Un viaje de ida y vuelta La metáfora se impone: el vuelo despega muy bien. Suena el despertador, después el teléfono. "Látigo" Whitaker atiende para discutir con su ex mujer mientras Katerina, completamente desnuda, busca su ropa interior. El desnudo es frontal y la cámara sigue el movimiento del cuerpo en el reducido espacio de la habitación sin cambiar de ángulo. Extraña decisión de puesta en escena. "Látigo" es un experimentado comandante de una línea aérea; Katerina, una de las azafatas. La relación que tienen va más allá de encamarse en un hotel de aeropuerto. Tal vez se aman y comparten un amor ilimitado por el alcohol. Tras una noche de sexo y esplendor etílico, antes de alistarse para un nuevo vuelo, nivelarán la resaca con unas líneas de cocaína. Es un día lluvioso. Después de un despegue complicado por la tormenta, Whitaker y su tripulación parecen haber conquistado la normalidad. Los pasajeros aplauden. Pero la suerte no está del todo a su favor (o los designios de Dios son demasiado misteriosos) y el avión perderá estabilidad y se irá a pique. La secuencia no es menos que alucinante, y una vez más la metáfora es precisa aunque paradójica: la película sigue levantando vuelo. Gracias a la pericia de "Látigo", la tragedia será menor: seis víctimas fatales en un vuelo de más de cien pasajeros. Un milagro dirán algunos, acaso Dios se ha convertido en piloto, pensarán otros. Con seguridad, El vuelo no será uno de los filmes del menú de entretenimiento de los vuelos comerciales, pero es muy probable que se convierta en título obligatorio entre las asociaciones de alcohólicos anónimos. Después del gran accidente, El vuelo no será otra cosa que un drama de superación en un contexto jurídico con giros teológicos. Poco importa que quienes investigan el accidente descubran o no la alta dosis de alcohol en el organismo de Whitaker, ya que el centro dramático pasa por la redención y su secreto vínculo con la verdad. El regreso de Zemeckis al cine de carne y hueso (después de tres películas de animación) no tiene el vuelo de Náufrago, su mejor película hasta la fecha. Whitaker es también un sobreviviente, pero la película no sobrevive al accidente. De ahí en adelante El vuelo se transforma en una demostración forzosa de las debilidades de un alcohólico. La ilustración esquemática de un vicio y sus trampas podrá ser convincente para un moralista o un terapeuta, pero insuficiente si se trata de filmar el sufrimiento de un hombre.
Dos esclavos con gloria Por segunda vez Quentin Tarantino esboza una intersección entre fantasía e historia. El relato de Django sin cadenas transcurre en 1858, tres años antes del estallido de la Guerra Civil. La esclavitud es una práctica abierta y legal; el enriquecimiento mediante la caza de delincuentes a cambio de recompensas es una empresa exitosa. Todo empieza con la compra de un esclavo: Django (J. Foxx). El nuevo propietario es un dentista alemán, el Dr. Schultz (C. Waltz), dedicado a matar bandidos en nombre de la ley para cobrar la recompensa. Su inglés puede ser mejor que el de los reos caucásicos que pueblan la nación en ciernes, pero sus buenos modales no lo distancian demasiado de los estadounidenses; sin duda es un personaje simpático, en ocasiones magnánimo, pero no menos codicioso que los cretinos que irán desfilando en el filme. Ambos, en un principio amo y esclavo, luego socios, y más tarde quizá amigos, dispararán contra varios hombres buscados, pero habrá más: Django quiere recuperar a su esposa, propiedad de Calvin Candie. Liberarla no será fácil, y Schultz lo ayudará. Las interpretaciones y los diálogos son magníficos. Foxx y DiCaprio están perfectos, pero los trabajos de Waltz y Samuel L. Jackson son memorables en su extrema teatralidad lúdica. Jackson es el mayordomo de Calvin, un negro que detesta a los negros más que a su propio amo, a quien ama infinitamente. Se trata