La intersección La película Los dueños se planta en una casona de campo y retrata con lucidez la diferencia de clase y el cruce de los mundos de patrones y servidores. En la ficción, la diferencia de clase suele aparecer en su versión más conocida (por quienes suelen filmar) y calladamente conflictiva: el lugar de los empleados domésticos en el espacio real y simbólico de los dueños de casa. El dúo tucumano compuesto por Agustín Toscano y Ezequiel Radusky parte de esa evidencia y consigue explorar lúcidamente un tema incómodo y desafiante para cualquier cineasta. Los planos iniciales presentan una casa de campo situada en Tucumán. Se supone que es un inmueble demasiado importante como para permanecer abandonado durante la semana, cuando sus propietarios trabajan en la ciudad. Es por eso que en una vivienda discreta situada en el mismo predio viven dos hombres y una mujer que cuidan la casona familiar, aunque el modo de concebir el cuidado significa aquí convertirse momentáneamente en usuarios. Como si se tratara de una picardía juvenil, los tres asumen la asimétrica posición del otro: ven películas en el living, duermen en los dormitorios de los patrones y disfrutan de la pileta de la casa. El riesgo no es menor, y es por eso que tienen ensayado un plan de evasión inmediato, algo que Toscano y Radusky convierten en gag. La vida de los pudientes no es necesariamente feliz. Las dos hermanas de la familia no parecen felices con sus respectivos hombres, y respecto de este tema habrá sorpresas inesperadas. En cierto momento, Pía (Rosario Bléfari) tomará la decisión de mudarse a la casa, y para ese entonces, dados algunos acontecimientos, no todo será lo mismo ni para la familia de propietarios, ni para los cuidadores. En la mirada de los directores la casa resulta un laboratorio social, un microcosmos perfecto para observar cómo dos modos de estar en el mundo se entrecruzan y entran en colisión. La violencia simbólica que contextualiza los vínculos asoma cada tanto, y no solamente por la aparición tardía de un arma de fuego. La seducción y el erotismo pueden ser formas sublimadas de ejercer el poder. Junto con la violencia estructural que determina las relaciones entre los personajes, hay también una incipiente forma perversa de curiosidad. Los planos subjetivos que remiten a la mirada de Pía acechando el goce sexual de sus operarios tienen su correlato en la ansiedad de los sirvientes por tomar prestado y disfrutar de los objetos de la casa. El fin se sostiene de inicio a fin en ese juego de perspectivas, y es allí por donde se revela la distancia que la puesta en escena pone en funcionamiento. El constante desplazamiento del punto de vista se sostiene en la intersección de esos dos mundos. Defección involuntaria respecto de una lectura que se hereda por pertenecer a una clase, clarividencia precoz para filmar la zona de cruce de dos sujetos sociales, los jóvenes directores llegados de Tucumán le hacen una finta a los códigos del costumbrismo y, en vez de rendirle pleitesía al statu quo, como suele pasar con el género, delatan cómicamente el fundamento de su violencia.
Sushi para la familia Para Disney se trata de una especialidad, acaso una tradición que responde a motivaciones que exceden al cine. Desde que Mickey bailó al compás de Stravinski, la pasión por antropomorfizar la vida animal ha sido una marca registrada de la empresa. Los animales pueden hablar y ser conscientes del gesto humano por excelencia: componer relatos y sentirse parte de ellos. La veta documentalista de Disney podría haber adoptado otra vía filosófica y explorar otra poética. El paso de la animación al registro de la vida animal se hace casi sin ningún cambio. En Osos una voz en off explica cada gesto y cada acción de las bestias. Si los osos pardos escucharan el modo como el intérprete describe sus conductas y sus presuntos sentimientos, estos animales hermosos y feroces pensarían que este miembro de la especie humana es un imbécil. La intrusión del orador es sistemática y cuando, milagrosamente, se calla, los acordes melosos de George Fenton suplican por nuestra reacción pavloviana: en esta escena hay que sentir miedo, en esta otra ternura. ¿No se les ocurrió trabajar con el sonido directo de ese ecosistema? Narrar es el oficio del homo sapiens; aquí se cuenta la historia de una familia de osos pardos como si fuera una introducción para niños acerca del valor universal de la institución familiar. ¿Una lección de formación cívica? Dos osos pardos cachorros, Ambar y Scout, salen de su refugio invernal junto con Sky, su madre. Lo que veremos es el aprendizaje de los cachorros, la lucha