Un circo sin magia Bañeros 4: los rompeolas es menos grosera y xenofóbica que los filmes anteriores de esta franquicia, pero tampoco logra erigirse como una comedia popular. En la nueva película de los bañeros todos los personajes coquetean con la subnormalidad. Todos tienen alguna secuencia en la que exhiben una tara intelectual, como si el humor pasara por una disminución voluntaria de la motricidad y la cognición. Karina Jelinek, por ejemplo, aparece por primera vez corriendo en una playa como Bo Derek en 10, la mujer perfecta. El filme revelará que su voluptuosidad es inversamente proporcional a su sagacidad; de hecho, se terminará casando con el hijo del malvado del filme, cuyo papel se sostiene íntegramente en la estupidez. Se dirá que se trata de un filme familiar, una comedia pícara para chicos y grandes. Es un producto sostenido por un par de planos de culos femeninos para los padres, unas seis explosiones (digitales) de edificios y autos para los chicos, un par de notas de color en torno a ciertos animales exóticos (en especial los delfines, a los que se les atribuye inteligencia) y ciertos pasajes que pretenden ser gags propios del slapstick (el modelo preferencial es Los tres chiflados) pero que remiten más al universo televisivo, del que proceden la mayoría de los actores. En estas coordenadas, predicar lo cómico de la inteligencia es casi una interdicción, y hay un menosprecio, acaso involuntario, respecto del público: los presuntos espectadores populares (o los consumidores de televisión). La trama no se caracteriza por la complejidad. Menos aún por el ingenio para sintonizar una sensibilidad auténticamente popular. En síntesis: el villano de la película está dispuesto a todo para convertir en un casino un balneario de Mar del Plata, pero decide mandar primero a su hijo a negociar con la dueña. A su vez, Emilio, un holgazán por naturaleza y el viejo bañero de siempre, ya no puede garantizar el mínimo funcionamiento del balneario. Convocará entonces a cuatro conocidos, ninguno bañero pero todos dispuestos a mudarse a Mar del Plata y a abandonar el restaurante chino en el que trabajan en Buenos Aires. Inverosímiles héroes, plausibles payasos, los bañeros defenderán el balneario apelando a todos los trucos posibles. La xenofobia está más contenida que en la película anterior: alcanza con convertir en cenizas un local de comida china y maltratar graciosamente a su dueña oriental (interpretada por una actriz que no tiene los ojos rasgados). La homofobia parece haber quedado erradicada. No así el erotismo primitivo: un par de poses seductoras de las actrices y una imitación puntillosa de Moria Casán. Pero esta desaceleración homeopática de la grosería y el humor reaccionario no se traduce en ninguna mejoría cinematográfica. Todo se ve horrible: los efectos especiales, los interiores, los exteriores, las decisiones de montaje, la vetusta musicalización de las escenas. Bañeros 4 es en el fondo un circo sin magia en el que pasan los números sin mucha lógica de continuidad. Sería hipócrita proclamarlo como una especie de cine para todos. En el cine popular no se olvidan algunas escenas y se ama a los personajes. De este filme ni siquiera recordaremos la simpatía de los lobos marinos.