de un toque siniestro, casi repugnante, ya anunciado por dos secuencias de una violencia extrema: varios perros despedazando a un esclavo y dos esclavos obligados a luchar a muerte ante Calvin y algunos amigos. En los dos pasajes la violencia no es gratuita, y sus modos y tiempos de exposición son precisos. Los pasajes cómicos están al principio; uno de ellos involucra un fallido ataque contra Schultz y Django por parte de una horda de blancos que anticipan la estética Ku Klux Klan. La ridiculización de la pandilla termina con un disparo en fuera de campo a su líder mientras una tenue lluvia de sangre sobre un caballo blanco es casi del orden de lo sublime. Como en sus tres filmes anteriores, el tema es la venganza, un emoción primitiva y preferencial en el imaginario de Tarantino. Por eso los 35 minutos finales constituyen un festín sangriento interminable. En la escena de los perros, mientras Schultz se horroriza, Django le dice al sádico Calvin que él está "más acostumbrado a la violencia de los americanos". El problema está en que todos nosotros también estamos acostumbrados a la violencia de Tarantino, el síntoma excepcional de una cultura cuyo fetichismo por la pólvora y fijación por las masacres resultan casi un imperativo religioso y un pasatiempo.
En el país de las armas Después de su paso por la gobernación del estado de California, Arnold Schwarzenegger, uno de los tantos héroes anabólicos del cine de 1980, vuelve a la pantalla. Es un regreso discreto pero exitoso, una aparición exenta de nostalgia y cálculo. Su papel en El último desafío está entre los mejores del actor austríaco, muy lejos de Conan y Terminator, pues aquí Schwarzenegger alcanza una extraña serenidad del tipo de la que experimentan los últimos personajes de Clint Eastwood. Tal vez la vejez. Solitarios, cascarrabias y, en sus propios términos, sabios. Si bien los westerns exigen un tiempo pretérito en el que el orden jurídico es débil y las armas constituyen una figura primitiva de justicia, El último desafío es, esencialmente, un western de nuestro tiempo, y de los buenos. Es cierto que no hay caballos sino automóviles, pero está el pueblo, su cantina y los ayudantes del sheriff. Sommerton es un punto perdido en el mapa, un insignificante pueblo estadounidense donde nada pasa excepto el tiempo, pero remite a esa caricatura de polis propia del género. El inicio de la ciudad, del amontonamiento, de la convivencia entre iguales. El malvado de turno es narcotraficante, un tal Gabriel Cortés; según el agente Bannister del FBI, es tan peligroso como Pablo Escobar. Sentenciado a pena de muerte, en el momento de trasladarlo de una penitenciaria a otra, su "ejército" lo rescatará. Es una secuencia memorable, que incluye un plano secuencia en el que Cortés y tres más se deslizan por unos cables pasando de un edificio a otro. He aquí un coreógrafo del espacio: Kim Jee-woon. El director coreano debuta en Hollywood y deja una huella notable. Está esa escena, pero mejor aún es una persecución automovilística (autos devenidos en caballos) en un campo de maíz. Admirable. El plan de Cortés es sencillo: escapar a México por el lugar menos plausible (Sommerton). Lo secundan sus fieles cowboys y un arsenal de armas. Pero en Sommerton está el viejo Ray y sus compadres. Son pocos, son más débiles, pero creen que deben hacer lo correcto y han perdido en esta batalla a un compañero querido. Kim será extranjero pero parece entender a la perfección los códigos del género: el humor, el cariño por los personajes, los enfrentamientos, el duelo final. Y hay un plus sociológico. Con lucidez, Kim descubre en tono cómico una tragedia estructural: como sucedía en el Lejano Oeste, en el país de Lincoln y Jefferson, siglos después, todos llevan un arma. Poco ha cambiado desde entonces; la pólvora es como el dólar: un valor supremo, un dios eficiente, el yudo de los bárbaros.
