Ambientada en un pueblo de provincia en 1977, esta nueva película del prolífico director francés François Ozon combina el artificio teatral (hay un claro espíritu de vodevil) con la comedia almodovariana sobre esas mujeres que se rebelan contra la sumisión, la previsibilidad de sus existencia y los prejuicios sociales, y el artificio del género musical (resulta bastante evidente el homenaje a Los paraguas de Cherburgo , de Jacques Demy). Catherine Deneuve es la gran estrella del film en el papel de Suzanne, una ama de casa sexagenaria que se dedica a correr por el parque, a observar animales, a escribir poesías en una libretita y a (pre)ocuparse de sus dos hijos ya adultos: Joëlle (Judith Godrèche) y Laurent (Jérémie Renier). En cambio, no parece demasiado entusiasmada por la larga relación que mantiene con Robert (Fabrice Luchini), un marido que casi no le presta atención, la menosprecia y la engaña con su secretaria (Karin Viard), mientras maneja con mano dura una fábrica de paraguas con 300 empleados. Pero un súbito problema de salud de él, una dura huelga que emprenden los obreros y la reaparición de un diputado comunista y ex amante de ella en la juventud (Gérard Depardieu) obligan a Suzanne a hacerse cargo de la empresa familiar con el apoyo y la participación de sus hijos. Para sorpresa de muchos, las cosas no marchan nada mal bajo su gestión, pero su esposo tratará de recuperar el control gerencial como sea. La propuesta resulta superficial, ligera y con un look demodé -Ozon parece consciente de todo eso-, pero con el aporte de esa legendaria dupla que componen Deneuve y Depardieu (muy bien acompañados por el resto del elenco) y con su tono satírico alcanza a burlarse de la hipocresía y del machismo burgués y pueblerino para convertirse en una fábula político-feminista que exalta a esas mujeres que reniegan de convertirse en el decorativo y frágil jarrón de porcelana al que alude el título original en francés ( Potiche ) y que propone una tesis que no pocos espectadores apoyarán: nunca es tarde para (re)encontrar un objetivo y un sentido a la vida.
Luego de un amplio recorrido (no exento de premios) por el circuito de festivales nacionales y extranjeros, llega este film que describe la conmovedora lucha de los habitantes de Esquel contra el proyecto de una empresa canadiense por establecer en 2002 a sólo 7 kilómetros de ese paraíso natural un yacimiento de oro y plata. Si bien el hecho -que terminó con un plebiscito avalado por el 81 por ciento de los votantes- tuvo bastante difusión mediática, los dos directores siguieron el tema con gran paciencia y profundidad, consiguiendo así un retrato social, económico y político, que también tiene su rostro humano, a parrtir de las historias de vida y testimonios de aquellos (muchos) que combatieron el siniestro emprendimiento y los (pocos) que apoyaron la idea, basándose en argumentos de reactivación económica y generación de empleo (en aquel momento, el 50 por ciento de la población estaba bajo la línea de pobreza). El documental -simple y directo- se sigue con interés. El relato en off de Julieta Díaz no agrega demasiado.
Este thriller reconstruye la historia real del matrimonio entre Valerie Plame (Naomi Watts) y Joseph Wilson (Sean Penn); ella, una agente de alto rango de la CIA; y él, un diplomático con importantes contactos en Africa. Lo curioso (y trágico) de esta situación es que la administración Bush utilizó información falsa sobre la supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte del gobierno de Irak para justificar la ofensiva militar en ese país y ligando -sin que ellos lo supieran- a los dos integrantes de la pareja. Sin ser nada del otro mundo, este nuevo film de Liman (Viviendo sin límites, Identidad desconocida, Sr. y Sra. Smith) se sigue con bastante interés (hay un buen manejo de la tensión y el suspenso), mientras el personaje de Penn -muy a tono con las posturas públicas del actor- dice unas cuantas verdades sobre la manipulación de la opinión pública y los excesos del poder.
Rápidos y furiosos 5: sin control El regreso al cine de la saga de acción que desafía las leyes de la física Esta quinta entrega de la saga automovilístico-policial es, sin dudas, la mejor de todas. El film propone, exige que no se lo tome demasiado en serio (feministas y fiscales de la corrección política, abstenerse) y, a cambio, regala dos horas de diversión. En su debut en la franquicia, el ascendente director Justin Lin desafía desde las leyes de la física (tanto en las proezas de los protagonistas como en la resolución de las escenas de acción) hasta cualquier atisbo de la verosimilitud dentro de una trama construida a puro artificio, pero que provoca un disfrute tan primario como genuino. El trío integrado por el antihéroe Dominic Toretto (Vin Diesel), su hermana Mia (Jordana Brewster) y el novio de ésta, el ex agente del FBI Brian O'Conner (Paul Walker), vuelve a la acción para eludir a los agentes federales, robar autos de lujo de un tren en movimiento, refugiarse en las favelas de Río de Janeiro (la mirada a la sociedad carioca no es precisamente positiva) y, desde allí, armar un equipo de expertos en diversas disciplinas (integrado por afroamericanos, asiáticos e hispanos) para birlarle al zar del narcotráfico (el hipervillano Joaquim de Almeida) un botín de 100 millones de dólares que está guardado en la caja fuerte de una comisaría. Claro que hasta allí llegará también para perseguirlos la principal incorporación de este film, el gran Dwayne Johnson. Los diálogos -mínimos- son de una elementalidad absoluta, los actores tienen mucha más musculatura que expresividad, mientras que ellas están allí casi exclusivamente para mostrar sus cuerpos curvilíneos, y la trama combina muchos elementos ya vistos en Misión imposible , Crank , Los indestructibles y, sobre todo, en La gran estafa , pero como todo está llevado a un nivel de humor absurdo tan extremo, la película nunca deja de funcionar. Así, si se aceptan esos códigos y convenciones, Rápidos y furiosos 5 resulta un producto no sólo profesional sino también muy entretenido.
