Una poética del espacio Ignacio Masllorens desobedece las reglas del documental clásico y propone una aproximación original al escultor Martín Blaszko. Para empezar, habría que decir quién es Martín Blaszko III. Ignacio Masllorens no explica: tan sólo muestra al portador de ese nombre y la actividad que lo define. No cae en la tentación didáctica de presentar al personaje, contextualizar su obra y apelar a la poética clásica del documental (material de archivo, entrevistas con conocidos y expertos, voces en off) para delinear la identidad y el valor de una obra artística. Masllorens desobedece, apela a la voluntad de saber de sus espectadores y propone otro juego. Masllorens espía a Blaszko dos días (domingo y lunes), durante la preparación de la que sería la última muestra del famoso escultor, uno de los fundadores del Movimiento Madí y un representante de la geometría abstracta. Masllorens se limita a filmar al artista y sus actividades: una consulta telefónica, una jornada de trabajo en el taller, el traslado de sus obras al museo y los preparativos de la exhibición. ¿Se trata entonces de una lección introductoria a las artes plásticas? No, pero se aprende muchísimo. Blaszko era un fuerza viviente generosa e inquieta y su gusto por la interacción era evidente. Vestido como un inspector, Blaszko, sabio y pícaro, conversando con sus ayudantes y gente del ambiente cuestiona oblicuamente ciertos lugares comunes e institucionalizados del arte. Verlo trabajar, dialogar con sus ayudantes y discutir amablemente con un curador son escenas que revelan una práctica y una concepción del arte. La lucidez de Blaszko tiene estilo; se ríe de la solemnidad de la alta cultura y cuestiona temas que importan: la construcción y función del consenso en el arte, los sujetos de saber y poder en las instituciones que administran la visibilidad de la obra de arte y la presunta originalidad de cada artista. El gran tema secreto del filme es el espacio como entidad. Para un escultor, es un elemento determinante. Sea de hierro, piedra o mármol, una estatua ocupará espacio y en relación con éste adquirirá su singularidad. La obra no se define solamente en el lugar consagrado para mostrarla. Esto sugiere, indirectamente, que el espacio en el cine es una entidad visual y sonora, una lección que Masllorens debe haber aprendido a lo largo del rodaje, con un resultado final satisfactorio. Y llega el final, tan abrupto como inesperado, después de 70 minutos lineales muy placenteros. Tras tantas discusiones y trabajo previo sería lógico encontrarnos con la muestra en sí. Pero apenas se verán algunas fotos de la inauguración cuando los créditos empiecen a correr. Ese gesto transgresor y contra-intuitivo es en el fondo lógico: no estábamos viendo la obra de Blaszko, sino al propio Blaszko como una discreta pieza artística viviente.
El Zurdo y sus palabras A pequeña escala es hermoso y desafiante ver ante nuestros ojos, gracias a una cámara que sostiene el plano sin cambiar de ángulo para mostrar que el truco es auténtico, cómo la destreza manual de un hombre puede vencer la percepción. Los trucos son diversos y casi siempre se trata de naipes. El material de archivo con el que se abre el filme no miente: el ilusionista, ya en su juventud, fue un artista de lo efímero, y el secreto de su arte no está solamente en su zurda. Como suele suceder con los documentales de Néstor Frenkel, un personaje cautivante (y en una de sus películas, una ciudad cautivante) es el motor de su interés. No hay duda de que René Lavand es una criatura de naturaleza cinematográfica, y en más de un sentido. Su modo de vestir califica para un policial negro; su búnker natural en las afueras de Tandil podría ser la cabaña de madera de una película de terror; la desgracia de haber perdido de niño una mano parece un artilugio de un guión fantástico, un plus enigmático en su arte. El famoso ilusionista, que ha viajado por todo el mundo, es de por sí un personaje de un filme incalificable. Uno de los méritos ostensibles del filme es no ceder a la tentación psicologista. Poco sabemos del pasado de Lavand y sus motivaciones personales para hacer lo que hace y vivir como vive. Frenkel sustituye la psicología por un eficaz materialismo hogareño: es en la casa de Lavand donde se puede adivinar su historia y sus obsesiones. Por otra parte, al director le interesa Lavand como artista y aquello que, eventualmente, ha influido sobre su arte y su originalidad evidente. Lavand hablará del vértice, un punto a donde ir y volver, y en su caso ese lugar es el rectángulo de la pequeña mesa en la que practica con sus cartas. El artista que habita en el tiempo libre de todos los que trabajan, como le dijo alguna vez Atahualpa Yupanqui, es en este caso un domador del azar. Si las cartas suelen ser funcionales al juego, que discretamente reproduce el carácter inestable de un mundo librado al azar, el arte de Lavand consiste en inmiscuirse e imponer su voluntad. Y como la puesta en escena de sus trucos siempre viene acompañada de un relato, la gran ilusión pasa por creer que el mundo tiene un sentido. Magia doble: una zurda prodigiosa y un hechicero que sabe decir algo más que abracadabra.