Caricaturas violentas Desquebrajar, carbonizar, golpear, disparar: un festín desaforado, un exhaustivo catálogo de matanzas. Fuerza antigángster es el famoso filme cuyo estreno fue retrasado porque un ciudadano estadounidense confundió en una función de Batman lo real con la ficción y acribilló a sus congéneres interpretando al personaje del Guasón. Sucede que en el filme de Ruben Fleisher había una escena similar en un barrio chino de Los Ángeles. La secuencia en sí quedó afuera, no la escena, en la que mueren varios inocentes. En Hollywood, la violencia es algo dado, pocas veces se intenta contextualizarla y es un imperativo estetizarla. Coreografiar balas en cámara lenta es ya un lugar común, por eso la búsqueda de lo sublime pasa aquí por extender las virtudes visuales del ralentí: hacer añicos un adorno navideño, por ejemplo; o transmitir un poco de indignación, cuando vemos a un lustrabotas adolescente tener una muerte temprana por la impunidad cotidiana del hampa. Y ahí está Sean Penn, deformado, estereotipado, sacado, excitado hasta el infinito y comprometido para componer a un mafioso de fines de la década de 1940. Una inscripción inicial nos confirma que este tipo existió y que veremos una reconstrucción de la realidad. Después de la Segunda Guerra, Los Ángeles era una ciudad enviciada y peligrosa. ¿De qué se trata? De una "guerra de guerrillas", dirá Parker (Nick Nolte), la máxima autoridad policial de la época, entre una fuerza parapolicial y un ejército mafioso dirigido por Michael Cohen (Penn). Un dato que no es poco relevante: Cohen no es napolitano o siciliano, sino judío. Y es malísimo. Según nos cuentan, un tal John O'Mara (Josh Brolin), sargento estoico (y veterano de guerra) reclutó a un par de agentes y pistoleros bajo la supervisión secreta de Parker. El objetivo: desterrar a Mickey Cohen y garantizar la seguridad de Los Ángeles. Hay también un toque romántico: la amante de Mickey (Emma Stone) se enamorará de otro sargento, Jerry Wooters (Ryan Gosling). Y eso es todo. Un par de besos, muchos muertos y una colección de coreografías desmañadas de luchas y tiroteos, acompañadas de algunas líneas de diálogo ridículas. En un pasaje de transición, Cohen se autodenominará "Mickey Mouse". Hay algo de cartoon fallido en todo esto, y si bien un tímido gesto cómico se insinúa cada tanto, la gravedad del tema y la legitimidad del origen del relato, sumadas a un realismo aplicado a la violencia explícita, denotan la falta de un punto de vista definido. En definitiva: otro elogio a las fuerzas del orden que oscila imperfectamente entre la caricatura y la épica. Mucha pólvora y sangre, muchas figuras y glamour, mucho mobiliario y vestuario de época, pero, fundamentalmente, poco cine.
