Esto no es una película es una de las grandes películas del año, y quizás la primera obra maestra con varios pasajes rodados con un teléfono celular. Precisamente allí esta la gracia y el misterio del film de Panahi, pues esta home-movie, cuyo título niega su entidad cinematográfica, es un ejemplo de puesta en escena. Como es sabido, Panahi no podrá filmar por veinte años, quizás treinta. En el film todavía desconocía que le darían seis años de cárcel. El plano inicial consiste en la preparación de un desayuno. Sonará el teléfono un par de veces. Su mujer y su hija no están en casa. Aparentemente, alimentar a la mascota de su hija es un tópico central. Primero se la nombra, después se la verá, y en toda la película la mascota tendrá una función humorística. Como si fuera una tortuga punk salida de una alucinación psicodélica, Igi, la iguana de la casa, es una presencia cómica, la invención de una figura reptil de un gag fabuloso. Dado que la prohibición consiste en filmar, Panahi decide que se lo filme contando una posible película suya. Relatar un guión, después de todo, no forma parte de la interdicción escrita. Panahi materializa un topos imaginario y transfigura el living de su casa en una locación. Una cinta demarcará la habitación. Una silla funcionará como la ventana. Los objetos en este juego imaginario se transforman en mobiliario, su relato en imágenes en movimiento. Cada vez que Panahi cuenta su película se devela la pasión del cineasta, su sed por filmar, su urgencia por hacer cine. Rodada como si fuera un día completo en la vida del director (en verdad fueron cuatro días de rodaje), la cotidianidad de Panahi es un evento cinematográfico. Un viaje en ascensor, penúltima secuencia del film, puede transformarse en una comedia de situaciones, y resulta, además, una lección magistral de uso del fuera de campo. Y llegará el final: una reja, el fuego en las calles, las explosiones de una festividad popular y la espera infinita que jamás cesa. Los títulos dicen “un esfuerzo de” en vez de “dirigida por”. Los nombres de los actores y los agradecimientos serán imaginarios, aunque el film está dedicado a todos los cineastas iraníes.
¿Qué tienen en común Sylvester Stallone y Robert De Niro? Si no fuera porque están juntos en esta comedia de Peter Segal, la pregunta parecería inadecuada, casi una provocación. Supuestamente, el primero es un tronco inexpresivo, una pieza anabólica de gimnasio cuyas recientes operaciones faciales terminaron de impedirle cualquier gestualidad sugerente. El segundo es para muchos uno de los grandes actores de todos los tiempos, capaz de expresar todas las emociones con cada centímetro de su cara. Una vía para examinar Ajuste de cuentas es justamente pensar la confrontación oblicua de dos métodos de interpretación. No sólo se enfrentan Rocky Balboa y Jake LaMotta (el boxeador interpretado por De Niro en Toro salvaje de Scorsese), sino también los propios actores y las escuelas interpretativas que representan y que nada tienen en común. Cuando se preparan para la pelea final, tras 30 años de espera, los métodos de entrenamiento son signos que van más allá del deporte: Stallone apela al esfuerzo; De Niro cuenta con todos los medios. Intuición y fuerza contra conocimiento y estudio. ¿Quién gana ese duelo secreto? La historia es sencilla: Henry "Razor" Sharp (Stallone) solamente ha perdido una pelea, con Billy "The Kid" McDonnen (De Niro), y viceversa. Están empatados. La gran revancha no tuvo lugar cuando eran jóvenes por un asunto de alcoba. La aparición de la bellísima Kim Basinger explicará la situación, y más aún cuando el entrenador de Billy termine siendo su hijo, a quien acaba de conocer. Alan Arkin encarna al viejo entrenador de Sharp, casi canalizando a Burgess Meredith en su papel de entrenador de Rocky. Si bien el filme es una suma de lugares comunes, hay cierta nobleza (baladí) y algún que otro gag que lo salvan de la total insignificancia. Segal y compañía están empecinados en emocionar y divertir, pero aún así se vislumbra parcialmente la actual precariedad laboral estadounidense. Si bien la puesta en escena es mecánica, cada tanto hay algún atisbo de elegancia, como un plano al comienzo en el que se ve a Stallone meditabundo en una confitería. El personaje de Arkin en un momento se define como un dinosaurio. Stallone, De Niro, el propio Arkin son viejos dinosaurios de la industria. Con el paso de los años, cierta dignidad resplandece. La resolución de la pelea es un modo tosco de trascender el éxito, pero el golpe final viene en los créditos. Es un gag magnífico y es ahí donde reside la fuerza moral de la película.
