Reencuentro en el Paraíso Filmar el amor filial, tan sólo registrarlo sin enunciarlo, evitar el subrayado, la emoción prefabricada, es posible. ¿No es el tema por excelencia del cine norteamericano? En Alamar, la segunda película de Pedro González Rubio, el reencuentro entre un padre y su hijo elude la metáfora y el sentimentalismo. ET jamás está invitado a la cita, aunque la película, hipnótica y sencilla, transcurre literalmente en otro planeta. ¿O existe el paraíso en la Tierra? Al comienzo se suministran los datos necesarios. Roberta, una mujer italiana de clase media conoció en algún viaje a Latinoamérica a Jorge, guía turístico de Yucatán, oriundo de Banco Chinchorro, un pueblito de pescadores . Atracción física o amor multicultural a primera vista, de esa relación nació Natán. Algunas imágenes de archivo dan cuenta de la pretérita felicidad, pero el amor dura tres años. Hoy la unión es un recuerdo, y Natán, Jorge y Roberta constituyen una típica familia moderna. No sólo se trata para Natán de saber que sus padres están separados sino que entre su padre y él existe una distancia casi infinita. González Rubio registra el reencuentro del padre con su hijo. Son vacaciones, acaso una temporada en un universo alternativo. Las similitudes entre Roma y Banco Chinchorro son equivalentes a las que existen entre una jirafa y un basquetbolista. Es por eso que González Rubio procura mostrar con exactitud el viaje de ida rumbo a Banco Chincorro. Primero avión, después lancha. Una panorámica aérea de esta isla sintetiza este lugar en el mundo. Se trata de un paraíso en miniatura situado en el medio del océano. Lo que sigue de ahí en adelante es preciso: la introducción “pedagógica” a un estilo de vida para el niño (y los espectadores) y la validación del inmenso amor entre Natán y Jorge. Ser testigos de todo eso es casi un privilegio. Pescar, bucear, dormir, flotar, cazar y amar. Alamar es una película de acción submarina y afectiva. Las langostas, los cocodrilos, las cucarachas y los peces son extras extraordinarios en este set y ecosistema esplendoroso. Una misteriosa garza es la que se lleva los aplausos y, en comparación con el perro de El artista, esta ave jamás sobreactúa.
Una misión imposible ¿Un dilema epistemológico? ¿Cómo es posible que Santa Claus pueda entregar miles de regalos al mismo tiempo? ¿Cómo se las arregla para responder a la explosión demográfica exponencial? La voz en off de una niña expresa un par de objeciones lógicas, y su escepticismo precoz es comprensible en tiempos de Google: guardar un secreto y sostener un mito global en pleno siglo XXI no es sencillo. Pero Santa es real, dirá el joven Arthur, hijo del mismísimo Santa, cuya ocupación en el Polo Norte es responder las cartas de todos los niños del mundo. No es un dato menor su actividad. La correspondencia a mano se contrapone con la neurosis obsesiva de su hermano mayor, Steve, que dirige los procedimientos de entrega de su padre como si se tratara de una misión castrense en Irak con tecnología de punta. En efecto, los agentes duendes que trabajan en el tema parecen de SWAT y la sala de operaciones recuerda a una oficina del Pentágono. El nudo narrativo es doble. El problema evidente es enmendar un error imprevisible: en las entregas correspondientes a la Navidad en curso una niña quedó sin juguete, y quedan unas horas antes de que despierte para intentar solucionarlo. Ni Steve ni Santa parecen tener la voluntad para hacerlo. ¿Cinismo? ¿Monotonía? Serán Arthur y su abuelo, un ex Santa, quienes en vez de viajar en la S1, una nave espacial gigantesca, desempolvarán el viejo trineo de madera y reclutarán a los renos de carne y hueso para cumplir con la misión navideña. Un poco de polvo mágico de la aurora boreal es suficiente para que se convierta en un trineo bala. El otro problema latente es la sustitución inminente de Santa. ¿Quién será el heredero? La productora inglesa de animación Aardman, responsable, entre otras grandes películas, de Pollitos en fuga, es garantía de lucidez lúdica y un uso libre de la imaginación, pero Sarah Smith no es ni Peter Lord ni Nick Park (que producen el filme). Un pasaje en el que leones, elefantes y hienas desafían la gravedad con los renos y un gag magnífico sobre la confiabilidad de los GPS remiten a lo mejor de la casa, pero, en asociación con Sony Animation, la agenda parece ser otra, lo que explica el insólito preámbulo: un video musical de Justin Bieber. En las antípodas de la filosofía del Grinch, la Navidad es aquí un valor eterno de la humanidad y Santa es "el mejor hombre del mundo". Aprender a creer en el mítico Nicolás de Bari es una preparación indirecta para dar un salto de fe mayor. Los niños esperan regalos, los adultos milagros.