La materia encantada Friedrich Nietzsche decía que "la vida no es un argumento". Pues bien, el cine tampoco, aunque la mayoría de las películas que vemos son ilustraciones en movimiento de argumentos. Quienes busquen un argumento en El rostro apenas hallarán un esbozo: un hombre llega en bote a un paraje virgen del Litoral. Puede ser Entre Ríos, acaso Santa Fe; el ecosistema es reconocible, y lo es también para el protagonista. En un principio, lo que vemos parece coincidir con lo que él ve. ¿Es un plano subjetivo? En pocos minutos ese punto de vista se pondrá en duda, y toda la naturaleza se adueñará del filme. Que la mirada se extrañe frente a la materia en movimiento, he aquí síntesis de la poética de Gustavo Fontán. El título del filme podría remitir en el imaginario pueril a la noción de selfie. En las antípodas del narcisismo baladí de la instantánea, a Fontán le interesa la fotogenia, ese particular fenómeno que se establece entre los cuerpos y los entes frente a una cámara. Los rostros, las miradas, llegarán casi al final del filme: rostros de niños, algunos hombres y una mujer que mira directamente a cámara como si se despidiera o diera una amable bienvenida. ¿Son espectros? Tal vez El rostro pueda ser descifrado como un encuentro entre vivos y muertos en un relato fantasmal y onírico. La genialidad del filme no pasa solamente por el poder hipnótico de sus imágenes, sino también por el sonido, que reenvía el presunto tiempo presente hacia una fuga temporal en donde todos los tiempos se yuxtaponen. La materia sonora del filme es un verdadero prodigio, y es por eso que en El rostro a los oídos les crecen ojos. En un tiempo como el nuestro, en el que la grosería y el desprecio rompen récords, la obra de Fontán, y este filme en particular, constituyen un acto de desobediencia frente al embrutecimiento general.
Ternura inusual El tercero, la nueva película de Rodrigo Guerrero, cuenta la historia de un “ménage à trois” homosexual, con discreción y sensibilidad. Los primeros minutos de La invención de los raros, la ópera prima del joven director Rodrigo Guerrero, dejaban en claro que el realizador debutante tenía una mirada propia. En aquel filme los dictámenes de un guion demasiado demandante exigían su ilustración; la película no respiraba bien y sus planos corrían de aquí para allá disolviendo el misterioso ritmo inicial. En su segunda película, Guerrero encuentra equilibrio, elegancia y precisión: El tercero, una discreta película de cámara, funciona de principio a fin. En menos de 20 planos, en los que la composición de cada uno nunca está librada a la casualidad, Guerrero cuenta una historia menor que unos años atrás hubiera resultado un escándalo. Constatación involuntaria del progreso moral de una sociedad: un ménage à trois homosexual ya no levanta revuelo alguno; más todavía cuando Guerrero disloca el costado voyerista del erotismo y lo dosifica con una dosis de ternura impensable para un encuentro ocasional arreglado entre una pareja y un tercero a través de un sala de chat en la web para pasar una noche de sexo grupal. El tagline que acompaña la promoción dice: "¿Y si lo mejor de una noche de sexo es el día después?" Definitivamente, el lema no coincide con la amabilidad del filme. Desde la charla inicial por webcam hasta la despedida que tiene lugar a la mañana siguiente después de haberse consumado el encuentro erótico, los tres personajes la han pasado muy bien en todo momento. Es cierto que la posterior satisfacción silenciosa de Fede, que estudia en la universidad y recién empieza a sus 22 años a tomar envío en sus búsquedas amorosas, es ostensible en su expresividad facial una vez que llega al claustro universitario, pero ese mismo sentido de plenitud se puede verificar en la hermosa conversación durante la cena que antecede al paso hacia la cama. El flujo del diálogo es notable, y la geometría de la puesta en escena también. En dos planos medios simétricos, Fede contará algunas cosas de su vida que no son anecdóticas, y Hernán y Franco, mayores que Fede y juntos por ocho años, escucharán con respeto y atención. Se podrá objetar cierto pudor a la hora de filmar los cuerpos en acción. Si bien los encuadres son ingeniosos y los muchachos se comportan a la altura de las circunstancias, el desnudo frontal completo brilla por su ausencia. El pene en fuera de campo es una regla perteneciente a otro filme, incompatible con el espíritu de libertad y cuidado que sobrevuela el relato. Guerrero ha dado un buen paso con El tercero. Hay aquí una idea de puesta en escena, tres actores que responden con ductilidad al requerimiento del director y una intención de explorar el deseo (homosexual) que encuentra a su vez un costado íntimo y sensible poco frecuente. Como sucede con el joven Fede, Guerrero tiene una carrera abierta por delante. Si confía en su sensibilidad y convicciones, la tercera película que vendrá después de El tercero será un filme de madurez.
