Donde viven los niños ¿Cómo filmar la niñez? No es una pregunta novedosa, y no es la primera vez que resulta pertinente a lo largo de este año en el que se han estrenado Los senderos de la vida, La pivelina y Donde viven los monstruos (en DVD). Sin duda, la aproximación de Spike Jonze en este último filme es inmejorable, pero la colaboración entre el mayor cineasta japonés en actividad, Nobuhiro Suwa, y el actor galo Hippolyte Girardot constituye, probablemente, una lección acabada y magistral de cómo filmar la percepción y experiencia de y desde la infancia. La historia es conocida: Yuki, una niña de 9 años, descubre que sus padres están por separarse, lo que implica mudarse con su madre de París a Tokio. En un principio, lo que parece dolerle no es tanto vivir alejada de su padre sino de su gran amiga, Nina, una operación psíquica precisa, ya que la pérdida de una amistad es palpable en su experiencia y el cambio de su cotidianidad familiar suena una abstracción. Suwa y Girardot (que interpreta además al padre de Yuki) habrán de capturar y filmar cómo un niño aprende lo que desconoce y los procedimientos imaginarios con los que se conquista una situación inconcebible. Una separación es traumática, principalmente porque para un niño implica incorporar en su historia de vida un hecho que trastoca su orden afectivo y simbólico. Girardot ha trabajado sobre la interpretación de las niñas. El trabajo de dirección, en ese sentido, es formidable. El naturalismo domina la escena. Formalmente, es un filme de Suwa: los planos extensos y los tiempos de las escenas son una marca registrada. Sin duda, es un trabajo en dúo que conlleva un diálogo entre dos culturas, algo que en la carrera de Suwa comienza en H Story, prosigue en Una pareja perfecta y se afianza aquí. Hay una pasaje clave en Yuki & Nina. Las niñas se escaparán y se adentrarán en un bosque. Es un viaje simbólico que desconocerá las leyes del tiempo y el espacio, no exento de peligros, que permite ver la adaptación psíquica y emocional de Yuki respecto de su futuro. La secuencia se cierra con un plano general en el que la dimensión del bosque empequeñece a la niña y denota, al mismo tiempo, tanto su soledad como su valentía. Se trata de un momento en el que se ve poéticamente la textura existencial de la infancia. El cine, en esos minutos, se convierte en un arte insuperable y poderoso.
Encuentros lejanos En algún lugar del sur de Francia, Jean (el excelente Vincent Lindon) vive tranquilo con su mujer y su único hijo. Él es albañil y su mujer obrera de una fábrica, oficios que en este primer mundo permiten vivir dignamente. El plano inicial en el que la familia tipo disfruta de un picnic en la campiña francesa resulta una postal de una felicidad mínima pero legítima. El desarrollo del filme no objetará esencialmente ese modelo de felicidad, aunque su relato involuntariamente trastocará ese orden familiar luminoso. Es lo que sucederá cuando la maestra del hijo de Jean, Verónique (Sandrine Kiberlain), por cuestiones vinculadas al colegio se encuentre con Jean. No será amor a primera vista, sino la construcción (in)voluntaria de un vínculo indefinido entre un hombre y una mujer, aunque nada será igual. La atracción desafía a la lógica, y, más allá de los compromisos con quienes amamos, el deseo no siempre obedece la voluntad de lealtad. La puesta en escena sutilmente acentúa el dilema de Jean: a cada plano en el que él y Verónique se saben atraídos, le sigue un plano familiar. Esa construcción narrativa expresa la oscilación afectiva de Jean. En ese sentido, en la secuencia en la que Verónique interpreta con su violín un pasaje de Salut d’amour de Elgar se la verá de espaldas. Más tarde, en una escena esencial, ella volverá a interpretar la canción en el aniversario del padre de Jean, y se la verá tocando de frente. Son motivos formales que denotan la posición psíquica de Jean. Es un instante de una riqueza narrativa admirable: la familia está reunida, la mujer de Jean observa y en un gesto mínimo entiende todo. Como sostiene Slavoj Zizek, existe una ley del deseo, un imperativo que debe soportar, que consiste en decirle al sujeto que no renuncie a su deseo: la única culpa posible en relación a esta ley es la traición del deseo. Se trata de una declaración que bien podría ser la moraleja de la inteligente película de Stéphane Brizé. El travelling hacia atrás con el que termina Une affaire d’amour no dice otra cosa.