Después de la infancia “De jueves a domingo” es una ópera prima que narra, desde la mirada de una joven, cómo la vida de dos hermanos pequeños empieza a mutar mientras el equilibrio de la vida familiar decae. El plano inicial es extenso y preciso, y allí está condensada la totalidad de la trama y los principios estéticos que se van a desarrollar. El plano fijo general permite prestar atención tanto al interior de la casa como a todo aquello que se ve desde la ventana. La dimensión del inmueble indica una posición social. Las primeras palabras que se escuchan anuncian una situación vincular: un matrimonio en vías de extinción y sus hijos, Lucía y Manuel, que todavía duermen, están a punto de hacer un viaje. La profundidad de campo del encuadre y el audio de la escena inicial alcanzan para entender y anticipar no sólo la clave dramática de la película, sino también una propuesta formal. Es un anuncio: De jueves a domingo es un prodigio sobre la percepción. Quien mira siempre mira a través de un marco y un recorte, que impone una conciencia (la de un director y sus personajes) y que se expresa en una puesta en escena. Que para seguir un universo afectivo en descomposición, el filme adopte los ojos de Lucía, la hija preadolescente del matrimonio, un alter ego anacrónico de la directora, refuerza el énfasis justificado de los encuadres, pero no explica ni determina acabadamente la obsesión formalista del filme. El viaje es tan lineal como sin destino. El padre insiste en visitar un lugar al que solía ir en el pasado con su padre, pero la importancia de ese lugar jamás se revela. Cada tanto promete hacer un viaje con sus hijos. También quiere enseñarles a manejar. En el caso de Lucía esto tiene una connotación menos lúdica: indirectamente es un paso en su autonomía. En la ruta alzarán a dos adolescentes que están viajando por el territorio chileno, y no es difícil percibir su deseo futuro de imitar a sus "mayores". Es decir, manejar, viajar y devenir alguien más allá del primer universo de pertenencia, la familia. Tal vez de eso se trate el filme: de la percepción de Lucía no sólo de su familia y del mundo circundante, sino de cómo se percibe a sí misma como hija y como próxima mujer. De jueves a domingo, una ópera prima magnífica, es tan personal como universal. El fin de la infancia es comprensible en cualquier orden simbólico, pero el secreto reside en cómo materializar esa experiencia fugaz que a veces no nos deja conciliar el sueño cuando intuimos sin quererlo que nuestros padres no sólo son imperfectos sino que también son sujetos de deseo. Después de la infancia viene la autonomía.