El tigre y el varón Basada en Vida de Pi, una novela de Yann Martel, Una aventura extraordinaria no es otra cosa que un relato sobre un relato: un escritor canadiense en plena crisis creativa se encuentra, por una recomendación, con un hombre de la India llamado Piscine Molitor Patel. En apariencia se trata de un hombre común, pero su biografía es excepcional: no cualquier mortal puede sobrevivir 227 días en un bote en el Pacífico acompañado de un tigre de Bengala. Niño precoz en cuestiones religiosas, su nombre (motivo de burlas previsibles) alude a una piscina parisina; él lo abrevia y su bautismo autorreferencial con un nombre de las letras del alfabeto griego precede al deseo de otro bautismo, vinculado al cristianismo. Visnú, Jánuman, Ganesha, algunas de entre los 33 millones de deidades hindúes, eran los héroes de su infancia, hasta que un día conoció al Dios que envió a su hijo en su nombre, lo que no le impidió explorar el Islam (ni tampoco enseñar de grande la Cábala); y probablemente sus lecturas de Camus y Dostovieski le ayudaron a comprender el lugar y la función de la duda en cuestiones de creencias religiosas. Todo esto se revela a través de un diálogo entre un escritor y Pi. La película consiste en la ilustración de un gran relato. Primero se verá la genealogía del creyente, luego su test vertical: tras el hundimiento de un barco japonés en el que viajaba junto a sus padres rumbo a Canadá y todos los animales del zoológico de su padre, Pi llevará a cabo su gran hazaña: sobrevivir en alta mar conviviendo con una fiera salvaje. La fuerza visual del filme es ostensible y no verlo en 3D es despreciar la búsqueda sensorial que Lee propone desde el comienzo; ya en el segundo plano un ave vuela sobre el auditorio, un anuncio del placer perceptivo ostensible en otros planos, a veces alucinantes: las diversas especies marinas, los pasajes de una isla poblada por suricatas o simplemente el mar como una entidad monstruosa sin límites son “extraordinarios”. Sin los anteojos negros la gracia visible del filme se esfuma, incluyendo nuestro encuentro con Richard Parker, el famoso tigre, que jamás renuncia a su condición feroz. Es posible que el creyente confirme su fe, aunque Lee delinea una vía escéptica en la posición del padre de Pi. La verdadera prueba de fe será otra: consiste en cómo "leer" un relato. A dicha incertidumbre se le suma otra, de naturaleza cinematográfica: ¿Qué es real de todo lo que vemos? ¿Cuál es la materia del filme? ¿Un nuevo demiurgo digital se apropia del cinematógrafo? Si Dios no existe, en la combinación de ceros y unos resulta sencillo inventarlo.
El placer y el sacrificio Las tres primeras secuencias de La cabaña del terror, la extraordinaria ópera prima de Drew Goddard, ya sugieren que no se trata de otra película en serie de un género destinado a los jóvenes; explotar la muda angustia del adolescente a partir de un sadismo incompatible con cualquier gesto de inteligencia y sensibilidad no es la fórmula de Goddard, ni de su brillante coguionista Joss Whedon. No sólo elevan el listón con el cual las películas del género van a medirse en el futuro. Es, sin dudas, una refundación del cine de terror, pero el filme también conlleva una hermosa carcajada frente al espíritu metafísico y su orden simbólico. Al comienzo, unas gotas de sangre forman una inscripción gráfica que remite a un pasado mítico y remoto: es un aviso. A continuación, otro signo inequívoco: dos científicos, tan cínicos como resignados, hablan como de costumbre de algún problema con algún experimento no del todo ortodoxo. Podrían ser funcionarios de la NASA o de la CIA, es decir, responden al poder y están dispuestos a la manipulación. La tercera escena es simplemente la presentación de los cinco jóvenes, presuntas víctimas. Si parece un pasaje típico del género, el plano que cierra la escena y la cita de un libro de economía soviética son indicadores de que no todo es lo que parece. Al comienzo el relato es previsible: unos amigos se van por un fin de semana a una cabaña familiar en un bosque perdido, recién adquirida. Lógicamente, la cabaña tiene una historia. Descubrirán en una de las habitaciones una pared-espejo cubierta por una pintura con motivos sacrificiales. ¿Quién espiaba ahí en otro tiempo? Los chicos no están solos y lo sabemos desde el principio: están siendo observados. En los 30 minutos finales aparecen ciertas obsesiones cinematográficas recientes y de nuestra cultura: la vida como espectáculo es uno de los temas evidentes. Pero hay un plus: sin aviso la taxonomía de todas nuestras perversiones se materializa ante nuestros ojos. Tal perversión, el sustrato de nuestra violencia acallada, nos dice la magnífica película de Goddard, se retiene y armoniza por un viejo y espantoso conjuro, un método civilizatorio: los sacrificios. Lo genial aquí es ver cómo el espíritu de la comedia acaba de una vez por todas con el respeto solemne por lo sagrado y sus ritos. Extraña conversión: un filme de terror deviene en comedia. Reír ha sido siempre mejor que hacer genuflexiones.
