En las dos primeras películas de Matías Piñeiro, el fantasma de Sarmiento y sus textos atravesaban la vida flotante de sus personajes. La Historia (y la literatura) resultaba una inquietud tenue. En la dos películas siguientes, Rosalinda y Viola, Shakespeare ha reemplazado al escritor argentino y la lógica de las pasiones de ciertas obras literarias de ese genio británico funciona ahora como un nuevo organizador simbólico en la vida de sus personajes. El universo de Piñeiro le pertenece enteramente a una generación y a una clase social específica. Sus criaturas son jóvenes de clase media, situados en un universo cultural reconocible pero difuso; ocasionalmente trabajan, a veces desean y casi siempre transitan en un devenir puro, un presente fugitivo en el que existen. Lo extraño es que no son películas psicologistas; más bien se trata de un existencialismo depurado de gravedad en el que un estado del alma es capturado en sus propios términos. Se trata de filmar lo transitorio como una experiencia subjetiva. En Viola, aparentemente, no pasan muchas cosas, lo que no es cierto: hay varios indicios de conflictos amorosos, y el tema del filme estriba en cómo sus personajes leen sus deseos. La estructura narrativa se circunscribe a una representación teatral, el repaso de textos de una escena, las tareas de delivery por parte de una estudiante de psicología que vende música y películas bajadas para vivir, un sueño, un ensayo musical. Eso basta para realizar una película tan misteriosa como evanescente. Piñeiro es un virtuoso de la puesta en escena: pueden ser las calles de Buenos Aires, el interior de un automóvil, una sala de teatro, la cámara siempre está ubicada en un punto exacto y lo que aparece en su campo visual reconoce el magnetismo de su mirada. Aquí, el centro de gravedad de cada plano es el rostro femenino. Viola podría ser vista como un filme sobre la fotogenia de sus actrices y un modo exquisito y novedoso de filmarlas. La hermosura de su cine no es inmune a cierta insustancialidad; sucede que un poco más allá de este mundo paradisíaco la mugre y el conflicto acechan, zonas de riesgo para nuestro esteta.
La muerte sin sentimentalismo Filmar la muerte (esa experiencia tan conocida como insondable, negocio de las religiones que la invisten de premios, castigos y destino) no sólo como acontecimiento inesperado o inevitable, sino como un paradero deseado. No hay muchas películas sobre la eutanasia. El género no convoca multitudes, pero a los cineastas les interesa: Amour, Alto en el camino, Madre e hijo y ahora Algunas horas de primavera, de Stéphane Brizé. La última película de Brizé no es solamente sobre el buen morir. Es también, como la anterior (Une affaire d'amour), un breve retrato de la clase trabajadora en la sociedad francesa actual. El versátil y magnético Vincent Lindon vuelve a ser el protagonista de un filme de Brizé. Aquí compone a un camionero que acaba de salir de la cárcel tras 18 meses de encierro. No es un delincuente en sentido estricto, a pesar de que su condena involucra esa palabra sobrecargada de inmoralidad para los oídos del status quo: droga. La reinserción laboral no es sencilla y trabajar separando basura no es precisamente una vuelta digna a la vida "normal". Tampoco ayuda el regreso al hogar materno. Para Alain, vivir con su madre, viuda y jubilada, es más humillante que terapéutico. Pero los temas amorosos y laborales son secundarios. La madre de Alain tiene un tumor irreversible y ha decidido darse muerte mediante los servicios de una institución suiza porque está prohibido en el país de la igualdad, la libertad y la fraternidad.La austeridad de Brizé es admirable. El malestar de Alain, el rencor entre madre e hijo, la determinación de la moribunda, una posible reconciliación filial se registran sin un ápice de sentimentalismo. La frialdad precisa de cada escena, la luz elegida para determinar un temple de ánimo general, la economía de gestos y la total ausencia de moralidad destituyen cualquier exceso frente a lo inevitable. La apropiación del cariño de una mascota y la obsesión por terminar un rompecabezas, por ejemplo, son detalles dramáticos que revelan una poética circunspecta pero eficiente donde menos es más.Filmar la muerte como si se tratara de la preparación de la merienda o con el coraje necesario para igualarla al cepillado de dientes. La discreta redención llegará como si fuera un poco de lluvia. La amargura está desterrada, la felicidad también.
