La materia de la colmena Un plano misterioso en el techo del edificio de la Ópera de París descubre a un hombre limpiando un panal de abejas. ¿Por qué está ahí? ¿Qué tienen que ver esos insectos productores de miel con los bailarines de una institución prestigiosa? La respuesta es una metáfora: el ballet parisino es un organismo colectivo y jerárquico que vive en una suerte de colmena. La misión consiste en montar espectáculos de danza (en el período que muestra el filme, El cascanueces , Paquita , entre otros), aunque Frederick Wiseman está interesado en mostrar no sólo el proceso de trabajo sino también el espíritu y la materia de una institución. Formalmente brillante y sociológicamente precisa, La danse no sólo es una generosa introducción (popular) a la danza clásica, una expresión artística ligeramente tutelada por una clase social específica, sino también un magnífico retrato del trabajo. El veterano director estadounidense filma la institución y consigue (de)mostrar cómo se articula la fuerza de trabajo de muchos para que un bailarín doblegue la gravedad y coreografíe en el espacio movimientos que pueden expresar ternura, locura, piedad, ligereza. Los cocineros, los costureros, los músicos empujan a los bailarines. La institución es una totalidad e implica un orden. Wiseman es un maestro de la invisibilidad. Su método consiste en ubicar su cámara en puntos estratégicos de una institución y hacer que sus planos funcionen como un discurso. No hay voz en off, entrevistas o títulos que expliquen. Se trata, naturalmente, de un documental observacional, pero el punto de vista de Wiseman destituye cierta tendencia conformista del observacionismo. Es que, en el montaje, el octogenario director destila su punto de vista: un obrero que pinta una pared mueve su muñeca con gracia. ¿Es un artista? Del mismo modo, los excelsos bailarines, que deberán luchar por el estatus de su jubilación excepcional, son también trabajadores, además de artistas cuyo dominio del movimiento del cuerpo resulta admirable. Por otra parte, la ausencia de bailarines morenos tal vez no sea una contingencia. “Mitad monja, mitad boxeador”, dice un personaje respecto de la danza. Sutileza y fuerza, el cuerpo es aquí una fuerza que produce figuras perfectas que conjuran la anatomía brutal del homo sapiens, poco proclive a la agilidad estética. El placer visual es extremo, y el deseo de bailar ya no será ajeno.
La vida es sueño Muchas reseñas sobre El origen insisten en la proximidad entre la última obra de Cristopher Nolan y la concepción de los sueños en el psicoanálisis. ¿Freud revisitado por Hollywood? Puede ser, aunque esta nueva aproximación de Cristopher Nolan, director de Batman y Memento, a su tema predilecto, la alteración de la percepción y el carácter contingente de la identidad, es más bien un thriller filosófico. El sólido Leonardo Di Caprio es un espía corporativo llamado Cobb, un hombre capaz de extraer y leer el subconsciente ajeno. Este fugitivo de la Justicia norteamericana, viudo y padre de dos hijos a los que extraña durante su obligada ausencia, surfea libremente a través de los sueños de los otros, excepto si el “subconsciente ha sido militarizado”. Asistido por una tecnología jamás descrita pero efectiva, él y sus ayudantes se conectan con las representaciones oníricas de sus blancos. Cobb será contratado por el líder de una corporación japonesa. El objetivo: manipular la suerte de un competidor monopólico. Ya no se tratará de descifrar los secretos del subconsciente del rival más poderoso sino de inseminar un pensamiento que pueda alterar el deseo y, por lo tanto, la identidad. El pensamiento es un virus, el más poderoso; una idea dirige la voluntad. Si Matrix de los hermanos Wachowski funcionaba como una introducción a la filosofía platónica y el mito de la caverna, El origen parece una introducción perfecta a la primera meditación metafísica de Descartes: no hay un criterio preciso y confiable para distinguir entre la conciencia de la vigilia y la onírica; la certeza es un mito. Escrita y dirigida por Nolan, no hay duda de que se trata de una película personal. Sus obsesiones están presentes, pero la espectacularidad de sus efectos, algunos admirables, termina por debilitar su apuesta filosófica y la fluidez narrativa del filme. En un pasaje intranscendente, un personaje mira un retrato del pintor Francis Bacon. Es un rostro fragmentado, desarticulado, un rostro desprovisto de unidad en el que la identidad humana se devela frágil y deleznable. Es un plano de transición, casi imperceptible, y es allí donde descansa el centro filosófico del filme.