Hogar, irascible hogar Un día en familia bien podría llamarse “Historia de Yokohama”, en alusión a Historia de Tokio , uno de los tantos dramas familiares magistralmente filmados por el maestro Yasujiro Ozu, referencia evidente en el séptimo filme de Hirokazu Koreeda: la distancia de cámara, los trenes, los conflictos silenciados remiten a él, aunque igual es muy diferente. Cineasta accesible y diverso, sus filmes pueden versar sobre el limbo ( Afterlife ), el abandono infantil ( Nadie sabe ), samuráis (Hana) o sobre cómo una muñeca inflable se convierte en un ángel mientras observa las miserias de nuestra especie ( Air Doll ). Un día en familia, como su título sugiere, no es otra cosa que un retrato de una institución férrea e invencible, la supuesta célula de cualquier sociedad, aunque la virtud del filme reside en ser específico y universal. Las costumbres y el procesamiento de los sentimientos son ostensiblemente japoneses; las complejidades de los vínculos familiares son reconocibles aquí y en Marruecos. Tres generaciones de una familia de clase media se reencuentran en Yokohama. El motivo: el decimoquinto aniversario de la trágica muerte de Junpei, el hijo preferido. Su hermano mayor, Ryota, siempre se ha sentido secundario ante sus padres, y su incomodidad se acrecienta, pues este restaurador de arte debe presentar a su nueva esposa, que tiene un hijo de otro matrimonio: “una divorciada es mejor que una viuda, al menos es voluntario”, dirá la madre al saber más de su nuera. La crueldad es una constante, aunque esté revestida de buenos modales. La hermana de Ryota parece tener mejor suerte: sus dos hijos y su marido, vendedor de celulares, se muestran felices, a diferencia de los padres de Ryota. La trama, que se circunscribe a un día, es suficiente para identificar un modelo y los códigos culturales que estructuran la subjetividad nipona, lo que no impide hallar semejanzas y diferencias. Es que la disfuncionalidad de la institución familiar no es una prerrogativa del cine indie estadounidense y el existencialismo salvaje de Bergman. Excepto que se profese una candidez militante, la familia, como solía decir un cantante popular argentino, es un vía crucis en cooperativa. Koreeda muestra cómo la ternura y la ferocidad atraviesan los vínculos primarios que en gran medida determinan quiénes somos.
LA PESIMISTA PRODIGIOSA El film de Achache pertenece a un género ligeramente inclasificable que bien podría llamarse exitencialismo light francés pero oblicuamente norteamericano, film diseñado para emocionar y hacer pensar, operación fallida porque no hay ni materia gris, ni un genuino acercamiento a la vida emocional de sus personajes. Parece buena y simula inteligencia, pero El encanto del erizo no es otra cosa que cine berreta adornado de firuletes retóricos de naturaleza filosófica; al desatento, quizás, le podrá parecer sabiduría amarga extraída directamente de la pluma de Cioran, aunque el rigor filosófico del filme compite en negligencia con el horóscopo chino y los consejos de un charlatán de turno. Es cierto que una sentencia como “el psicoanálisis compite con la religión en su amor por el sufrimiento”, dicha por una niña de 11 años, puede llamar la atención. Pero a no engañarse: la última frase (y otras tantas) es para póster de consultorio. Inspirada en la novela de Muriel Barbery “La elegancia del erizo”, la película de Mona Achache cuenta la historia de una niña de 11 años que nos informa que a los 12 se suicida. Como si hubiera leído las obras completas de Schopenhauer, Camus y Cioran, la pesimista prodigiosa