El plano inicial es imponente. En un contrapicado virtuoso se ve un bosque majestuoso. De allí sale la madera que el protagonista, Rubén, un camionero que recorre el país, tendrá que llevar desde Paraguay hasta Buenos Aires. Correspondiendo al favor de un amigo, en este viaje, a contramano de sus costumbres, llevará a una mujer llamada Jacinta y a su hija de ocho meses, Anahí. En un principio será una travesía silenciosa, pues la soledad y la parquedad constituyen el carácter de Rubén, que tiene un hijo mayor en Mendoza al que no ve y una hermana a la que le dejará un regalo en una de las paradas de su itinerario, pero ante la pregunta de si tiene familia responde que no. Lo que en un principio parece una road-movie de Lisandro Alonso matizada por un humanismo cándido que remite al cine de Sorín, termina siendo una película amable y cuidadosa sobre un posible romance entre un hombre adulto y una madre soltera oriunda de Paraguay. Giorgelli debe haber trabajado mucho en el registro y en los tiempos del montaje. Se trata de un filme de gestos mínimos en donde una bebé de meses, a través de sus expresiones y berrinches, va conquistando a un hombre curtido y cansado. Formalmente impecable, Giorgelli, con planos fijos desprovistos de música y piruetas estéticas, cimenta en su austeridad y precisión narrativa una mutación sentimental discreta pero extraordinaria de sus personajes: un hombre, una mujer y una criatura bastan para hacer una gran película. En este sentido fue lógico que se llevara la Cámara de Oro en Cannes.
Palabras vitales Es comprensible que se crea que el lenguaje sirve esencialmente para comunicar. Noción pragmática, concepción incuestionable del sentido común: hablamos y escribimos sólo para entendernos. Pero el lenguaje es algo más. Determina nuestra experiencia de estar en el mundo, define secretamente nuestra percepción y nuestra relación con las cosas, constituye quiénes somos. No es extraño entonces que Poesía para el alma, originalmente "Shi" (sólo "Poesía"), se articule filosóficamente a propósito de dos situaciones: una mujer de 66 años empieza a olvidar algunos términos. Su médico no tardará en decirle el nombre de su problema: Alzheimer. Al mismo tiempo, Mija, que trabaja de asistente de un discapacitado de su misma edad, se anotará en un curso de poesía. La doctrina elemental de su profesor se sintetiza así: "Para escribir poesía hay que ver. Lo más importante en la vida es saber ver". No son sólo las palabras del maestro, también expresan la concepción de Lee Chang-dong, el cineasta contemporáneo más importante de Corea del Sur. En efecto, para ver (y hacer) cine hay que aprender a ver. El plano inicial combina serenidad y espanto: sobre las tranquilas aguas de un río viene flotando un cadáver. En menos de 10 minutos, Lee orquestará situaciones, eventos y detalles: la progresiva enfermedad de Mija, el nieto enajenado que vive con ella, su paciente, el suicidio de una adolescente, la madre de la adolescente, la investigación policial están finamente urdidos en la trama desde el comienzo. Un ejemplo: no es casual que "cartera" sea una de las primeras palabras olvidadas por Mija. Sociología imperceptible pero señalamiento lúcido: la relación con el dinero atraviesa la conducta de todos los personajes, de lo que se predica una mirada crítica sobre la sociedad coreana. La sentencia de Hölderlin "poéticamente el hombre habita sobre la tierra" alcanzará su magnificencia en los últimos siete minutos. Dos voces "leerán" una poesía. Dado que el lenguaje puede ser música, Lee jamás impone emociones a través de una banda de sonido. Las palabras y las imágenes son casi siempre suficientes, hasta pueden materializar un fantasma y conjurar su desolación.