EL SER DE LA BUROCRACIA Una de las grandes películas de la década se estrena en nuestro país; un prodigio formal y conceptual, en síntesis: una obra maestra. Desde su estreno en Cannes en mayo de 2009, en donde se llevó el premio especial del jurado, el segundo filme de Corneliu Porumbiou (Bucarest 12:08) es, junto con La noche del señor Lazarescu, una de las obras maestras de llamado Nuevo Cine Rumano. No hay duda que en la tierra de Drácula los cineastas saben filmar. Narrativamente minimalista y filosóficamente maximalista, Policía, adjetivo se estructura a propósito de una larga tarea de espionaje y dos interludios (uno mejor que el otro) en donde la densidad humorística y política del film aparece en todo su esplendor. Cristi es policía. Investiga (y persigue a la distancia) a un joven que puede estar ligado a una red de narcotráfico. Cada tanto escribe un informe, que suele verse en un primer plano, lo que permite entender cómo el oficial arriba a sus conclusiones de la pesquisa: detener al sospechoso es un error. Su reporte jurídico posee un fundamento político, que se revela casi al final del film y será malditamente deconstruido por su superior. Porumbiou elige planos extensos y fijos, su cámara se mueve solamente cuando la acción lo precisa y, en su versión idiosincrásica de cinéma vérité, la película carece de música y subrayados. Policía, adjetivo alcanza su maestría en un pasaje extenso y preciso, con algunos cambios de encuadre, aunque siempre sin movimiento, en donde Cristi, un compañero y el jefe del departamento de policía discuten el significado de la palabra ‘conciencia’. Como si se tratara de un diálogo platónico, sin por esto subscribir a la filosofía del griego, el jefe refuta las objeciones de Cristi, quien, auxiliado por un diccionario, entiende cómo las leyes cambian con el tiempo y cómo lo que hoy está prohibido mañana será permitido. ¿Es Cristi un relativista? ¿Es su superior un sofista? Por las definiciones circulares del libro, un manipulado Cristi redefinirá su postura, y nosotros, los espectadores, entendemos en pocos minutos el funcionamiento micropolítico y semántico de la burocracia, un sistema institucional que induce imperceptiblemente comportamientos y subordina cualquier surgimiento de autoconciencia. Se trata de que la identidad del agente esté definida por una subjetividad colectiva y cerrada que funciona y se compone por oposición de un gran Otro, el civil. En el nombre del bienestar general y del orden simbólico, se impondrá una lógica. El último plano del film es lúcido y secretamente violento: un pizarrón y Cristi con una tiza en su mano condensa un estilo (y estigma) de vida: la burocracia piensa por nosotros.