Este soberbio documental tiene como escenario la primera Escuela Normal de Argentina, una institución paradigmática en la empresa civilizatoria y liberal liderada por el controversial presidente Domingo F. Sarmiento, a fines del siglo XIX. La escuela, ayer y hoy, constituye una usina identitaria, un lugar público en el que se modela cívica y políticamente al ciudadano. Celina Murga, que fue alumna de esa institución, elige una estrategia observacional para mostrar estructuralmente el funcionamiento de la institución y sus efectos en la invisible intimidad del alumnado. El método es conocido, y la distancia implicada en este tipo de procedimiento formal curiosamente no conlleva ni frialdad ni asepsia antihumanista. La amabilidad democrática por cada uno de sus personajes es una de las virtudes del film: la directora, los profesores, los estudiantes, los padres de los alumnos, algunos ex-alumnos y el personal de limpieza son retratados como sujetos legítimos. El resultado es notable no sólo por el conocimiento espacial que permite encontrar en cada situación el encuadre justo (las panorámicas del patio central, los estudiantes subiendo por las escaleras, la perspectiva elegida para registrar una clase, una votación, un acto) sino también por sintetizar lúcida y lucidamente la totalidad de la práctica educativa a lo largo de un período lectivo. No es casual que el ligero centro narrativo del film gire en torno a la elección de los representantes del centro de estudiantes: la escuela es un entrenamiento juvenil para el ingreso cabal al orden social. En ese sentido, Murga consigue capturar la toma de conciencia por parte de una alumna que entiende el complejo lugar de cualquier político en una sociedad. Es un pasaje extraordinario porque se ve un instante de clarividencia repentina y el proceso final de un aprendizaje secreto. Y eso no es todo, ya que en el epílogo la directora juega una carta maestra con la que verifica las huellas de la experiencia educativa en el tiempo.
En La casa, última película de la trilogía de Gustavo Fontán sobre su casa paterna en Banfield, el director no sólo consigue plasmar el crepúsculo de ese espacio familiar, plagado de recuerdos y todavía habitado por tenues fantasmas que parecen despedir la casa, sino que se dispone a filmar sin vacilación alguna la destrucción total de ese refugio y perímetro de auxilio. Es difícil describir el poder material y persuasivo de los planos cinematográficos de La casa. ¿Es un documental sobre espectros? ¿Se trata de una poesía fílmica, tan melancólica como fetichista, acerca de los ladrillos como últimos vestigios de una historia familiar pretérita? No hay duda de que La casa es un filme-trance: el movimiento perpetuo de sus imágenes y el hipnotismo sonoro de su banda de sonido funcionan como una experiencia sensorial incesante. La luz sobre los pisos y las paredes, los vidrios y sus reflejos, los objetos que conservan historias se yuxtaponen en una imagen total de un espacio viviente, de tal modo que Fontán parece estar filmando al unísono todas las memorias de quienes han transitado ese recinto. Allí pasaron niños, viejas y nuevas familias, jóvenes y ancianos. Y llegará el final: las grúas derrumban la vieja casa de barrio, demuelen el rastro de la memoria. Un árbol será el único sobreviviente, junto con su contraplano secreto: la cámara que filma.
