Un camino posible Cara y seca de una misma moneda: Miss Tacuarembó es una película diferente, arriesgada, inclasificable, que no encuentra un público definido, mucho menos entre aquellos que en vacaciones de invierno quieran ver algo tradicional para los chicos y crean que lo hallarán aquí. Desde este punto de vista, el film de Martín Sastre es una maravilla, incorpora un montón de referencias, todas vinculadas con aspectos marginales del cine, y los reconvierte por medio de una licuadora pop en un divertido y emotivo relato sobre la forma en que cumplimos nuestros sueños. Pero hasta ahí parecen ir los aciertos de la película -que de hecho son bastantes-, ya que todo el revulsivo que posee no encuentra desde la dirección una mano firme que la organice y la convierta en un relato cinematográfico cohesivo. Miss Tacuarembó es como esas películas bienintencionadas en las que uno debe optar por los resultados o por el proceso, que en este caso está vinculado con las texturas que trabaja Sastre, a partir del guión basado en una novela de Dani Umpi, una serie de referencias cruzadas a la cultura popular de la década del 80 sumados a la iconografía católica, un poco a la usanza de Camino de Javier Fesser, donde a partir de sostener el punto de vista infantil se permite un acercamiento a los símbolos religiosos menos adocenado y más libre de culpa y cargo. Y que permite, en ese sentido, una reflexión sobre la fe y las instituciones que administran la sinrazón de las entelequias. La mención a Camino no es antojadiza -hay como allí una nena manipulada por un entorno adulto y la institución religiosa- y deja en evidencia cómo un buen director hace que un material poderoso pero potencialmente disperso se cohesione, hasta convertirse en una gran película, o al menos que ese disparate narrativo tenga un sentido y no parezca fruto de las casualidades y los descuidos. Fesser con Camino logra el milagro, mientras que Sastre no termina por encontrar el tono de su film que pasea por territorios del costumbrismo, acude al grotesco, se recuesta en la sátira, recupera el musical, curiosea por la tierra del cine infantil e intenta la parodia del formato televisivo, nunca con la misma intensidad ni mucho menos el nivel de aciertos. Esto, que es loable, para el cine coreano es habitual y no constituye una carga como ocurre en este film. Que si hay algo que logra, por momentos, encausar Miss Tacuarembó, eso es la presencia magnética de Natalia Oreiro. La actriz uruguaya se da el lujo de incorporar elementos autorreferenciales en el film y que nunca eso parezca nada más que ego. Por el contrario, sirve para sumarle sentido a un film que, después de todo, el peor pecado que comete es el de excederse en sus formas y referencias y convertirse en una especie de ladrillo fílmico que cansa y agota. Pero la actriz, con su gracia y su carisma, demuestra además aquí que sabe moverse con acierto en diversos registros de comedia, y que es la única actriz rioplatense capaz de protagonizar una película provocadora y feliz como esta. Su personaje se llama Natalia, pero se hace llamar Cristal, en homenaje a cierta novela que daban en la televisión argentina por la década del 80. Este, y muchos otros, son apuntes inteligentes en los que se sostiene la estética de Miss Tacuarembó y también su tesis: sumemos la aparición de Rossy de Palma y con ella a toda la primera etapa del cine de Pedro Almodóvar, el guiño a Flashdance, la comedia musical como norte pero también con la certeza de que hoy es un producto envasado en la televisión con sus realities, de la telenovela como constructora de un ideario social, de los perfumes de marca que señalan un status. La película habla de seres diferentes, de perdedores que están al margen y que, como desean Natalia y su amigo gay Carlos (Diego Reinhold), algún día dominarán el mundo. Miss Tacuarembó es una celebración de esa diferencia, la pone en primer plano, pero no la exhibe: incluso muestra algunos límites de esas personas excedidas en su fanatismo introspectivo y superficial. Inteligente el director, y aquí uno de sus mayores aciertos, no hace una militancia de trincheras sobre la diversidad y la tolerancia hacia lo diferente sino que les da directamente el poder a esos personajes porque los asiste la verdad. Está bien que esto ocurre en el marco de una aventura naif y artificiosa, pero también es cierto que en el coherente universo que es la película uno sabe quiénes son los buenos y quiénes los malos. Lo que lamentamos es que todo esto no haya sido contado de una manera más fluida. No pedimos sutilezas porque sabemos que el melodrama es el territorio de Miss Tacuarembó, pero sí un cuidado mayor en la puesta en escena para que el film no parezca hecho como a las apuradas y unido con pegamento. Por ejemplo las canciones de Ale Sergi no merecían esas coreografías deshilachadas y esos números musicales de escaso valor estético. Tampoco el film acierta en el tono de algunas actuaciones y en verdad los pasajes entre pasado y presente no están del todo bien construidos. Miss Tacuarembó es una película inteligente plagada de defectos. Como alguien dijo, las buenas intenciones no son un valor estético: pero al menos, Martín Sastre filmó una película que no se le parece en nada al resto del cine nacional. Ahí comienza de nuevo el debate sobre si por el sólo hecho de ser diferente esto la convierte en algo mejor. No lo sabemos, pero sí que en este caso se marca un camino posible para un cine nacional distinto.