Los vuelos de un octogenario La vejez es un estadio en el que un artista puede alcanzar una libertad soberana. A sus 87 años, Resnais demuestra por qué es un cineasta fundamental. Moderno, lúdico, declaradamente formalista, y un surrealista anacrónico, Resnais, que ya está preparando su próxima película, puede en Las hierbas salvajes transitar magistralmente la comedia romántica, el thriller, el drama y hasta insinuar un musical, siempre con una fluidez admirable. El origen literario de Las hierbas salvajes (basada en la novela El incidente , de Christian Gailly) sólo podrá asociarse a una voz en off capaz de describir lo que sucede en la película como también de interpretar los pensamientos de los protagonistas. El resto del filme es puro cine. Así, el plano inicial, es un misterioso travelling hacia adelante. La cámara se dirige hacia un agujero en una construcción abandonada. Luego, sobrevolará a ras del suelo la hierba salvaje que crece en el pavimento. Es una metáfora del encuentro azaroso entre dos sujetos y un amor cuyo destino más certero podría ser el fracaso. Pero no aquí, pues en el cine, o más bien a la salida, “nada nos sorprende. Todo es posible”. El robo de una cartera y la devolución de una billetera serán los lazos entre Marguerite y a Georges. Ella, dentista y soltera; él, casado con hijos, y quizás un sobreviviente de alguna crisis devastadora, al menos a juzgar por su conducta por momentos delirante. Estos cincuentones poseen una pasión en común: la aviación. Poco importa si el romance prosperará, pues en este retrato del amour fou la asociación libre es la regla, lo que importa es volar. La cartera vuela, la cámara también, y el vuelo concreto del desenlace llevará a una resolución narrativa que parece un koan del Zen. Si Corazones era secretamente un filme sobre la nieve, Las hierbas salvajes es oblicuamente un tratado sobre el color. Las luces de neón de una sala de cine, un momento sublime, son imborrables. El resto es puro Resnais: hacer visible cómo funciona nuestro órgano pensante. Sus planos son materializaciones perfectas de cómo pensamos.
Historia mínima Tras un inicio exitoso en Cannes 2009, que se repitió en cuanto festival la exhibió, La pivellina es una de las pocas películas italianas que ha capturado tanto a la crítica como al público. ¿Cuál es su secreto? ¿Una película sin mafias? Escrita por Tizza Covi y codirigida por ella y Rainer Frimmel, La pivellina sostiene su relato mínimo a través de un retrato amoroso acerca de todos los personajes implicados en “resolver” el destino de una niña de 2 años. Desde el plano inicial en el que una mujer con el pelo teñido de bordó busca a su perro por las inmediaciones de una plaza, y en vez de encontrar a la mascota halla a una niña abandonada, no solamente se confirma una estética de documental a una ficción sino también una impronta humanista asignada a una visión. El mundo de Patty no es el típico escenario del primer mundo. O quizá sí. Vive con su marido en un parking de caravanas, en uno de los tantos suburbios cercanos a Roma. Los dos trabajan como animadores circenses. Es una vida casi marginal, aunque la violencia parece erradicada. Si la madre vendrá por su hija o no, si la policía descubrirá la “adopción” irregular, son elementos que aquí tienen poca importancia. No es allí donde La pivellina resplandece y obtiene su fuerza. Es que el pequeño milagro de este filme tan pequeño como su protagonista pasa por mostrar una modalidad vincular en la que el cuidado por el otro no connota ninguna operación mercantil, ni ninguna evaluación y cálculo egoísta. La cámara encuentra un estilo de vida en el que la solidaridad no es un valor sino una práctica. Además, lateralmente, Covi y Frimmel develan un tipo de masculinidad alejada del machismo patotero. Sus personajes varones son capaces de ternura; en ese sentido, el amor que emana de Tairo, el adolescente del filme, es sencillamente una revelación. Su personaje justifica la película.
