El empleo del tiempo En su mejor película, Historias de cocina, a Bent Hamer no sólo le interesaba criticar la pretensión de objetividad en las ciencias (sociales) sino que apostaba por filmar la amistad masculina. Más tarde, en Factótum, basada en un texto de Bukowski, Matt Dillon como Hans Chinaski pasaba por varios trabajos, la mayoría humillantes, mientras intentaba escribir y así conjurar su soledad y la evidencia de un mundo amenazado por la insignificancia. En El extraño Sr. Horten, película menor aunque a veces discretamente emocionante, los destellos de amistad (entre hombres) contrastan con la mecanización de la vida cotidiana y el aislamiento involuntario propio de un sistema social tan "perfecto" como quizás también asfixiante. El protagonista acaba de dejar un empleo después de 40 años y está solo; no es una ecuación existencial sencilla. Así es que a Horten, que ha sido maquinista de un tren que se desliza por la nieve como si fuera un trineo gigante, le espera un nuevo desafío involuntario: el ejercicio de su jubilación, que en un principio parece tan sólo perplejidad y extrañamiento. La simpática y maldita provocación de Cioran sobre un suicidio colectivo, si se decretaran vacaciones permanentes, resulta ilustrativa; el tiempo libre no es necesariamente una vía garantizada hacia la felicidad. La discreta conquista de Horten consiste en vencer el tedio, o simplemente resignificar la jubilación como una aventura administrativa del tiempo: esquiar como su madre, nadar desnudo en una piscina pública a medianoche tras quedarse dormido en un sauna, salir a pasear en un auto por la noche con un nuevo amigo, alguna vez diplomático, que dice poder manejar con los ojos tapados. En Oslo, y tal vez en algunos otros lados, un jubilado sólo debe reinventar su existencia simbólica. Si bien la austeridad emocional predomina, Hamer a veces se ve tentado por un sentimentalismo ligero, lo que no le impide construir escenas en donde el encuentro entre hombres parece una cauta verificación de que la amistad es una práctica virtuosa. El "viaje" entre el diplomático y Horten, coronado con una cita de Strindberg y no mucho después concluido con un plano cenital, sintetiza las virtudes filosóficas y formales del filme. Las aventuras de Horten tal vez sean demasiado para sus pares del extremo sur. El derecho al júbilo de los jubilados será siempre una buena medida para conocer el progreso de una sociedad. Horten, por ahora, es, entre nosotros, un marciano.
La comunidad unida Los Muppets no participa de la actual explotación de la nostalgia que sobrevuela el cine para todas las edades. Menos aún se trata de un filme oportunista que utiliza un clásico y lo pone en 3D para acumular billetes. Es un filme autónomo y legítimo, que sí reclama y revive una tradición, la de un Hollywood medianamente civilizado. El espíritu del cine de Frank Capra y los pretéritos musicales ingenuos y felices atraviesa esta nueva versión de los muñecos concebidos por Jim Henson (El cristal encantado), lo que resulta un antídoto respecto de cierto cinismo difuso característico de varias películas destinadas a los niños. El relato es clásico: una comunidad vence a un poderoso. En esta ocasión, son los Muppets luchando contra un tal Richman, que desea apoderarse del viejo teatro de los Muppets, convertido hoy en un museo o parque temático desganado. El magnate interpretado por Chris Cooper, lector de la revista The Economist (en cuya tapa se lee "Las guerras de hoy"), cree que debajo de esa arquitectura casi en ruinas hay petróleo. Pero la rana Kermit (René), el oso Fozzie (Figaredo), Miss Piggy y todo el elenco de antaño, reclutados por dos hermanos, Garry y Walter (uno luce como un Muppet y el otro es Jason Segel , quien además es uno de los guionistas), fanáticos del programa televisivo, intentarán salvar el teatro. No es fácil: necesitan 10 millones de dólares. Y lo intentarán volviendo a la televisión por una única vez, incluso si para eso deben secuestrar a Jack Black: puede ser ilegal, pero también lo es "terminar con los Muppets". No es casualidad que el malhechor cante un rap y que el primer número musical remita a la comedia musical clásica, como tampoco la concepción de montaje en ambos casos. Los cameos de Mickey Rooney y Jack Black (no del todo aprovechado) son señas al pasado y al presente. Hay algo inconformista en Los Muppets, una suerte de inversión benevolente de Los Simpson: rockeros pero nunca pop ni cínicos. La mayor rebeldía de Los Muppets es postular discretamente una felicidad nacida de la labor colectiva, allí donde surgen la benevolencia y la alegría de estas criaturas inocentemente utópicas.