Loca evasión Lo mejor de Encuentro explosivo hay que buscarlo en su primera parte. No es que luego se caiga a pedazos, pero sí que el film de James Mangold ingresa en un subibaja seguramente perjudicado porque su primera hora debe estar entre lo mejor que se ha visto este año en el mainstream hollywoodense: hay una gran secuencia en un aeropuerto de la que no comprendemos mucho, pero sí vemos personajes que piensan y accionan, y un montón de información que se nos viene encima sin que sepamos bien qué hacer con ella. Luego, saltamos a otra secuencia infernal, esta vez más de acción, con Tom Cruise haciendo maravillas arriba de una moto y sobre el techo de un auto. Es de esas escenas de acción irresponsables, donde cualquier cosa puede pasar y donde la ecuación vértigo + tiros + comedia da por resultado un entretenimiento excitante. Como decíamos, luego vendrá la explicación del por qué de todas estas situaciones -por más que nunca se nos explique demasiado- y allí el producto se resentirá, precisamente porque lo que la hacía avanzar así, libre, sin ataduras, era la convicción de Cruise por hacer algo que no entendíamos bien qué era y la confusión de Cameron Díaz por estar metida en algo que no comprendía. Sin embargo hay que reconocer en Mangold (alguien que creíamos que no sabía filmar y viene se manda El tren de las 3:10 a Yuma y esta) que durante esa última parte la película no pierde coherencia interna ni defrauda expectativas generadas: lo que pasa, sencillamente, es que el arranque es demoledor. Y, hay más, el director y su guionista Patrick O’Neill construyen un relato sobre la base de varias enseñanzas de Alfred Hitchcock, alguien a quien si uno lo sigue al pie de la letra es muy difícil que falle. Bueno, deberíamos sumar a Cruise en el homenaje ya que si recuerdan, Misión: imposible 2 tenía lazos con la obra del maestro inglés. Díaz es June Havens, mujer a la que adivinamos con algunos fracasos sentimentales y que se dirige a la boda de su hermana menor; Cruise es Roy Miller, alguien que se aparece de repente en la vida de June y que la involucra progresivamente en una serie de sucesos que ponen en riesgo su vida: todos van tras algo que reconocemos como un McGuffin y no habrá descanso hasta el final. Lo mejor de Encuentro explosivo, si tenemos en cuenta su homenaje a Hitchcock, es que aquí las cosas se recuerdan desde la alegría de contar y narrar y fantasear. Se toman aquellos preceptos más centrados en cómo un divertimento debe ser y, de paso, se construye una película sostenida en una palabrita a la que Hollywood parece tenerle miedo desde hace un tiempo: entretenimiento. Porque Encuentro explosivo es eso: un film despreocupado, de melena al viento, virtuoso en algunas resoluciones, ligero y ágil. Es ese cine de acción que se hacía antes de que Matrix viniera con su monserga filosófica y los personajes pensaran demasiado antes de tirarse al vacío. Si bien las acciones están balanceadas -aunque el guión se preocupe más por el arco dramático de June, que pasa de la confusión inicial a la decisión, aún con algo de torpeza- lo que define al producto conceptualmente es la participación de Tom Cruise. No revelamos un secreto si decimos que el tipo está loco. Si analizamos su carrera desde Ojos bien cerrados -su evidente quiebre- a la fecha, y sacando sus héroes de acción, observamos una galería de personajes que se debaten entre el asco y el cinismo como el Frank de Magnolia o el Jasper Irving de Leones por corderos, aunque sin lugar a dudas el listón más alto lo logra en Tropic thunder con su Les Grossman. Con esa caracterización Cruise parece haberse tirado al vacío (como en Misión: imposible 2; como lo hace aquí) y mostrado sus vísceras: “¡vean, de esta mierda está hecho todo esto!”, dice a través de un personaje que ya es de culto. Eso es, seguramente, lo que le permite ser par de una película despreocupada y feliz, sin espacio para el aburrimiento: y su Roy Miller tiene mucho de esa locura desatada del Cruise feliz y en actitud todo-me-chupa-un-huevo. Decíamos de tirarse al vacío. Hay algo muy particular en la forma en que Cruise lo hace: casi siempre por amor y arrebatadamente. Lo hacía en medio de una balacera en Misión: imposible 2 y ante los ojos de Thandie Newton y lo vuelve a hacer aquí, de manera similar. El tipo se lanza de costado, apoyando todo el peso del cuerpo sobre su hombro; cae pesado, enérgicamente, como diciendo acá estoy y rompe unos tinglados, para luego incorporarse como si nada. Acto seguido se dirige a derrotar al malo, quedarse con el botín y con la chica. Cruise entiende, tal vez algo a destiempo si uno analiza qué funciona y qué no en el cine de hoy, que el entretenimiento es eso: un constante salto al vacío, algo que se emparienta, también, con la fe. Fe, en este caso, que es hacia el cine, hacia narrar, hacia contar una historia divertida sin medirla constantemente con la verosimilitud o con el mundo real. No de gusto los personajes se definen por la acción: así es como ella comprende que él la ama. Cruise es, sí, una criatura que existe sólo en el cine. Que un producto como este no haya funcionado en los Estados Unidos y sí lo hagan artefactos horribles como Crepúsculo o ruidosos y aparatosos como Transformers, habla un poco de lo mal que están las cosas. Porque Encuentro explosivo sí es ruido, pero uno organizado, pensado, que tira mil ideas por minuto y lo hace en movimiento -si esas elipsis que se dan entre ella durmiendo y él piloteando aviones, manejando lanchas, siendo torturado no es cine ¿¡qué es el cine!?-, de la manera más artificiosa posible y mostrando el artificio en la jeta: sí, mirá, voy y le meto un beso a la piba mientras 40 tipos me están baleando. Uno que generacionalmente es de esta época pero que, por curiosidad y necesidad, ha revisado en el pasado sabe que el cine es algo más que esto que hoy nos quieren vender como parte de una cajita feliz o como complemento de una saga literaria berreta. El cine es esa forma de creer y crear lo imposible. Y Encuentro explosivo, con sus imperfecciones, lo hace de la manera más feliz posible. Un salto al vacío de la diversión y el entretenimiento.