por la supervivencia y la búsqueda de alimentos. La vida en la Península de Alaska no es fácil. El manjar de los osos es el salmón y, como muestra el filme, no es fácil dar con ellos. Osos crece sustancialmente cuando la familia y otros osos cercanos empiezan a atrapar salmones, primero en el mar, después en el río, cuando los peces toman impulso y se disponen a nadar frenéticamente contra la corriente. Ver saltar a los salmones y la habilidad de los osos para cazarlos justifica la película. Los planos desacelerados son magníficos y se lucen más porque el narrador se calla un rato, aunque esta deidad narrativa no se privará de convertir el salmón crudo en sushi. El deseo de antropomorfizar alcanza su apoteosis cuando se invoca un "santuario oculto" de los osos y se describe a un cuervo como si fuera un guardia-guía de los osos. Pero la vida animal se impone al humanismo berreta de los directores, pues es lo suficientemente inhumana para no ser doblegada enteramente por el capricho narrativo de los hombres. Una pelea de osos, aun cuando se la filme como si fueran luchadores de sumo, desconoce la coreografía, y reluce la distancia inconmensurable entre el mundo silencioso de los animales y la experiencia humana.
Berberian Sound Studio es un filme de terror que trabaja sensiblemente con el sonido para crear su atmósfera inquietante. Ver en el cine es inevitable. Todos aprendemos a mirar porque el sentido de la vista define y predomina en nuestra percepción; el cine reproduce e intensifica la condición óptica de los hombres; además, reconocer el ABC de la gramática cinematográfica no requiere la misma dedicación que entender los postulados básicos de la mecánica cuántica. Escuchar en el cine también es inevitable, pero no todos sabemos escuchar. Berberian Sound Studio, más allá de su trama y homenaje cinéfilo al giallo (un subgénero de cine de terror italiano) funciona como una pedagogía meticulosa sobre la construcción poética del sonido en el cine. El segundo filme de Peter Strickland podría verse con los ojos cerrados. Un ingeniero de sonido inglés llamado Gilderoy viaja a Italia para trabajar en el acabado sonoro de un filme de terror. Ese país extranjero, como la película que Gilderoy viene a sonorizar, permanece en un total fuera de campo. Lo único visible es el estudio Berberian, que se parece a un castillo kafkiano en el que se practica una burocracia ligeramente autoritaria y ostensiblemente patriarcal. La atmósfera ominosa también puede remitir al universo del Conde Drácula. Pasará un buen rato hasta que Santini, el director del filme en cuestión, aparezca en escena. Su semblante es misterioso. No tiene colmillos, pero a juzgar por su acecho permanente a las actrices que ponen la voz en su película, ellas no están lejos de ser víctimas de un monstruo. Que el filme transcurra prácticamente en el estudio de sonido italiano sugiere que el ingeniero Gilderoy no solamente es un extranjero en un mundo lingüístico ajeno sino casi un prisionero. Desde el momento en el que llega, la distancia y la sospecha definen las relaciones entre él y el resto del personal. Frente a cierta discrepancia estética sobre la película en la que trabaja, el productor demanda su profesionalismo; un comentario negativo de Gilderoy sobre el género del filme despierta la ira de Santini: "No es una película de terror. Es una película de autor". Como sucedía en Figner: el fin de la era del silencio (2006), una película poco conocida de Nathalie Alonso Casale, Strickland revive una tradición extinta del trabajo sonoro en el cine. El ingeniero de sonido Gilderoy representa esencialmente al "foley", quien solía encargarse de grabar sonidos en sala para las escenas. Recordemos que el sonido directo es tardío en el cine, pero incluso así ¿cómo grabar el audio de un puñal atravesando la carne? Despedazando un repollo a cuchilladas, por ejemplo. Uno de los placeres inesperados de la película reside en constatar la creación de una realidad sonora a partir de elementos culinarios. El trabajo artesanal sobre el sonido en la era analógica era un formidable ejercicio de sustitución e imaginación. Imperceptiblemente, Berberian Sound Studio se convierte en los últimos 30 minutos en un filme de terror psíquico, más cerca del cine de David Lynch que de los popes del género giallo, como Argento y Fulcio. Más que a brujas y demonios, el enrarecimiento de la trama responde al los fantasmas edípicos que amenazan la estabilidad psíquica del personaje. Cuando sonido e imagen se sincronizan por completo la descomposición psíquica del buen Gilderoy es irreversible. El terror siempre comienza en nuestra mente.