LA DEMORA Ópera prima consistente de un actor cuya cinefilia lo lleva ahora a estar detrás de cámara El plano inicial es un indicio: Norberto, sin saberlo, está siendo examinado. Su futuro jefe “interpreta” a un cliente y él le enseña un departamento para alquilar. El reconocido actor uruguayo Daniel Hendler, aquí detrás de cámara, elige una puesta precisa para la escena: un plano general fijo espera por la aparición de sus intérpretes. La composición visual indica un idea, una mirada. Un director de cine, antes de contar una historia, instituye y presenta un mundo y un tiempo. El título de filme es genial. El “apenas tarde” indica una condición existencial: Norberto está demorado. No sólo llega tarde a su nuevo trabajo en una inmobiliaria sino a su propia vida. En una escena clave, después de que Norberto compruebe que tiene talento para el teatro, otro descubrimiento tardío (o, simplemente, una vocación demorada), un maestro teatral dará su devolución al grupo de principiantes, entre ellos Norberto, que acaban de representar La gaviota. Dice: “Lo que necesita Chéjov es precisamente juventud”. El movimiento de cámara es justo: el especialista da su dictamen mientras un paneo lento de izquierda a derecha pasa por todos los jóvenes del elenco hasta que la cámara se detiene en Norberto. El plano habla: nuestro héroe hace rato que no es joven. Hendler cuenta una historia reconocible: un treintañero de clase media, cansado de su trabajo y en crisis con su mujer, incómodo con la totalidad de su vida y mucho más solo de lo que es consciente, descubre azarosamente el teatro, en una salida con su futura ex mujer y sus tal vez próximos ex amigos. No es casual que todos ellos se retiren en el intermedio y que él elija quedarse hasta el final: después de todo, la obra que su futuro profesor representa se llama “La insatisfacción humana”. Si bien el filme de Hendler es un retrato preciso de la desolación y la desorientación de una generación, la comicidad está presente en dosis homeopáticas. Como en el caso de su esposa Ana Katz, el humor de Hendler se predica del absurdo inmiscuido en la cotidianidad: el CD que salta y se corta mientras Norberto maneja, el gag repetitivo de la alarma del auto, los métodos teatrales del “Rafa”, el asombro del protagonista al aprender que un número de celular queda registrado después de una llamada, lo que dice una enfermera sobre un test de esperma son buenos ejemplos; lo absurdo es una fuerza que se despliega discretamente en el orden social y tiene un costado cómico y patético. El trabajo de Fernando Amaral es sobresaliente. Sus gestos, el movimiento de su cuerpo, las inflexiones de su voz, el tiempo que elige para reaccionar frente a la interpelación de los otros personajes posibilitan entender que Norberto es un sujeto universal y concreto: es el joven tardío, distraído y secretamente alienado que sin saberlo actúa como un alienado en una pieza teatral sin público ni crítica. Es un sujeto histórico, un modelo. Hendler debería estar satisfecho con su paso a la dirección. Norberto apenas tarde es un debut más que promisorio.