Nada queda de aquella ligereza Stephen Frears es un tipo que me cae bien. Ecléctico, ha transitado casi todos los géneros del cine con una única marca autoral: que no es formal, ni una virtuosa manera de narrar, sino, simplemente, un sentido del humor particular, cierta ironía, una mordacidad que tanto se puede aplicar a la Francia de siglos pasados de Relaciones peligrosas, al noir de Ambiciones prohibidas, a la comedia romántica de Alta fidelidad o al universo de la monarquía actual, como en La reina. Como verán -y hay mucho más- una carrera que ha sabido abrevar tanto en fuentes literarias como en materiales dispuestos para el cine, el talento de Frears es, también, el de la ligereza que se traduce en una mirada transversal del mundo. Algo de eso hay en Chéri, película que reiterándose en algunas temáticas comienza arriba y termina agotándose, pisándose la cola malamente. En Chéri, además, el director británico pretende recuperar algo del pasado: es que aún contando con películas mejores en su haber, sigue siendo recordado por Relaciones peligrosas. Así que convoca nuevamente a Christopher Hampton en el guión (adaptando a Colette) y a Michelle Pfeiffer en el protagónico de una cortesana veterana, para refritar algunos de los temas que hace 20 años provocaron a corazones conservadores: mundos palaciegos, alta sociedad parisina, cortesanas de buena posición que quieren casar a sus hijos por arreglo, amores imposibles que terminan en tragedia. Con el material que había, y conociendo a quienes jugaban el juego, uno podía esperar un producto si no excelente, al menos digno. Pero la combinación de piezas no ha dado aquí nada interesante y lo único que se termina agradeciendo es que las cosas no hayan superado los 90 minutos. Pfeiffer es Lea de Donval, una cortesana que supera los 50 y que se vincula con Chéri (Rupert Friend), hijo de su ex colega y amiga Madame Peloux (Kathy Bates). Si bien ese romance se estipula por un fin de semana, las cosas se extenderán por seis años. Y nacerá el romance, obviamente y por más que lo nieguen, que será interrumpido cuando la madre del joven organice un casamiento por encargo entre Chéri y una joven. Para ser justos, los primeros minutos del film parecen confirmar los pronósticos: diálogos mordaces y veloces, una exposición de cierta burguesía algo decadente y aburrida, y la ligereza habitual de Frears que parece encontrar, entre estos palacios y jardines, el tono justo para sus sátiras sociales en las que cuestiona fuertemente las estructuras. Aunque, y esto es lo interesante en Frears, su condición de británico no lo deje del todo ensañarse con ese mundo. Ese amor-odio hacia la realeza o la alta sociedad (evidente en La reina) es lo que complejiza sus relatos, tersos y claros expositivamente. Sin embargo algo falla en Chéri, que va llevando lenta y progresivamente las cosas hacia ese territorio poco deseado del aburrimiento. Desde lo temático, el film hace algo imperdonable: en el prólogo nos anticipa de alguna manera lo que puede llegar a suceder. Si bien lo anticipatorio funciona en otras oportunidades, lo que agudiza la previsibilidad aquí es que el tránsito de estos amantes es por demás rutinario y poco interesante. De hecho, los mejores pasajes del film son aquellos que comparten Pfeiffer y Bates, compuestos de diálogos mordaces. Por lo demás, la diferencia de edad entre la pareja y la crisis de la cortesana ante lo que siente como un enamoramiento no se sale de lo convencional o, en todo caso, no encuentra una mejor forma de ser expresado. Y desde lo formal, exacerbando los ambientes y los lujos de esta París, Frears no logra salir de cierto empaquetamiento habitual del cine de qualité. Sobre todo en su segunda parte, Chéri se vuelve envarado, solemne, frío, como si Frears, Hampton y Pfeiffer hubieran descubierto que ese juego para el que se convocaron no era tan divertido. Y uno que admira a Frears no puede sentirse más que decepcionado por una película que apenas cumple con su promesa de ser un bisturí de la París de comienzos del Siglo XX. Chéri no es de lo peor que se haya estrenado en el año -no da para ensañarse- y hasta puede que por momentos sea una buena película. Pero con los nombres involucrados, conformarse con esto, sería poco satisfactorio.
Shrek para siempre no sólo es una película fea -antes que mala-, sino que además se olvida de su propia lógica y pretende recuperar cierta corrosividad con algunos momentos risibles. Decir que Shrek para siempre es mejor que Shrek tercero es -viejo chiste del escriba cinéfilo- decir que se es más alto que Danny DeVito. Nada. No obstante, por un lado demuestra lo mala que era aquella tercera parte y, por otro, lo poco con que se conforman ya los de Dreamworks en el marco de la saga Shrek. Reiterarnos en las comparaciones con Pixar sería redundante y, seamos justos, indignos para con los realizadores de Toy Story 3. Mientras Pixar parece un alhajero, Dreamworks es un baúl con más cosas inútiles que ideas. En realidad ponerse a escribir sobre esta película invita a la pereza, si tenemos en cuenta el aparente poco esfuerzo con que fue realizada. El cuidado, es evidente, estuvo puesto en privilegiar aquellas escenas vertiginosas que luzcan el 3D antes que la propia historia o, mínimo, el humor. Sin embargo, para compararla con una obra de la misma casa, las escenas de acción de Shrek para siempre no tienen ni para aguantarle medio round a las de Kung fu panda o las de Cómo entrenar a tu dragón: así que no hay 3D que haga lucir la falta de lucidez. Lo de Shrek es significativo: es la demostración de cómo un fenómeno comercial termina empobreciendo algunas buenas ideas hasta envilecerlas totalmente. Si en un principio -quienes la defendemos- vimos algo ciertamente revulsivo y en su segunda parte, al menos, una comedia intensa y efectiva, a esta altura la saga es innecesaria y estirada. Eso sí, tildar a esta cuarta parte de conservadora sería un error si no tenemos en cuenta que ya la tercera lo era con creces. Es más, el comienzo de esta parece hacerse cargo de aquel error, pero si bien intenta enmendarlo, sólo lo hace en apariencia. En resultado, termina siendo más conservadora que su antecesora. El asunto es así, Shrek está cansado de ser padre y esposo, de haberse convertido en un fenómeno turístico, y quiere volver a los días en que era ogro y la gente se asustaba con él. Engañado por el enano Rumpelstilskin, firma un contrato que sí lo devuelve a los días de ogro, pero le quita todo lo que tenía. No hace falta ser mago para darse cuenta que lo que aprenderá Shrek es que lo que tenía era fantástico y tiene que aprender a quererlo. Algo que de Capra a esta parte ya fue contado miles de veces, pero no siempre con esta misma falta de gracia y de honestidad. Si bien Shrek para siempre intenta desmarcarse del molde que ya en la tercera lucía fatigado, comete un grave error: va en contra de lo que la primera pregonaba, la sátira de las historias de hadas. Esté uno de acuerdo o no con ese punto, Shrek para siempre abandona aquí la mirada satírica y se empeña en construir un cuento clásico, obviamente que desnaturalizado por los personajes ya conocidos. El inconveniente es que en el camino termina construyendo un cuento de hadas hecho y derecho, ya sin la mirada asordinada de las dos primeras entregas. Entonces… ¿en qué quedamos? Uno puede decir que aquella burla no era más que una pose canchera que terminó siendo más perjudicial que beneficiosa para el destino de la saga. Uno, también, podrá decir que prefiere películas como Toy story que defienden la magia y celebran la infancia, y no estos engendros posmodernos que a puro cinismo quieren reinventar la cultura sin darse cuenta de que sólo lo pueden hacer sobre la base de lo ya instalado -las referencias pop en Shrek completaron el arco de emociones: ya hartan-. Es así como Shrek para siempre no sólo es una película fea -antes que mala-, sino que además se olvida de su propia lógica. Con algunos momentos de humor que pretenden recuperar cierta corrosividad, la cuarta parte de la saga marca un pretendido final. Esperemos que así sea.
