Este heterodoxo thriller moral y drama romántico estoico transcurre en un pueblo en el que Laura, pianista y profesora de música, junto con su marido, Juan, veterinario solitario y lacónico, no sólo deben tomar decisiones sobre la continuidad de su vínculo amoroso, quizás moribundo y sin posibilidad de reconstrucción, sino que también deben dilucidar la continuidad o no de un embarazo. Juan será testigo de una pelea juvenil nocturna, situación que sugiere una experiencia de juventud característica de zonas rurales y periféricas, que dejará un herido, sobrino de un viejo amor de Laura, que regresará debido a la situación. Lo que ve, lo que dirá y lo que callará tendrá consecuencias jurídicas y éticas. Palavecino organiza sus escenas desmarcándose de una lógica dramática ascendente en la que el relato solicita una explosión y una resolución; de esto se predica un ordenamiento de sus planos en dispersión: las elecciones cromáticas, la interacción entre paisajes y estado de ánimo, algunas escenas misteriosas, como el pasaje en el que Laura se encuentra con unos animales sueltos en su casa, constituyen un gran argumento (y sentimiento) que atraviesa toda la película. El desenfoque del plano final insinúa un estado de conciencia, más bien desprovisto de lucidez y en evidente confrontación con la incertidumbre, desde el cual se elige, y en varios sentidos, una vida nueva.
DESOBEDIENCIA Moretti, el otro iconoclasta del cine italiano junto a Bellocchio, regresa con un film cómico y secretamente incómodo. No hay duda de que Habemus Papam está entre lo mejor de la obra de Nanni Moretti, después de su única y verdadera gran película: Querido diario (1993). Como se sabe, causó un poco de escándalo en el momento de su estreno en Italia y posteriormente en su paso por el festival de Cannes: el tema es la decepción paulatina de los fieles respecto del Papa elegido. Extraña parodia democrática la elección de un Papa: el voto individual de los prelados, en esencia, más que representar una convicción, es la canalización directa de una voluntad de otro orden que dicta y confirma a su representante en la tierra. Moretti no es un gran organizador del espacio cinematográfico. Filma como puede y a veces acierta en sus elecciones formales. El plano generalísimo parece su favorito. El registro de los fieles y el Vaticano es notable. Sin duda, el film se beneficia de su Papa. Michel Piccoli ofrece un trabajo extraordinario como un Papa que una vez elegido sufre un ataque de pánico que luego será esclarecido a través de un acto de desobediencia institucional y de obediencia personal. Cuando desde el Vaticano llamen al psicoanalista interpretado por Moretti, éste pregunta sobre qué puede y no puede preguntar y llega a pronunciar el obstáculo fundamental, el centro de todo conflicto: todo religioso, tarde o temprano, habrá de resolver su relación con su propio deseo. Y aquí, el deseo del Papa elegido consiste en retomar una vieja y postergada pasión por el teatro. No lo expresa de ese modo, pero terminará viendo una obra en un teatro y representando luego un papel al que su deseo le impone una lógica fuera de la obra en la que ha sido elegido como estrella canónica y única. Hay en Habemus Papam una operación sagaz que hace añicos el núcleo de la creencia religiosa. Moretti destituye sigilosa y piadosamente el concepto de mediación. Que el Papa votado y elegido finalmente renuncie a su puesto y se resista a su predestinación es un acto que en otro tiempo histórico hubiera encendido los fuegos de la hoguera. Quizás por esto el retrato de los feligreses y de los religiosos es demasiado respetuoso, casi al borde de la sospecha. ¿Puede ser que entre todos los candidatos a convertirse en Papa no escuchemos miserias ni ambiciones inconfesables? Los cardenales son amorosos; los fieles en la plaza del Vaticano rebosan de simpatía. Moretti, a diferencia de Bellocchio, otro director italiano y ateo, que va de frente e impugna el accionar de la feligresía, apuesta a un retrato piadoso y acrítico de la institución mientras impone una agenda secreta que hiere el fundamento de la fe. La excesiva presencia de Moretti, por ejemplo en el campeonato de vóley en el Vaticano entre curas latinos, europeos y africanos, pertenece a otra película, como también el pasaje, forzado y ligeramente demagógico, en el que se escucha un tema de Mercedes Sosa. Pero el cierre del film, con la sugerente Miserere de Arvo Pärt, es una de las secuencias más extraordinarias de la carrera de Moretti. La explosión ante nuestros ojos de la orfandad teológica de una muchedumbre desconsolada resignifica la totalidad de la película. El misterioso adagio cristiano, “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, regresa como un relámpago destinado a iluminar la vulnerabilidad de los hombres.