La controvertida película de Carlos Reygadas Breve veredicto sobre Post Tenebras Lux: anomalía salvaje en estos tiempos de conformismo cinematográfico. Podrían escribirse varias páginas sobre las dos primeras escenas, que son magistrales. En la primera, una niña (hija del director) va de un lado a otro en una cancha de fútbol embarrada en alguna zona rural de montaña no muy lejos del DF. La niña apenas balbucea palabras, pues todavía su experiencia del mundo no es enteramente lingüística. Está sola y la acompañan algunos animales. Los perros ladran y persiguen a algunos caballos mientras las vacas miran impasibles la escena. Está por llover y los truenos parecen llegar como acordes violentos de una orquesta cósmica. La oscuridad prevalecerá y los relámpagos irán, paulatinamente, develando que ya no estamos en las montañas sino en un departamento (la sustitución, con el relámpago como encadenamiento, es magnífica). Es de noche, y súbitamente aparecerá el diablo. Un Belcebú anaranjado y sexuado se entromete en la serenidad nocturna de una familia. Todos duermen. La bestia del mal, que lleva una caja de herramientas, espía a los soñadores, pero hay un niño despierto: la criatura lo mira; él le devuelve la mirada y se va. ¿Es una pesadilla? ¿Quién sueña? El protagonista de esta elegía se llama Juan. Está casado, tiene dos hijos y vive con ellos en una especie de paraíso. La casa parece una nave perdida en la naturaleza, un búnker burgués. Cuidadores y perros protegen la privacidad de esta familia de clase media alta. La tensión de clases dictaminará el destino de Juan, pues el orden social alcanza también a los que creen que en la naturaleza el conflicto social desaparece. El gran desafío de PTL es doble. El relato no es aristotélico, evita una organización racional: de una acción no se sigue una consecuencia lógica. Se trata más bien de un caleidoscopio cognitivo, como si el filme duplicara el funcionamiento de nuestro cerebro y sus asociaciones: un recuerdo lleva a otro, de ahí al tiempo presente, después vendrá una proyección imaginaria en el futuro. De una orgía en París se pasa a una fiesta regional, de la infancia de los hijos de la pareja podemos saltar en el tiempo y verlos ya adolescentes jugando al lado del mar. La distorsión lógica viene acompañada de un efecto visual: en los exteriores lo real se modifica por completo, como si la realidad jugara a doblarse. En el fondo de PTL predomina un sentimiento de pérdida, una congoja metafísica por una experiencia de unidad perdida. En cierto pasaje, Juan encontrará un modo de enunciarlo y tal vez se trate de un instante de salvación.
Viaje a un continente perdido A diferencia de varias películas alemanas recientes, el último filme de Christian Petzold, el miembro más reconocido de la Escuela de Berlín, no reconstruye la pretérita Alemania del Este en términos de nostalgia. Los viejos tiempos, cuando un muro físico separaba dos estilos de vida, no son en la mirada de Petzold un pasado mítico donde la falta de libertad se compensaba por un orden menos injusto. Su visión es sensiblemente ambivalente, como todo lo que sucede en el filme. Desde el comienzo, la vieja Alemania se define aquí por dos acciones "invisibles": vigilar y sospechar. La vida de los otros es una preocupación de todos, y ya en la primera escena Petzold propone una perspectiva: Bárbara, que viene de Berlín y ha estado presa unos años, llega unos minutos antes al hospital en el que retomará su profesión de médica. De un plano medio del hermoso y adusto rostro de Nina Hoss (un axioma en el cine del director) a un plano general que reproduce el punto de observación de un miembro de la policía secreta que la presenta al jefe del hospital, la película transmite una experiencia social dominante. Bárbara es circunspecta y distante; su enemistad con el régimen socialista es ostensible, pero las razones de su malestar y de su desconfianza nunca se revelan del todo. Siente cierta simpatía por André, el joven doctor a cargo, y un gran compromiso con los pacientes, en especial con una adolescente que proviene de un "campo de concentración" y un joven que ha intentado suicidarse. Su vocación médica no es incompatible con su disidencia ideológica. Aunque la Stasi la vigila siempre y revisa desde su casa hasta sus genitales, no renuncia a sus actividades "ilegales": conseguir visas y papeles para que otros pasen del otro lado del muro. Bárbara es un filme asombroso: la indeterminación de su posición ideológica hace que no haya buenos y malos, y es por eso que la experiencia socialista, a pesar de ser examinada sin condescendencia, no es condenada del todo. Petzold plantea una especie de fenomenología de la mentalidad de aquella época y descubre que el compromiso y la sospecha son signos precisos del alma colectiva. El filme de Petzold es un viaje hipnótico a un continente perdido, un territorio simbólico que Jim Hoberman llamó "la Atlántida Roja". Un viaje a un lugar y un tiempo no tan lejanos que, vistos desde hoy, son casi del orden de lo impensable.