Si bien estamos acostumbrados a trabajos donde la cámara se coloca en lugares imposibles y la fotografía captura una paleta de colores inusual, el mundo animal es tan sorprendente en formas y en estética que siempre hay algo nuevo por ver. Noticia de último momento: un documental sobre la naturaleza que no utiliza la voz en off para psicoanalizar animales y dar lecciones de vida. Solo esto ya eleva el film por sobre la media. Océanos funciona en oposición a La marcha de los pingüinos o La familia suricata: mientras estos deconstruyen el mundo animal como si fuera el humano, este trabajo de Jacques Perrin y Jacques Cluzaud apuesta sus cámaras alrededor de la fauna marina y se detiene a observarla. En exclusiva. Lo que se ve en Océanos es maravilloso. Si bien ya estamos acostumbrados a este tipo de trabajos, donde la cámara se coloca en lugares imposibles y la fotografía captura una paleta de colores inusual, el mundo animal es tan sorprendente en formas y en estética que siempre hay algo nuevo por ver. Si bien falta cierta organicidad que justifique la sucesión de secuencias, el preciosismo visual alcanza como para que la experiencia de verla en un cine resulte satisfactoria. Ahora -y siempre hay un pero-, pasa algo particular con este tipo de documentales sobre la naturaleza que se han puesto de moda en los últimos años. Por un lado, el género fue tan abordado por la televisión que cuesta encontrar algo nuevo: básicamente este trabajo se justifica por la utilización de la pantalla grande y la precisión de las cámaras; y por otra parte la militancia acerca de políticas ambientales termina convirtiendo a estos documentales en nada más que un agregado, un envoltorio para causas mayores. Si bien decíamos que la voz en off no trataba de psicologizar actitudes animales, derrapa por otro costado: el de la bajada de línea. Océanos, en su última parte, busca cerrar el concepto que había quedado preciso con las imágenes y se repite en el pedido de conciencia al humano que mira. Lo hace demasiado subrayado desde lo oral y, encima, aporta unas imágenes algo cruentas e innecesarias. El problema con esta voz en off es que resulta la mayoría de las veces innecesaria y reiterativa respecto de las imágenes, y sensacionalista en su fase aleccionadora. Entendemos que la concienciación es necesaria, pero no a costa de lastrar un producto artístico. Más cuando Perrin y Cluzaud demuestran gran habilidad para encontrar lo maravilloso ahí, donde surge espontáneamente. La imagen de un tiburón nadando plácidamente junto a un ser humano es mucho más efectiva que esas otras de la masacre que genera el hombre en el mar. Mostrar la belleza de este espacio, azul y profundo, alcanza para que comprendamos la necesidad de conservarlo por sobre todas las cosas.
Simulación de la alegría Brigada A fue mi serie de la niñez. Y si bien tengo un recuerdo positivo de aquellos días frente al televisor, hace más de 20 años que no veo un capítulo: estoy más que seguro que de volver a verla, sufriría una gran desilusión -como hace poco me pasó reviendo un capítulo de He-Man-. Pero uno no puede renegar de su pasado, no al menos de esa clase de pasado, se entiende. De lo que recuerdo, tengo en la mente un producto sólido, con una buena dosificación de acción y comedia, y que sobresalía principalmente por la química en el reparto y unos personajes carismáticos, sobre todo el Aníbal Smith de George Peppard. Y supongo que habría una celebración de lo norteamericano como paradigma de la libertad, pero era muy pequeño uno para andar haciendo esas lecturas. Como no soy un nostálgico empedernido, el traspaso de la serie a la pantalla grande no me generaba demasiada excitación. En todo caso era un poco de curiosidad por ver de qué manera se releía un producto que, más allá de todo, tenía a su favor cierta capacidad para acomodarse a cualquier época: Brigada A no necesitaba demasiado aggionarmiento, con saber contar fluidamente una de acción con toques de comedia, que involucrada planificación a lo Misión: imposible, pero con mucho más artificio, alcanzaba y sobraba. Brigada A siempre fue eso: una relectura un poco satírica de Rambo -los militares perseguidos por su propia institución- con la estructura de Misión: imposible: un hecho, la llegada de los héroes, su caída y su posterior recuperación alrededor de un plan genial pergeñado por Smith. Su estructura era tan básica que lo primero que hay que decir es que si de algo no podemos culpar a Brigada A, la película, es de faltarle el respeto al original. Aquí están todos los elementos e, incluso, un plus a partir de la tecnología con la que se cuenta ahora para filmar escenas de acción. Y en Brigada A las escenas de acción siempre fueron fundamentales: más allá de la espectacularidad de las imágenes, lo que importaba era la planificación y, más aún, cómo ese plan era vulnerado y los héroes tenían que improvisar -siempre exitosamente- en el acto. Era eso, y no otra cosa, lo que mantenía al espectador expectante: una movida magistral similar a la de los actos de magia. Algo de eso hay en esta película. Hay al menos tres secuencias de acción que se valen de estos elementos para construir tensión y, desde la espectacularidad, hay una gran escena a bordo de un tanque de guerra que cae en picada desde un avión, que es una maravilla por su inventiva, su coreografía y su capacidad para fusionar los elementos habituales: el humor y lo increíble. Pero este instante luce, además, porque allí se observa una libertad y plasticidad en el uso de la tecnología que no se verá en el resto del film. Es una escena feliz, desbordante y que parece metida con