Un retrato preciso del poder Un joven de Ameghino, un provinciano, empieza a estudiar en la UBA. No se especificará qué estudia, pero sin duda son materias de Ciencias Sociales. Discutir sobre Marx, Rousseau, Kant y el capitalismo son señas intelectuales que signan el relato y trazan una zona simbólica y una posible protección ideológica. Pero éstos son rudimentos secundarios, porque la película se focaliza en la militancia universitaria. Roque Espinosa, políticamente ingenuo aunque lúcido observador y veloz aprendiz, se convertirá pronto en la mano derecha de un famoso líder de una agrupación llamada Brecha, Alberto Acevedo, que pretende dirigir el Rectorado. Roque hará proselitismo y campaña, será quien organice jornadas juveniles, negocie acuerdos, piense en la táctica y ponga el cuerpo. La otra pasión de Roque son las mujeres, y la modalidad de su vínculo con ellas define sesgadamente las contradicciones del personaje. Roque elegirá estar con Paula, una profesora, quizá amante pretérita de Acevedo, pero futura novia y compañera. Erotismo y militancia, las pasiones de Roque son inconfundibles y se fusionan. Sobre este relato de ascensión se ha hablado mucho. A menudo, se señala una paradoja: un filme político sin política. En efecto, el discurso político explícito está protegido por cierta abstracción: los nombres de las agrupaciones son ficticios y la rivalidad ideológica es demasiado general. El peronismo es un fantasma difuso que se entromete cada tanto, pero el presente con sus actores centrales está interdicto, excepto por una decisión de puesta en escena: el discurso político se dice y se ve en las paredes de la universidad. El mobiliario es más político que los personajes. El plano final, la última palabra que dice el protagonista, es clave y quizá define la posición del filme: ¿Una suspensión ética de la política? Pero una mirada más atenta descubrirá una ambigüedad mayor en ese monosílabo de Roque. El estudiante destila una tesis: la traición es un artilugio casi excluyente que articula un siglo de vida política nacional. Es una lectura atendible, pero no es ahí donde el filme resulta esclarecedor y políticamente relevante. Si la película es política es por su retrato preciso del poder; atraviesa todas las relaciones, es lo que constituye la naturaleza de los vínculos, el fenómeno por el que se miden las fuerzas humanas y se combinan los intereses, y en donde surgen las prácticas, las decisiones y los límites de lo posible.
La heroína del sistema ¿Se puede ser indiferente ante la organización difusa del negocio de la prostitución global? No, claro que no. ¿Se puede filmar la esclavitud sexual, la brutalidad de los machos y el cinismo corporativo? Posiblemente, sí. Tal vez, un buen documental bastaría para hacer visible e interrogar la explotación del cuerpo femenino, aunque, si se trata de globalizar una denuncia sobre la trata de blancas, el thriller parece ser un camino más eficaz y estruendoso. ¿Lo es? La ópera prima de Larysa Kondracki arranca con un desenfoque y un intertítulo que indica que la película está basada en hechos reales. Poco a poco, se clarifica la imagen, acompañada de una banda musical sucia. Es 1999, la juventud ucraniana baila y las jóvenes que parecen sólo divertirse en un boliche discuten si deben aceptar una propuesta sospechosa. Un poco después, Kathryn Bolkovac (Rachel Weisz), una obsesiva oficial de policía de Nebraska cuya hija vive con su padre en otro estado, necesita más dinero y un ascenso. Un superior le ofrecerá una oportunidad extraña: trabajar en una fuerza de paz en Bosnia. La guerra ha terminado, pero no del todo. Bolkovac viajará a Bosnia, y se involucrará con las calamidades de la región, la mayoría vinculada al maltrato de mujeres, hasta que esta heroína, una “Colombo” femenina, descubra cómo funciona el tráfico de mujeres. La corrupción excede a los bosnios, y la inmunidad diplomática, como dirá un personaje interpretado por Vanessa Redgrave, es mera impunidad para extranjeros. Soldados, funcionarios, proxenetas y matones constituyen una cooperativa siniestra. Como sucedía en Erin Brockovich o en El informante , dos películas más sólidas que La verdad oculta , lo que importa no es tanto la denuncia sino aquel que la formula. Las prostituidas serán retratadas casi como un rebaño clandestino, y todo pasará por ver cómo en el corazón de la policía palpita una madre, ya no sólo de su hija. En efecto, destacar las cualidades del héroe y su compromiso con la verdad constituye un imperativo de este tipo de thriller. Es que Bolkovac, secretamente, redime el sistema, pues todavía existen agentes fieles a la naturaleza de este sistema. No es sencillo: imponer la lógica de un thriller a una práctica aciaga en la que más de dos millones y medio de personas son la fuerza de trabajo esclavo de una economía ilícita parece demasiado. El riesgo de usar el cine como un megáfono magnífico para decir verdades sin renunciar a la lógica del entretenimiento es banalizar el sufrimiento como motor del relato. A veces, la voluntad de ficción no es inmune a lo pornográfico.