Una fantasía reconocible La genealogía proviene de un sueño. Leyendo El hombre moderno en busca de su alma, obra tardía de Carl Jung, la directora Sophia Barthes soñó con Woody Allen. Estaban haciendo cola en un consultorio futurista y Allen se quejaba: su alma era literalmente un símil de un garbanzo. De ese sueño a la película habrá cambios y se sumarán otros tópicos, por ejemplo, tráfico de almas y "mulitas" rusas que contrabandean esa mercancía peculiar. En vez de Allen, el actor en cuestión será Paul Giamatti (Entre copas), que se interpreta a sí mismo. Y aquí vive una crisis existencial que le impide encarar su personaje en una obra que está a punto de estrenar: Tío Vania, de Chéjov. El filme arranca con una cita de Las pasiones del alma de Descartes. Se trata de la famosa intuición cartesiana acerca de una glándula que une discretamente dos realidades inconmensurables: el cuerpo y el alma. Los planos siguientes son fundamentales: Chéjov habla por Giamatti y allí vemos al actor, en la ficción y más allá de ella. Primero, se evidencia el problema dramático y existencial: ya no hay distancia entre él y su rol; segundo, algo resulta ostensible: Giamatti es un actor formidable (lo que se puede comprobar en dos pasajes en donde interpretará la obra de teatro sin su alma y con un alma alquilada). En una noche de insomnio, Giamatti leerá un artículo en el New Yorker, "¿Están cansados los neoyorkinos de acarrear sus almas?", pregunta que le es familiar. Reluctante pero curioso, tendrá una entrevista y dejará su alma en una caja fuerte a la temperatura adecuada. Vacío y alivio: respuesta paradójica de su fisiología y su psicología; un yo volátil parece deseable, al menos hasta que Giamatti no pueda ni hacer el amor con su esposa, ni encontrar el punto de referencia para interpretar su papel en la obra. Y todo se complicará cuando su alma viaje a Rusia y una actriz mediocre de novelas la incorpore. Más cerca de Yo amo Huckabees que de ¿Quieres ser John Malkovich?, el filme de Barthes carece de la sofisticación visual y filosófica de esas dos películas con las que comparte una inquietud, pero sostiene convincentemente un amor palpable por todos sus personajes y es consecuente con su mirada metafísica: el "alma" es el precio que se paga por llegar a ser un sujeto singular. El acierto de Barthes pasa por evitar el cinismo y el narcisismo para delinear un camino de búsqueda.
ASOMBRO EN LO PROFUNDO La primera película en 3D... “Buscar paisajes que todavía no hemos ofendido, planetas que aún no existen, paisajes soñados”, decía Herzog hace un tiempo. Filmar lo que todavía no tiene una imagen ha sido uno de los vectores de su cine. Lo extremo y lo excéntrico son otras características ostensibles, pero Herzog es el cineasta de nuestra especie: entiende el costado poético materialista de Darwin y por tanto ve a la especie humana como una especie entre especies. Su especialidad son los hombres y, aunque por momentos un nihilismo juguetón es visible en sus películas, Herzog no es un practicante de la misantropía. El eje de La cueva de los sueños olvidados es una anécdota de montaña y un hito evolucionista. En 1994, unos exploradores se encontraron con un pasaje angosto en una zona montañosa cercana al río Ardèche en el sur de Francia. Al adentrarse en la cueva descubrieron una suerte de museo de arte paleolítico. Entre cristales que parecen esculturas de parafina, había pinturas rupestres: leones, caballos, rinocerontes, bisontes, incluso las palmas de las manos de estos artistas inimaginables de hace más de 33.000 años podían verse sobre las rocas utilizadas como lienzo. Después del descubrimiento, el gobierno de Francia selló la entrada con una puerta parecida a la que se utiliza en los bancos. Preservar el hallazgo y a su vez estudiarlo fue la política adoptada. Ciencia sí, turismo no. Son los científicos y algunos artistas, entre ellos Herzog y un equipo mínimo de rodaje (por un tiempo breve), los que han podido y podrán visitar este territorio encantado, aunque se proyecta una réplica exacta para que el público pueda ver la Cueva de Chauvet (Chauvet es el apellido del líder de la expedición). Quizás la mejor opción sea otra: visitarla a través del ojo mecánico y tridimensional de Werner Herzog. El plano inicial es un travelling hacia adelante en un viñedo. Paulatinamente, la cámara se mueve y el efecto en 3D anticipa una intención: hacer partícipe a quien mira de un viaje. A menudo, en el cine 3D lo que importa, algo ya establecido casi como una regla, es que