Los huérfanos de la fe La nueva película de Esteban Larraín reconstruye una ocurrida durante la dictadura pinochetista en un pueblo chileno, donde un joven decía tener línea directa con la Virgen María. ¿Opio nacional? ¿Fraude político teológico? ¿Un caso clínico? ¿Psicopatología de masas? La pasión de Michelangelo, la segunda película de ficción de Esteban Larraín reconstruye un evento cultural y políticamente clave a principios de la década del '80, después de unos 10 años de Pinochet. ¿Qué tiene que ver la Virgen María con una dictadura impía? Si bien 'desaparecido' es una palabra precisa para sintetizar el régimen de Pinochet, La pasión de Michelangelo gira en torno al concepto inverso. Se trata de la aparición en los cielos de Peñablanca, no muy lejos de Valparaíso, de la madre de Dios. Un joven llamado Miguel Ángel Poblete parecía tener línea directa con la entidad celestial: la escuchaba, podía verla materializada en las nubes, curaba en su nombre, sangraba por ella y hasta podía interpretar mensajes sin muchos matices ni vueltas: "Recemos por el presidente; confiemos en él", decía en nombre de la Virgen. Como si la razón fuera un instrumento de la fe, será el padre Modesto (sólido trabajo de Patricio Contreras) el encargado de verificar si se trata de una superchería o de un signo vertical que confirma la existencia de una realidad suprasensible. Mientras intenta descifrar si el joven es un demente, un títere del poder o un mediador entre dos reinos, los locales viven una fiesta: su pueblo perdido se ha convertido en tema nacional, más importante incluso que las primeras protestas contra el régimen, que han dejado en Santiago muertos, heridos y detenidos. El tema es fascinante, y el punto de vista de Larraín, no del todo ajustado, asume un principio de caridad interpretativa tamizado por un humanismo a secas: el padre Modesto, que llega a desmontar el fenómeno religioso, sentirá una verdadera compasión cuando la Iglesia le baje el pulgar a Miguel Ángel y la institución castrense lo abandone a la ira de los feligreses. La inesperada conversión de un periodista ateo por un presunto milagro y la curación prodigiosa de un creyente dejarán lugar a la duda en favor de Miguel Ángel. A Larraín le faltó fe en sus imágenes. La música omnipresente y algunos parlamentos muy esquemáticos socavan la iconografía del filme y su ambivalencia simbólica. El modelo narrativo no está lejos de asemejarse a una historieta de una clase de catequesis sobre la herejía. Pero la sustancia del filme neutraliza por momentos sus yerros y es suficiente para sugerir que la orfandad de su protagonista no es mayor que la de un pueblo desesperado. Y no estaría nada mal una película sobre cómo Miguel Ángel se transformó en Karol Romanoff, una religiosa transexual y líder de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, que murió en el 2007. Para Miguel Ángel, la vida siempre estuvo en otra parte.