TODO LO ABSTRACTO NO SE DESVANECE EN EL AIRE Otra película clave de David Cronenberg, destinada al menosprecio y a la incomprensión, un film de una solidez formal admirable, el que materializa la era del capital abstracto y su correlato subjetivo. Cosmopolis no es la película ideal para las amantes teens del vampiro de Crepúsculo, aunque el film de Cronenberg es tan crepuscular como aquél y el personaje de Pattinson, Eric, bien podría considerarle como un vampiro, pero de otra estirpe. Eric pertenece a esa élite planetaria empresarial, los amos del capital financiero, que sin trabajar fácticamente duplican sus ganancias desde un ordenador y que también succionan virtualmente la vida de miles de criaturas inocentes. “Hay un espectro en el mundo y es el del capitalismo”, se puede leer en un cartel luminoso al promediar la película. Cronenberg en una entrevista al canal oficial del festival, insistió con esa cita, la que proviene del libro pero que él subscribe y entiende como el contexto de su película. Basada en la novela de Don DeLillo de título homónimo, el motor de la trama pasa por el intento de Eric Packer de cruzar Manhattan en su limusina para cortarse el pelo. Es un día de protestas y de embotellamientos: el presidente visita Manhattan. Así, lentamente, avanza la carroza blanca millonaria y distintas personas vinculadas a Eric se suben al auto: allí se puede desde discutir el destino del euro, tener sexo con una amante pretérita de alto vuelo (Juliette Binoche) o ser examinado por un proctólogo. En el final Eric tendrá un enfrentamiento con un (des)conocido. Tal vez pierda la vida. (Su posible asesino, como él, se descubrirá un poco antes de que el suspenso alcance su mayor tensión, tienen próstatas asimétricas. La fijación de Cronenberg con el ano merece un estudio aparte, pero no es aquí el momento indicado) Cosmopolis exige demasiada atención; para ciertos colegas eso significa tener permiso para decretar la pretensión intelectual de Cronenberg como excesiva, incluso insinuar que ese juego con el Logos no es otra cosa que una cortina de humo: el film no cuenta nada, o en él nada sucede, excepto por unos agentes discursivos que poco tiene que ver con personajes. En verdad, en Cosmopolis sucede de todo y por todos lados. Es cierto que los escenarios son escasos: una limusina, una librería, un taxi, una discoteca, un departamento, una plaza con una cancha de básquet. De allí que los críticos más agudos han insistido, como si se tratara de un carácter negativo del film, la propensión teatral de Cosmopolis. La película podría ser –según ellos- una obra teatral, una suerte de teatro cartesiano y marxista, divida en actos en donde Eric discute y expone sus prácticas y un “teórico” le explica qué piensa y lo cuestiona. Sin embargo, la propuesta de Cronenberg es antiteatral por excelencia. El universo blindado de la limusina, al inicio presentada en un plano secuencia que recorre el perímetro del vehículo, no es meramente un reducido topos del encargado del diseño de arte. El vehículo es una metafísica de la abundancia ilimitada, la del capitalismo del XXI, y sus interiores constituye la segunda naturaleza y piel del protagonista. Todo es táctil y deleznable. Tal como sucede en la novela, Cronenberg reproduce el grado cero de sonido exterior que Eric busca obtener dentro de su automóvil. El mundo exterior debe enmudecerse y en lo posible desaparecer. Los vidrios polarizados, no obstante, funcionan como pantallas. Incluso lo real que se introduce desde la ventana adquiere un semblante de imagen reproducida, una distancia aséptica. En ese sentido, Cronenberg aprovecha a fondo el embotellamiento y la obligada velocidad mínima con la que se desplaza la limusina. Las ventanas introducen así una profundidad de campo de lo real, pero como si ésta estuviera mediada por pantallas. Lo que vemos es una variedad asombrosa de episodios sociales: protestas varias, anarquistas colerizados, pobreza, incluso se verá a un personaje clave retirando dinero de un cajero automático. Esta dicotomía entre lo cerrado y lo abierto, entre la pulcritud de cristal y la amenaza distópica y caótica (el excedente de la riqueza) conforma otro discurso, una variación visual sobre lo que algunos personajes van diciendo en tono “académico”. La psicología de Eric sostenida en un consumo infinito y en el mero capricho (comprar una catedral, por ejemplo) es el reverso del exterior consumido. Naturalmente, el instante consciente y clave ideológicamente funciona en boca del personaje de Samantha Morton, encargada del departamento de Teoría. “La función narrativa del dinero ya no funciona” dirá. La tesis: el tiempo ha dejado de sujetarse al dinero sino que el dinero es en sí el horizonte de todo, incluso del tiempo. A su vez, la acumulación se ha liberado del papel impreso. La abstracción domina el imaginario de Eric. En síntesis: interesante decisión tomada para un film que por su voluntad de respetar la descripción de la novela la absorbe a través de un travelling de tortuga. La lentitud, en este contexto, es una transgresión, y así Cosmopolis es una experiencia claustrofóbica en cámara lenta, que ni siquiera sus decisiones de encuadre y lentes habrán de variar. Si en Un método peligroso Cronenberg proponía una genealogía elegante del discurso psicoanalítico y la cartografía mental del siglo XX, en Cosmopolis el realizador sintetiza la subjetividad capitalista de este siglo digital.