la imagen se escape de la pantalla física. Los objetos se salen del rectángulo blanco y los recibimos ópticamente a menor distancia; así los sentimos cerca, están con nosotros. El procedimiento de Herzog durante todo el film será inverso: serán los ojos los que se implicarán con el plano percibido en 3D. La profundidad de campo ampliada es un aliciente para el observador. Son los ojos los que deben encaminarse. A partir de esto, incluso, se pueden adivinar las intenciones de Herzog cuando elige un falso plano de intromisión de la pantalla hacia la platea, un plano subjetivo desde un parapente en el que una persona frenará al camarógrafo volador. El modo como sucede parece ser un efecto de salida, pero en realidad es el mismo movimiento propuesto desde un inicio: se ataja la mirada, y las manos de quien frena el vehículo volador simplemente detienen al camarógrafo. La estructura narrativa es sencilla: ver las pinturas, los espacios circundantes, escuchar las opiniones de distintos científicos, volver a ver las pinturas y propiciar nuevas preguntas. En algún momento habrá un viaje tridimensional a través de un diseño computacional de toda la estructura de la cueva; literalmente, es un viaje óptico inolvidable que funciona además como interludio de un esquema preciso que Herzog sigue y viene repitiendo en sus recientes documentales: cabezas parlantes, paisajes no discursivos y su intervención reflexiva (que oscila entre el sentido común y la indagación filosófica) se combinan de tal modo que sus filmes constituyen ensayos generales sobre la especie y sus creencias, películas que pueden ser tan cinematográficas como televisivas (de autor, según su compatriota Kluge), tan extremas como accesibles. En todas ellas preexiste un concepto que organiza secretamente lo que vemos. Diríase que Herzog es nuestro cineasta darwinista por excelencia: su lente mira nuestra especie y las mil formas de adaptación, sin olvidar nuestra interacción con las otras criaturas que pueblan el mundo y la intersección entre lo artificial y la naturaleza. Jamás postula, si se mira con atención, ningún elemento transcendental que dé sentido al escenario del mundo constituido por materia: el límite es la inmanencia. En Herzog, el mundo no es jamás la expresión de un diseño inteligente y profundo. La Tierra y nosotros en ella estamos simplemente en una involuntaria travesía a la deriva, sin un origen que respalde nuestra empresa exploratoria. ¿Una cosmología conscientemente atea? Sí, y sin vacilación alguna, incluso si el objeto del documental es el Dalai Lama. Eso no oblitera ni el asombro ni el placer sensual de estar en el mundo, ni siquiera impide maravillase por la obsesión metafísica de postular entidades sagradas. El animal del lenguaje imagina, delira, inventa. En Herzog ha sobrevivido una experiencia vital en extinción: la noción de aventura. Ir en búsqueda de lo desconocido. Lugares sin palabras, tierras sin imágenes, se trata de buscar siempre un antes de la civilización, el afuera del orden del discurso. Evidentemente, una experiencia erosionada por diversas prácticas cotidianas en donde todo está a la vista para devenir en mercancía simbólica. Herzog, todavía, consigue validar una experiencia moderna del movimiento ligada con la expedición. Trasladarse es moverse de un lugar que conocemos a uno que desconocemos. La experiencia del mundo todavía se resiste a una codificación total. En Herzog, el genoma de nuestra vida simbólica sigue siendo indescifrable. La primera interpretación de las pinturas es de Herzog. En la figura de los leones y los caballos ve el inicio del cine, su prehistoria. En efecto, son pinturas que intentan dar cuenta del movimiento, y es ahí donde quizás habría que localizar a los primeros cineastas y animadores. Más tarde, Herzog se preguntará si la invención del alma humana no tendría allí su genealogía, declaración central de la película, pues se pronuncia en un estilo especulativo, minutos después de que uno de los científicos apela a un salto metafísico. Más que homo sapiens –dirá el hombre de ciencia– somos homo spiritualis, lo que Herzog niega dialécticamente minutos después y recupera en clave darwinista. Es que el alma, desde un punto de vista clásico y ortodoxo, jamás puede ser una invención. Que la genealogía del alma ha tenido lugar en esa cueva remota significa simplemente que en esas pinturas y algunas ceremonias sagradas que acompañaban su realización se estaba instituyendo un léxico poderoso en el cual se proponía un algo más allá del