Dos cabalgan juntos En la película Samurai, del director argentino Gaspar Scheuer, un joven descendiente de japoneses y un gaucho solitario emprenden un viaje iniciático. La ambición es ostensible: filme de época, combinación de géneros impensable, un trabajo fotográfico formidable, una banda sonora que excede en su precisión a las elecciones musicales estéticamente coherentes. No hay duda de que el listón que se propuso alcanzar Gaspar Scheuer a la hora de concebir Samurái, su segunda película, tiene buena altura y conlleva riesgo. Como en su ópera prima, El desierto negro (2007), aquí también lo gauchesco define el contexto y el tiempo histórico (el siglo XIX), pero quien en los primeros minutos no preste atención a una sombra que se ve a la izquierda del elegante plano inicial de un samurái practicando algunos movimientos con su katana –su sable japonés– podrá creer que está viendo un filme japonés de época y de un subgénero que los occidentales conocemos sin reconocer su nombre: chambara. El héroe del filme es japonés. Takeo se ha exiliado junto con su familia en Argentina. Para los japoneses, el período que empieza en 1868 no es uno cualquiera: la Era Meiji fue el fin del feudalismo y el inicio de la modernización cultural, y para los clanes de samuráis eso significó oprobio. Justamente, la familia de Takeo, en especial su abuelo, un viejo samurái, participó de la famosa Rebelión de Satsuma liderada por el guerrero Saigo Takamori, en septiembre de 1877. Ya en Argentina, la nostalgia por el viejo orden perdido es una obsesión casi delirante del abuelo y un mandato acrítico para su nieto: ¿es posible que Saigo esté escondido en tierras argentinas? Así lo cree el patriarca moribundo, y Takeo irá en su búsqueda. En pleno viaje (iniciático) conocerá a "Poncho Negro", un gaucho solitario, gran conocedor del monte y sus senderos, que dice saber cuál puede ser el gran Saigo. En verdad, el gaucho es un sobreviviente de una contienda descarnada: luchó en la Guerra del Paraguay; haber sido testigo de una masacre le confiere una sabiduría amarga. ¿Clarividencia robada al espanto? Posiblemente sí, pero azarosamente conveniente para que el gaucho y el samurái encuentren una lingua franca, una zona común de intercambio entre un representante de una cultura milenaria y otro de una cultura en plena formación. Scheuer ilustra sus escenas como si se tratara de un western pretérito. Una panorámica del guerrero a caballo y "las noches americanas" donde se ve a los dos hombres contar sus historias son paisajes codificados propios de un género, y en esos momentos Samurái brilla por sus texturas, encuadres y concepción sonora, aunque no siempre la resolución formal está en consonancia con la evolución narrativa. Samurái prueba dos cosas: el cine argentino es inagotable en su diversidad; Scheuer es un cineasta con agallas. Tal vez no haya encontrado todavía lo que busca, pero acompañarlo en su búsqueda por más de 90 minutos no deja de ser un placer, acaso irrenunciable.
La gran ilusión Una anécdota pertinente: el famoso físico Niels Bohr tenía en la entrada de su casa una herradura de caballo para la suerte. Un amigo le preguntó si creía realmente en eso. El premio Nobel de Física de 1922 le respondió: “Por supuesto que no, pero me han dicho que funciona incluso con los que no creen”. La nueva película de Louis Leterrier (Hulk) es, si sólo se ve lo que parece, puro vértigo, ritmo y diversión, pero es también, si se mira a través de las apariencias de una noble película clase B, un extraordinario ejercicio filosófico pop sobre el lugar y el funcionamiento de las creencias y la voluntad misma de creer. Un mentalista, un mago callejero, una escapista y un carterista son reclutados por un misterioso hombre para una misión y un par de robos antológicos e increíbles concebidos como espectáculo de masas, financiados por un millonario inescrupuloso. Todo empieza con una especie de show televisivo en vivo en Estados Unidos: los “cuatro jinetes” teletransportan a un miembro de la audiencia a París y con él roban más de tres millones de euros en pocos minutos. El médium va y vuelve en pocos minutos y es recibido por una lluvia de euros y el festejo de todos los presentes. En esa maravillosa metáfora lúdica del capitalismo como fantasía colectiva, el testimonio del “ladrón” será poco confiable, pues su viaje ha sido en estado de hipnosis. Pero hay un robo, y la policía, el FBI y la Interpol intentarán entender cómo ocurrió para dar con la evidencia. En una palabra, se trata de resolver un robo millonario y de prevenir los próximos. El agente Dylan y Alma, una oficial francesa, con la ayuda de un “cazador” de ilusionistas llamado Thaddeus, tratarán de atrapar a estos delincuentes, que son una especie de mezcla entre David Copperfield y Robin Hood. Uno de los placeres de Nada es lo que parece es el paralelismo entre la situación de los detectives y la de los espectadores: el afán por descifrar se entrecruza con el deseo de creer. Si bien Leterrier y sus guionistas explicarán demasiado, no todo será del orden de la evidencia. El famoso “El ojo” al que le rinden culto los magos y jinetes, representado aquí por un viaje-trance en una calesita, permanecerá poéticamente en lo indeterminado. Extraña operación narrativa para un filme que no renuncia al espectáculo, pero que no abdica frente a la inteligencia. Para nosotros, singulares animales lingüísticos, creer es un acto de supervivencia.