describe a sus padres como neuróticos y burgueses, desprecia los privilegios materiales (aunque sabe que es potencialmente rica) y sospecha que el sinsentido ruge detrás de todas nuestras prácticas. Paloma discute sobre el origen del Go y puede dibujar como Caloi; su principal objetivo es preciso: hacer una película, y luego morir. Así, filma todo: la muerte de un vecino, el llanto de una amiga, los brotes histéricos de su madre o de su hermana mayor. Sus pares, naturalmente, no pueden ser sus compañeros de escuela, y menos aún sus familiares. La portera de la casa y un nuevo vecino japonés, ambos lectores y amantes del cine de Ozu, viudos pero quizás protagonistas de un posible noviazgo tardío, son sus amigos. Los días pasan, los vínculos se afianzan y la promesa de quitarse la vida subyace. La música, en cualquier película, es siempre sospechosa. La banda de sonido es aquí una clave: las melodías y su orquestación remiten a Belleza americana, una película tan nihilista como ésta, pues allí también se traicionaba elegantemente a la vida en nombre de un trasmundo. Aquí escucharemos predicar a un personaje desde el más allá. No será nuestra Paloma, sino una víctima (del guión) que será (cruelmente) sacrificada para que nosotros memoricemos de qué modo hay que morir. Mientras se afianza el mantra suenan los acordes: la vida está en otra parte.
Un rato en Planet Hollywood Mientras largan los créditos suena un clásico de Thin Lizzy. El tema repite: "Los chicos están de regreso en la ciudad". De eso se trata: las leyendas del cine hollywoodense de los '80 vuelven; quizás para despedirse, homenajearse, o simplemente para dar testimonio de que todavía están para dar pelea. En efecto, a simple vista Los indestructibles no es otra cosa que un honesto ejercicio de nostalgia y una celebración machista arcaica. Las motos, las armas, los cuchillos, el lugar de la mujer en la vida de los hombres constituyen las coordenadas de un mundo en el que Stallone es una deidad anabólica y un ícono histórico. La mirada del astro parece más cristalina; su espalda tatuada opera como testimonio. Ha pasado el tiempo. Pero Rocky no está solo. En un pasaje, Conan y el teniente McClane, es decir, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, se encontrarán. Los tres socios de Planet Hollywood coparán la pantalla. Es un instante documental que excede al relato. La otra gran presencia mítica es Mickey Rourke, un tatuador motoquero, capaz de filosofar sobre la culpa y las mujeres, pero la mejor línea la pronuncia el villano del filme, Eric Roberts, a propósito del vínculo de un dictador latinoamericano (cuyo parecido con el conductor de "Aló Presidente" es ostensible) y su hija, una suerte de artista y rebelde: "Mal Shakespeare". Ella será el amor platónico de Stallone, aunque el homoerotismo del filme también se podría vincular a los sabios griegos. ¿No es Jason Statham el amor secreto del líder de los mercenarios? Jet Li, por lo pronto, no tiene familia, ¿o sí? Aquí, todo es muy simple (e incoherente). Un grupo de mercenarios tiene una misión: derrocar a un presidente latinoamericano. Naturalmente, la CIA está en el asunto, y el negocio no puede ser otro que la venta de drogas. Los indestructibles tiene sus apologetas. Un ataque aéreo, un dardo contra la cámara y un monólogo absurdo de Rourke, sin embargo, no alcanzan para redimir este fabuloso compendio en el que se expresa el imaginario primitivo de una nación. Y si se trata de la amistad entre hombres habrá que volver a Ford y a Hawks. Hubo un tiempo en el Hollywood fue civilizado.