LOS AÑOS DE LA BESTIA El fascismo es bestial, una política eficiente, cruel, omnipresente, un régimen que se introyecta en la vida de quienes lo padecen y lo ejercitan, un circo de(l) terror, como sugiere aquí Alex de la Iglesia que, tras su académico filme anterior, Crímenes imperceptibles, revive intoxicado de furia, no exenta de humor, a través de un exorcismo paródico y un delirio hiperbólico sobre la totalidad y el totalitarismo del gobierno del dictador Franco. En un prólogo estupendo, el Ejército Popular Republicano irrumpe en un espectáculo infantil. Es 1937, y el payaso interpretado por Santiago Segura estará obligado a sumarse a las filas castrenses, ante la mirada de su único hijo, Javier, quien más tarde también será payaso, no tonto como su padre, sino triste. En la primera lucha cuerpo a cuerpo, más que un payaso parecerá un samurái. No pasará mucho tiempo hasta que las huestes de Franco terminen con su vida, pero esto no impedirá que el padre selle el destino de su hijo, su determinación fatal: la venganza es un buen camino para conjurar la tristeza. Desde entonces, y hasta 1973, Franco reinó y aquel niño se convirtió en adulto, en un payaso triste, lógica elección para un sujeto tímido y huérfano, que al entrar en un circo madrileño se enamorará de la mujer de su jefe, otro payaso, Sergio, cuya vocación es precisa: “Si no fuera payaso sería un asesino”. Triángulo amoroso luctuoso e irascible, metáfora en miniatura de una confrontación social, el enloquecimiento progresivo de ambos payasos es una consecuencia de la violencia social de una nación. El fascismo produce kitsch y locura; Alex de la Iglesia lo demostrará. Como en El día de la bestia y La comunidad, la violencia jamás es gratuita pero sí explícita; las películas de Alex de la Iglesia, bizarras y extremas, insisten en reírse del malestar español en distintas fases de su modernidad. Las virtudes dispersas del filme se pueden constatar en algunas secuencias extraordinarias: el devenir animal de Javier, que culmina con la persecución de un jabalí en un bosque; el pasaje onírico en el que Javier recordará a su padre; su primera visión de Natalia descendiendo del cielo; los créditos iniciales; la presentación de los personajes del circo. Los travellings, el timing del montaje, la inserción del material de archivo, la predilección por un expresionismo sucio y gore confirman que Alex de la Iglesia es un animal cinematográfico de pura cepa. El problema en esta ocasión está en que su película es una evidente alegoría de la historia de España, y el imperativo de subrayar y explicitarlo todo termina fagocitando y normalizando la fuerza caótica y rebelde que se percibe en un comienzo. Con faunos o payasos, la alegoría es un recurso de superficies y generalidades.