Perversión automática De las remakes recientes, Oldboy: días de venganza es una singularidad incomprensible. La original era coreana, fue dirigida por Park Chan-wook y se estrenó hace 10 años. La innecesaria versión estadounidense lleva una firma con peso específico: Spike Lee, es decir, un autor, aunque su nervio y su talento brillan por su ausencia. ¿Cómo puede ser que este filme luzca tan desangelado y agotado desde el principio? El tema oficial, como en la precedente, es la venganza; el interés subyacente, en ambos casos, es otro: explorar el máximo tabú de nuestra especie en clave de thriller. No hay duda: las dos versiones son perversas. Un disoluto agente de publicidad, entregado a la bebida e incapaz incluso de ocuparse de su hija de 3 años, que vive con su exesposa, es secuestrado misteriosamente en octubre de 1993. Al despertarse, Joe Doucett descubre que está en un motel sin contacto con el mundo exterior. La única vía con lo real pasa por un televisor; viendo un noticiero, se entera de que ha asesinado a su exesposa. De ahí en adelante, en sus largos años de prisión y sesiones esporádicas de tortura simbólica, Joe mantendrá un único objetivo: escapar de la celda, demostrar su inocencia y redimirse frente a su hija. Pasarán dos décadas. Pero no todo lo que ve y cree es real. Los primeros 40 minutos de Oldboy retoman lo mejor de su sobrevaluada versión oriental. Lee es fiel al planteo e incluso al lenguaje audiovisual de Park; su contribución es mínima y pasa por cómo incorporar al relato la Historia de Estados Unidos. En la televisión del motel se ve desde la asunción de Bill Clinton y Bush hasta las tragedias del 11 de septiembre y el huracán Katrina (dos tópicos tratados por Spike Lee con gran lucidez y altura en sus magníficas La hora 25 y When the Levees Broke). Tal vez el director haya querido aquí sugerir que la venganza es la emoción colectiva de una época, pero su aproximación es deficitaria. Y las cosas empeoran cuando Joe abandona su encierro: todo oscila entre el clisé y la violencia gratuita, como si desde ese momento Lee abandonara la película a una especie de piloto automático cuyo único propósito es ilustrar la perversión. Consumado el horror, habrá un nuevo intento de redención. Quizás los personajes se han liberado, el filme no. No hará falta que pasen 20 años para que nadie recuerde la remake de Oldboy.
Los primeros minutos de Mi gran oportunidad son alentadores: una linda canción tradicional, un buen chiste que involucra el nombre de un dictador oriental y un imponente conjunto de travellings aéreos sobre Puerto Talbot, una pequeña ciudad de Gales, vienen acompañados por la voz en off del protagonista, dispuesto a contar su historia. Es uno de nosotros, un ignoto átomo viviente de la gran masa silenciosa que habita el mundo. La moraleja de su historia es una fantasía de muchos: la perseverancia lleva al éxito. Paul Potts, nacido en una familia inglesa de clase trabajadora, se volvió internacionalmente conocido por su participación en el programa televisivo Britain’s Got Talent (la versión vernácula es Talento argentino). El video de su primera aparición en el programa circulaba por la web hasta hace unos años como un motivo inspiracional. “Todos podemos” era el mensaje inequívoco; este biopic perfecciona la ilusión mientras sedimenta una filosofía indiscutible de época: el triunfo como una virtud pública. Si bien el paisaje físico y cultural puede remitir a un filme de Ken Loach, de Mike Leigh e incluso del mayor cineasta inglés de todos los tiempos, Terence Davies, el modelo inmediato de este filme de David Frankel es Billy Elliot, de Stephen Daldry, en el que un chico de origen proletario quería ser bailarín de ballet. Paul, desde muy chico, quería cantar ópera. A sus compañeros de escuela y barrio, más proclives a patotear, les resultaba inusual, no menos que al propio padre de Paul. En una secuencia bastante elegante, mientras Paul cruza una calle, en un falso raccord lo vemos como niño, adolescente y adulto, siempre escapando de sus compañeros. ¿Cómo pudo este empleado de un negocio de teléfonos celulares convertirse en un gran cantante? Como le cuenta a su novia Julz, que conoció primero por vía virtual, supo que amaba la ópera cuando, muy chico, escuchó a Pavarotti interpretando Turandot de Puccini. Cuando