mundo. Ese más allá tendrá más tarde su correlato en la interioridad, otra invención, desde esta perspectiva, de lo que se predica la prehistoria del alma. En un epílogo delirante y filosóficamente relevante, Herzog sugiere en una visita enigmática y cómica a un invernadero situado a pocos metros de las cuevas y más cerca de una planta nuclear, en donde viven unos cocodrilos albinos, quizás mutaciones vivientes frente a la exposición nuclear, que esas criaturas son nuestros dobles. ¿Qué clase de asociación es ésta? Una lectura posible de Un maldito policía en Nueva Orleans es que no es otra cosa que un cuento filosófico sobre nuestra condición animal, algo así como un film sobre el carácter dominante de nuestro complejo R, la zona cerebral que supuestamente compartimos con lagartos y serpientes. Ese giro cómico al final de La cueva de los sueños olvidados tiene una resonancia filosófica que excede la asociación libre y la tendencia al humor. Finalmente, Herzog en 3D tiene (un) sentido. Los primerísimos planos del suelo de la caverna, los travellings sobre los huesos animales y los famosos dibujos son operaciones formales con un fin específico. El 3D en Herzog funciona como un dispositivo destinado a superar la representación cinematográfica, el plano dimensional que refiere a la pintura y a la fotografía, trastocado por el movimiento pero sin superar la distancia inconmensurable entre lo que es visto y quien mira. La búsqueda parece ser muy diferente a la de Cameron y Burton, dos supuestos autores que han trabajado en tres dimensiones. Aquí no se trata de estimular sensorialmente la percepción sino de alterar la experiencia sustituyendo la representación (que, por definición, implica una distancia entre el observador y lo observado). Una exigencia ontológica se le impone a Herzog, y quizás también una difusa e inconsciente deontología respecto de un registro que, por ser histórico e irrepetible, debe reproducir más que representar una experiencia. La cámara debe ser literalmente una extensión de nuestra mirada, una experiencia óptica democratizada, tal vez fallida pero intensa, pues ni usted ni yo veremos por nuestros propios ojos las cuevas de nuestros antepasados, ese escenario primordial en el que nacieron los sueños y en donde Herzog creyó encontrar los primeros esbozos del cine.
En las superficies No ha sido discutido del todo en la teoría del cine, pero la representación cinematográfica de los animales ha sido siempre fascinante y reveladora. Las arañas, las marabuntas, las bestias salvajes dotadas de habla en los dibujitos animados, los perros, los delfines y los tiburones: la relación que se establece entre nuestra especie y el animal protagónico suele transferir nuestros miedos y virtudes al ejemplar elegido. Es un Otro viviente. Terror en lo profundo es una película oportunista y mecánica, una más entre tantas, y desde el comienzo funciona perfectamente como una síntesis de una cultura, la estadounidense: varios jóvenes universitarios, la mayoría ricos, aunque hay entre ellos un becado (no es azaroso que sea afroamericano) irán a pasar un fin de semana a un lago de Louisiana, en el pueblo de su compañera Sara, una rubia millonaria que no visita sus pagos hace unos tres años. La trama explicitará un trauma que incluye a los tiburones adaptados al agua dulce y al instructor de buceo de la joven pudiente y su ayudante, dos típicos reaccionarios pueblerinos del país de Obama, los famosos rednecks. Si el tiburón es un depredador acuático, la conducta de los personajes no será muy distinta. Si se trata de identificar vida inteligente entre los seres vivos del relato, es probable que los tiburones en cuestión sean los candidatos excluyentes: saben partir una lancha en dos y saltar como orcas para tragarse a sus víctimas. Y además son proezas en 3D: la ilusión óptica de ver a este "asesino" de los mares "salirse" de la pantalla resulta hasta simpática. David R. Ellis y sus guionistas por momentos parecen bordear la parodia. Una alusión irónica a La marcha de los pingüinos y un pasaje final en el que un perro ayuda a uno de los héroes en la batalla final son apuntes de otra película posible, como también lo son algunos señalamientos acerca del resentimiento de clase: estudiar en una universidad es cosa de ricos, y la envidia y el desprecio pertenecen a los exiliados del sueño americano. El resto es un extenso videoclip, a veces combinado con un documental sobre las colas y caderas femeninas y algunos paisajes postales del territorio norteamericano.