El deseo Los planos generales fijos y las panorámicas de edificios cubiertos de nieve con los que abre la película de Luca Guadagnino, musicalizados por las cuerdas repetitivas de John Adams, prometen. Es una introducción elegante y extraña para un filme cuyo tema es el deseo en clave femenina y en un universo social determinado, el de la aristocracia pretérita italiana en tiempos del capitalismo global. ¿Por qué esos paisajes? Si bien pronto se verá un título que indica “Milán”, esas postales bien pueden remitir a Rusia. Sucede que Emma Recchi, interpretada por la singular actriz escocesa Tilda Swinton, razón principal para ver este filme, es una mujer rusa que no sólo “recuerda” su nombre y habla un italiano con acento, sino que es una mera pieza femenina, una esposa, en un orden patriarcal. Emma, que “desde que se mudó a Italia dejó de ser rusa”, a veces sueña con su origen, rara vez habla en ruso con uno de sus tres hijos y todavía sabe preparar una delicia dietética de la tierra de Chéjov. Pero el centro narrativo de El amante no pasa por un dilema de pertenencia e identidad. Su tema es el deseo, el de Emma, que primero surge por empatía al descubrir que su única hija mujer ama a otra mujer, y posteriormente por percibir que un cocinero, amigo y socio de su hijo, es mucho más que un chef entre los sirvientes que trabajan en la mansión de los Recchi. El primer acto sexual será diferido. La degustación de un plato de langostinos en primerísimos planos es prácticamente un orgasmo, un anticipo estético de cómo se verán luego los encuentros entre amantes. Al ostensible barroquismo de Guadagnino se lo vincula con la tradición de Visconti: una filiación exagerada, pues el imperativo formal del viejo maestro estaba articulado por la lucidez con la que abordaba sus temas. Aquí, la grandilocuencia de la puesta, la obsesión por los encuadres, la verborragia formal explícita y el ubicuo minimalismo sonoro de Adams protegen a la película de su discurso telegráfico sin peso específico. Su rudimentaria lectura de clase, su sensualidad de ilustración, su visión política no están lejos del eslogan; “el capitalismo es la democracia” explica el dilema de los Recchi sobre el destino de la empresa familiar. Cuando El amante se circunscribe a Swinton todo mejora. Verla restituir su deseo, desnuda, vulnerable, valiente contrarresta la exageración metódica y la secreta dosis de crueldad de su guión. Volver a desear puede costar muy caro.
La lucha de las especies El mono ha sido siempre un problema: hasta puede confundírselo con un anciano peludo y encorvado de los nuestros. La mano y la mirada de los simios han sido motivo de inquietud. En esta versión resucitada de El planeta de los simios, acompañada del vocablo revolución (y origen), un gesto de la mano y la mirada sintetizan una cercanía indeseada. Faltará la palabra, y llegará tarde, casi en el crepúsculo del relato. Algunos planos aéreos y el sonido de la jungla abren el filme. Un grupo de hombres está de caza. Un mono entre otros es capturado; su destino, un laboratorio. Es “Ojos Brillantes”, una hembra, y la primera de su especie, que responde a los experimentos del genetista Will Rodman (James Franco). Una sustancia sintética llamada ALZ 112 intensifica y regenera las células del cerebro, lo que implica no sólo que un mono resuelva un problema geométrico sino la posible cura del Alzheimer. La multinacional que financia la investigación ve un negocio; Will, en cambio, una oportunidad para curar a su padre. Además de adoptar al hijo clandestino de “Ojos Brillantes”, Will probará la droga en su padre. Su progenitor volverá a la vida, tocará el piano, manejará y oficiará como abuelo de César, el chimpancé inteligente, que, privilegiado por la herencia genética, podrá incluso jugar al ajedrez, y en su edad adulta, tras permanecer encerrado en un centro de primates, liderar una evolución y una revolución. Si bien las distintas versiones cinematográficas inspiradas en la novela de Pierre Boulle El planeta de los simios tuvieron siempre un costado político, el implícito darwinismo difuso del tema sugería una “instintiva” contraposición metafísica. Eran simios monoteístas, amantes de las jerarquías eclesiásticas y cultores de un mono superior. El filme de Wyatt, al menos en este comienzo, es primitivamente político. César no se pregunta por el origen, simplemente concibe la libertad de su especie y se vale de la ira como fuerza revolucionaria. Un plano cenital de los monos liberando a otros en un zoológico y el enfrentamiento final con nuestra especie en el famoso puente Golden Gate constituyen algunas decisiones formales de Wyatt en donde el efecto digital está al servicio de una retórica visual y un cuidado narrativo. Pero el gran efecto especial es la mirada de los monos. Miran, nos miran, se nos parecen. ¿Qué vemos cuando los vemos y nos ven? Es en esa pregunta donde reside el secreto del filme. Encantamiento digital y espejo inconsciente: identificarse con la rebelión de los monos es precisamente lo que nos constituye como humanos.