está por conocer en persona a su enamorada, Paul consigue reunir el dinero y viajar a una famosa escuela de ópera en Venecia. Allí se encontrará con Pavarotti. ¿Será entonces el gran momento de Paul? La consagración mediática de Paul llega, literalmente, al final de la película, porque lo que le interesa a Frankel es más cómo se constituye y defiende una vocación que el momento en el que la fama parece ser la recompensa de una obstinación. Como es de esperar, el valor supremo del éxito no es examinado críticamente. Nadie sospecha ni de los aplausos ni del cheque, límite ostensible de este cuento de hadas destinado tanto a emocionar como a desvanecer cualquier inquietud frente a la cara siniestra de estos concursos televisivos. Mi gran oportunidad. Comedia dramática. Buena Dirección: David Frankel. Guion: Justin Zackham. Con: James Corden, Alexandra Roach, Julie Walters, Colm Meaney, Mackenzie Crook y Valeria Bilello.
No sería desacertado pensar en un brindis a la salida de las proyecciones de Jersey boys, el último filme del octogenario aunque juvenil Clint Eastwood. Los espectadores se mirarían a la cara, compartirían su felicidad y repasarían los buenos momentos vividos en la sala. Dado que vivimos en una época en la que la sordidez, la tragedia, la perversión y la imbecilidad de los superhéroes y vampiros pasan por cine arte y cine de espectáculo, ver un filme que afirme legítimamente la vida es una auténtica rareza. Jersey boys dista de ser perfecta, aunque la elegancia es constante y el crescendo emocional se sostiene hasta los créditos finales. Se dirá que es tan sólo un filme sobre Frankie Valli y el grupo Four Seasons, y por tanto un filme menor de Eastwood. A veces, las grandes películas son las que renuncian a serlo. Estos músicos pueden resultar desconocidos, pero sus hits seguramente forman parte de nuestra memoria musical (dos compases de Can’t take your eyes from you o de Sherry serían suficientes para demostrarlo). De todos modos, si bien es un filme sobre el nacimiento de un género musical, el tema central pasa por el espíritu de camaradería y el ejercicio de una ética de la lealtad. Nueva Jersey es una especie de periferia simbólica. De ahí vienen Frankie, Tommy DeVito y la mayoría de los miembros de la banda, que cada tanto mirarán a cámara y anticiparán los eventos por venir. La historia arranca a principios de la década de 1950; Eastwood, con pocos recursos, se las ingeniará para que todo luzca tan real como inconmensurable para nuestra mirada incrédula. A la distancia, los comienzos de la industria del espectáculo y los orígenes de la televisión resultan de una candidez inimaginable. Después de un par de asaltos fallidos y alguna estadía breve en la cárcel, los muchachos de Jersey formarán la histórica banda. Frankie llevará el falsete a una dimensión hiperbólica y la tardía incorporación del compositor Bob Gaudio sabrá embellecer esa particular técnica vocal. Lo que sigue de ahí en adelante es conocido: la lenta construcción del éxito, la incompatibilidad de la vida familiar con la carrera profesional, los conflictos de poder en una banda y, en este caso, una peculiar relación con la mafia. Todas las apariciones de Christopher Walken como Gyp, un mafioso distinguido y culto, son sublimes. Si bien Eastwood acelera el relato en el último cuarto de película y los acontecimientos quedan desbalanceados, todo fluye como en los viejos tiempos del cine clásico. Algunas escenas son estupendas, como la secuencia en la que Gyp, la banda y otro mafioso encuentran la forma de pagar las deudas que Tommy tomó en nombre de todos. Timing, precisión dramática, diálogos precisos, sentido del espacio. El punto débil de Jersey boys pasa por dejar la historia estadounidense en un total fuera de campo, lo que resiente el relato porque destituye un poco su verosimilitud, como si se tratara de un cuento de hadas para varoncitos. Pero las virtudes del filme de Eastwood son tantas que este ostensible desacierto se compensa por el democrático amor a sus personajes, el creciente volumen existencial del relato, los modos de filmar la experiencia musical como un trabajo colectivo y una finísima clarividencia para (de)mostrar que la felicidad es tan sólo una nota ocasional que se repite cada tanto en la medida en que haya ensayo y compromiso.