¿Cómo mostrar los placeres de la homosexualidad masculina sin plantear un discurso militante acerca de lo gay como política de la identidad? ¿Cómo filmar escenas de sexo ocasional sin asociarlo con el amor romántico y sin condenarlo como una perversión licenciosa? Los hombres pueden chupar, besar, hablar y acompañarse. El cuerpo puede ser vivido como una superficie absoluta de placer. En un pasaje glorioso en el que dos hombres se masturban gozosamente la amabilidad de la escena y el placer que transmite pueden remitir a esas secuencias hermosas del cine de Jean Renoir donde sus personajes se permiten sentir el placer del mero estar en la naturaleza. Un río, el viento, el pasto, elementos mínimos de un bienestar no mediado por el dinero y, en este caso, ni siquiera por el sexo. ¿Quién ha filmado esta genialidad? Alain Guiraudie. Película insólita y libre como pocas, L’inconnu du lac. Ya desde el plano de apertura estamos frente a un director que entiende la gramática del cine con una seguridad que no contrabandea pretensión alguna. Una panorámica presenta un bosque y una playa al lado de un lago. Ahí funciona una playa nudista para homosexuales. En la playa se toma sol, se habla y se practica natación. En el bosque, fundamentalmente, se coge. Los habitués llegan en autos que estacionan regularmente en un estacionamiento improvisado. Es verano. La luz del sol brilla de un modo peculiar y el viento sopla de una forma específica. Guiraudie pone especial atención en cómo capturar el ecosistema de este cosmos desnudo donde se desarrollará su comedia policial erótica. Las panorámicas de la playa, el bosque, los lagos y los cielos componen de inmediato un mapa visual. Cada día que pasa arranca con un plano general del estacionamiento, y otros planos generales sobre el territorio varían cada tanto. La naturaleza se repite pero también cambia, y lo que se ve se duplica en un trabajo sonoro formidable. Los sonidos se repiten pero también sufren cambios menores. Al ver el desplazamiento de un hombre nadando en el lago, en los primeros minutos del film, ya se percibe un código y una motivación estética: asombrarse frente a la vitalidad del cuerpo, celebrar un vitalismo al alcance de la mano. Primero será vía el deporte, luego el placer por el sexo. L’inconnu du lac / El desconocido del lago, Alain Guiraudie, Francia, 2013 (10) Franck suele ir todos los días. Nada, charla y coge. Los visitantes se conocen, lo que no implica que sepan sus nombres. Lo fugaz como tal colma la existencia: alcanza con estar, respirar, moverse y acabar. Franck conocerá a Henri, un hombre heterosexual de mayor edad que suele ir todas las tardes a contemplar el lago. Esa relación no pasará por el sexo sino por la amistad. Un pronunciamiento magnífico: los hombres pueden amarse de muchas maneras. La construcción de esa amistad es una de las revelaciones del film y el punto de mayor sofisticación afectiva, que en el desenlace policial alcanza el carácter de lo sublime. Los diálogos entre Franck y Henri son de una delicadeza admirable, y el crecimiento del cariño entre los dos es un pequeño milagro que sucede en pantalla. Se trata de exponer una política de la amistad entre hombres, una modalidad del cuidado del otro que no involucra la genitalidad. Lo homosexual pertenece a otra vía, y el propio Franck, siempre predispuesto a coger con extraños, reconoce de inmediato en Henri a un amigo. Franck, por otra parte, se enamorará paulatinamente de un tal Michel, aun sabiendo algo terrible de él: Michel ha matado a uno de sus amantes y Franck lo ha visto. Este hecho, lógicamente, abrirá la vía policial del film, que incluye a un maravilloso personaje tardío, el inspector, figura cómica que viene además a proponer una ética que trasciende las predilecciones sexuales. Y es genial porque su investigación es siempre jurídica, nunca moral. Ninguna escena está de más. Los tiempos son perfectos, las elecciones de luz y la apropiación de la oscuridad ambiente virtuosas, los toques humorísticos excepcionales. El erotismo sin concesiones conjura mágicamente la grosería y el exhibicionismo. La singularidad homosexual está subsumida en lo universal. Guiraudie ha hecho una película extraordinaria sobre la amistad y el amor físico entre hombres. Estamos frente a una película irrepetible, de las que faltan en los festivales y que aparecen cada tanto para renovar nuestra fe en el cine e incluso en los hombres.