calzador. Pero esta Brigada A tiene dos problemas insalvables: uno es la cantidad de hechos que se quieren contar (los magníficos se conocen; pasan ocho años y están en una misión que sale mal y por la que son condenados; escapan de la cárcel; buscan vengarse de quienes los metieron en prisión) y la excesiva recurrencia a la pirotecnia para mantener al espectador interesado; lo otro es la fallida construcción de personajes que sólo funcionan si uno vio la serie. Y la película se pone peor cuando ambos inconvenientes se complotan para minar el interés en lo que pasa. El proyecto tuvo demasiadas idas y vueltas, lo que hacía suponer su medianía o que al menos estaría demasiado manoseado. Nunca hubo certeza respecto del tono que se le quería dar, si una de acción dura y pura o, en plan reversión de Starsky y Hutch, una mirada lúdica más cercana a la comedia. La definición por un director como Joe Carnahan, competente pero sin atisbo de gracia o plasticidad, perfiló una de acción, tal vez no tan dura, pero insuficiente cuando quiere relajarse (veamos aquí cómo el montaje acelerado atenta contra los arrebatos cómicos). Como dijimos, salvo en la escena del tanque o en un delirante secuestro en las alturas, el resto podría tratarse de cualquier tanque de acción más o menos competente, pero sin brillo. Brigada A quiere disimular con movimiento constante sus agujeros de guión. Carnahan no es Paul Greengrass, que con Bourne demostró cómo debe ser una película física. Está claro que los personajes de Brigada A son acción, pero también reflexión a partir de su estereotipo, y aquí salvo el Smith de Liam Neeson, que es quien pergeña cada plan, el resto de los personajes carece de ángel. Como los planes del equipo están en la cabeza de Smith, es indudable que el ritmo del film es Smith. Su figura adquiere algo del carisma y del liderazgo del original, aunque tampoco Neeson tiene la simpatía de Peppard. Sin embargo donde más se puede observar esta falencia es en el Murdock de Sharlto Copley: su loco está jugado en el límite del grotesco sin demasiado sustento; aquel era un tipo con rasgos de insanía pero sumamente astuto, y este apenas un imprevisible y caótico que no se entiende bien por qué Smith lo recluta. Otro tanto ocurre con Mario Baracus, cuyo rol de tipo hosco es apenas un apunte como para justificar que es una adaptación de la serie. Una situación que se da muy seguido, tal vez demasiado, en la película y que demuestra que las cosas no están funcionando es la siguiente: los cuatro magníficos escapan en algún tipo de vehículo y, en medio de la acción, Carnahan recurre a planos cortos de los rostros de ellos gritando o riendo, en el caso de que escaparan de milagro. Así se pretende reforzar la idea de grupo, de química entre ellos, cuando en verdad lo único que se ve es a cuatro tipos entre excitados y eufóricos a bordo de un vehículo. Y esto es paradigmático: ya sea con gritos o con explosiones, la película quiere tapar su falta de ideas y de gracia. Y no es que Brigada A sea una mala película, pasa que no luce demasiado, ni siquiera como tanque de acción. La Brigada A de Joe Carnahan es apenas un producto correcto y profesional; el borrador de un gran entretenimiento que tal vez venga en el futuro.
Entre 10 cortos, al menos tres o cuatro mantienen cierto interés. Que un tipo como Brett Ratner haya sido elegido para dirigir uno de los cortos que integran New York, I love you nos ponía en situación de la medianía del asunto. Y eso no es lo peor, sino el hecho de saber que el corto que le toca en suerte, sin ser una maravilla, es uno de los más efectivos. Realmente estamos ante un verdadero “producto”: un elemento que parece cine, es vendido y promocionado como cine, pero definitivamente no lo es. Apenas será un rejunte de ideas empaquetadas con envoltorios refinados, como para que uno pueda notar la presencia de cada director, pero sin la más mínima gracia. Justo es decir que entre 10 cortos, al menos tres o cuatro mantienen cierto interés y sobresalen. No está nada mal el de Allen Hughes, muy afrancesado con sus voces en off y su paseo nocturno de dos posibles amantes; tampoco el de Yvan Attal, sobre todo por cuatro actuaciones descollantes: Ethan Hawke, Maggie Q, Chris Cooper y Robin Wright Penn; y convocan a la simpatía los de Joshua Marston (con Eli Wallach y Cloris Leachman) y Shunji Iwai (con Orlando Bloom y Christina Ricci). El resto, de mediocre para malo, destacándose entre lo olvidable esa cosa pedante y qualité de Shekhar Kapur. Lo que más preocupa de algo como esto es que hay gente que construya cine como quien diseña un auto: le ponemos “i love you” a cualquier ciudad, convocamos un grupo de actores conocidos y directores célebres, si destilan algún tufillo de prestigio mucho mejor, y lo empaquetamos con una fotografía refinada para ponerlo en la vidriera. Y todos aparecen en plan: “oh, estamos haciendo algo importante”. Teniendo en cuenta los nombres que estaban en París je t’aime y los que vemos ahora, imaginamos que para cuando lleguen a Singapur, I love you hasta Rodolfo Ledo podría tener chances. Amén de su intrascendencia, un mal del 75 % del cine que se estrena todos los jueves, el peor de los pecados de New York, I love you es que aburre y genera poco interés. Pocas historias relevantes, escaso virtuosismo formal, como si cada uno hubiera sentido como un trámite el hecho de tener que filmar una historia de amor en New York. Si el cine del presente confía en estos nombres para continuar el legado, ahí me sumaría a quienes vaticinan la muerte del cine. Porque esto no es ni bueno ni malo -que en el fondo es amor-: es irrelevante.