El metabolismo en el siglo 21 Cae la noche en Bucarest, del realizador rumano Corneliu Porumboiu, cuenta la relación que un director de cine establece con una actriz y al mismo tiempo es un filme sobre los cambios en la naturaleza de la imagen. El inicio de Cae la noche en Bucarest, tercera película del genial director rumano Corneliu Porumboiu (Policía, adjetivo), es literal aunque indirectamente una introducción a la teoría del cine y a uno de los temas preferenciales de nuestro tiempo: los cambios en la naturaleza de la imagen. Paul, un director de cine, discute con su actriz, Alina, la diferencia entre el cine analógico y el digital. Él, como director, se ha formado en la era del fílmico, lo que implica ciertas restricciones a la hora de filmar y afecta la puesta en escena. A diferencia del registro digital, que desconoce un límite inmediato, el rollo de 35mm alcanza para 11 minutos ininterrumpidos de registro. Paul le explica a Alina, una actriz con experiencia teatral (un matiz del personaje que no es menor), las consecuencias que la época digital de la imagen tendrá para el cine. Todo sucede mientras van en un auto a la casa del director para ensayar una escena que implica un desnudo de la actriz. Cine digital o no, la seducción entre cineastas y actrices se mantiene inmune. Paul y Alina, además de pensar y repasar juntos la escena en cuestión, practicarán un poco de erotismo. Porumboiu, cineasta de la vieja escuela, sólo dejará que se escuchen los sonidos del amor y apenas mostrará el famoso cigarrillo y la ducha posteriores. Economía formal formidable: más que decir, Porumboiu muestra dos cosas: todo lo que se filma responde a una política de la forma; con eso se puede decir casi todo. En el quinto plano, Paula y Alina discurren sobre las tradiciones culinarias del mundo. ¿Es la gastronomía china más sofisticada que la francesa? ¿La árabe es más primitiva? Los argumentos pasan por identificar si los cubiertos determinan una dietética, pues en otras culturas se come con otros cubiertos o directamente con la mano. Esta conversación al paso señala metafóricamente la segunda parte del título original del filme, que ha quedado en fuera de campo en la versión vernácula: “Metabolismo”. Si hay algo que expresa Cae la noche en Bucarest es el síntoma de una transformación en la vida de las imágenes de la que se predica un cambio metabólico en cómo vemos el mundo a través de ellas. Los nutrientes de la vida anímica son mayoritariamente visuales: es esto lo que aquí se intuye y en cierta medida se padece. 17 planos secuencia, a menudo fijos, componen esta pieza de cámara intempestiva en la que el deseo, el cine, la relación con la técnica y el tiempo se ponen en juego. La actualidad del filme coincide con un tiempo en el que los espectadores ya no distinguen durante una proyección si lo que ven es una imagen digital o analógica. Puede parecer irrelevante y puntilloso, pero se trata de un nuevo régimen de luz y un cambio en la materia misma del cine. El cine de Porumboiu es cine del presente.