CONTINGENCIA La última película de Almodóvar podría haber sido extraordinaria; a medio camino, el film oscila siempre entre secuencias notables y escenas insignificantes. Hace un largo tiempo que el universo cinematográfico de Almodóvar conversa poco y nada con el exterior. Sus películas son solipsistas, mónadas sin ventanas, o, dicho con mayor precisión: el cine y el mundo son inconmensurables entre sí; nada tiene que ver uno con el otro. La explosión libertaria española de fines de los ’70, que tuvo a Almodóvar como un intérprete lúcido, ya no es su interés predilecto. Desde fines de los ’90, el Almodóvar maduro se ha especializado en la intimidad. Al menos por lo visto hasta hoy, la comedia resulta incompatible con ese tópico, y el drama no va más allá de lo que sucede dentro de la piel de los personajes. La piel que habito arranca con una referencia histórica precisa: Toledo 2012, y en algún momento la historia irá hacia atrás, unos 6 años antes. Pero el film podría estar situado en el limbo, y no es casual que esta exploración sobre la identidad humana dé la espalda a España y su contexto actual, más allá de la voluntad claustrofóbica que atraviesa el film, que prácticamente transcurre en espacios cerrados y en donde la piel es un cerco vulnerable. La única nota de contemporaneidad es que los personajes leen La República y ya no El País, una flecha irónica directa contra el crítico de ese diario con quien Almodóvar tuvo una discusión hace dos años. Y allí Almodóvar tenía toda la razón. Antonio Banderas es un cirujano plástico. Su mujer murió carbonizada. Su obsesión: inventar una piel, es decir, el contorno de la identidad. “El rostro nos identifica”, dice el personaje de Banderas, mientras da una conferencia sobre el trasplante de rostro. Las investigaciones del doctor rozan los límites del manual de bioética del siglo XXI. Y es por eso que su conejito de Indias parlante vive encerrado en su clínica privada. ¿Un spa de experimentación subjetiva? El parecido con su mujer muerta es ostensible, aunque más tarde habrá revelaciones, y nuestro doctor quizás sea un delincuente delirante. La afirmación más poderosa del filme reside en postular la plasticidad de la identidad humana. Todo es alterable: el rostro, la piel, el sexo. Como siempre, la sexualidad humana en Almodóvar es manipulable, un punto de vista que se apoya en otro que el film suele defender, aunque no siempre con los mejores argumentos: la experimentación e investigación científica madura sin límites éticos. ¿Una película de terror? Tal vez, aunque en los últimos 30 minutos se filtra el humor irónico de su director. La piel que habito es una película fallida. Sus excesos musicales, la poca fluidez de su relato, los subrayados y el desprecio rotundo por vincular el film con el mundo atentan contra la película. Así, algunas pasajes prometedores de La piel que habito se diluyen a medida que avanza su metraje. Un elegante fundido encadenado de un rostro de un hombre que deviene en mujer, o algunos planos en picado heterodoxos no conquistan la trivialidad de su propuesta y la grosería que merodea cada tanto. La dermatología de Almodóvar no puede hacer suyo el famoso aforismo de Valéry: “Lo más profundo es la piel”.