Unidos y dominando A mis amigos. Entre todos los valores que ha sabido proteger la gente de Pixar cual escudero de los tiempos de los templarios, tal vez uno de los más preciados sea la amistad. La sincera, la que se construye a partir del vínculo honesto y más allá de las diferencias -que las hay, las hay-. Por eso, entre su ya invencible escudería de películas, Toy Story sobresale como la más pura, directa y explícita de sus alegorías. En las películas Pixar, el tema siempre choca con las circunstancias: pregúntenle a la rata Remy, si no. Y en la saga Toy Story, la amistad ha sido siempre interrumpida por diversos espíritus corruptos, para siempre resurgir, fortalecida, en la más radiante de las utopías animadas. Con esta tercera parte -de la que uno podía dudar a priori- lo que se confirma es la validez de este relato como saga: si en la primera la amistad reforzaba la identidad; en la segunda consolidaba la necesidad de libertad. Aquí, en lo que creemos un epílogo tan luminoso como melancólico y agridulce, la historia se clausura con una declaración de independencia. Hablar de Pixar a esta altura sería redundante. Busquen en este sitio textos varios sobre Up, WALL-E o Ratatouille. Allí encontrarán las bases fundantes y los conceptos justos que alimentan esta crítica: nos centraremos aquí en la magnífica Toy Story 3 porque la película de Lee Unkrich lo amerita, porque es un hito en la historia de la animación y, no sólo eso, del cine en general. Con su película número 11 (y busquen una producción similar en cuidado estético y calidad) Pixar no sólo rompe cierto maleficio sobre sagas, sino también sobre su propia historia, a la vez que redibuja su propio discurso sin perder coherencia ni ganar en ambigüedad. Tras Ratatouille, WALL-E y Up, uno temía que no se pudiera mantener ese listón de calidad, que tres películas geniales seguidas ameritaban un descanso en los laureles. Más con una continuación que parecía extemporánea, como innecesaria y sólo posible en el ánimo de facturar. Vistos los resultados, eso queda definitivamente descartado. Ya quedó dicho: Toy Story 3 es excelente porque los chistes funcionan, porque narrativamente es un relojito, porque sus secuencias de acción y suspenso mantienen la creatividad de siempre y porque los personajes no se agotaron. Por el contrario, hay algo que va creciendo progresivamente en ellos y que puede ser definido como un alma, un espíritu interior que los va haciendo más complejos y multi-dimensionales. Piensen si no el arco de emociones que traza el guión de Unkrich, John Lasseter, Andrew Stanton y -el expatriado- Michael Arndt en el personaje de Woody. Pero Toy Story 3 es mucho mejor aún que todo lo enumerado anteriormente porque le incorpora la dimensión del cine. Unkrich toma todo eso, lo fusiona con referencias cinéfilas inabarcables, y además le da un sentido estético y conceptual a lo que se ve. Posiblemente Toy Story 3 sea el producto más complejo y arriesgado que ha hecho Pixar hasta este momento: porque tiene que sostener la mística de personajes ya instalados sin traicionarlos, porque a eso hay que darle a una tercera parte un sentido y una coherencia narrativa que justifique su realización (esto no es Shrek 3, señores) y porque la superposición de capas de lenguaje nunca terminan por construir un producto barroco. Por el contrario, Toy Story 3 es una película ágil, ligera, tan maleable como el material con el que están hechos los juguetes. La película arranca como lo han hecho WALL-E y Up: ¡impecable! Son varios minutos de una historia que uno sabe, está en la mente de Andy, el dueño de todos estos juguetes desde aquel 1995 en que se estrenó la primera. Es una secuencia de acción, protagonizada por un vaquero y donde el villano es un chancho. Sí, ya se imaginan quiénes son los intérpretes detrás. Woody convertido en John Wayne y Toy Story 3 en un film de John Ford, gracias a la mente de un niño. Luego se da paso a una serie de imágenes caseras en las que vemos el crecimiento de Andy junto a sus juguetes. Es un arranque demoledor, porque nos lleva a los tiempos de la infancia, al ser niños y a recordar el vínculo que teníamos y lográbamos construir con un objetivo inanimado, y advertimos, en abismo, lo que nos cuesta hoy grandes construir un vínculo similar con seres de carne y hueso. No es una bajada de línea, no es cinismo, sólo es una dosis de realidad y nos adelanta la que será la tesis del film: ese tiempo, por más hermoso que haya sido, ya no está ahí. Es, con suerte, un recuerdo recurrente. Detrás de la alegría y la aventura y las escapadas y el suspenso, Toy Story 3 es una película sobre el dolor y la pérdida. El Andy actual tiene 17 años y está a punto de irse a la universidad. Por eso, tiene que decidir qué hacer con sus juguetes: llevarlos a la facultad, el altillo o la caridad son las diferentes opciones. Definitivamente se trata de una película sobre elegir y hacerse cargo de esas elecciones: los creadores tuvieron que eliminar personajes, Andy tiene que