El clásico de clásicos de William Shakespeare ha inspirado todo tipo de transposiciones cinematográficas. La tragedia épico-romántica tuvo su versión pop de la mano de Baz Luhrmann y ahora llega en plan de animación infantil en 3D con gnomos como protagonistas. El director es Kelly Asbury -formado en Disney y realizador de Spirit: el corcel indomable y de Shrek 2- y el resultado es medianamente convincente. Hay un gran despliegue de color, escenas de acción, números musicales con canciones conocidas y gags físicos, pero por momentos todo esa acumulación y esa desesperación por sostener el vértigo (Romeo peleando una y otra vez contra su suegro) esconde una falta de ideas y una escasa capacidad de sorpresa (los siete guionistas involucrados hicieron un trabajo apenas discreto). Las bromas están basados en los anacronismos propios de situar el film en la actualidad, en la presencia de simpáticos animalitos y en ciertos guiños a la cultura pop. Con eso, le alcanzó para convertirse en un sorprendente éxito de taquilla en los Estados Unidos y otros mercados. Pero para los amantes de la animación -habituados a la excelencia alcanzada por tantas producciones recientes- deja gusto a poco.
Este más que digno thriller judicial (con toques noir) está basado en la primera de las cuatro novelas sobre el abogado Mick Haller escritas por el nuevo rey del género (¿el sucesor de John Grisham?) Michael Connolly (a él le gustaría ser considerado, seguro, la reencarnación de Raymond Chandler). Matthew McConaughey es el encargado de interpretar a este abogado canchero, cínico, habituado a pequeñas trampas y a tomar casos difíciles, que intenta hacer una buena diferencia económica defendiendo a un chico rico de Beverly Hills (Ryan Phillippe) acusado de golpear a una prostituta. La cosa, claro, será bastante más seria y peligrosa que eso. Hay decenas, cientos (¿miles?) de films sobre juicios, testigos que aparecen a último momento, presiones de todo tipo en el ámbito policial/legal, personajes que no son lo que parecen e inesperadas vueltas de tuerca. En ese sentido, Culpable o inocente no ofrece nada demasiado novedoso. Pero se trata de un entretenimiento de suspenso bien construido (el encargado de la transposición es John Romano, de la serie Monk), bien narrado por Furman () y sostenido por un brillante elenco de actores secundarios (la gran Marisa Tomei, Josh Lucas, Frances Fisher, William H. Macy, John Leguizamo, etc.) que tienen muy buenos momentos para poder lucirse. Un film que podría ser etiquetado como menor por adscribir a ciertas fórmulas genéricas, pero que no por eso deja de ser inteligente y disfrutable a la vez.
En esta película que recrea -con muchas libertades- el secuestro y ejecución del general Pedro Eugenio Aramburu por parte de Montoneros en mayo de 1970 (a partir de un guión escrito a seis manos entre Beatriz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña) jamás se nombran a la víctima, a los victimarios ni a Evita, ni a Perón. Sin embargo, en el film de Filippelli hay personajes que se parecen mucho a figuras de la realidad (Fernando Abal Medina, Norma Arrostito), mientras que el Aramburu que encarna Enrique Piñeyro con ridículo bigote postizo no guarda demasiada similitud física con el líder de la Libertadora. Decisiones estéticas (e históricas) aparte, Secuestro y muerte pendula entre distintos registros y búsquedas sin anclar en ninguno: se pretende un ensayo sobre un momento clave (la presentación en sociedad de Montoneros y el inicio de una larga saga de violencia política), un retratro sobre la relación secuestradores-secuestrado (se queda a años luz de la notable Buongiorno, notte, de Marco Bellocchio) y un registro sobre los tiempos muertos (antes de la muerte) que en esos pasajes me hizo recordar a Los últimos días, la película de Gus Van Sant sobre Kurt Cobain (donde tampoco se lo nombra). Pero vamos a lo que seguramente inquietará a más de un lector: ¿se trata de la película "gorila" que muchos auguraban? Sin caer en el ridículo, cabe indicar que aquí el Aramburu lúcido y conciliador domina la escena y queda mucho mejor parado que los cuatro jóvenes "imberbes", que llevan adelante el "juicio revolucionario" sin demasiado sustento más allá del de arrogarse la supuesta representación del pueblo. A mí -que no tengo demasiadas pasiones puestas en estas viejas antinomias- me hizo más ruido el tono ampuloso, lo recargado de los diálogos entre Aramburu y los jóvenes montoneros que el sentido político de los mismos. Es decir, me molestó más el "cómo" que el "qué". A Filippelli parece no importarle demasiado las actuaciones (las marcaciones, la credibilidad) y, así, por momentos se despega por completo del naturalismo para ofrecer parlamentos que resultan recitados de frases "célebres" escritas por su esposa y colaboradores. Frente a lo altisonante de los interrogatorios del juicio, me quedo con el "mientras tanto", con esos tiempos muertos en los que los secuestradores fuman, cocinan, escuchan la radio o recitan poemas. Momentos todos magistralmente fotografiados por Fernando Lockett (el equipo técnico-artístico está integrado por un verdadero dream-team de la FUC) que retratan la tensión, la angustia, el miedo y las contradicciones que rodearon a aquellos hechos que transcurrieron en una perdida casa de campo de La Pampa, pero que tuvieron una onda expansiva que se mantuvo durante buena parte de la historia reciente generando heridas que, parece, todavía no han cicatrizado del todo.