Las variaciones de la experiencia religiosa En las conclusiones de su monumental Las variaciones de la experiencia religiosa William James decía: “El amor a la vida, en cualquier y en cada uno de sus niveles de desarrollo, es el impulso religioso”. La tercera película de Carlos Reygadas, que se anima incluso a plasmar delicadamente un milagro, puede seducir hasta al incrédulo o al ateo más consumado. En última instancia, este melodrama atravesado por enigmas y dilemas teológicos resulta auténticamente humano, demasiado humano. Al norte de México, en el seno de una comunidad menonita en donde todavía se habla un dialecto medieval (Plautdietsch), el padre de una familia numerosa se ha enamorado de una mujer que no es la madre de sus hijos. La honestidad es la regla: Johan jamás lo ha ocultado, y su esposa y su amante esperan. ¿No es adulterio? La condenación moral es inexistente, solamente importa descifrar si se trata de la voluntad del Altísimo. Así lo conciben todos los involucrados (mujer, amante, padres), lo que no implica que la situación no sea dolorosa. La resolución tomará un tiempo, y en ese transcurso se revelará una forma de vida cuyas prácticas podrán parecer arcaicas, pero no por eso irrelevantes. Luz silenciosa , más allá de su drama amoroso, es indirectamente un retrato de una comunidad y sus prácticas: la cotidianidad, un ritual funerario, el sexo, el diálogo entre un padre y su hijo, el trabajo quedan registrados por la cámara de Reygadas. Los formidables planos secuencia sobre el cielo y la tierra que abren y cierran la película evocan un misterio cósmico en la inmanencia. Una mano interceptando un rayo del sol, un tractor pisando los maizales y un beso constituyen actos cotidianos que ante la cámara son revelaciones o variaciones de la experiencia religiosa. Al cinéfilo, el desenlace lo remitirá a La palabra , del maestro danés Dreyer, aunque la sensualidad de un evento extraordinario (y religioso) y la rigurosa puesta en escena de ese pasaje le pertenecen exclusivamente a Reygadas. Los racionalistas podrán soltar una carcajada; los impacientes quizá miren la hora. Quien posea la libertad suficiente para mirar y escuchar será testigo de una fantasía metafísica tan humana como el deseo de amar y gozar del cuerpo de un ser amado.
Perversiones nacionales El escenario es el Colegio Nacional Buenos Aires; el contexto histórico, marzo de 1982. El rector da la bienvenida y propone una perspectiva: “La historia del país y la historia del colegio están entrelazadas”. Se cita a Belgrano, a Mitre, padres fundadores de la Patria y el colegio. Son historias casi indistinguibles: el colegio es la nación por otros medios. Así, Lerman demostrará dicha tesis plano tras plano, y pondrá atención particular en mostrar cómo puede afectar la Historia a la historia íntima de cualquier sujeto, en este caso, una preceptora (Julieta Zylberberg en un papel consagratorio) que experimenta una lacerante represión sexual, que viene acompañada por el cortejo de un superior, un simpatizante del gobierno de facto y un fiel practicante inconsciente de la teoría de los dos demonios. Es una guerra ganada, pero los rebrotes y los retoños hay que atenderlos y eliminarlos. La mirada invisible parece un título inspirado en Foucault. Todo debe ser inspeccionado por el gran Ojo; la vigilancia y el castigo son una política pedagógica, partes indiscutibles de una práctica a la que le corresponde una ciencia moral. La risa y el romance son una interdicción. Una caricatura en un papel es sinónimo de expulsión; tomarse la mano en un pasillo es un argumento suficiente de amonestación. La pureza se inscribe y se escribe con sangre. La perversión acecha y aquí conoce su versión micropolítica. En efecto, la bedel introyecta una política de Estado, y más allá de su (des) conocida historia familiar, su acatamiento respecto de un modelo de conducta cívico y hegemónico tiene efectos precisos aunque también no deseados: detectar jóvenes fumando en el baño es una obsesión; desearlos secretamente es una compulsión. Finalmente, la libido se canalizará de un modo siniestro, lógico para el tiempo histórico en el que vive su personaje. El último plano del filme, una soberbia panorámica del patio del colegio invadido paulatinamente por un sonido exterior que denota disturbios callejeros, es sencillamente formidable. Después, vendrán los créditos, aunque una interrupción repentina y pertinente permite descubrir que ese bullicio lejano pertenece al gran pueblo argentino que festeja en Plaza de Mayo una nueva aventura castrense. La perversión no tiene límites.