Tierra melancólica "Por más distancias que corras, por más días que pasen, tu corazón no conseguirá escapar", le dice el fantasma de su mujer a un explorador intrépido que viaja por África. Después el explorador se arroja a un río y un cocodrilo le da la bienvenida. Y de pronto vemos que estamos en el cine junto a la solitaria Pilar, una activista de derechos humanos, y que es ahí donde "empieza" Tabú. Un cartel indica un estado de alma: "Paraíso perdido". Genial puesta en abismo: un elegante procedimiento narrativo que amorosamente nos toma de la mano para llevarnos primero a Lisboa y más tarde a Mozambique. Pilar es la única persona en la que confía Aurora, una mujer no muy lejos de la demencia, alguna vez rica y probablemente hermosa. El tiempo ha doblegado los rasgos de su cara y también su carácter: suspicaz, ontológicamente extenuada, cree que Santa, la empleada negra que la acompaña, pretende envenenarla. La Navidad se acerca, su muerte también. No habrá muchas personas en el entierro. Antes de morir, Aurora ha expresado una última voluntad: contactar a un hombre. Poco importa su hija, menos aún sus bienes materiales. Es un nombre, Ventura: la cifra de un misterio, un testamento, el testimonio de que Aurora ha vivido. Segunda puesta en abismo extraordinaria: en un shopping, Pilar y Santa escuchan el relato de Ventura. Primero se perderá el sonido ambiente, y la voz pausada del viejo empezará a revelar un pasado trágico y glorioso. Otro sonido se va apoderando del instante y de pronto, imperceptiblemente, estamos en África; es otro tiempo, una tierra poseída por la nostalgia. Él y Aurora fueron amantes, incluso cuando ella esperaba un hijo de otro hombre, con el que vivía en una plantación familiar en una colonia portuguesa, en la década de 1960. A partir de ahí empieza un melodrama no exento de momentos humorísticos ni de apuntes políticos. La tercera película de Miguel Gomes es un prodigio, un filme que retoma y se apropia del cine clásico de Hollywood. Que en el capítulo "Paraíso" se escuche el sonido ambiente y no se pueda oír jamás lo que hablan los personajes es una de las muchas estrategias formales notables elegidas por Gomes. Tabú es una experiencia tanto narrativa como emotiva. Entre los muchos animales que se ven en Tabú están los hombres. Gomes sugiere que nosotros, la especie con el don de la palabra, necesitamos la ficción como los cocodrilos el pantano y los monos los árboles. Filmar el deseo de ficción: eso es, en pocas palabras, la obra maestra de Gomes.
Nostalgia del paraíso La película de ciencia ficción “Oblivion”, con Tom Cruise en un rol protagónico, imagina la (casi) extinción del planeta Tierra y la supervivencia de la especie humana en una de las lunas de Saturno. Nuestro comentario. 2077 no es inimaginable, pero el paisaje postapocalíptico del filme de Joseph Kosinski (Tron: El legado) resulta desolador, sobre todo para esa parte de la audiencia que es testigo potencial. El planeta azul en el que vivimos prácticamente ha muerto; después de varias explosiones atómicas, la biosfera reorganizó su equilibrio al son de terremotos y tsunamis. De la civilización y los ecosistemas quedan escombros, y los seres vivos brillan por su ausencia. La humanidad sobrevivió a una guerra, tras una invasión alienígena, y el costo fue la pérdida del planeta. Los homo sapiens viven en Titán, una de las lunas de Saturno, y para poder hacerlo hay que transformar el mar en energía. Es por eso que Jack (Tom Cruise) patrulla unos enormes reactores alojados en la Tierra; acompañado por su mujer y supervisado desde Saturno por una oficial que les da la bienvenida todas las mañanas, pasa sus días. Son un equipo perfecto, y muy solitario, pues literalmente viven en un penthouse flotante en las nubes, fuera del alcance de los “carroñeros”, los viejos enemigos provenientes de algún planeta lejano que residen en nuestra Tierra baldía, siempre intentando sabotear las tareas técnicas que sostienen la vida de nuestra especie. Pero no todo es lo que parece, como se intuye en la repetición de una escena onírica: un sueño recurrente con una bellísima mujer y el Empire State en un tiempo remoto, casi mítico, perturba a Jack. La ciencia ficción suele predisponer a la metafísica y a la actividad filosófica. En ese sentido, la película carece de la fuerza conceptual de filmes como En la luna, Solaris e Inteligencia artificial y, más que exponerlas con inteligencia, balbucea algunas ideas. Su punto fuerte está en la resolución visual de un mundo sin entidades vivientes, una existencia extenuada. Más que Oblivion (Olvido), el filme podría llamarse “Nostalgia”. Jack parece añorar un tiempo paradisíaco: una cabaña, un par de libros, un tocadiscos. No se trata de un mito de origen, sino de un tiempo preciso, anterior a la digitalización de nuestro mundo. Más allá de las vaguedades teológicas con las que se cierra Oblivion, es en ese contraste antitético entre lo digital y lo analógico en donde se percibe la virtud característica del género: acicatear la especulación filosófica mediante el libre ejercicio de la imaginación. Entre tiros y efectos visuales, a veces asoma el pensamiento.