Las películas de David O. Russell son muy distintas entre sí, pero siempre ostentan cierta sensibilidad histórica y social en el modo de construir un mundo de ficción y de mostrar cómo ese mundo afecta la estabilidad psíquica de sus criaturas. Quienes recuerden la genial comedia filosófica I Love Huckabees, la parodia antimilitarista en Tres Reyes, la simpática El lado oscuro de la vida y El ganador (su mejor película hasta ahora) podrán constatar la amabilidad de Russell para con todos sus personajes y su peculiar atención de situarlos en un contexto específico. Escándalo americano no es una excepción. Basada ligeramente en un caso real conocido como “Abscam”, que llevó a varios funcionarios del Congreso y a un intendente a la cárcel, la película de Russell reconstruye parte del escándalo. Arranca el 28 de abril de 1978, en el lujoso Plaza Hotel de Nueva York. Irving Rosenfeld (C. Bale) se prepara para otro momento de “ficción”. Están a punto de filmar secretamente un acto de corrupción entre la mafia y algunos funcionarios públicos. La idea de ficción es la noción clave y operativa del relato, y no será la última vez que los personajes estén interpretando algo que no son. Escándalo americano combina mediante varias digresiones y flashbacks un acto de corrupción y otro de delación con los vaivenes de un triángulo amoroso. Irving está casado y ha adoptado un hijo. No es una relación feliz, pero Rosalyn (J. Lawrence), su esposa, prefiere sostener la ficción de un matrimonio a divorciarse y cuando puede amenaza a su esposo con delatar sus negocios ilegales. Irving, más allá de ser dueño de una lavandería, es un prestamista de dinero (que no tiene) y vende pinturas falsas como si fueran originales. Algo sucederá cuando conozca a Sidney (extraordinario trabajo de A. Adams), de Nuevo México pero que finge ser una aristócrata de Londres. Sidney e Irwing vivirán un romance y se convertirán en socios. Pero no será fácil cuando DiMaso, un agente del FBI, los obligue a colaborar en un operativo contra un intendente en el que están involucrados desde un mejicano que se hace pasar por un jeque árabe hasta un mafioso de primera línea. Escándalo americano pinta una sociedad obsesionada por el dinero. Sobrevivir implica aquí participar de una ficción colectiva. Todos mienten para vivir. Aun así, a veces los actos de nobleza se entrometen en la perversión cotidiana. Russell, un director noble, es parte de ese mismo problema. Su ficción sobre la gran ficción no siempre alcanza a conjurar las trampas del sistema. Él no miente, pero no es suficiente.