EL TRIÁNGULO DE LOS BURGUESES Una película innecesaria, por momentos ridícula, con buenos intérpretes en manos de un director que supo ser una promesa hace dos décadas atrás. Las grandes películas son siempre impredecibles. Pasan los minutos y uno va perdiéndose entre las imágenes sin saber exactamente hacia dónde va ese universo sonoro y visual que se despliega misteriosamente en la pantalla. Imperio, de Lynch, Aquel querido mes de agosto, de Gomes, Las hierbas salvajes, de Resnais, son ejemplos recientes. Los tres primeras secuencias de Chloe desnudan toda la película. Nada de misterio, evidencia pura, casi burlesca. La voz en off de la joven escort (A. Seyfried) que da nombre a la película nos confiesa sus virtudes. Dice ser buena con las palabras, un plus del erotismo que garantiza con su cuerpo. Después, Catherine (J. Moore), una ginecóloga exitosa, le explicará a su paciente el carácter mecánico del orgasmo femenino, un indicio indirecto de que su matrimonio de 20 años no es precisamente un ejemplo de pasiones. En la escena siguiente, su marido, David (L. Neeson), un profesor de música, ante una audiencia pletórica de estudiantes sensuales analizará una obra musical: Don Juan. El cierre de esta introducción no tiene segundas lecturas: él no llegará a su fiesta sorpresa de cumpleaños, perderá su avión; ella tendrá sospechas. En menos de diez minutos, Atom Egoyan despliega todas sus cartas: un matrimonio en crisis y la aparición de un tercero que alterará la economía libidinal de la pareja. Eso es todo, o casi todo, porque también el hijo adolescente, en pleno despertar sexual, participará de la ecuación pasional. Catherine contratará a Chloe para que seduzca a su marido y confirme sus sospechas, aunque esta detective en portaligas resucitará el deseo de Catherine más que el de su marido. Nuestra ginecóloga ya no subestimará el clímax del placer femenino. La puesta en escena es esquemática. La banda musical es ubicua; los movimientos de cámara son impersonales. La famosa escena sexual entre Moore y Seyfried no solamente expresa el punto de vista masculino, sino que está filmada con unos travellings ordinarios y una iluminación berreta que remiten a esos ridículos filmes de erotismo clase b en donde se pretende estar cogiendo y los protagonistas deben subrayar el goce del momento con gestos ampulosos que transmitan su placer infinito, aunque nadie podrá dudar aquí de la entrega de las intérpretes. La mirada de Seyfried denota ternura, placer y asombro; un imperceptible giro de cabeza de Moore en pleno coito sintetiza el límite de su fantasía, pero hasta ese momento nada parece incomodar su descubrimiento lésbico. En otros términos, la interpretación y el registro son incompatibles, aunque para una película de Hollywood se trata de una secuencia heterodoxa, casi arriesgada, frente al puritanismo oficial de la academia. Muy lejos está Egoyan de Calendar y Exótica, sus dos mejores películas, aunque su obsesión por el erotismo y el voyerismo está presente. La tesis es simple: cuando el deseo se aburguesa, sólo se vivifica fuera del contrato genital del matrimonio. Mirar y fantasear pueden sustituir el pasaje a la acción, pero algunas veces resulta insuficiente. Egoyan, sin embargo, apuesta aquí por un orden conservador. Desear y amar no son la misma cosa, dos acciones imperceptibles que en su amalgama dialéctica definen la vida de cualquier pareja.