Las ilusas El cine ha sido cosa de machos. De a poco, algunas mujeres filman, y cada vez son más. ¿Existe una sensibilidad femenina detectable en una imagen? Tesis: antes del feminismo existe lo femenino, y como tal, sea una naturaleza o una construcción histórica, podría tener una expresión cinematográfica distintiva. ¿Cómo filman las mujeres el deseo, la ira, la ternura, el desprecio? No será justamente Locamente enamoradas la respuesta, aun cuando las cuatro mujeres del relato, entre desordenado y veloz, son bellas y magnéticas, desprejuiciadas en cierta medida y dispuestas a responder a sus deseos. Madre, hermana, hija e hija adoptiva, que viven todas juntas en un departamento, podrán aspirar a una autonomía profesional, pero todas esperan, más o menos conscientemente, encontrar en algún hombre algo más que un compañero. El amor romántico alcanza aquí su apoteosis acrítica, y los hombres, tal vez un poco menos elementales, siguen teniendo el rol casi metafísico de dar sentido a la vida femenina. ¿No es justamente lo que sucede con la errancia erótica que experimenta Judith Miller, la famosa actriz que busca a el hombre entre los hombres? Como sea, Judith intenta con un poeta, con un director de cine, y coquetea, entre la nostalgia y la ternura, con su ex. Una de sus hijas todavía libra la batalla previa a todo erotismo: destituir el Edipo. La más chica, recién en la adolescencia, espera por el primer beso y practica con un póster de Rimbaud. Barbara, la hermana de Judith, oscila entre el mandato de la maternidad y el descubrimiento (adúltero) del orgasmo. El éxtasis genital es aquí el gran bien supremo, una emancipación demasiado fisiológica para cuatro mujeres que no dejan de ligar su felicidad a la presencia de un hombre. ¿Y qué decir, estrictamente, del cine? Dividir el plano en tres cada tanto para resolver una escena, acelerar y rebobinar algunas secuencias, ilustrar algunas fantasías, incluir una voz en off antojadiza, musicalizar en exceso: así Hilde Van Mieghem pone en movimiento su ginocracia de utilería, solamente interceptada por alguna mueca o gesto de auténtico desamparo en el rostro de Veerle Dobbelaere (Judith), que poco tiene que ver con esta Sex and the City a la europea. En este paradigma las mujeres sólo pueden aspirar a una sumisión muy bien maquillada.