Los mafiosos perfectos Si se trata de mafia y de grandes negocios, la delación es una conducta reiterada; es la lógica de todo sistema cuya deidad visible es el dinero. La tribuna cinéfila dice que Scorsese, en El lobo de Wall Street, un filme sobre la delación, volvió con todo. En una escena de Familia peligrosa, una comedia (violenta más que negra) de mafiosos, Robert De Niro, un delator que vive escapando con su familia, tiene que dar una conferencia sobre Buenos muchachos, otro filme de Scorsese, protagonizado, entre otros, por De Niro. Es más que una coincidencia. El mafioso Blake, su mujer (la bellísima Michel Pfeiffer), sus dos hijos y el perro van de un país a otro. Están en un programa de protección al testigo y un policía (Tommy Lee Jones) tiene que asegurar su seguridad. Desde una prisión en Estados Unidos, un mafioso dirige: la traición se paga con sangre. Los Blake, en esta ocasión, se esconden en Normandía. Besson explota cómicamente las diferencias culturales entre franceses y estadounidenses: pretenciosos, cultos e inútiles los primeros, ignorantes, hábiles y pragmáticos los segundos. Los hijos de Blake van al secundario, y allí también aprenderán, primero a los golpes y después golpeando, la singularidad de pertenecer al país de la hamburguesas. Por su parte, la patrona de la casa, además de ocuparse de la vida doméstica y arrojar alguna que otra bomba en un supermercado, va a la iglesia. A su vez, Blake ha descubierto su talento para la escritura; escribir sus memorias es un acto de conocimiento. El asesinato puede ser un estilo de vida, pero los Blake son una familia, el valor supremo de nuestra sociedad. El maridaje entre lo cómico y lo violento nunca funciona. Demasiado sadismo para ilustrar los dones de Blake, demasiada previsibilidad para que los gags sean efectivos. Cinematográficamente, lo mejor pasa por el viaje de un papel de diario que llegará de Normandía a Nueva York y que le dará un giro al relato. Besson ostenta algún gesto de estilo en varios falsos raccords ampulosos: el sonido de un disparo se confunde con el golpe de una tecla de una máquina de escribir o un tiro con la explosión de una llanta. Y también se pretende cinéfilo al citar con un póster a Tati y con un filme que no se verá a Minnelli. La fascinación por la mafia y el goce obsceno de su felicidad liberada de las constricciones de la ley alcanza en este nuevo filme de Luc Besson (Un asesino perfecto, El quinto elemento) su expresión humanista. Después de todo, el mundo les pertenece.
Samuráis de la globalización 47 Ronin tiene a Keanu Reeves como protagonista, aunque las verdaderas estrellas son los actores japoneses del filme. La película retoma una historia mítica desde un punto de vista kitsch. Empecemos por los discretos y escasos aciertos de este producto sólo concebible en nuestro tiempo: la presunta inexpresividad y parsimonia de Keanu Reeves (es el personaje más circunspecto, incluso cuando le toca la escena más cursi y ridícula de la película). Si bien es él la figura conocida, las verdaderas estrellas son japonesas, como corresponde, pero hablan en inglés. El debutante director Carl Rinsch no es Clint Eastwood, aunque pudo contar con un seleccionado de estrellas del cine nipón: están los grandiosos Hiroyuki Sanada y Tadanobu Asano, o el bueno y el malo, en los parámetros interpretativos del filme. ¿Hay algo más? Los atuendos, el sonido de las katanas, la arquitectura imperial. La historia es casi mítica y tuvo lugar en el año 1701, en el vigente orden feudal del período Edo. 47 samuráis leales a su amo, convertidos en ronin por la injusta muerte de su líder, deciden vengarlo y hacer justicia en su nombre. Una vez logrado el objetivo, se entregaron al shogun, que les concedió el derecho de quitarse la vida con honor. El tema de fondo aludía a la corrupción reinante, y la persistencia en el tiempo de esta historia responde a que la actitud de desobediencia de los ronin fue siempre leída como una defensa de la lealtad y la justicia. Las connotaciones políticas y morales brillan por su ausencia en el filme de Rinsch. Todo se reduce a una trampa que orquesta Kira, un samurái muy ambicioso, contra el clan samurái de Asano. Ayudado por una bruja, capaz de volar, devenir dragón o lobo, logrará que Asano ofenda y deshonre al shogun, que lo condena a muerte. Además, se decreta que la hija de Asano, Mika, podrá hacer duelo por su padre durante un año y luego tendrá que contraer matrimonio con Kira. Y es aquí donde el filme introduce su lado fantástico y romántico: Mika está enamorada de un mestizo llamado Kai, que fue criado por unas entidades demoníacas del bosque y luego adoptado por Asano. Si 47 Ronin hubiera sido una aventura de animación acerca de unos héroes de una cultura milenaria, en la línea de Mulan, tal vez habría funcionado. Pero el kitsch metafísico y fantástico, los efectos especiales desprovistos de una idea de cine precisa y una banalización de la historia que lo inspira hunden al filme en la insignificancia absoluta. 47 Ronin es tan sólo un remedo de una película japonesa. Se puede ver el filme homónimo de Mizoguchi: no está Keanu Reeves, pero Japón vibra en sus fotogramas.
