben entrar y salir de Hollywood y mantenerse con entereza. No es poco.