Espiritualidad al wok Después de Avatar llega otro avatar: un niño llamado Aang, que en verdad tiene más de 100 años, vuela sobre un bisonte, dialoga con un dragón en meditaciones profundas, hace ejercicios de un caricaturesco Tai chi (o capoeira) y tiene, naturalmente, que salvar el mundo, aunque es arduo reconocer de que mundo se trata. Basada en un dibujo animado de Nickelodeon, El último maestro del aire supone ser un filme de aventuras metafísicas, pues si este filme irrelevante tiene algún objetivo es el de introducir la cosmología oficial de Hollywood (en clave infantil y teen), cuyo símbolos, ritos y discurso s remite a la New Age, un ensamble ecléctico y difuso de sistemas de creencias destinadas al consumo espiritual. En este collage multicultural no exento de ademanes xenófobos (los malvados nunca son caucásicos), el héroe en cuestión viene reencarnando hace miles de años y en cada encarnación debe ser reconocido como el elegido, tras pasar una prueba típica de budistas tibetanos: identificar sus objetos favoritos de la vida anterior. Aang entenderá tarde que el destino exige sacrificios (y no será el único en aprender esta lección), pero su misión desde un inicio es precisa: luchar contra la Nación del fuego, una horda de caballeros ígneos, liderados por Orzai, quienes desean destituir los espíritus del mundo. En este universo, los espíritus nos observan, pero, aparentemente, también nos cuidan. Aang deberá velar por el equilibrio entre los cuatro elementos, y la relación entre el mundo espiritual y material. Tendrá socios y enemigos, uno de ellos el hijo de Orzai. Irrelevante en tres y dos dimensiones, M. Night Shyamalan, el director de origen indio de Sexto sentido y El protegido, sus dos grandes películas, parece haber perdido toda su artesanía y ambición estética. Si en Sexto sentido, incluso en otro filme fallido como Señales, los "efectos especiales" provenían de una ingeniosa y delicada puesta en escena, siempre acompañados por una narración clásica, aquí la profusión de efectos digitales intentan salvaguardar un relato anodino, cuyos diálogos explicativos, flashbacks espantosos e iconografía berreta parecen constituir una especie de videojuego didáctico para novicios en el camino espiritual. No hace mucho tiempo atrás, la mítica revista de cine Cahiers du cinema sostenía que Shyamalan era un verdadero autor dentro del sistema de Hollywood. Después de este filme, tal veredicto resulta tan verosímil como las profecías del 2012; lo podría haber filmado un robot, el maestro Po de Kung Fu o un gurú de California. El último maestro del cine filmó en otro lado.
La reconciliación más difícil Cinco minutos de gloria aborda la reconciliación, un fenómeno casi universal. Ideal como disparador para un debate hipotético sobre violencia política en un sexto año de secundario, Cinco minutos de gloria pretende ahondar sobre un fenómeno casi universal y un imperativo cívico que suele repetirse en donde haya existido una sociedad enfrentada políticamente: la reconciliación. Dividida en tres actos, el inicio es el prólogo de una desgracia y de un espíritu de época. Es 1975. En un pueblo de Irlanda del Norte, Alistair, un joven protestante de 17 años, simpatizante de la soberanía inglesa, asesina a un joven católico de 19 años como “rito de pasaje” y respuesta a las coordenadas políticas de su tiempo. Habrá un testigo, Joe, el hermano de la víctima, un niño de 11 años. Luego, 25 años más tarde, Joe (J. Nesbitt) y Alistair (L. Neeson), por separado, se dirigen a un mismo destino: una mansión que servirá como un set de filmación de la BBC. Se trata de un programa sobre la reconciliación. La tensión es evidente, y el montaje paralelo acentúa la eminente colisión. ¿Joe le dará la mano o lo querrá matar? Habrá una respuesta explícita, aunque no será en ese truculento show en donde se verán (lo que jamás sucedió entre los hombres que inspiraron el filme). Hirschbiegel y Hibbert eligen la vía de psicologizar el conflicto. Eso explica que a menudo escuchemos los pensamientos de sus criaturas. Políticamente reduccionista, la película sugiere que la elección de Alistair es un asunto de pertenencia. El mensaje: los jóvenes no deberían unirse a grupos políticos que los separen de la sociedad. Cinco minutos de gloria plasma el tormento de haber matado y la furia de quien padece por motivos políticos la muerte de un ser querido. La reconciliación aquí es sustituida por la confrontación: no se trata ni de perdón, ni de olvido. Quizás alcance con reconocerse y elegir cohabitar a la distancia.