La séptima película de Andrés Di Tella es muchas cosas: un retrato amoroso de un artista, una meditación sobre la contingencia de la identidad, una especulación sobre los efectos invisibles de la Historia en la intimidad de los hombres, un intento discreto pero efectivo de hacer justicia (y por lo tanto darle visibilidad) a la desconocida historia del cine experimental argentino. Sin embargo, esta película sobre Claudio Caldini, un cineasta mítico y figura central del fantasmal género experimental que tuvo su “apogeo” en la década del ’70, no es otra cosa que una película sobre la percepción, o cómo la cámara cinematográfica constituye una suerte de reinvención de la mirada o extensión mecánica del ojo humano que libera el lugar común de la mirada. Basta ver una película sobre margaritas que Caldini filmó tras su regreso de la India, tras una larga estadía (en parte en el ashram de Sri Aurobindo) o algunos planos relámpago sobre bosques, vías de trenes y fuegos, para corroborar el talento de Caldini como cineasta, con una sensibilidad extrema que lo llevó lejos del país cuando no pudo asimilar “el poder por la violencia”. Di Tella esboza una biografía, y para ello adopta un tono contemplativo y poco invasivo, coherente con el ascetismo ontológico de Caldini. Los planos fijos de Di Tella, las remakes dentro del film de algunos films de Caldini, la inserción de fragmentos de fotos y viejas películas de las que sólo existen las copias que viajan en la valija del cineasta son algunos de los materiales genuinos de este film emocionante. “Vivir como se filma, filmar como se vive” y, después de ver Hachazos, mirar como se vive.
EL HUMANISMO DE LOS RICOS Una película por momentos siniestra, que tiene sus defensores y cuyo prestigio ganado por un Oscar es precisamente el que merece. No resulta sencillo filmar los buenos sentimientos cuando se postulan como antídoto de la crueldad y lo siniestro de nuestro mundo. Un cineasta frente a la miseria, listo para capturar con un movimiento de cámara la desesperación social, decidido de buena fe a convertir su lente en dedo acusador y en megáfono de injusticias variopintas, no garantiza buen cine. Los grandes temas pocas veces se traducen en una puesta en escena a la altura de las circunstancias. ¿Cómo filmar los derechos, la maldad y el consuelo? No como lo ha hecho Susanne Bier, la reconocida directora danesa, que ahora sí tiene el beneplácito de Hollywood. Una regla: filma la miseria global, dótala de ternura humanista y ganarás un Oscar (a mejor película extranjera). En un mundo mejor encierra todas las trampas filosóficas y estéticas de las buenas conciencias: abyección abstracta, violencia social despolitizada, reconciliaciones familiares matizadas por un existencialismo afectado, bella fotografía, ampulosa y orgullosamente bella, territorios exóticos, héroes blancos y mucha World Music. En menos de 20 planos se explicita una estética y una ética. Es un comienzo sin tapujos: los paisajes de Kenia, un puesto médico en el medio de la nada, la pobreza omnipresente y cientos de niños corriendo una camioneta (la misma escena se repetirá, al final, aunque en un ralentí digno de cebras y flamencos). Ha llegado el hombre blanco y, además de traer medicina y ciencia, arroja una pelota a la arrebatada horda infantil, que la pateará sin ningún concepto del juego. No hay dudas de que Anton es un buen hombre, como su hijo, Elias, que vive con su madre y lo espera en Dinamarca, y que, como su padre, parece militar en la no violencia, a pesar de que en su escuela no falten patoteros dispuestos a amasijarlo a cada rato. De Kenia a Dinamarca, las distancias son inconmensurables, pero la violencia social y el machismo atraviesan ambas sociedades. En África, un líder se divierte punzando vientres de embarazadas; en Europa, las riñas juveniles en los colegios de pudientes incluyen armas (blancas). Además, Elías conocerá a un niño rico, Christian, nuevo alumno de su escuela, proveniente de Inglaterra, aún de duelo por la muerte de su madre y en total incomunicación con su padre. En algún momento, la madre de Elias lo tratará de psicópata, y ambos adolescentes hasta pueden ser futuros terroristas. Y habrá más: un intento de suicido y un linchamiento efectivo. La perspectiva es condescendiente. Los africanos apenas tienen rostro y discurso, y su violencia es primitiva. Los blancos, por otro lado, pueden ser violentos y víctimas de la sobreabundancia, pero saben bien cómo conjurarla y apuestan a la ayuda humanitaria. Es una evidencia sin derecho a réplica: los caucásicos son oblicuamente superiores. Secreta fantasía neocolonialista, En un mundo mejor es acaso un analgésico simbólico para aliviar las inconfesables asimetrías entre dos mundos y olvidar los hilos históricos que los unen.