definir qué va a hacer y Woody… bueno, vayan a verla y descubran las encrucijadas a las que es sometido el entrañable vaquero. Sin embargo, por más oso Lotso que haya -un villano impecable, en la tradición Disney- el verdadero mal de la película es el tiempo: su paso, fatal y desafiante, puede corromper hasta las almas más nobles; vean el estado del perro de la casa, por ejemplo. Los días que faltan para que Andy se vaya a la Universidad serán claves, no sólo porque marcará los límites sobre los que se construye la ficción sino también porque los personajes se enfrentarán a una situación clave. El tiempo pendula sobre sus cabezas y no sólo les indica el viaje hacia el futuro, sino además les pone en retrospectiva su pasado: Woody, Buzz y la pandilla saben que lo que pasará cuando Andy se vaya será la conclusión de un tiempo, de una etapa de la vida. Y para los juguetes, artilugios hechos para lo lúdico, la clausura de la adolescencia es un tiempo gris, muerto, sin vida, porque en la adultez no hay juego, dice el film. Habrá que aferrarse o soltar la mano para sobrevivir. Decía por estas páginas con motivo del estreno de WALL-E, que aquel film hacía apología de la experiencia física, de lo corporal. Que las modificaciones se daban cuando los humanos lograban darse la mano y que WALL-E encontraba en el acto de estrechar su metálica extremidad una definición de vida. En Toy Story 3, a su manera una reflexión sobre lo nocivo del amor desmedido que se convierte en dependencia, pasará lo contrario: está claro que los tiempos de la posesión de Andy terminaron, habrá que aprender a desligarse, entonces, para sobrevivir. Ese amor desmedido, que se convierte en devoción y dependencia, es otra cara de la violenta pasión con la que los niños destruyen los juguetes de la guardería Sunny side, a donde nuestros héroes fueron a parar. Sin embargo un instante crucial y angustiante, oscuro en muchos sentidos -por espacio y reminiscencias- encontrará a los personajes unidos por sus manos. Y no es contradicción: lo que prevalece siempre, y noten la lógica con la que se construye el guión, es la amistad. El mismo acto, en sus dos posibilidades, está significando la pertenencia de los juguetes, su identificación y su aprendizaje sobre la libertad y la independencia: siempre en manada, como grupo, como excelentes amigos. Si Toy Story, la saga, ha enseñado algo es que la individualidad no sirve para nada. Se ha hablado mucho sobre el 3D y su utilidad. Creo que Pixar le ha encontrado un sentido evocativo antes que espectacular. Evidentemente esta gente no cree en arrojar cosas a la cara del espectador como fin, sino en introducirlo en el mundo que plantean: hasta ahora, tanto Up como Toy Story 3 han trabajado más sobre el tiempo imposible de recobrar y sobre los espacios vacíos, antes que sobre la acción y lo inmediato, por eso es estéticamente coherente que se abunde más en la profundidad de campo antes que en la proyección sobre el espectador de forma invasiva. Ver la habitación de Andy despojada de juguetes, en profundidad de campo, conduce la emoción y la tristeza que el relato ha querido transmitir. Lo mismo con los espacios abiertos, donde lo que prevalece es la conciencia de que será muy difícil escapar de ahí: nos pone en la perspectiva de un juguete. Con el uso moderado de esta técnica, o aplicado en un sentido conceptual, Unkrich refuerza el discurso sobre la amistad y potencia lo que es el eje de Toy Story 3, el vínculo entre Andy y Woody. Como decíamos, la habitación de Andy no es cualquier habitación. A esta altura es uno de los escenarios más adorables de la historia del cine. Y Andy sin Woody es el fin de los tiempos. Inteligentemente la técnica se pone al servicio de la narración en un trabajo depurado y sutil sobre las formas, digno de Pixar. Toy Story 3 es la utopía más fascinante que se haya filmado sobre la amistad, sus alcances, sus límites y sus posibilidades. Es una reformulación del amor entre amigos en determinada etapa de la vida, cuando las circunstancias tienden a alejarnos. La distancia geográfica no es emocional, no tiene que ver con los sentimientos. Aquello que nos unió posiblemente nos una siempre, mucho más desde lo introspectivo. La trama de la relación futura de Andy y Woody y Buzz y Sr. Cara de Papa y Sra. Cara de Papa y Rex (mi preferido) y Bullseye y Jessie estará urdida por las puntadas que dejen los buenos recuerdos, esos lazos invisibles que alimentan los momentos plácidos de la vida, esos que, recurrentemente, la gente de Pixar tiende a convertir en películas. Que una película tan triste nos permita la posibilidad de irnos de la sala con una sonrisa, habla a las claras de la humanidad con la que están hechas estas cosas. Toy Story 3 es la mejor película para ver con amigos, reír, emocionarse, agarrarse de la mano fuertemente, mirarse a los ojos y, convencidos de que podemos reconocernos en aquellas personas que supimos conseguir revoloteando a nuestro alrededor, tirarse de cabeza y convertirse en leyenda.