Un amor operativo Ella, la nueva película de Spike Jonze, plantea un futuro en el que un joven ensimismado y solitario se enamora de la voz de un sistema operativo, con la que comienza una relación. Si Daniel Dennett, el paladín darwinista del ateísmo, puede postular que la propia selección natural se explica por algoritmos en los que las especies encuentran sus modos de adaptación, ¿quién podría negar en un futuro no tan lejano que un software pudiera responder algorítmicamente y con voz humana a los requerimientos afectivos de un hombre o una mujer de carne y hueso? Ella, la nueva película de Spike Jonze, postula un caso de inteligencia artificial en relación con la desinteligencia emocional de nuestra especie. La novedad es que una máquina no miente, pero puede hacer sufrir. En un tiempo impreciso que podría ser hoy o en una década, Theodore se dedica a escribir (más bien dictar) cartas para otros en una empresa especializada en el tema. Son cartas de amor y amistad. En ese porvenir, los hombres tercerizan la expresión de sus emociones. La soledad de Theodore es perceptible minuto a minuto, un estado de ánimo que Jonze enfatiza en la puesta en escena mediante los espacios amplios pero vacíos de los hogares y un espacio público que parece más una maqueta tridimensional de diseño que una ciudad con una historia comunitaria. Theodore, además, acaba de separarse. Saciar una fantasía por teléfono o tener una cita a ciegas con una amiga de amigos no alcanza para olvidar a su ex esposa. Después de ver una publicidad callejera, Theodore probará un nuevo software interactivo, algo así como un otro virtual con voz y oídos, una entidad cibernética dispuesta a escuchar y responder, no menos invisible que el analista que escucha y habla detrás de un paciente acostado en un diván. "¿Cómo es la relación con su madre?", pregunta la aplicación antes de instalarse en la computadora. Samantha adquiere existencia y muy rápidamente su invisibilidad no será un problema para Theodore. Una voz inteligente es suficiente para poner en marcha el espacio de las fantasías y sentir una verdadera compañía. Los viejos humanistas dirán que se trata de una película fría y artificial, pero justamente de eso se trata. El espíritu humano brilla por su ausencia, o en todo caso el alma humana no está muy lejos de ser entendida como un software localizado azarosamente en la propia carne. ¿Se puede amar a un programa? Tal vez sí. Lo que resultará insoportable es no ser exclusivo para el deseo o el amor de otro: un viejo software de la especie. Como muchas películas del futuro, el procedimiento es poner una lupa conceptual sobre alguna práctica del presente para extender sus consecuencias. Jonze insiste en una figura de nuestro tiempo: los transeúntes hablan solos mientras interactúan con entes reales o virtuales a través de micrófonos y audífonos de una unidad inteligente de comunicación. ¿Quién es el otro? En la era digital, la naturaleza humana se revela tan maleable como los granos transgénicos.