El grado cero del terror El terror en el cine necesita sorpresa y efectividad. Codificado hasta el hartazgo, el género no es inmune a una deflación casi inevitable. Ciertos filmes consiguen evitar la caída en la insignificancia, pero son pocos. La mayoría, como sucede con esta sospechosa versión latina (hablada en inglés) de Actividad paranormal, tiene asignado un lugar efímero en la cartelera. Después les corresponde el olvido, en este caso muy merecido. Actividad paranormal: los marcados es descendiente, como tantas otras, de El proyecto Blair Witch, filme pionero en cruzar las cámaras digitales hogareñas con el terror. La obsesión por filmar la cotidianidad de uno de los personajes define su puesta en escena. Ya no se trata solamente de capturar la vida nocturna y verificar la presencia de una entidad paranormal como en las anteriores: aquí la compulsión del registro busca sortear el secreto terror de transitar una vida sin sobresaltos. Como si estuvieran en un reality, Jesse y Carlos filman todo: una graduación, la vida sexual propia y ajena, una escena familiar cualquiera, proezas físicas, incluso una pelea callejera en la que están involucrados. También han filmado a Anna, una vecina de la que todos sospechan que es bruja. Habrá primero una muerte, luego un sospechoso. Jesse y Carlos no dejarán de filmar nunca, incluso cuando sus propias vidas estén en peligro, pero el artificio del registro no se sostiene y un conjunto de signos recargados intenta explicar qué es y qué significa lo que estamos viendo. Después de unos treinta minutos consistentes, la lógica de la película casera se confunde con ciertos elementos fantásticos. El terror se nombra y se fundamenta: paganismo precolombino, aquelarres, posesiones, rituales, fin de cierto espíritu lúdico y experimental que es sustituido por una voluntad de atemorizar en nombre del inframundo. El descubrimiento de ciertos poderes de Jesse y unas sesiones de espiritismo donde un viejo Simon reemplaza a la tradicional copa son aciertos menores de un filme que en su apuesta final banaliza el horror al explicar y mostrar todo. Grado cero del terror: abandonar el fuera de campo que lo sostiene. Si Actividad paranormal: los marcados hubiera elegido ser una parodia no explícita de la franquicia, tal vez habría sido genial. Cierta frescura inicial y el acierto de no musicalizar nunca sus imágenes no la redime de su naturaleza oportunista. El negocio del terror avanza y el género fagocita sus escasas innovaciones.
La película empieza en un universo simbólico ya transitado por Abdellatif Kechiche. La primera escena relevante tiene lugar en un colegio público durante una clase de literatura. La predilección por Pierre de Marivaux ya estaba presente en Juegos de amor esquivo. Aquí, los alumnos discuten ciertos pasajes de La vida de Mariana. El profesor interroga a sus alumnos: ¿existe alguna lógica secreta por detrás del amor a primera vista? Tal vez la inquietud de saber si se trata de azar o predestinación carezca de importancia vital, pero el filme juega una carta mayor con la que insiste en algo distinto: el lugar de cada sujeto en una sociedad específica y cómo los sujetos, si es que pueden, son capaces de saltar las restricciones de su origen social. Adèle proviene de la clase trabajadora y vive en las afueras de París. Estudiar no es solamente una obligación y una condición necesaria para el ingreso al mercado laboral; estudiar es también estudiarse. Su deseo es convertirse en maestra de jardín de infantes. Le gusta trabajar con niños y también le apasiona la literatura. Otra cosa que aprenderá mientras estudia es que no le gustan los chicos sino las chicas, y en parte La vida de Adèle consiste en observar el descubrimiento de su protagonista de que su deseo no corresponde al estándar de erotismo de su sociedad. La salida del clóset, por otra parte, no es equivalente para todas las clases sociales, una lectura que Kechiche, más que insinuar, subraya. Después de intentar una relación con un chico, Adèle conocerá a Emma, artista plástica, un poco más grande que ella. La identidad lésbica ya asumida de su primer amor es un rasgo entre otros; más importante es la pertenencia de clase. Ver los estadios de un romance pocas veces resulta tan conmovedor: la seducción, la pasión y la disolución no son conceptos que se enuncian sino que adquieren existencia en imágenes. Las escenas lésbicas son puro erotismo, pero poco tienen que ver con el porno y el voyerismo: el derecho al placer corporal y la satisfacción de estar con otro que se ama trasciende aquí la elección sexual de los personajes. Es una afirmación de la vida. La cámara de Kechiche se mantiene frontal y siempre cerca de Adèle, como si de ese modo su energía vital se introyectara al lente. Los planos cerrados instituyen una experiencia de intimidad. Es un método de aislamiento por el cual experimentamos en ella el mundo que la rodea. Al comienzo Emma cita a Sartre: "La existencia precede a la esencia". La cita es pertinente para afirmar la plasticidad de la naturaleza (y sexualidad) humana. En sus decisiones los hombres y las mujeres asumen quiénes son. El filme agrega algo más. La naturaleza humana también se define por la pertenencia de clase, diferencia que incluso puede interceptar la evidencia del amor físico y el placer que se siente al lado de un extraño.
