Los dueños

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

La intersección

La película Los dueños se planta en una casona de campo y retrata con lucidez la diferencia de clase y el cruce de los mundos de patrones y servidores.

En la ficción, la diferencia de clase suele aparecer en su versión más conocida (por quienes suelen filmar) y calladamente conflictiva: el lugar de los empleados domésticos en el espacio real y simbólico de los dueños de casa. El dúo tucumano compuesto por Agustín Toscano y Ezequiel Radusky parte de esa evidencia y consigue explorar lúcidamente un tema incómodo y desafiante para cualquier cineasta.

Los planos iniciales presentan una casa de campo situada en Tucumán. Se supone que es un inmueble demasiado importante como para permanecer abandonado durante la semana, cuando sus propietarios trabajan en la ciudad. Es por eso que en una vivienda discreta situada en el mismo predio viven dos hombres y una mujer que cuidan la casona familiar, aunque el modo de concebir el cuidado significa aquí convertirse momentáneamente en usuarios. Como si se tratara de una picardía juvenil, los tres asumen la asimétrica posición del otro: ven películas en el living, duermen en los dormitorios de los patrones y disfrutan de la pileta de la casa. El riesgo no es menor, y es por eso que tienen ensayado un plan de evasión inmediato, algo que Toscano y Radusky convierten en gag.

La vida de los pudientes no es necesariamente feliz. Las dos hermanas de la familia no parecen felices con sus respectivos hombres, y respecto de este tema habrá sorpresas inesperadas. En cierto momento, Pía (Rosario Bléfari) tomará la decisión de mudarse a la casa, y para ese entonces, dados algunos acontecimientos, no todo será lo mismo ni para la familia de propietarios, ni para los cuidadores.

En la mirada de los directores la casa resulta un laboratorio social, un microcosmos perfecto para observar cómo dos modos de estar en el mundo se entrecruzan y entran en colisión. La violencia simbólica que contextualiza los vínculos asoma cada tanto, y no solamente por la aparición tardía de un arma de fuego. La seducción y el erotismo pueden ser formas sublimadas de ejercer el poder.

Junto con la violencia estructural que determina las relaciones entre los personajes, hay también una incipiente forma perversa de curiosidad. Los planos subjetivos que remiten a la mirada de Pía acechando el goce sexual de sus operarios tienen su correlato en la ansiedad de los sirvientes por tomar prestado y disfrutar de los objetos de la casa. El fin se sostiene de inicio a fin en ese juego de perspectivas, y es allí por donde se revela la distancia que la puesta en escena pone en funcionamiento. El constante desplazamiento del punto de vista se sostiene en la intersección de esos dos mundos.

Defección involuntaria respecto de una lectura que se hereda por pertenecer a una clase, clarividencia precoz para filmar la zona de cruce de dos sujetos sociales, los jóvenes directores llegados de Tucumán le hacen una finta a los códigos del costumbrismo y, en vez de rendirle pleitesía al statu quo, como suele pasar con el género, delatan cómicamente el fundamento de su violencia.