El espía de las letras A veces ciertas películas francesas producen un inexplicable entusiasmo. Un poco de literatura, la cuota infaltable de vilipendio de las costumbres y un mohín de estilo vía algún plano elegante: el amante del cine arte reconoce la presunta calidad de la película. François Ozon tiene chapa: se ha metido con Fassbinder, revisitó recientemente de forma indirecta al Buñuel francés y aquí parece canalizar el fantasma de Claude Chabrol y no tanto de Hitchcock, como se ha dicho, a pesar de que el plano final invita a pensar que En la casa es un remedo secreto de La ventana indiscreta. ¿Es mala la penúltima película de Ozon? No, de ningún modo, pero tampoco es la séptima maravilla. Es toda una evidencia que ganara en San Sebastián, un festival Clase A reconocido por la invariable mediocridad de su competencia oficial. El tema de fondo es un tópico del cine galo: el desprecio de clase. El argumento: un joven que vive con su padre lisiado es posiblemente el único estudiante con talento literario en un liceo parisino. Su profesor de literatura viene de leer a Schopenhauer en las vacaciones, y ningún signo a su alrededor indica que este nuevo ciclo lectivo encontrará algún motivo para entusiasmarse con su profesión. Con tres planos Ozon sintetiza el hastío del profesor. Lógicamente, será ese joven quien capturará la atención del docente, hasta convertirse en su obsesión. El maestro es Germaine; el discípulo, Claude. ¿De qué escribe el discípulo? Sus deberes de clase son capítulos de una novela. La imaginación no alcanza para hacer literatura, al menos no para Claude, cuya fuente de inspiración es la vida familiar y normal de un compañero de curso. El voyeurismo se duplica: lo que Claude ve y describe en sus propios términos mientras desarrolla un estilo es la película en sí. Ve y escribe, el maestro lee y comenta con su esposa (que dirige una galería de arte contemporáneo); después llegan las sugerencias. ¿Qué se puede esperar? Sufrimiento y seducción, y la infaltable vuelta de tuerca. No está mal En la casa, pero tampoco está tan bien. Es fácil filmar (y escribir) desde el desprecio. La clase media sin mucha cultura es grasa, según Ozon, y los cultos son una tribu no menos ridícula y exasperante: no tienen el talento de quienes admiran, y legitiman cualquier objeto banal resignificándolo como obra de arte; para eso está la subtrama del posible despido de la mujer del profesor de la galería de arte: la sensibilidad burguesa apesta. Hay algo de Woody Allen en Ozon, y de ahí la cita explícita en un pasaje del filme. La disección del imaginario de clase requiere una lucidez que incluya al observador. Aquí, Ozon, como Allen, está por encima de todos sus personajes. Es un demiurgo convencido de su superioridad que se ríe de la debilidad de sus criaturas, pero que es incapaz de percatarse de su ostensible ampulosidad para enunciar su desprecio. El hechizo de estos cineastas consiste en hacerle creer al público que los personajes no son sus congéneres, una forma aviesa y sutil de demagogia.
En una de las escenas iniciales de El club de los desahuciados hay una especie de chiste cinéfilo que en realidad sintetiza el espacio simbólico del filme. Unos cowboys modernos están apostando para la próxima ronda de rodeos, entre ellos Ron Woodroof, el personaje principal de esta historia verídica. Es 1985, cuando el SIDA deja de ser una enfermedad desconocida: la muerte de Rock Hudson es el primer caso emblemático y el símbolo de una democratización del síndrome. El chiste pasa por cómo los personajes, a propósito de una película de Hitchcock, confunden a Hudson con Cary Grant, otro actor del que siempre se sospechó sobre su orientación sexual. La historia de Woodroof es tan estadounidense como la música country. A un cowboy homofóbico, electricista de oficio y promiscuo en sus horas libres, de un día para el otro se le diagnostica SIDA. Su reacción, lógicamente, es de rechazo y desprecio, que inmediatamente serán adoptados por sus compañeros de trabajo. En ese imaginario y en ese tiempo, el virus era cosa de invertidos. Tras comprender que sí podía ser portador de HIV, Woodroof, después de que los médicos le den 30 días de vida y consideren que no califica para ser tratado con las drogas disponibles, se las ingenia para ingerir clandestinamente AZL. El pasaje en el que se le ocurre cómo conseguir el medicamento es bastante ingenioso: Ron parece estar rezando en un santuario, pero cuando el plano se abre un poco vemos que no es precisamente una iglesia el lugar donde está, un ejemplo discreto de que detrás de cámara hay un director concibiendo la puesta. Woodroof terminará inventando el famoso club del título, donde los desahuciados, más bien los enfermos invisibles para el sistema médico estadounidense, irán en búsqueda de otras drogas, no aprobadas por la FDA pero eficientes y económicamente accesibles. Pero la película es un poco más que una impugnación al sistema sanitario y a las redes de poder que se ponen en juego. Lo más valioso del filme del canadiense Jean-Marc Vallée, que elige un tono circunspecto para narrar y jamás subraya desde la puesta en escena en los momentos decisivos (véase la total ausencia de música para acompañar las escenas más dramáticas), pasa por un encuentro: el del propio Woodroof con un travesti. En ese vínculo se cifra una utopía menor, acaso también una aventura de la conciencia: el contexto vence al homofóbico y en él florece un hombre sensible. Eso se ve, no se dice. Si esto es posible y creíble es exclusivamente gracias a los dos actores principales: Matthew McConaughey y Jared Leto. Y el mérito no está en que hayan bajado veinte kilos o más. La elegancia y precisión de sus composiciones reside en la sobriedad expresiva, en una economía gestual y corporal: el personaje es más importante que su intérprete. Son ellos quienes refrendan la conocida fantasía liberal según la cual el individuo resiste al sistema.