La ficción y los accidentes Comedia menor, previsible en sus cálculos humorísticos, a veces sugerente, y probablemente un pasatiempo aceptable, según el estándar de exigencia con el que se la mire, Cuatro muertes y ningún entierro pertenece al club de la comedia de habla inglesa, en este caso irlandesa, en donde el humor negro y la suspensión de la moral articulan situaciones complejas en clave irrisoria. Mark tiene un hermano en estado vegetativo y duerme en su cuarto. Es actor, más bien un desocupado, que insiste legítimamente en su profesión. El plano de apertura, tal vez la mejor secuencia del filme, consiste en esa humillación sistemática conocida por los actores que jamás ven el lado luminoso de su carrera: el casting. La entrevista es civilizadamente salvaje. Mark vive con Pierce, un director de cine, guionista y "a veces camarero", al menos así se presenta en una reunión de alcohólicos anónimos, en donde no explicita su compulsión por el juego. Mark, además, tiene una novia y un perro. En algún momento habrá un accidente. El perro será el primero, y de allí en adelante los cuatro muertos del título en español se irán acumulando en la casa de Mark, hogar poco dulce que parece literalmente una casa inteligente y asesina. En menos de una hora, Mark y Pierce serán potencialmente sospechosos y, por las circunstancias de los accidentes, la culpabilidad parecerá más factible que la inocencia. ¿Cómo eludir la evidencia? El título en inglés es A Film with Me in It, algo así como "Una película en la que estoy". Por momentos, Ian Fitzgibbon y Mark Doherty (guionista y quien además interpreta a Mark) parecen sugerir que un modo de conjurar y ordenar los accidentes recae en una especie de instinto de ficción. Ése será el método de escape, aunque las conductas de los personajes, si se las interroga a fondo y más allá de cierta inverosimilitud, lo que no es necesariamente incompatible con la ficción, insinúan un narcisismo light que araña en algún caso la psicopatología. Pero estos señalamientos son improcedentes cuando se trata de una comedia que no aprovecha del todo sus premisas y se contenta con ser agradable y, en sus propios términos, correcta.