La nación castrense Una licencia lúdica: en el futuro, en un congreso de antropólogos de Marte terminan de ver G.I. Joe: El contraataque, otro filme -según los expertos- destinado a terrícolas con una alta producción de testosterona, nacido de un juguete militar de la compañía Hasbro. Los antropólogos culturales intentan descifrar las coordenadas simbólicas de esta pieza única y llegan a una conclusión: más que una película es una intervención ideológica y un síntoma de época. El comienzo casi parece una remake descafeinada de La noche más oscura. Aquí se invade Pakistán en búsqueda de un arma letal y, en vez de marines, están los G.I. Joe. La llegada a territorio enemigo es cool: ver en 3D bajar a los súper soldados por unos cables desde un helicóptero debe ser apasionante para muchos jóvenes en edad de enrolamiento; además, observar la interacción entre estos héroes nacionales es fantástico e inspirador: son buenos padres y compañeros, tienen humor, y creen, fehacientemente, tanto en su presidente como en sus misiones. Sufrirán una emboscada y prácticamente todos serán asesinados; además, serán desacreditados por el presidente. Lo que no saben es que el presidente en la Casa Blanca no es él sino otro hombre (más bien un ente), un servidor de una revolución llamada Cobra al mando de un líder que remite a Darth Vader pero sin su mítica respiración. El plan no puede ser otro: dominar el planeta después de una concertación (forzosa) para que las grandes potencias abandonen sus armas nucleares (la escena en cuestión es uno de los mejores momentos del filme, y algunas líneas pronunciadas por Jonathan Pryce, falso y verdadero presidente, son, en este contexto, filosas). Así las cosas, los G.I. Joe sobrevivientes, acompañados por un legendario miembro de la fuerza (Bruce Willis) y un par de ninjas (que vienen de otro universo y otra película) intentarán recomponer el orden y salvar a la humanidad (excepto a los londinenses). Poco importan las incoherencias narrativas y el absurdo generalizado de la propuesta, un pack completo de lo más banal de la cultura estadounidense y su imaginario retrógrado: el fetichismo por las armas, el ideal castrense, la iconografía New Age (un poco de espiritualismo tibetano) y el supremo valor de la familia tradicional. El contrapeso de tanta cultura chatarra es la liviandad asombrosa con la que Jon M. Chu coreografía un par de contiendas voladoras entre ninjas en unas montañas perdidas en algún lugar de Oriente. Si hubiera sido tan sólo un manifiesto visual en 3D contra la fuerza de la gravedad, el filme sería inolvidable.
La distancia insalvable La primera secuencia de La nana es clave: Raquel, la mucama de la casa, está cenando a solas en la cocina de la casa de sus patrones. La familia para la que trabaja hace años le prepara secretamente una breve celebración de cumpleaños en el living. La distancia (formal) es precisa: hay dos ambientes que implican una cierta legitimidad en su uso correspondiente. Suena entonces la campanita, el sonido mecánico que suele significar demanda de servicio, pero en realidad se trata de un llamado festivo: los dueños de casa quieren a su nana; una torta y un par de regalos así lo atestiguan. En esa presentación se sintetiza la dimensión política del relato, la constatación de la evidencia sociológica de una práctica humana que, como tantas otras, se ha naturalizado, borrando las huellas de una contienda indecorosa y perpetuando la lógica de un orden social que resulta sempiterno. ¿A quién le importa todavía pensar y revisar la división del trabajo? La segunda película de Sebastián Silva examina la pertenencia de clase en la sociedad chilena contemporánea indagando la interacción cotidiana de una familia de clase media alta y su nana. Silva presenta un universo reconocible, el de los patrones y sus sirvientes; sin ser condescendiente, y mucho menos políticamente correcto (o cínico), dibuja personajes queribles y complejos que expresan un orden simbólico. Si bien La nana se sostiene en el enorme trabajo de Catalina Saavedra, que interpreta a Raquel, la nana en cuestión, Silva no desatiende la conformación matriarcal de la familia, en la que el padre, preocupado por sus maquetas y palos de golf, no está muy lejos del hijo adolescente que navega en Internet saciando los dictados de su explosión hormonal. Los privilegios y placeres de clase funcionan como contrastes y correlatos de los deberes y padecimientos de clase. Tras 20 años de servicios, Raquel es uno de los tantos sujetos que viven como objetos respetados mientras cumple sus faenas de limpieza y mantenimiento. Su cansancio, y más precisamente la mala relación con la hija mayor de la casa, llevan a la contratación de una segunda mucama. Silva se vale de esto para sugerir cómo un empleo es un territorio existencial, o cómo la servidumbre compone un modo de ser, pero también, a partir del ingreso de una joven empleada, el director le otorga a su dolido y avergonzado personaje la oportunidad de cambiar y explorar su identidad más allá del deber laboral. Ver la transformación de Raquel en la pantalla es un pequeño milagro. En última instancia, La nana es un filme rítmico y fluido que prescinde de música y subrayados, y su trama no es otra cosa que una defensa discreta pero poderosa de la dignidad humana.