Es en su totalidad es un film amargo y sin rodeos, sin embargo no se convierte en algo oscuro y fatalista porque adquiere la forma del juego infantil. Hay saltamontes atravesados por ramitas y puestos a asar, hay árboles muertos que son enterrados en suelos áridos con la ilusión de que algún día prenderán y darán hojas nuevas, hay madres que se van con la promesa de volver y nunca lo hacen, hay hasta un chanchito alcancía, animal muerto e inexpresivo que simboliza la esperanza: porque aquella madre prometió volver cuando el mismo estuviera lleno. Mentira. Los senderos de la vida está repleta de estas sensaciones agridulces. De la muerte o de lo que deja de existir o de aquello que nunca ha tenido vida. Es en toda su completitud un film amargo y sin rodeos, más aún si tenemos en cuenta que su tema es la infancia. Sin embargo, si la película de la coreana Kim So Yong no se convierte en algo oscuro y fatalista es porque adquiere la forma del juego infantil. Toda la experiencia que les toca atravesar a las hermanitas Jin y Bin (las notables Kim Hee-yeon y Kim Song-hee) está contada como una serie de viñetas sobre la soledad y la forma en que esas dos niñas la reconstruyen. Pero Los senderos de la vida no se permite adoctrinar sobre la dureza de la vida de los chicos abandonados, sino que reflexiona sobre el espacio que construyen los chicos, sobre cómo absorben las pérdidas y las desilusiones. Si So Yong (coreana, pero residente en los Estados Unidos) logra todo esto es porque apuesta decididamente a mantener en plano casi exclusivamente a sus niñas. La cámara siempre está a la altura de sus ojos, el mundo del film se ve con los ojos de Jin y Bin. Por eso es que las cosas no son nunca demasiado tremendas ni demasiado fatídicas: hay un extrañamiento y una rara fascinación por la reconstrucción de los vínculos, ya sean de sangre o de amistad. Ambas chicas viven pegadas a una ilusión y casi condenadas a la autosubsistencia. Y eso es lúdico. Tal vez por la forma en que la directora elige construir su historia, casi sin giros dramáticos y a partir de pequeñas anécdotas que van elaborando lo cotidiano, es que hace un poco de ruido el personaje de la tía que queda al cuidado de las chicas cuando la madre sale en busca de su ex pareja. Esa tía es una especia de ser rudimentario, borracha y con problemas de salud. El maltrato sistemático al que somete a las chicas parece sacado de otra película. Sin embargo, por suerte la directora nunca deja de lado lo formal y por eso el film no cae en el sentimentalismo o la manipulación dramática. Los senderos de la vida es un film sobre la infancia y, más aún, sobre cómo se reconstruye ese momento de la vida a partir de los hechos que la van moldeando. Casi como si fueran de arcilla, esas dos chicas son tomadas por asalto por una cámara que nunca las suelta, pero que también tiene el pudor suficiente como para no hacer una explotación de sus emociones. Un film medido, justo, preciso y precioso que se permite además un final en medio de la acción. So Yong dice así que nada de lo que vimos ha sido excepcional, sino sólo unos cuantos episodios dentro de un par de vidas que sin dudas tendrán otros días tan duros y difíciles como estos. Sin embargo eso no nos impide irnos cantando y alegres por la tarea que tenemos que realizar.
Contra la ingenuidad A la lista de interesantes directores que este año pasaron en la Argentina directo al dvd, Spike Jonze (Donde viven los monstruos), Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro) y Steven Soderbergh (El desinformante), todos con películas por demás atractivas -incluso en el caso de Soderbergh de lo mejor de su carrera-, tenemos que sumar ahora a Paul Greengrass quien con En la ciudad de las tormentas no pudo llegar a los cines a pesar de venir de un éxito como la saga Bourne, y tener a Matt Damon nuevamente implicado en una trama que fusiona lo político con la acción. Digresión: algo malo está pasando en la distribución de cine en el país no podemos ver esto en una pantalla grande y sí tenemos que ver cosas como Asesinos con estilo, por ejemplo. En la ciudad de las tormentas cuenta con guión del reconocido Brian Helgeland y es una adaptación del libro de Rajiv Chandrasekaran, Imperial life in the Emerald City: inside Iraq’s Green Zone. Se centra en el oficial del Ejército norteamericano Miller (Damon), quien se empecina en encontrar la verdad acerca de la denuncia del Gobierno de su país sobre la existencia de armas químicas en Irak. Esto, que justificó una invasión, es desmontado por Greengrass con los elementos propios del thriller, lo que permite que el film sostenga su carga de denuncia con una fluidez asombrosa: su mano y su cámara, siempre en movimiento, nerviosa, pero puesta al servicio de la narración, es lo que distingue a este film por encima de otros ambientados en Medio Oriente. Básicamente el film, lo que dice, es que el Gobierno norteamericano mintió, que en Irak no había armas químicas, que tenían la información real de fuentes confiables, que prefirieron distorsionar la verdad y que manipularon a la prensa para justificar un acto bárbaro. Si bien se puede acusar al film de no decir nada nuevo, que lo que denuncia ya se ha leído o escuchado por ahí, lo interesante es que si bien sobre el final deja plantada la posibilidad de que la verdad salga a la luz -en ese sentido es utópico- no lo hace sobre la traición a la lógica de sus personajes: aquí no hay malvados que toman conciencia de sus actos y obran en contrario. Cada uno, Miller, el hombre de Washington Clark Poundstone (Greg Kinnear) o el de la CIA Martin Brown (Brendan Gleeson) son consecuentes y siguen su moral y su ética, sea del color que sea. Contra el típico cine bélico llorón y ambiguo de Hollywood, que cuestiona el sistema a la vez que justifica la guerra, En la ciudad de las tormentas deja planteados una serie de dilemas en el territorio de la moral unido a la construcción cívica: “¿cómo nos van a creer cuando realmente digamos la verdad?”, se pregunta Miller. No de gusto entre Brown y Miller se chicanean acerca de “no ser ingenuos”. El ojo documentalista de Greengrass presta tanta atención a la acción, lo físico, como a los dilemas existenciales de estos hombres. Y si el film funciona en los dos frentes, aún cuando sobre el final se vuelve decididamente uno de suspenso y acción -una película de género-, es porque desde la dirección se sostiene todo con una lógica de fierro. Si algo sabe ser el cine de Greengrass, es sólido y compacto. Una de esas muestras de cine bélico llorón y ambiguo podría ser Red de mentiras, de Ridley Scott. Allí, el director apelaba a un cinismo descomunal para decir que la guerra se manejaba a distancia, y construía uno de esos héroes imposibles -en el mal sentido- con Leonardo DiCaprio. Aquí, conocedor de los códigos del cine clásico, Greengrass sabe que precisa a un héroe convencional para ser lo más clarificador posible: el Miller de Damon es un tipo de acción, pero honesto y confiable, cuyo pecado más grande haya sido, tal vez, creer que era posible una invasión sobre las bases de la libertad. El final, en dos planos -la discusión entre los iraquíes y la cara de Poundstone-, resume de manera precisa el resultado de la acción norteamericana en aquella región del mundo. Si bien puede ser considerado políticamente correcto, el film de Greengrass reparte adecuadamente la carga de culpas y construye un orden donde la política y la prensa, y con ellos el ciudadano, son socios en la confusión general de la que se nutren las desgracias universales.