Variaciones sobre lo imposible "En otro país", la nueva película del cineasta coreano Hong Sang-soo indaga en la experiencia de Anne, una guionista francesa en Corea, personaje interpretado magistral de la actriz francesa Isabelle Huppert. Es el preferido de toda una generación de cinéfilos. Sus películas combinan, paradójicamente, ligereza y lucidez, complejidad y sencillez, humor y decepción. ¿Quién es Hong Sang-soo? Uno de los grandes directores de la actualidad, o simplemente un genio. Su tema excluyente: el desentendimiento lingüístico y erótico entre hombres y mujeres (de clase media), a menudo vinculados al cine. El título En otro país no indica un regreso a París, como en Noche y día: remite a la experiencia de uno de los personajes, Anne, interpretado magistralmente por la gran actriz francesa Isabelle Huppert. Huppert es Anne pero no siempre Anne es Anne o la misma Anne. Hong apela a un experimento de variaciones: contará una historia parecida, que transcurre en una zona marítima y de vacaciones, de tres formas distintas: Anne querrá dar un paseo, será seducida, buscará encontrar un faro y no mucho más. Los personajes serán siempre los mismos. Anne, en esencia, será una extranjera estimulada por un contexto desconocido, y en las mínimas variaciones de cada versión será una directora de cine, la amante de un director de cine coreano y una mujer que visita Corea. Los otros, los coreanos, repetirán sus roles, pero también habrá mínimas diferencias: un hombre casado sentirá atracción por la extranjera; su mujer, celos; el salvavidas, un amor infinito por esa criatura blancuzca, pelirroja y delgada. ¿Eso es todo? Sí y no. El misterio del cine de Hong es que, a través de elementos mínimos, resplandecen una idiosincrasia específica y sus modelos culturales sin dejar de ser universal en sus temas. Por un lado, los ritos cotidianos camuflan la tensión entre géneros: el machismo difuso de los hombres y la desconfianza de las mujeres son ostensibles; hablan un mismo idioma pero el deseo no se codifica del mismo modo. Todo esto no se dice, más bien se muestra. Esto implica el lado cómico de los enredos amorosos, más todavía cuando los amantes no comparten el idioma. En ese sentido, el diálogo entre Anne y un monje budista es sublime. No se trata de un koan sino de una apoteosis del malentendido. Formidable. La poética de Hong se vale de la repetición y los zooms para alcanzar, amablemente, una clarividencia: sus filmes, y éste no es la excepción, postulan que el amor entre hombres y mujeres es casi impracticable. La obstinada insistencia es inevitable y se explica por esos momentos de ilusión en los que parece posible. Y Hong también sabe cómo filmar esos breves lapsos en los que el otro parece justificar la existencia del universo.
Extasis y vacío La abstracción pertenece tanto al dominio de la metafísica como al imperceptible reino de las matemáticas. Los cinco jóvenes que caminan por un bosque animado durante toda la película son prisioneros de una abstracción. Sin señales de su época, apenas incómodos, van de un lado a otro y atraviesan un paisaje natural frondoso y sonoramente vivaz. La naturaleza virgen desconoce la Historia, y los personajes, en principio, parecen estar fuera de ella, y hasta parecen desconocer su propia historia. Tal vez ya no estén en este mundo. ¿Una teología juvenil? ¿No es un salmo el tema musical de cierre, ¿Crees en el éxtasis?, de la banda neoyorkina Sonic Youth? Los vistosos y virtuosos planos secuencia y la banda sonora de Leones, ópera prima de Jazmín López, pueden ser un viaje sonoro y visual. ¿Éxtasis sensorial? En principio sí, y ahí están para corroborarlo algunos momentos notables como el plano secuencia de la copa de los árboles, una caminata rumbo al mar y especialmente un paseo entre flores silvestres. El ojo y el oído no pueden más que entregarse a cierta tentación física; el registro de un espacio repleto de colores y sonidos inquietantes es irresistible. Pero es justamente en ese formalismo ostensible donde encuentra su guarida cierta insustancialidad retórica y conceptual. Un juego lingüístico inspirado en un microrelato de Hemingway de seis palabras articula gran parte del discurso de los personajes y devela tanto una inquietud por la situación concreta por la que transitan estas criaturas como un problema intrínseco del filme, su límite, su enunciación estéril. Pocas palabras y escasas referencias (un automóvil de lujo, un I-Phone, tres temas musicales) son la cifra de un vacío conceptual. Paradoja irresoluble de una película tan sublime como ridícula: el imaginario de una generación (y una clase) tropieza con su involuntaria maldición de época y su elegante vaguedad.