Demasiada realidad Serge Daney, el crítico de cine más lúcido de todos los tiempos, decía: "La memoria es como una flor de papel en el agua: no siempre está a flote". La flor flotante del sólido documental de Tomás Lipgot es Jack Fuchs, sobreviviente de un campo de concentración nazi que todavía vive y reside en nuestro país. La metáfora elegida por Lipgot para nombrar a su personaje remite a un recuerdo del protagonista. Se trata de un árbol que nacía entre las paredes de Auschwitz o Dachau: en boca de Fuchs, pura inmanencia vital o poesía orgánica en rebelión contra el exterminio organizado. En efecto, Fuchs luce como un roble y, a diferencia de otros sobrevivientes, nunca dimite y sigue eligiendo la vida. El procedimiento narrativo de Lipgot es tan austero como el que usa para establecer la universalidad del caso: una entrevista informal, algunas apariciones de amigos, familiares y especialistas de la salud, material de archivo (clases en universidades, programas de televisión y un registro de video del propio Fuchs al regresar a Lodz, su ciudad natal), tres o cuatro secuencias animadas y algunos planos generales, discretos pero precisos, sobre el campo de concentración en el que Fuchs pasó parte de su vida y vio morir a su padre y sus hermanos. El testimonio oral es fundamental porque quien habla ha vivido lo que cuenta; se trata de una conjura verbal del olvido frente a una experiencia colectiva que, a pesar de haber sido representada una y otra vez, se resiste a la simbolización y a una justa representación. Fuchs insiste una y otra vez sobre lo irreal e ilógico de aquel momento, y alguien dirá que fue "demasiada realidad". De ahí el imperativo constante en todos los sobrevivientes de hablar y escribir. Un plano sobre la repisa de la casa de Fuchs permite ver no sólo Tiempo de recordar y Dilemas de la memoria, dos libros del propio Fuchs, sino otros clásicos de la materia como El hombre doliente de Viktor Frankl y Los hundidos y los salvados de Primo Levi. La insistencia en la palabra escrita es un indicativo de algo impensable, y por tanto innombrable. "Dios dijo que sea la luz... Y se hizo la luz. Quiere decir que primero vino la palabra. Pero en la Shoah no vino primero la palabra. Fue de hecho. Y después se preguntó qué fue", dice Fuchs en el preámbulo del filme. "Cada persona que escucha un testimonio de la Shoah se convierte en un testigo", afirma Fuchs citando al poeta Elie Wiesel. El filme de Lipgot amablemente nos convierte en testigos y cómplices de la dignidad humana.