Sed de vivir Sólo un desalmado puede sentirse indiferente ante la vivacidad contagiosa de un filme como De caravana. Pocas películas capturan la vida secreta de una ciudad, su sonido, su música, su lenguaje, su comicidad, además de los anhelos y las frustraciones que determinan la vida de sus criaturas. De caravana respira honestidad fotograma tras fotograma. Su sociología intuitiva retrata con justeza un mundo reconocible; su filosofía amateur apuesta por la libertad de los hombres. Como todas las grandes películas, De caravana invita a conocer un mundo. La discusión inicial entre un hombre y una mujer, por mucho tiempo novios, y los planos generales y planos detalle en los que se ven todos los rituales para ingresar a un baile de la Mona Jiménez son señales precisas de que estamos ante una gran película. En menos de cinco minutos casi todos los personajes ya están presentes, y el eje central del relato toma cuerpo: Juan Cruz, un fotógrafo de clase media alta, mientras registra el baile para una producción gráfica del cantante, conoce a Sara. La historia de amor que surge de este encuentro azaroso pero verosímil no será sencilla. Más tarde se hablará de "civilizados" y "anormales", pero lo que le preocupa a Ruiz no es tanto denotar las diferencias de clase como sugerir una zona de fascinación mutua. Lo cierto es que Juan Cruz, involuntariamente, se verá involucrado en un universo delictivo. Por un lado, tendrá que "trabajar" entregando mercadería para Maxtor, un amigo de Sara que, acompañado por un travesti llamado Penélope, lo extorsionará amablemente. Al mismo tiempo, el Laucha, ex novio de Sara, se desespera al saber que ella está con otra persona. Habrá puñetazos, fiestas, persecuciones automovilísticas e incluso un secuestro fallido, acciones dramáticas siempre matizadas por toques humorísticos. Consciente del carácter popular de su película, y sin traicionar la fluidez de su relato, Ruiz jamás cede al populismo estético de filmar televisivamente. Así, casi desprovista del característico plano-contraplano para filmar la interacción humana, De caravana es prodigiosa en su concepción del espacio: los actores habitan los planos secuencia y en ese registro se experimenta lo "real" en la ficción. Ruiz es un cartógrafo: su cámara recorre la variada arquitectura cordobesa donde también se expresa la diferencia de clases, un mapa simbólico de las desigualdades. Ruiz transmite un amor parejo por todos sus personajes, y su elenco responde. Todos ofrecen una labor destacada. La pareja de Pereyra y Colja funciona; a veces un gesto de Pereyra sintetiza un lugar en el mundo. La justa simpatía de Martín Rena como Penélope es memorable. Pero los trabajos de Gustavo Almada (el Laucha) y de Rodrigo Savina (Maxtor) son superlativos. Ruiz les confiere la tarea de sostener simbólicamente su película. El monólogo del Laucha que concluye con un primer plano de su rostro constituye la rabia del oprimido. El cuento de Maxtor sobre el circo de pulgas articula una utopía discreta más allá de la pertenencia de clase. En los créditos finales, a la izquierda del cuadro se suceden fotografías de algunos personajes. Es un detalle elegante que encierra el misterio y el espíritu libertario de esta película que, como las pulgas de Maxtor, desconoce los límites del discurso del amo.