007 Operación Skyfall empieza muy bien. La persecución que finaliza con una lucha cuerpo a cuerpo en el techo de los vagones de un tren posee un montaje inteligente. Plano detalle, plano general, movimientos circulares veloces. Geometría y timing. Así, Bond parece imbatible y su inteligencia práctica para resolver en segundos situaciones insólitas se puede intuir a través del montaje. Él mira y resuelve; el montaje, mientras tanto, reproduce la observación, su decisión y la resolución. Pero Bond muere. Y luego resucita, hasta quizás descanse un poco. Pero no: Bond necesita siempre obedecer; allí está su placer y es por eso que acostarse con alguna belleza exótica más bien lo deprime (no tanto jugar con escorpiones y tomar un poco). Bond regresa y su adorable madre putativa, M, lo admitirá. Por un hijo una madre hace cualquier cosa, incluso alterar los exámenes físicos de un Bond disminuido. Después llegará el malvado de turno. ¿Acaso Bardem se fugó del film de los Coen? ¿Un hijo no reconocido de Hannibal Lecter? Su maldad no responde aquí a ninguna voluntad de poder. Su terrorismo informático es un método terapéutico; el objetivo real es casi edípico y esparcir el mal en el mundo resulta secundario. Tema principal: el espionaje analógico y físico se mide ahora y prueba su legitimidad respecto del espionaje digital e inmaterial. Observación general: los superhéroes y los agentes secretos ya no se definen por sus acciones; es la hora de la psicología profunda. Se trata de legitimar lo que está detrás de un disfraz a menudo ridículo y de maquillar el estereotipo del agente secreto. Observación específica: la psicología desplaza la exposición ideológica. Los traumas de Bond y su melancolía son ostensibles, y así olvidamos su reconocida misoginia y su aristocracia pop. O más bien se sustituyen los viejos atributos por otros. Segunda observación específica: Bond ya no es un agente de la oligarquía británica y un fiel guardián del imperio y sus simpáticos reyes. Es un desamparado; ya ni siquiera está la escena final en el que sus proezas militares se recompensan con un buen polvo en alguna isla perdida del mundo. Primera y última observación secundaria: la elegancia textil de Bond no calza con su físico. El cuerpo es proletario, y quién nos dice si en el próximo capítulo el deseo de 007 se orienta hacia “el amor que no se atreve a decir su nombre”. Primer y último elogio: sí, hay una gran secuencia en el film de Sam Mendes. La lucha cuerpo a cuerpo en un rascacielos de Shanghái es extraordinaria (aunque la resolución narrativa de la escena es intrascendente). En otro tiempo, un film de Bond consistía en descubrir avances tecnológicos ingeniosos, verificar (involuntariamente) sweatshops en países exóticos y transitar sin agotamiento alguno un relato liviano y divertido. El inconsciente político del film estaba brutalmente expuesto. No había posibilidad de equivocarse. Síntesis general: es el fin de la era del puro entretenimiento. Hoy entretenerse es entrenarse en los misterios del alma y en la mitología del Yo. Advertencia política: el enemigo vive en las sombras. Bond sabe de ellas y nos defiende, e incluso sufre por nosotros y jamás capitula.