Canibalismo soft Hasta hace unas décadas el canibalismo parecía ser un tema destinado a los antropólogos. La famosa invención hollywoodense de un personaje como Hannibal Lecter, caníbal elevado a caballero inglés supuestamente dotado de una inteligencia suprema, popularizó el interés por el tema. De ahí en adelante, cada tanto, se ve algún filme que retoma esta perversión casi universalmente interdicta. Ritual sangriento es una película caníbal no sólo por su tema, sino porque se trata de una ligera canibalización de Somos lo que hay, del mejicano Jorge Michel Grau, que, al igual que el filme de Jim Mickle en 2012, alcanzó su reconocimiento mundial en la Quincena de los Realizadores en Cannes 2010. En esta versión estadounidense hay cambios significativos: la familia de caníbales no vive en una gran ciudad sino en una cabaña en un bosque. No es el padre el que muere al principio del relato sino la madre. Y la gran diferencia es que Ritual sangriento no pretende funcionar, algo que sí pasaba con la mejicana, como una alegoría de la descomposición moral de la sociedad y el fin del contrato social. A Mickle parecen interesarle solamente la dinámica familiar y la metáfora religiosa. Todo empieza con la muerte de la madre en la vía pública. La autopsia traerá sorpresas y una sospecha. Un investigador, cuya hija fue secuestrada y permanece desaparecida, no tardará mucho en asociar datos y formar una hipótesis. Tal vez los tres huérfanos y el reciente viudo no son solamente víctimas. A medida que avanza la investigación, y crece la tensión, la familia debe alimentarse y cumplir con un rito antiguo denominado "El día del cordero". Dios lo exige, el padre lo recuerda y lo ordena, los hijos acatan. Ver a la familia reunida en la mesa a punto de disfrutar un guiso de homo sapiens no es justamente una postal navideña, pero el carácter sagrado de la cena es escalofriante. La fuerza del filme reside en la circunspección de los personajes, el registro de sus vínculos y la contención precisa para desatar la violencia prometida en estadios sucesivos y en parte impredecibles. El clímax seco y sangriento del desenlace justifica la existencia de la película y habilita una lectura tanto psicoanalítica como teológica. Terror minimalista y atípico: basta observar las decisiones de luz y el trabajo de cámara para entender que este filme no pertenece al baño de sangre ortodoxo que exigen los imperativos de la industria. Su virtud es justamente su problema: ¿quién es el espectador de un filme de terror sin excesos?