EL FIN DE LAS ESPECIES Una película cuya única defensa pasa por la belleza de un pulpo, un festín darwinista que parece una escena bélica en altamar de Pearl Harbor, un “barrio” en el fondo del mar en el que está de moda el mimetismo y unas medusas impetuosas. Después de un majestuoso plano cenital del mar se ve a unos niños y preadolescentes corriendo hacia el mar: “¿Qué es el océano?”, dice el narrador en off, omnipresente pero no siempre parlante, mientras un chico contempla la inmensidad del océano. La respuesta, lógicamente, es la totalidad de la película, un conjunto de registros asombrosos con los que se intenta conjurar una noción utilitarista de la naturaleza (marina). Una iguana emergiendo de las profundidades es la primera criatura visible. ¿Es un buzo por otros medios? En sus ojos, minutos más tarde, se reflejarán las emisiones de un cohete espacial, lo que sugiere una tesis: el cielo aún inexplorado tiene su correlato en las profundidades del mar. Son dos cosmos fascinantes: lo que es arriba es abajo. “Llegará un día que nos habremos hastiado de estas cosechas de imágenes desconocidas”, decía André Bazin sobre El mundo del silencio, de Cousteau, un pionero en el género. Perrin y Cluzaud ofrecen miles de imágenes de la vida en el mar. Casi todas sorprenden: un pulpo anaranjado, las medusas, una mantarraya y miles de criaturas que sólo un biólogo especializado podrá reconocer contradicen la advertencia de Bazin. Un “ejército” de cangrejos rumbo a una batalla es un pasaje admirable, y la secuencia de un navío en altamar luchando por mantenerse a flote resulta misteriosamente poderosa. No hay efectos especiales, y nuestra especie allí parece vulnerable. Océanos no se priva del sermón proteccionista, ni de apelar a la culpa de especie, ni de explicitar empatía con las criaturas marinas antropomorfizándolas. Si bien el darwinismo es la filosofía que develan las imágenes, al final se invita a creer en la reconciliación de las especies y en la armonía universal, algo subrayado por un hombre que se desliza al lado de un tiburón como si se tratara de un camarada ecológico. Océanos habría sido extraordinaria si hubiera prescindido del discurso y de su música (berreta), y hubiera creído enteramente en sus protagonistas sin lenguaje.
El nacimiento de una nación ¿Cómo filmar la resistencia y la soberanía? ¿Cómo filmar la vida avasallada por el extranjero, ese invasor multifacético que habla español, inglés y luego japonés? El joven Raya Martin, con sólo 26 años, parece tener una respuesta. En un principio fue su ópera prima, Una película corta sobre el Indio Nacional. En esa ocasión, Martin encaraba otro relato de independencia, en el que el colono español ocupaba el lugar del malvado. Luego hizo un par de películas, y ahora llega Independencia, segunda parte de una trilogía sobre la historia de Filipinas, una obra madura y jovial, moderna y prístina, un filme políticamente lúcido y estéticamente singular, cuyo relato casi familiar y generacional tiene como pesadilla estelar a los estadounidenses. Todo empieza en una fiesta. Los filipinos cantan, bailan, beben, hasta que un sonido interrumpe la alegría colectiva. “¿Son ellos?”. La invasión se avecina, y una madre y su hijo mayor se van a vivir a la jungla. Encontrarán una choza, cultivarán la tierra, quizás el joven cazará. En algún momento, él encontrará una mujer en una de sus expediciones. Ha sido violada por un soldado enemigo. Más tarde, formarán una familia, y tendrán un hijo. ¿De quién es el primogénito? Bastará con observar bien para saber la respuesta. Y algún día, los “hijos” de la nación de Roosevelt, liderados por el general Arthur MacArthur, arrasarán. Ni en la lejanía de una selva existe el sosiego. El procedimiento estético de Martin es genial: adopta la forma cinematográfica del conquistador correspondiente a la época (primera década del siglo pasado), pero en su apropiación inventa una forma que se desmarca del lenguaje del amo. Parece un filme de Murnau o Flaherty, aunque la selva es un estudio. Los sonidos y la luz intensifican los planos fijos predominantes; el artificio de una tormenta simboliza la llegada del ejército enemigo. Así, Martin improvisa y materializa un expresionismo de resistencia. En el artificio descubre su propio lenguaje. En el epílogo, un personaje tomará una decisión inesperada. Lo que el colono no puede administrar es la propia vida. Es un gesto mínimo de autodeterminación. Allí empieza la nación, y quizás la libertad.