El segundo sexo “Mala”, la nueva película de Adrián Caetano, tiene poco que ver con la obra previa del director argentino, que ahora irrumpe con este cuento de mujeres violentas en el que corre mucha sangre y hay muchos tiros. La reputación se puede perder de un día para otro. Adrián Caetano tiene un par de películas notables y una trayectoria envidiable: pasó por Cannes, Venecia, Rotterdam, Toronto. Es un cineasta popular y sofisticado, uno de los mejores de los nuestros y de nuestro tiempo. Un coro de indignados viene vociferando: “Mala es mala”. No se trata de una tautología sino de una reacción veloz frente a un objeto inclasificable. ¿Dónde está el realismo social? ¿El western criollo? Ni un rastro de Bolivia, ni una pizca de Un oso rojo, la nueva de Caetano es una rara avis. Por lo pronto, una declaración: Mala es buena, y hubiera podido ser genial si Caetano se hubiera desatado del todo. Si bien Caetano manifestó que quiere trabajar y adaptar el melodrama televisivo a la pantalla grande, es un director demasiado cinéfilo y el cine se (le) impone. El cine clase B no cuenta con muchos acólitos y este cuento de mujeres violentas puede ocasionar distancia. Corre mucha sangre, y hay tiros, cuchillazos y flechas. Una mujer se dedica a matar hombres que maltratan mujeres. Lo hace por dinero, pero no se trata de un mero negocio cínico. Rosario demuestra convicción. En una de sus misiones, la atrapan. Tras un interrogatorio “policial”, una mujer paralítica paga por la libertad de la asesina y la contrata. Un nuevo trabajo: hacer sufrir al exmarido, que espera un hijo de otra mujer, y después de un tiempo matarlo. Caetano decidió que su asesina modelo esté interpretada por cuatro actrices (Florencia Raggi, Liz Solari, María Dupláa y Brenda Gandini). En el relato se suceden sin aviso alguno. La prestancia y la dureza de Raggi en su papel son una revelación, y esto no se debe a los contrastes ostensibles con algunos miembros del elenco. Al inicio se lee: “Montaje, encuadre y dirección de Adrián Caetano”, y a esto hay que prestarle especial atención. A los pocos minutos habrá una persecución; el trabajo de registro y el montaje son formidables: Raggi corre por los techos de edificios de Buenos Aires escapando de la policía. La fuerza visual de la escena es indudable y es así porque responde a una inteligencia formal que transforma el espacio en una extensión dramática. Como en Francia y Mujeres elefante, el universo femenino vuelve a capturar el interés del director, ahora menos psicologista. El primitivismo feminista de Mala puede ser elemental, pero es muy preciso respecto del imaginario popular donde las mujeres representan al sexo débil. Inversión y subversión de un rol heredado: la rebelión empieza por desobedecer el mandato de la ternura. Después de todo, se nos advierte, “estamos en un mundo sin amor”, y las relaciones de poder son el principio de todas las cosas.
En 1989, tres semanas después de la significativa protesta estudiantil en Tian'anmen, José Luis García, más por azar que por convicción, reemplazó a su hermano en un viaje a Corea del Norte para participar en un festival internacional de la juventud de distintas agrupaciones de izquierda de todo el mundo. Financiada por la Unión Soviética, esta internacional estudiantil discutió sobre la vigencia del imperialismo, el cese de las armas nucleares; incluso, los miembros del Partido Comunista inglés reconocieron la soberanía argentina en las Malvinas. Tiempo de palabras, manifiestos y gestos. García, ostensible cineasta precoz, registraba el momento como si ya fuera un cineasta experimentado: sus imágenes tienen un valor histórico y sociológico, y sus encuadres y movimientos de cámara ya revelaban la gramática de un cineasta. Su talento es evidente. También por azar, García filmaría al personaje de su película: Im Su-kyong, una joven surcoreana que cruzaría la frontera y el pasillo de cuatro kilómetros que dividía y divide aún las dos Coreas, bajo un lema: la reunificación de Corea. La hazaña de Im fue un hito nacional y un dilema político, y para García fue la gran experiencia de su viaje. En todos esos años, aquel registro de su viaje permanecía con él, y una inquietud: ¿qué habrá sido de la vida de Im? Tras rastrear las huellas de la joven por Internet, García descubre lo que vino después para la vida de su heroína: algunos años en la cárcel, una maternidad dolorosa, un retiro en un monasterio budista y una carrera académica. No hay dudas: la vida de Im es de película. Y por eso, aunque no sólo por eso, García le escribirá un par de mails, viajará a Corea para entrevistarla y de ese modo cerrará su película. Aunque habrá un poco más y una sorpresa. El encanto de La chica del sur es múltiple: se descubre un país en dos tiempos históricos, y a través de dos personajes de una misma generación, Im y García, se constata la discreta pero poderosa mutación de una mentalidad colectiva. Los dos jóvenes, hoy adultos, sin traicionar sus simpatías por una difusa utopía, piensan y se piensan en unas coordenadas simbólicas inasimilables dos décadas atrás. La revolución ha sido sustituida por el humanismo, y la delimitación y distancia de la vida privada respecto de la vida pública es un dato empírico de la experiencia social. Es otro mundo, y ellos ya no son los mismos.