Nebraska, el nuevo filme de Alexander Payne, se aleja de los estándares del cine hollywoodense y compone el retrato de la masa silenciosa que habita Estados Unidos, y su pobreza espiritual. En un período signado por el exceso y la velocidad, ver una película de Hollywood sin cocaína, mujeres desnudas, millonarios inescrupulosos y psicópatas es una anomalía. La regla pide profusión de efectos visuales y exhibicionismo psicológico: realidad anabólica en 3D y personajes narcisistas. Nebraska debería ser leída como la intrusión en pantalla del gran fuera de campo del cine mainstream estadounidense. Aquí se ve y es protagonista la masa silenciosa que habita Estados Unidos. La pobreza espiritual es espantosa, y el estándar económico de un vasto número de pobladores no alcanza para paliar la escasez simbólica que los determina. Todos los personajes de Nebraska festejan el presunto millón de dólares que un mecánico retirado y ex combatiente de la Guerra de Corea cree haber ganado en un concurso de una revista. Los juegos de azar y los concursos constituyen una metáfora primitiva de un sistema económico que se regula mágicamente por una mano invisible. Alexander Payne circunscribe su relato a una obsesión. Woody Grant (extraordinario trabajo de Bruce Dern) tiene dos hijos, vive con su esposa (June Squibb, notable), de carácter fuerte, en Billings, y transita su insignificante jubilación con indicios de un peligro en ciernes: el Alzheimer. Los tres planos iniciales funcionan como un riff que se repite y define a Nebraska: Woody camina en la banquina de la ruta rumbo a Lincoln, hasta que alguien lo rescata. Según él, tiene que cobrar un premio millonario cuyo vencimiento apremia. Las panorámicas de la ruta y pueblos aledaños funcionan como un protagonista secundario. Vastedad sin misterio desprovista de horizonte, aquí no hay ningún lugar adonde ir para cambiar de vida. Uno de sus hijos accede a llevarlo a cobrar el premio. En algún momento, a mitad de camino, visitarán a unos familiares en Hawthorne, donde Woody nació y creció; más tarde se sumarán al periplo su otro hijo y la mujer de Woody. El encuentro familiar, por cierto, implicará también visitar viejos conocidos. El rumor de que Woody es millonario se convertirá en noticia, y un pequeño pueblo vivirá el devenir millonario de Woody como un triunfo colectivo. Payne sugiere y no subraya. Una sola línea alcanza para entender por qué estos personajes gastan su tiempo frente al televisor, en el karaoke o tomando cerveza como una práctica deportiva: "Esta economía ha destruido a Hawthorne", dice uno de los personajes. También puede ser suficiente una lectura irónica de un monumento nacional: en el viaje, padre e hijo se desviarán para ver el Monte Rushmore. La interpretación de Woody sobre el monumento es más que relevante, acaso un inesperado espejo de su propia vida. La austeridad sentimental elegida por Payne no proscribe algunos instantes de legítima ternura. Si el final es un poco forzado, ver al hijo escondido en una camioneta para que su padre maneje por las calles de su viejo pueblo compensa la resolución del filme. Un solo gesto en el momento preciso sintetiza el invisible lenguaje de los sentimientos.