La vida en la tierra Es casi del orden del milagro que se estrene Ida, la primera película polaca de Pawel Pawlikowski: filme en blanco y negro y en formato 4:3, austeridad estética, circunspección dramática, laconismo expresivo y un tema que no es frecuente en nuestras salas pletóricas de superhéroes y monstruos (los efectos a largo plazo del fascismo antisemita de la Segunda Guerra Mundial en la intimidad de sus sobrevivientes). El plano inicial transmite la perfección pictórica del filme, que será la regla magna de esta película hermosa y triste. Ida, una joven pelirroja que está por tomar sus votos como monja católica, está terminando de pintar una escultura de Cristo. El encuadre es soberbio: en la parte inferior del plano el rostro de Ida luce puro mientras mira la figura del Altísimo. Es una constante distintiva, porque el orden proporcional de lo que se ve en el plano será extraño en la mayoría de los encuadres: la figura humana aparecerá absorbida por el espacio, una marca de la mirada del director, difícil de interpretar, pero placentera de contemplar. No mucho después, sabremos que Ida es una sobreviviente. Sus padres y su hermano terminaron en una fosa. Ida es judía de nacimiento, pero desde muy pequeña fue educada en el mismo convento en el que ahora pretende ofrendar su vida a Dios. Algo cambiará para ella cuando responda a los requerimientos de un familiar suyo, más precisamente su tía, Wanda Cruz. Alguna vez procuradora del estado y gran luchadora por la justicia, según las palabras de un conocido en un tramo muy particular del filme. Como sea, el encuentro con su tía será tan traumático como parcialmente liberador. Ida y Wanda viajarán hasta el corazón de las tinieblas, allí donde reposan los huesos de sus seres queridos. Lo paradójico es que al mismo tiempo que confrontan ese pasado ominoso que las convirtió en huérfana y alcohólica, respectivamente, también se reconocen y en poco tiempo aprenden a quererse. La tía será también el ejemplo de otro modelo de vida para su sobrina, aunque dadas las circunstancias elegir retirarse del mundo y sublimar la decepción de la vida terrenal confiando en la superioridad de otro mundo es casi comprensible. Para los sobrevivientes del mal, una noche de amor y el placer de un par de notas de John Coltrane no alcanzan para conjurar la desconfianza por este mundo. Extraño contrasentido de Ida. Siendo un filme sobre sujetos que quieren abandonarlo, la sensualidad del mundo resulta una revelación constante y una fuente de placer óptico. Desde el plano del living de una casa con una ventana abierta hasta la postración mística de las religiosas en el momento de tomar los votos, todo lo que se ve denota cierta magnificencia del mundo material. En esa tensión entre dos mundos, este filme nos da una tregua frente a la invasión de efectos digitales. No hay nada más excitante que un plano bien filmado, a la vieja usanza.