Un director con talento, un film fragmentado. Extraña ópera prima la de Fredy Torres: una historia de amor no exenta de perversión, la historia argentina reciente literalmente perversa, mitos y leyendas marítimos, lo fantástico, la tragedia enmudecida de un pueblo, la vergüenza social, los desaparecidos, todo en un mismo filme. Se dirá que pertenece al realismo mágico, y de ser así se trata de una versión heterodoxa de ese género pernicioso para el imaginario latinoamericano, y se dirá, también, que todo el filme es una alegoría integral de los últimas décadas histórico-políticas del país. El guionista de El Nüremberg argentino tiene talento. Si su película se circunscribiera a un retrato de los trabajadores del mar y al carácter enigmático de ese monstruo que a la vista siempre resulta infinito, La campana sería un filme formidable. Los planos generales y variados del mar, en tiempos y estados disímiles, la relación, sugerida por algunos encuadres, entre el mar (fenómeno natural e indomable que se resiste a la simbolización) y la costa (civilización), la vida de los pescadores tienen fluidez y una rara belleza. Además, Torres postula un mito: la campana, una suerte de Triángulo de las Bermudas metafísico donde el tiempo se detiene y el navegante vive en un limbo oceánico sin ser esclavo de la irreversibilidad del tiempo. La campana tiene una doble misión: ilustrar el mito concebido y utilizarlo como una metáfora enrevesada de la conciencia histórica y la responsabilidad concomitante. El relato comienza en el puerto de Mar del Plata, unos días antes de la Guerra de Malvinas. El capitán de un barco de pescadores morirá de un infarto y su hija quedará a cargo de un marinero de la flota. Juan podría ser el padre de Laura, una bella adolescente que reclama su derecho a navegar. Adentrarse al mar es cosa de hombres, y se requiere, además, un tatuaje. Juan satisface su instinto sexual con una prostituta del puerto. Esta relación excede el trato con un cliente, y de allí que paulatinamente se acreciente una contienda entre las dos mujeres. Laura está enamorada de su tutor. Pero este triángulo amoroso quedará yuxtapuesto a otra historia. La voz de Galtieri anunciará la patriada anticolonialista y el pueblo argentino responderá. Es por eso que el microcosmos de un bar pesquero funciona como nuestro país miniaturizado, lo que se explicita en una fiesta solidaria para los soldados en el frente. Habrá víctimas y desaparecidos, entre ellos Juan, que no irá al frente de batalla sino que elegirá un exilio metafísico en la campana. Pero un buen día, décadas después, llegará un mensaje, y Juan, sin rastro alguno de envejecimiento, regresará a la costa. Mar del Plata será otra, el país también, y los viejos amigos y amores ya no serán los mismos. El problema esencial e irresoluble de La campana es precisamente la unión del mito y la historia, que siempre resulta forzada y cuyo objetivo no parece ser del todo esclarecido. ¿Es Juan la cifra de un cobarde, de un desaparecido, acaso el fantasma de un excombatiente e incluso un exiliado voluntario que eligió comodidad en vez de compromiso? La ambigüedad de la resolución no deja de ser interesante, aunque el punto de vista elegido parece endeble. El resto son aciertos y desaciertos: la contundencia del registro del mar se ve interceptada e invadida por una música omnipresente e innecesaria; algunas buenas interpretaciones se topan con el límite de la concepción de los personajes y sus acciones tipificadas; escenas meticulosas (como la que involucra una partida de ajedrez) se contraponen con escenas mecánicas (como aquella que muestra a Laura envejecida ejerciendo el oficio más viejo del mundo). Los contrastes son una constante. La alegoría pocas veces funciona en el cine, pues tarde o temprano la tentación de ilustrarla y no solamente sugerirla avanza sobre el relato hasta fagocitarlo en pos de un mensaje explícito, y entonces el agitador y el predicador reemplazan al artista. El cineasta Torres se debate con los dictados de su conciencia histórica. La alegoría es su propia campana.