AMAR ES CONVERSAR Tras 10 años ausente en las carteleras vernáculas se estrena un film de Abbas Kiarostami, otra obra maestra del director de El viento nos llevará. Después de Shirin, una película que ha sido olímpicamente ignorada y subvalorada (quizás se trate de una de las grandes obras de Kiarostami), el debut extranjero de Kiarostami con Binoche y el barítono inglés William Shimell despertaba interés. La buena noticia es que Kiarostami es Kiarostami donde sea que filme. En efecto, Copie certificada es una película reconocible como suya para cualquier seguidor de quien ha sido responsable de películas extraordinarias como Primer plano y El sabor de la cereza, aunque el cambio de territorio determina algunas variaciones. En ese sentido, hay en toda la película una secreta indagación de la(s) lengua(s) extranjera(s), de los efectos que tiene el lenguaje sobre los sujetos y sus comportamientos, de lo que se predican modalidades de argumentación, formas afectivas de expresión y una musicalidad distinta si el lenguaje se orienta hacia lo poético. En casi todo el cine iraní los intercambios lingüísticos tienen una riqueza particular. Son otros silogismos, otras lógicas las que ponen en juego. Películas como Primer plano dan cuenta de otros patrones de razonamiento, que están enraizados en otra experiencia del lenguaje. Copie certificada es una larga conversación entre Binoche y Shimell, una mujer vinculada con las artes y un escritor exitoso que acaba de publicar un libro de título homónimo al film y que llega a Italia a presentar la versión en italiano. Después del evento, los dos pasearán por la Toscana. Primero en auto, en una típica escena de Kiarostami. Luego seguirán a pie y casi nunca dejarán de charlar. El tema de fondo es filosófico y de carácter estético: ¿qué determina la naturaleza original de una obra? Shimell dará una primera explicación, y, como buen inglés, será una solución de índole naturalista (y analógica): la reproducción biológica no es muy diferente de la creación artística. El origen es una copia o, dicho en otros términos, la creación es una derivación insólita de algo heredado, o una combinación extraña de elementos dados. Kiarostami hace una operación inteligente y arriesgada: sobre el original del vínculo entre Binoche y Shimell, el director propone, a medida que avanza el relato, una reinvención lúdica y lúcida de este vínculo. Es decir, en algún momento ellos imitarán y se apropiarán de elementos de sus propias vidas; así copiarán sus experiencias pasadas y jugarán a que son experiencias compartidas. En uno de los momentos más felices del film, que transcurre en una cantina, una matrona italiana los confundirá con una vieja pareja, error de percepción que será tomado por Binoche al pie de la letra. De ahí en adelante, copiando secretamente datos de sus propias vidas, se establece un juego amoroso, sublimado por la conversación y quizás resuelto en un fuera de campo magnífico que empieza justo cuando termina el film. Algunos planos de Kiarostami son inconfundiblemente suyos: cuando se decide por un plano y contraplano, su método de trabajo es inconfundible. Casi con seguridad, Binoche no está hablando con Shimell sino directamente con el propio Kiarostami. La película transmite una obsesión con los espejos, que suelen cumplir una función específica en el montaje: simular la lógica del plano y contraplano. La interacción entre clases sociales constituye una marca del cine de Kiarostami: aquí, sus dos personajes pertenecen ostensiblemente a una clase pudiente. No obstante, un encuentro callejero con unos ancianos, el vínculo esporádico con un mesero y el intercambio de Binoche con una mujer mayor sugieren la vigencia de una preocupación verificable en casi toda su obra. Esencialmente peripatética y formalmente impecable, la nueva película de Kiarostami es un examen placentero de la conversación como una erótica y una estética. Un hombre y una mujer se enlazan en las palabras, y en el intercambio de signos escriben sus identidades.