Sadismo ilustrado La película 12 años de esclavitud está basada en el libro homónimo en el que el propio Solomon Northup reconstruye sus dolorosas memorias entre 1841 y 1853, una obra literaria de un valor histórico inobjetable. La lucha por la libertad nunca es abstracta. Establecido en Nueva York, durante un viaje de trabajo a Washington Solomon (Chiwetel Ejiofor) es engañado por unos traficantes de esclavos. De un momento a otro, lo que también implica un desplazamiento del norte al sur de Estados Unidos, su vida feliz junto a su familia en Saratoga Springs será sustituida por la miserable experiencia de convertirse en un esclavo. Después de un largo tiempo, Solomon conseguirá recobrar su libertad y librarse de su último dueño, Edwin Epps (Michael Fassbender), un demente capaz de combinar lecturas del Evangelio con castigos corporales diversos. Eso es todo. No es poco, pero el tema es cómo. No es la primera vez que Steve McQueen retrata una cuestión de extrema violencia en un contexto político. Hunger, su ópera prima, reconstruía la huelga de hambre del mítico líder irlandés Bobby Sands en una prisión británica. Las dos películas tienen una peculiar forma de filmar el padecimiento físico. Fassbender era entonces el protagonista (y la víctima), aquel que vivía en su propio cuerpo la represión de un gobierno. Aquí sintetiza el goce del poder. Gozará castigando a una de las esclavas que viola y gozará también cuando le pida a Solomon que se encargue de darle con el látigo hasta que la carne y el hueso de su sierva preferencial sean uno. Ese segmento es la culminación de una pedagogía para que el espectador sienta repugnancia. Ejercicio de empatía extrema sin mediación de la palabra. Es esto lo que le hacían a los esclavos. ¿Es suficiente? No es novedosa esta forma de ilustrar el sadismo (piénsese en La pasión de Cristo, que privilegiaba mostrar puntillosamente los suplicios de una divinidad). Pero en este modelo estético de impugnación las condiciones históricas y políticas de la esclavitud enmudecen. Todo remite a la maldad esencial de los hombres y no se examina qué tipo de organización social legitima una práctica. La sustitución de un realismo crítico por un realismo sádico termina envileciendo a los personajes como si cada amo fuera por naturaleza un depravado. De allí la unidimensionalidad de todos los personajes. O son buenos o son malos, pues en realidad son figuras conceptuales de un universo reduccionista. Es por eso que cuando en un plano en contrapicado vemos a una esclava cantar un spiritual junto a sus iguales, la película respira como nunca. La paliza se ha detenido un rato para todos.
El plano secuencia inicial es una invitación, un gesto de bienvenida y la apertura a un mundo desconocido. Un trabajador de una tabacalera lleva la cosecha en la espalda mientras atraviesa la zona cultivada. Si bien Deshora no le dará la espalda a quienes trabajan la tierra, la vida de los dueños (y quizás también la propia película) merece ser examinada por contraste. Las penurias de los patrones y sus dilemas personales son inconmensurables con la vida de los trabajadores. Quien llega fuera de tiempo a la vida de Ernesto (un abogado devenido en tabacalero), casado con Elena (que lo acompaña en las tareas de la hacienda), es Joaquín, primo de Elena, que viene de Colombia tras una internación por drogas duras. Se supone que una estadía en este universo natural es ideal para su recuperación; tal vez lo sea, pero su presencia funcionará como un elemento disruptivo de la economía libidinal de la pareja. Juventud y sensualidad: la potencia de esa presencia extraña desestabilizará el matrimonio presuntamente consolidado. Como el relato transcurre en Salta y la directora Bárbara Sarasola-Day es salteña, se podrá pensar que estamos en un mundo cinematográfico conocido, el de Lucrecia Martel. Poco tienen que ver: no es la decadencia de clase y el lenguaje de la cotidianidad como su síntoma lo que le interesa a Sarasola-Day; tampoco la interacción de clases funciona como una zona de intercambio tenso de deseo y repulsión. En Deshora los empleados permanecen casi en fuera de campo, a lo sumo serán testigos ocasionales. La conversación es escasa, aunque ciertas líneas son precisas y dichas con el tiempo justo (Luis Ziembrowski y María Ucedo están perfectos). Lo que parece interesar especialmente a Sarasola-Day es la aparición del deseo, que se enuncia siempre a través de la mirada. Ser mirado es ser deseado. La puesta en escena insiste una y otra vez en el acto de ver y de espiar; de ahí la recurrencia de los planos subjetivos. Y el deseo (sexual), además, es siempre violento, más aún cuando el deseo se triangula y debilita la lealtad entre los esposos. El solipsismo de clase y una cierta tendencia a la abstracción le juegan en contra a Deshora. Su elegancia cinematográfica y su legítima inquietud por las pasiones carecen de un contexto, necesario para no ceder a la tentación de convertir a sus criaturas en ratas de un laboratorio aislado del mundo. El resto es perfecto.