La excepción a la regla Las primeras imágenes (televisivas) de El juego de la fortuna son de un partido final de una eliminatoria fechado el 15 de octubre de 2002. Bennett Miller y sus guionistas eligen, sagazmente, introducir los equipos en la cancha con cifras: $ 114.457.768 vs. $ 39.722.689, New York Yankees contra Oakland Athletics, o un combate lúdico entre los fuertes y los débiles. Es una evidencia que el deporte opera como un suplemento ideológico del capitalismo. La ambigüedad del término "competencia" no es azarosa, y quienes compiten en el mercado laboral tal vez proyecten en las hazañas de sus ídolos deportivos, que también estudian y enfrentan adversarios, la conjura volátil de su interminable enajenación cotidiana. Misteriosa transferencia capaz de desmantelar la lógica indignación de saber que ese deportista heroico obtiene una cifra obscena por sus proezas semanales. Inspirado en un episodio deportivo real, el filme de Miller se circunscribe a retomar cómo un equipo de vencidos se transformó en revelación de un torneo. ¿Cuál fue la fórmula secreta? La racha es objetivable, existe un método: sabermétrico, un método estadístico orientado a la eficiencia del béisbol, aunque el filme también sugiere que el saber y la garra de su mánager general, Billy Beane (Brad Pitt)fue el complemento espiritual de esta ciencia deportiva. Sucede que Beane, un jugador que malogró su suerte, separado y padre de una hija, encontró en su camino a Peter Brand (Paul DePodesta en el caso real), su socio ideal. Joven y circunspecto, este economista licenciado en Harvard, lo suficientemente freak para examinar en su notebook cada golpe como si se tratara de una ecuación matemática, aportó ciencia a la voluntad y estrategia deportivas. Juntos pusieron en práctica otra noción de eficiencia y administraron el material humano combinando datos empíricos del rendimiento de sus jugadores con un plus ligeramente inexplicable asociado al espíritu colectivo. Inventaron una economía deportiva y una épica del débil, una modalidad demasiado a contramano de la lógica perversa que domina al béisbol. Más que un filme deportivo, El juego de la fortuna es secretamente un filme político que insinúa discretamente el cambio que introduce la informática en el deporte, propio de una época en la que una nueva cultura digital se impone. La metafísica utópica de El campo de los sueños, otra gran película sobre béisbol, poco tiene que ver con El juego de la fortuna. Sin embargo, cuando uno de los personajes rechaza millones para sostener una convicción, el alicaído espíritu del béisbol revive. Es un gesto utópico menor, una excepción a la pleitesía que los creyentes le rinden al dólar.
La invención de los sagrados ¿Una fuga carcelaria en clave metafísica? ¿Un western teológico? La ópera prima de Alejandro Fadel es desconcertante por muchos motivos: sus personajes son volátiles y abandonan la película justo cuando se vuelven protagonistas; del escape inicial de un correccional resulta imposible predecir la purificación ritual con la que culmina la película; además, una obstinación formal secretamente enrarece la percepción: no hay planos medios, de tal modo que del detalle se va al todo y viceversa, lo que constituye la sintaxis elegida para contar una historia. Y, sin embargo, su relato es simple: cinco adolescentes, cuatro varones y una mujer, consiguen huir de una institución disciplinaria. De allí partirán para las sierras y el monte; no parece haber un rumbo preestablecido aunque Simón y su hermano suelen recordar un hogar pretérito y un posible tutor al que llaman "el padrino". En este peregrinaje a través de la montaña se encontrarán con chacareros, posibles convictos, un anacoreta y su cóndor; la presencia amenazante de los jabalíes es la condición visible de lo ominoso, una entidad primitiva que sugiere una función mítica. En algún sentido, Fadel registra el famoso e hipotético estado de naturaleza de los filósofos, el antes de la cultura y en este caso el instante de la invención de lo religioso. Si bien el sexo está presente, el éxtasis y el Edén pasan por una intoxicación química. Ansiolíticos, pegamento y yerba combinados inducen un tipo de experiencia que redobla una situación de existencia de por sí flotante; no es casual que cuando muere uno de los jóvenes, en vez de enterrarlo, se lo despida en una improvisada camilla flotante, un travelling acuático fascinante en el que se insiste con una intuición filosófica y una descripción anímica respecto del comportamiento de los "salvajes": el nirvana, una suerte de bienaventuranza ligada a la muerte. Si el plano de apertura empieza con una plegaria, Los salvajes despliega paulatinamente un juego simbólico, a veces demasiado recargado, con el que se opera una reconstrucción imaginaria del impulso religioso, un salto evolutivo del mero animal a un nuevo estadio de su historia como especie. Es una inquietud legítima, una prueba cinematográfica no exenta de riesgos, pues lo místico y lo sagrado conviven tanto con lo sublime como con lo ridículo, una oscilación que alcanza la lógica misma del filme sin debilitarlo.