Clase de taoísmo global “El buen general no ama la agresión. El buen guerrero no es cruel. Si quieres vencer al enemigo, no lo enfrentes”. El razonamiento aforístico bien podría haber salido de la boca del Buster Keaton oriental Jackie Chan, quien interpreta aquí al Sr. Han, pero la sentencia pertenece a Lao Tse, el fundador del Taoísmo, la milenaria sabiduría filosófica que contextualiza las patadas voladoras y todas las coreografías de lucha de esta película. Más que Karate Kid esta remake del viejo clásico de los 80 debería titularse “Kung Fu Kid”, pues el arte marcial en cuestión es chino y no japonés, y el Sr. Han, el maestro en cuestión, que trabaja como portero de un edificio de Pekín, no es un inmigrante procedente de Okinawa como el Sr. Miyagi (Pat Morita). Son consideraciones menores, pues este y aquel Karate Kid no son otra cosa que filmes inspiracionales para preadolescentes en los que la disciplina física es también un método para constituir el carácter. Como sucedía en el original, un niño de 12 años debe enfrentar la adversidad propia de haberse mudado a una nueva ciudad, lo que implica nuevos amigos (y enemigos), otras costumbres, otra escuela, y, en este caso, otro idioma. Junto con su madre, quien ha sido trasladada en su trabajo de Detroit a Pekín, Dre no sólo tendrá que defenderse de unos patoteros de su escuela, sino que habrá de absorber una cultura distinta a la suya. El Sr. Han será su guía principal, también una compañera de escuela capaz de interpretar a Bach y de bailar break-dance, más allá de tener los ojos rasgados. El entrenamiento marcial diseñado por Chan es vistoso y verosímil. La famosa patada de la grulla es sustituida por el movimiento hipnótico de una cobra; en vez de pintar, el discípulo se entrenará colgando su campera, y la discreta estética taoísta reemplaza la geométrica belleza del sintoísmo, aunque la figura de Mao merodee en varios pasajes. Los planos aéreos y generales sobre La Gran Muralla y La Ciudad Prohibida parecen auspiciados por el ministerio de turismo de China, pero la dirección de Harald Zwart permite descubrir respetuosamente los laberintos de Pekín, la vida callejera y algunas zonas rurales. En un viaje en tren Karate Kid revela su punto filosófico y el puente entre Oriente y Occidente: la energía vital y cósmica que penetra todas las cosas, lo que se conoce como “Ch’i”, habrá de interpretar Dre ante la enseñanza de su maestro, no es otra cosa que la fuerza de la que hablan los Jedis en Star Wars. En la era global, George Lucas es un epígono de Lao Tse.
Primer grado Excepto que uno sea un platónico y crea que conocer es recordar, las películas en las que los protagonistas excluyentes son niños permiten volver a mirar, ya no como actores sino como observadores curtidos, una experiencia crucial y constitutiva de la vida de cualquiera: un período, la infancia, en el que el lenguaje y las acciones de los otros resultan el texto de estudio vital con el que se aprende a actuar. Los niños en el cine, literalmente, actúan; la interpretación es siempre una cuestión de adultos. Los senderos de la vida es minimalista y lineal en su narrativa, y maximalista y sofisticada en la profusión de detalles. El destino incierto de dos hermanas, una de 6 años y la otra de 3, una vez que su madre les informa que quedarán a cargo de su tía mientras ella resuelve algunas cosas (entre ellas, la relación con su padre), excede el orden de un guión. Los gestos y el comportamiento de Jin y Bin no se escriben, se descubren. En ese sentido, la constancia del primer plano de las niñas y algunos planos detalle son elecciones perfectas de puesta en escena. Naturalmente, el guión prescribe un contexto: Seúl, luego una zona rural, una clase social (trabajadora), una economía inestable (un indicio sugerido por el paisaje urbano y algunos diálogos), una tía alcohólica incapaz de cuidar de sí misma, el regreso indefinido de