Cualquier película rumana garantiza un cine para adultos, y en nuestra cartelera eternamente adolescente no es un mérito menor. El pesimismo metafísico de los Cárpatos y una escuela cinematográfica sólida constituyen las bases para un cine caracterizado por una densidad dramática exenta de galimatías y obviedades, interpretaciones sólidas, una puesta en escena rigurosa y un apropiado sentido sociológico sobre el lugar de los personajes en una sociedad específica. La mirada del hijo arranca con el discurso de la madre. La extraordinaria actriz rumana Luminita Gheorghiu interpreta a Cornelia, una mujer de clase media alta. La conversación con un familiar cercano da cuenta que Barbu, su único hijo, la evita sistemáticamente, ni siquiera lee los libros que le ha regalado. Aparentemente, la culpable es Carmen, su nuera, que no está dispuesta a convertirla en abuela. En menos de cinco minutos se configuran las coordenadas simbólicas de una situación familiar. Pero La mirada del hijo es un poco más que un drama familiar y edípico tardío. En el medio de una función teatral, Cornelia recibirá un llamado telefónico. Se le informará que Barbu tuvo un accidente automovilístico. Su hijo está sano y a salvo, pero mató a un chico de 14 años que cruzaba la ruta. De aquí en adelante, La mirada del hijo se centrará en cómo Cornelia hará lo imposible para evitar que su hijo vaya preso, aunque eso signifique traspasar los límites de la ley. Se dirá que el espíritu materno está por encima de la ley. La pertenencia de clase también. Hay un pasaje estremecedor que cifra el universo cultural de la película. Cornelia tiene una cita con el único testigo directo del accidente. La racionalidad instrumental del diálogo es una pieza discursiva de terror y un striptease de la subjetividad capitalista. Visible y táctil, el Euro es aquí el único dios. La resolución (abierta) de este drama no sólo familiar, sino también jurídico y sociológico, tiene lugar cuando Cornelia, Carmen y Barbú visitan a los padres de la víctima en un pueblo. El contraste material es apabullante, y el sufrimiento de los familiares del chico muerto, inconmensurable. Es un epílogo poderoso, emocionalmente circunspecto y preciso sobre cómo abordar cinematográficamente el dolor. Un buen ejemplo es la distancia elegida para filmar el encuentro entre el padre del chico y Barbu. El desamparo impone una poética, y Calin Peter Netzer, en su tercera película, demuestra estar a la altura de las circunstancias. Notable.
Tres días para matar es un filme incoherente, pero tiene la virtud de recuperar a un actor subvalorado como Kevin Costner. El comentario completo, en esta nota. Su destino final no puede ser otro que ser elegida por un programador anónimo y amateur para colectivos de larga distancia. Persecuciones automovilísticas, tiros, explosiones, mujeres hermosas, alguna que otra situación cómica voluntaria y un par de secuencias con una dosis de emoción. 3 días para matar también califica como travelogue: la cantidad de planos de lugares turísticos parisinos es tal que el director Joseph McG y su guionista Luc Besson podrían ser publicistas oficiales de la Secretaría de Turismo de París. Pero para el gran público 3 días para matar será un filme de Kevin Costner. Y está bien que así sea porque si hay algo interesante en este ejercicio formidable de incoherencia temática y narrativa es la figura de un actor que remite a otra época y está más allá en el más acá de esta película. Costner ha sido una referencia ineludible de una escuela interpretativa pretérita. Su persona es su personaje, y el truco consiste, como suele suceder con los actores clásicos, en adaptar su carisma y sus aptitudes a cada relato y su contexto. Costner es aquí Ethan, un agente de la CIA que descubre que tiene un cáncer terminal mientras tiene la misión de matar a un tal Lobo, un terrorista sin misericordia y capaz de cualquier cosa. En realidad, tras saber que le quedan tres meses de vida, la misión real de Ethan será recuperar su relación con Zooey, su única hija, e indirectamente con su mujer, que viven en París. Así descripto parece un drama seco y trágico, pero el guion de Luc Besson no se conforma con la mera acción y un poco de redención. La audiencia, además, tiene que reírse y emocionarse, y Costner no tiene ningún problema en parodiarse en una escena en la que salva a su hija de una posible violación llevándola en sus brazos como a Whitney Houston en El guardaespaldas. Quizás el filme en su conjunto fue concebido como una gran comedia porque resulta inevitable reírse incluso de las escenas que no son deliberadamente cómicas. El mayor pasaje humorístico es una secuencia en la que Costner asiste el parto de una refugiada africana. En el epílogo hay una sorpresa, casi impredecible. Todo este disparate vulgar y mecánico es neutralizado gentilmente por la simpatía de su estrella agonizante. De ahí surge la verdadera emoción de la película. 3 días para matar, además de transformarse en una comedia involuntaria, insinúa ser un documental sesgado sobre un noble actor subvalorado.