La especie imperfecta Una metáfora imprecisa, casi horrible: el cine es un espejo. Lo que vemos en una pantalla, se cree, nos refleja. El espectador mira y se identifica, se reconoce. Es el famoso rollo de la identidad. En principio, Aquel martes después de Navidad , la estupenda cuarta película del rumano Radu Muntean, con menos de 35 planos perfectos, resulta universal e identificable; es la historia “clínica” de una separación y un retrato lúcido del adulterio, pero más que un espejo la película parece una radiografía de la anatomía amorosa y las imperfecciones humanas. El inicio es formidable: un hombre y una mujer desnudos charlan, se besan y ríen. No importa tanto lo que dicen sino lo que transmiten sin palabras. La felicidad existe, y no es difícil adivinar por qué. Los placeres de la carne no son incompatibles con los del espíritu. Raluca y Paul se aman, pero él está casado y tiene una hija. Cinco meses de romance colisionan con más de una década de matrimonio. Es que el deseo no es una institución, y aunque el matrimonio sí lo es depende, en última instancia, del deseo de los cónyuges. ¿Qué hacer? La precisión de la puesta en escena seguirá minuciosamente la conducta de los involucrados. Los planos secuencia virtuosos, la total ausencia de música y unas interpretaciones extraordinarias funcionarán como una succión hacia ese universo en descomposición. Más que voyeurs seremos cómplices de un drama doméstico que, en sus propios términos y para sus protagonistas, no será otra cosa que un apocalipsis privado. “Has arruinado mi vida”, dice Adriana, mientras su marido le revela su amorío, en la mejor secuencia del filme: diez minutos ininterrumpidos que condensan los matices más sombríos de la experiencia amorosa: traición, decepción, indignación. Es extraordinario ver el instante mismo en el que se produce lo que los psicoanalistas denominan “herida narcisista”. El día al que hace referencia el título de la película permanecerá en fuera de campo. No se sabrá qué dirán los suegros ante la noticia y cómo vivirá la primogénita de Adriana y Paul un cambio que alterará su vida. Tampoco se verán las reacciones de Raluca. Muntean prioriza la tensión emocional mientras dilata la disolución del caso apoyándose en el suspenso. Una visita al odontólogo invoca lo perverso y el escándalo; hasta un regalito en un árbol de Navidad puede transfigurarse en una especie de bomba.
EL MAESTRO Y SUS CIRCUNSTANCIAS El incansable hombre de las tres cifras sigue filmando y el resultado en esta ocasión es una objeción lúdica y vital al desprecio y consideraciones similares acerca de la vejez y las potencias creativas perteneciente a ese estadio de la vida. “No recuerdo si cité a Spinoza o a Ortega y Gasset a propósito de Singularidades de una chica rubia, pero lo cierto es que Ortega y su idea de «El hombre y sus circunstancias» está siempre presente, en cada momento de nuestras vidas”, decía De Oliveira, hoy con 101 años y aún hiperactivo, en una entrevista reciente. Las circunstancias de El extraño caso de Angélica son, como su título lo indica, extrañas. A la medianoche, mientras llueve torrencialmente, un hombre pide por un fotógrafo. La mujer del fotógrafo le informa que su marido regresa mañana. Un transeúnte observa la situación y sugiere un reemplazo. El elegido es un tal Isaac, un portugués sefardí, que debe fotografiar a las 3 de la mañana a la joven Angélica, una joven bellísima que, como informa una monja sorprendida y casi molesta por el nombre del fotógrafo, fue una católica devota. La oscuridad domina el ambiente, aunque De Oliveira parece tomarse la muerte con gracia y liviandad, de tal modo que cierto tono jocoso atraviesa el clima plañidero, pues concebir y decidir la iluminación en función de inmortalizar a la muerta es como mínimo una situación burlesca. El bellísimo cadáver parece reírse; tras una primera foto, antinaturalmente, la mujer, de hecho, sonríe mirando a cámara. Si es una distorsión psíquica y perceptiva del fotógrafo (que de ahí en adelante se comportará de forma extraña para la dueña del departamento que éste alquila), o si se trata de una historia de amor secreta entre un fantasma y un mortal, es irrelevante; De Oliveira ensayará una respuesta abierta, pues esta meditación sobre el misterio de la existencia (y el cosmos) y sobre el misterio de la fotografía (y el cine) es comandada por una libertad absoluta que no necesita de certezas para convalidar una mirada filosófica sobre las cosas, el mundo y nosotros en él. En esta ocasión, De Oliveira va más allá de su ostensible inquietud civilizatoria. Una conversación entre vecinos durante el desayuno opera como una invocación cósmica y una evocación del carácter precario del conocimiento (y la gesta civilizatoria). Algunos personajes discuten el concepto de materia y de antimateria. Los jinetes del apocalipsis devienen en siete mosquitos: la cita teológica se transfigura en un dato ecológico. Pensar en las circunstancias como organizadoras del cosmos es inquietante. El extraño caso de Angélica es mucho más que una historia de amor entre un hombre y una mujer; es una historia de amor entre un hombre de 101 años y nuestro mundo. Así, en una noche americana (quizás se trate de un sueño, quizás se trate de una dimensión desconocida) dos cuerpos burlan la gravedad y danzan sobre ese elemento antiguo llamado éter. A esta fantasía metafísica, De Oliveira la compensa y la yuxtapone con una celebración casi proletaria de la inmanencia de todas las cosas: los agricultores trabajan la tierra, doblan sus espaldas, transpiran y cantan. La tierra es el límite. Con ese paisaje telúrico De Oliveira concluye su película. La voz campesina parece afirmar el carácter materialista del mundo. Pero los fantasmas tal vez existen, y de ser así son ciudadanos de un mundo invisible, quizás inmaterial, a pesar de su inverosimilitud; una elegía materialista y metafísica, una verdadera obra maestra.