la madre, el encuentro con la abuela paterna y una introducción a la vida campesina, que resultará una esperanza. Pero esos mojones narrativos son un mero estímulo, pues por cada reflejo, reacción y asimilación de los niños el filme crece en volumen y convierte cada pormenor en un microcosmos. En la segunda película de So Yong Kim, indirectamente autobiográfica, como en otros filmes como Ponette, El viajero, La pivellina y tantas otras películas con niños, hay un aprendizaje. Aquí, lógicamente, se trata de cómo asumir la decepción y el abandono. Las niñas venderán langostas como golosinas y juntarán monedas en una alcancía, un regalo de la madre investido con una promesa de regreso. Mensurar el afecto con dinero sugiere un modo de estar en el mundo. La mala lectura de Jin y Bin sobre la función del dinero destituye, al menos por un momento, su valor absoluto, del que los adultos ni siquiera dudan. En la infancia se aprehende un mundo, valores, concepciones de belleza, de trabajo, justicia y amor. Los senderos de la vida constituyen una prueba irrefutable de que la infancia no es otra cosa que una hiperbólica y visceral experiencia de un estado existencial (y no de crecimiento) que secretamente jamás termina. La infancia subsiste porque siempre habrá algo que no sabremos cómo vivirlo. La inexperiencia es la regla.
Súper psicosis Una de las pocas citas no muy felices de Jean-Luc Godard, al menos si está fuera de contexto, es aquella que dice: “Lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola”. Kick-Ass, la adaptación de la novela gráfica de Mark Millar y John Romita Jr., a cargo de Matthew Vaughn, es una lectura literal del concepto, aunque habría que adaptarla a nuestro tiempo: una niña y una bazuca. Tras la muerte de su madre y cansado de ser blanco de patoteros, Dave Lizewski, más cerca del proletario Peter Parker que del aristocrático Bruno Díaz, sueña con ser un superhéroe, y sabe, “como los asesinos seriales”, que no alcanza con fantasear. Un traje verde, dos bates, un poco de entrenamiento, y ha nacido un superhéroe: Kick-Ass. Así, en una lucha callejera, varios adolescentes serán testigos de una proeza del enmascarado. Al instante, su valentía se globaliza por la web, lo que tendrá consecuencias para el mundo del hampa. Además, un ex policía y su hija (de 11 años), devenidos en héroes vengadores, quizás unan fuerzas con Kick-Ass, pues planean desbaratar la red criminal que vincula a la policía con un villano. Ideal para sociólogos de la cultura pop, Kick-Ass sirve tanto para visualizar las coordenadas ideológicas de una nación cuyos íconos literarios están representados por cómics como para intuir una sociedad proclive a la psicosis y a la democratización generacional de la violencia. ¿No es acaso un signo de fragmentación psíquica la doble identidad paradigmática del superhéroe? La hipótesis se desliza al comienzo, cuando un joven encapuchado (armenio y sin poderes) salta de un rascacielos y la ley de gravedad detiene su delirio mesiánico. La voz en off del héroe en cuestión se pregunta: “¿Cómo puede ser que nadie haya intentado ser un superhéroe?”. Detrás de la retórica repiquetea la muda angustia adolescente. Kick-Ass no es El protegido, hasta ahora el esfuerzo más lúcido para entender el subtexto “primitivo” del cómic, aunque sí sugiere que detrás de estos universos maniqueístas e infantilizados se puede divisar un conjunto de síntomas para ser descifrados. El cómic, por otra parte, conoce aquí su total fusión con el imaginario en el que Quentin Tarantino es una deidad pop y un gurú indiscutido. Que una niña de 11 años, a imagen y semejanza de Uma Thurman en Kill Bill, decapite, acuchille, balee y pondere una pistola como si se tratara de un juguete de ingenio no es otra cosa que el triunfo ostensible de una estética que ya ha naturalizado la violencia como una forma de vida y un legítimo entretenimiento para todas las edades.