La primera película de la trilogía sobre el “paraíso” surgida del imaginario de un director como Ulrich Seidl, un exponente contemporáneo del cine de la crueldad, es un logrado retrato de la supremacía blanca en materia de explotación (y economía libidinal global). Seidl cuenta la historia de Teresa, una austríaca de unos 50 años que se va de vacaciones a Kenia. En su país trabaja con discapacitados. El plano general inicial es enigmático: un grupo a su cuidado juega en los autitos chocadores; es una introducción a la vida de Teresa que no resultará menor en el contexto en el que se desarrollará la película. Teresa, además, tiene una hija adolescente, pero ella no la acompañara en su viaje. Playa, pileta y sexo. En vacaciones emanciparse del yo es casi un imperativo, una economía secreta y libidinal de la economía. Seidl impugna en este drama no exento de toques cómicos el turismo en general y el turismo sexual en particular, que aquí no parecen diferenciarse demasiado. La llegada de los extranjeros al hotel sugiere una puesta en escena de alegría colectiva al servicio del visitante. Los clientes llegan y unas mujeres cantan y dan la bienvenida. El bienestar ajeno es una gestión planificada a cada momento. La limpieza de una pileta, la distribución de las toallas sobre las reposeras, los cuidadores: la división del trabajo es perfecta. De lo que se trata es de promover la felicidad en todos sus órdenes: el huésped debe fluir, sentir el “hakuna matata”; las palabras “primitivas” del autóctono se convierten en mantra turístico. La amabilidad y la pulcritud circunscripta al hotel tienen su límite. Fuera de ahí, la mugre y la especulación son la regla. Hay una escena fundamental que revela la perspectiva del film. Teresa y una amiga dialogan con un nuevo barman y se ríen de él. El plano general es el elegido para desarrollar la totalidad de la escena. Las mujeres se verán siempre de espaldas y el cantinero de frente. La supuesta humillación verbal es contrarrestada por el encuadre. Allí, Seidl, sin juzgar, está del lado de los lugareños. Pero Seidl ni idealiza a los lugareños ni sataniza a las turistas. El encuentro entre Teresa y Munga, uno de los tantos vendedores y pretendientes callejeros que la acosan, es extraordinario. En un plano medio se verá cómo Teresa va guiando a Munga en el arte de tocarle sus senos gigantes. Es literalmente el encuentro de dos mundos; los placeres corporales no están a salvo de la codificación cultural con la que se vive el cuerpo. La escena es genial: la ternura pasa por los esfuerzos de traducción entre un modo de dar placer y recibirlo. Munga, se sabrá luego, como todos los hombres de su edad, tiene una segunda agenda, pero en ese instante, más allá del cálculo y el objetivo, el placer le pertenece tanto a él como a Teresa, y la clave reside en cómo Seidl registra la existencia física. Después que Teresa se despache a un par de “negritos”, como en algún momento dice una de sus compatriotas en el resort, sus compañeras de juerga le regalarán para su cumpleaños una fiestita. En el frenesí de las veteranas se evidencia el costado perverso, pocas veces visible, del turismo globalizado. Si los keniatas son salvajes, las damas pálidas de Europa son depredadoras.
La ópera prima del director Nadav Lapid, revela los antagonismo de la sociedad israelí. Un filme israelí con tiros, secuestros y extremistas lleva a una asociación obligatoria y al sospechoso de siempre, personaje conceptual por antonomasia y protagonista de un drama inaceptable: los palestinos. Filme político por excelencia, la ópera prima de Nadav Lapid revela prodigiosamente los antagonismos internos de la sociedad israelí. La extrema derecha y los radicales de izquierda se desnudan como mónadas: se desconocen y, eventualmente, se odian; los palestinos funcionan como el gran fuera de campo del filme: se los nombra una sola vez, pero de esa confrontación entre iguales depende un posible lugar para el desigual en este mundo sostenido en el artificio y la violencia. Policeman está dividida en dos partes claramente diferenciadas. La primera gira en torno a la vida de un grupo de policías de élite. Son todos amigos. Uno está a punto de convertirse en padre, otro tal vez tenga un tumor en el cerebro. La cotidianidad de los policías se define por la abstracción, la distracción y la acción. La segunda parte se centra en la preparación de un secuestro por parte de un grupo revolucionario dispuesto a cambiar de raíz la vida política de Israel. Están dispuestos a todo. En el final, la intersección de esos mundos será inevitable. Del magistral plano inicial en el que los policías practican ciclismo y el envión del pedaleo simula visualmente un travelling hacia adelante en el que el rostro de Yaron queda expuesto por momentos en un primer plano, al plano final en el que la mirada de Yaron expresa el desconcierto absoluto frente a las consecuencias de la razón que justifica las armas, Lapid zanja un problema casi irresoluble para el cine: filmar una toma de conciencia. Si un debutante ha filmado esa transformación invisible hay que retener su nombre y esperar por sus nuevas películas.