Está en los genes Con el máximo rigor que se puede esperar de un (tele)filme esquemático, los seis primeros planos de Justicia final muestran la escena de un crimen. Se nos advierte que la historia está basada en un hecho real y que todo empezó en 1980, en Ayer, Massachusetts. Después conoceremos al supuesto asesino: Kenny Waters (Sam Rockwell). Luego a su hermana, Betty (Hilary Swank), quien se convertirá en su abogada. Desde un inicio las coordenadas simbólicas de los personajes serán claras: el patrimonio de Betty y Kenny ha sido quererse y sostenerse. En más de un sentido son sobrevivientes de un sistema económico, tanto como su madre, que apenas ha podido criarlos. En efecto, la clase trabajadora norteamericana de zonas periféricas no vive en el sueño americano. ¿O sí? En 1983, Kenny, que tiene una hija todavía bebé, será acusado de haber apuñalado a una mujer alemana, ligada superficialmente a la niñez de los hermanos. La esposa, inesperadamente, declarará en su contra y una ex novia también aportará algún dato agravante. La evidencia está en la palabra, y la verdad jurídica es el corolario de un relato. Kenny no es precisamente una criatura serena, pero su proclividad a la violencia jamás hará dudar a su hermana de su inocencia. Serán unos largos 18 años para probarla, y en ese tiempo Betty criará a sus hijos, se separará de su marido, trabajará como camarera y estudiará derecho con un solo objetivo: liberar a su hermano. Goldwyn, como cualquier director, toma decisiones. Los flashbacks de manual acerca de la infancia suministran la indefensión de los niños y suelen enfatizar la ligazón entre los hermanos adultos. Los personajes resultan unidimensionales: están los buenos, los corruptos, los sensibles y quienes están perdidos. Para demostrar el tesón proletario, todos los intérpretes giran alrededor de Swank. El viejo mito del individuo que vence momentáneamente al sistema revive aquí sin escrúpulo, aunque el discreto aporte del filme pasa por recordarnos que una prueba de ADN es más poderosa que un discurso y un testimonio. Ya sabemos que si un filme arranca con una declaración sobre el carácter verídico del relato esto implica saber algo más al final de la película. Se nos contará que triunfaron y veremos la fotito de los verdaderos protagonistas. Validación de una fantasía colectiva y mágica que equipara la vida con las películas. Será por eso que nada se dice acerca de la muerte de Kenny en un accidente, tan sólo seis meses después de que parecía haber regresado a la vida.