Mucha expectativa generaba esta nueva película del dúo, luego del sorprendente éxito y de los múltiples premios recibidos con El hombre de al lado. A partir de un cuento original de Alberto Laiseca (quien oficia aquí también de narrador a cámara), los directores de Yo presidente y El artista se arriesgan con una tragicomedia muy ambiciosa que incluye hasta elementos fantásticos. El film arranca con una secuencia ambientada en Marruecos, donde al personaje de Eusebio Poncela -que se dedica a comerciar con España- le cae no uno sino varios rayos en la cabeza, transformándose así en un ser inmortal y con poderes sobrenaturales. La acción salta luego hasta un bar de Olavarría, donde vemos a Emilio Disi y a su frustrada esposa en medio de reproches mutuos y una gran tristeza. Allí se le aparecerá Poncela para proponerle un pacto (¿diabólico?) pero irresistible para un verdadero antihéroe que parece no tener mucho que perder. Comienzan así las desventuras de un hombre que viaja en el tiempo e intenta (no con demasiada fortuna) revivir los principales momentos de su pasado para poder alcanzar la reconciliación, la redención y la paz interior que nunca ha tenido. Personaje patético, chanta y ventajero, el protagonista va recorriendo por segunda vez buena parte de la historia argentina de las últimas décadas, mientras los directores dan rienda suelta a su cinismo, su predilección por la sátira política, a la hora exponer las miserias de la sociedad argentina. El film, para mi gusto, no es particularmente divertido ni punzante, y tampoco me seduce la crueldad (un poco en la línea de los hermanos Coen) con la que los directores someten a sus criaturas ("me fascina la capacidad de daño de un hombre mediocre y amarrete", dice Poncela cerca del final en París) en lo que resulta toda una declaración de principios). Una película audaz, llena de búsquedas e ideas, pero de las cuales no muchas llegan a buen puerto.
Esta transposición del best seller de 2006 escrito por Sara Gruen no es mala, pero podría haber sido mucho mejor. El director austríaco Francis Lawrence (Soy leyenda) y el cotizado guionista Richard LaGravenese (Pescador de ilusiones, Los puentes de Madison) hacen bien los deberes (más allá de las limitaciones del material), pero el gran problema aquí es de casting y se llama, otra vez, Robert Pattinson. El actor de la saga de Crepúsculo es incapaz de darle un mínimo de empatía y convicción a uno de esos héroes trágicos que hubiesen engalanado a cualquier producción del cine clásico del Hollwyood de los grandes estudios. A pesar de los esfuerzos de Reese Witherspoon y el gran Christoph Waltz, como la diva y el malvado dueño de un circo ambulante en la depresiva norteamérica de 1931, el melodrama -dignamente ambientado y narrado- no termina de alcanzar la intensidad necesaria por la inexpresividad alarmante de su protagonista, que -lamentablemente- sigue pareciéndose aquí un vampiro, un actor sin sangre en sus venas.
El director de Construcción de una ciudad reivindica en su nuevo film al septuagenario Jorge Mario, odontólogo de profesión en Entre Ríos, pero entusiasta superochista, obsesivo cinéfilo (hilarantes sus métodos de archivo), conductor de un longevo programa radial dedicado al séptimo arte, fundador de un grupo de boy scouts, campeón de tiro, filatelista y coleccionista de muchos otros tipos de objetos. Entre todas sus reliquias, el multifacético personaje guarda una muy especial: una copia de su western Winchester Martin, que tuvo dos versiones y podría tener una tercera. El protagonista -que por momentos recuerda al Daniel Burmeister de El ambulante- tiene muchos atractivos como para generar empatía del espectador, aunque para mi gusto Frenkel -que hace gala nuevamente de sus múltiples ideas narrativas y visuales- resulta demasiado condescendiente con su criatura, incluso ante cierto patetismo de sus actividades y pensamientos. Igual, se trata de un retrato humano lleno de simpatía y con no pocos hallazgos.