CURSO DE METAFÍSICA CALIFORNIANA Película fallida, a veces genial y en varias ocasiones irritable, por momentos magistral y no por ello inmune a ser considerada el bodrio del año, el quinto film de Mallick parece destinado a ser discutido tanto para execrarla al ridículo eterno como para canonizarla como una obra maestra. El árbol de la vida arranca con una cita bíblica y una luz tenue, quizás Dios, quizás la fuente de la vida. “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia”. La cita pertenece al libro de Job, y el film en su conjunto parece ser el esfuerzo del propio Mallick en responder a ese acertijo. Después, un niño ha muerto y vemos cómo los padres (Brad Pitt y Jessica Chastain) intentan sobrevivir a la noticia. El consuelo religioso parece ser insuficiente. Inmediatamente, de Texas en la década del ’50 pasamos a nuestro tiempo. El hermano mayor (Sean Penn) recuerda a su hermano muerto y cavila sobre la vida moderna. “Todo es codicia”, afirma. Los planos en contrapicado de los edificios estimulan a fundamentar topológicamente la afirmación. Los edificios son erecciones de codicia, una arquitectura desprovista de aura, y de allí el contraste con el que Mallick registra a la naturaleza. Y de pronto una revelación, acaso el génesis reconstruido por un cineasta dotado con un sensibilidad exquisita para plasmar lo numinoso. Es que en un momento se detiene la etérea voluntad narrativa y el filme salta y se despega hacia otro orden de representación; un collage casi experimental captura al film y destituye por varios minutos todo intento de relato. Entonces, el cine se emancipa de ese fervor humano por contar historias y de organizar el caos en relato, y explota una dimensión posible del arte cinematográfico. Es el mundo silencioso, el cosmos sin saber, un viaje literal en donde quien mira deviene en estrella, fósil, mineral, animal, éter. Planos de células, explosiones solares, géiseres, tiburones, paisajes diversos, eclipses, la Tierra, las montañas, los cielos, los pájaros, las medusas, el cosmos e incluso un embrión de un dinosaurio vivo y luego dos bestias disputando el poder en tiempos prehistóricos. De un drama familiar, Mallick presenta un escenario cósmico y sus misterios. Ni siquiera se puede hablar de representación, pues se trata de una experiencia. Es difícil no pensar en ese momento que uno está viendo algo jamás visto. Tras casi una hora de película, El árbol de la vida regresa a la tierra y vemos el nacimiento de los hijos de la pareja, el crecimiento y la severa educación impartida por el padre. Pitt es un patriarca y un milico, una combinación poco feliz. El padecimiento y el castigo son regla. Y vendrán los últimos 30 minutos, y el filme deriva indefectiblemente hacia un nuevo poema visual, ahora kitsch y fervientemente religioso en el que la espiritualidad New Age y un evangelismo difuso van fagocitando tanto la totalidad del film como las inquietudes filosóficas de Mallick. En El árbol de la vida todas las películas de Mallick están contenidas. El estilo es inconfundible: los zigzagueos de la cámara en un movimiento coreográfico constante son constantes; la búsqueda de hallar un registro sobre la naturaleza en donde la physis pueda ser expresión indirecta de la gracia un imperativo; la voz en off como oraciones de un discurso anónimo, o más bien como expresión de la humanidad en su conjunto se escucha desde el principio. Las sombras adquieren vida; hamacarse es una cifra paradisíaca; la música clásica una necesidad espiritual. Las meditaciones de Mallick están presentes y se reconocen: su tema predilecto es la caída, tanto en su sentido filosóficos como teológico. Los hombres han caído en un desvarío ontológico, han traicionado el contrato natural: la Tierra ya no es hogar sino mero terruño de explotación. Aunque existe la gracia, la intervención de otro orden que modifica nuestro ser en el mundo. El problema de El árbol de la vida es que siendo en un inicio una interrogación cósmica hiperbólica se transforma en la puesta en escena de un dogma trivial sostenida en una iconografía berreta. La pestilencia de una sabiduría perenne bautizada en California deviene en metástasis. Esta insólita voluntad de afirmar y decir, o mejor dicho, de evangelizar, finaliza vulgarizando una obra potencialmente colosal. De lo sublime se pasa al ridículo, y de la poesía cinematográfica al aforismo baladí ilustrado. Es que El árbol de la vida es una película contradictoria, experimental, escurridiza, a veces solemne y desprovista de humor, pero dirigida por un director que parece haber aprendido su oficio en un universo alternativo; pensar con justicia El árbol de la vida puede ser tan difícil como analizar el misterio de la Trinidad y el sexo de los ángeles. La burla es la aptitud lógica de los necios; la credulidad, su correlato necesario, comporta siempre una conveniencia y un poco de vagancia.