Fábula moderna de amor en un musical del siglo XXI Lo que diferencia al filme con Emma Stone y Ryan Gosling de otros musicales es sencillo: los personajes bailan porque lo necesitan. La La Land es excitante, ardiente, es una fábula moderna y un musical del siglo XXI. Da ganas de seguir viéndola, ensayar unos pasitos de baile. Es un homenaje a los clásicos de Hollywood, pero no se queda en el guiño, sino que reconstruye el género en tiempos en que la impaciencia reina. Los jóvenes no se bancan ni videoclips largos, ni qué hablar de relaciones si los desmotivan. La La Land trata sobre dos jóvenes que quieren ser artistas, tienen ambición, que quieren amar y triunfar en Los Angeles. El orden de los factores, aquí, altera el producto. Lo que diferencia a La La Land de otros musicales es sencillo: los personajes bailan porque lo necesitan. Es la manera de expresar su corazón. Lo que no pueden con palabras. Las vidas o los corazones de Mia y Sebastian se cruzaron en el embotellamiento que abre el filme. Entre bocinazos, calor y radios encendidas, cien (sí, cien) automovilistas descenderán de sus vehículos y harán un número musical para el recuerdo, al compás de Another Day of Sun. Tardaron dos días en filmarlo. La canción no ganará el Oscar porque se lo llevará City of Stars, que compone Sebastian a lo largo del filme. Mirá también Oscar 2017: Las 9 películas nominadas, trailers y fechas de estreno Emma Stone (el Oscar es suyo) interpreta a Mia, aspirante a actriz que es barista en la cafetería de los estudios Warner Bros. mientras aguarda ser descubierta. Ryan Gosling (el Oscar no es suyo) es Sebastian, músico jazzero que se gana la vida tocando en pianos bares mientras espera abrir su propio club y tocar la música que le gusta. Son dos románticos, dos soñadores, y dos perseverantes que quieren alcanzar sus metas –y nos recuerdan los sueños de la vieja época de los filmes de Hollywood-. Qué mejor que hacerlo en compañía, pero ¿si lo que uno ansía de alguna manera se choca con lo que desea el otro? Para ellos parece que estar juntos es fácil, pero amarse les resulta más difícil. Es allí donde la realidad los hace bajar de las estrellas (los números musicales son varios, uno mejor que el otro, como el de la colina de Hollywood, las citas a Un americano en París, Rebelde sin causa, pero el del Observatorio secunda a la escena que abre el filme). La La Land, como se la conocía a Los Angeles -el título juega con el “la la” de cantar-, decíamos, excita, emociona. Mia y Sebastian se enamoran, se dejan y se vuelven a encontrar, como en cualquier película romántica, pero no es una “comedia” musical. Porque no todo es color de rosa, ya no está Gene Kelly y la gente que va al cine puede conectarse con una historia de amor de verdad. Porque, al fin y al cabo, no todas las historias tienen que terminar. Ni tampoco tienen por qué terminar bien. ¿O sí?
En una playa junto al mar El guión de la película no termina de decidir a qué público apuntar. La película Interludio se centra en tres mujeres, por lo que sondea el universo femenino, pero al abrir tanto su panorama no termina de profundizar en ninguno. “Es puto”, le dice Sofía por teléfono a su amiga Ana. Sofía (Leticia Mazur) acaba de separarse y marcha a la costa con sus dos hijas, la adolescente Irina (Sofía del Tuffo) y la más chica Pachi (Lucía Frittayón). Cada una enfrentará como pueda la nueva situación familiar, pero casi sin hacer referencia a la separación. Sofía buscará el amor en un técnico de TV, Irina en otra joven y Pachi expondrá sus miedos en la playa. La película de Nadia Benedicto no define a quién seguir, aunque Sofía es el personaje con más protagonismo. Pero algunos apuntes al acompañar a Pachi tienen una ingenuidad que no permite saber a qué público apunta la realización, como la aparición de gemelos que juntan la basura y que ella y su hermana denominan los extraterrestres.. Hay buenos encuadres y una La Lucila del mar en septiembre que sigue rindiendo estéticamente.
A mí no me vas a gritar Descaradamente soberbio o soberbiamente descarado: el director canadiense Xavier Dolan, niño mimado de Cannes, divide las aguas. El cine del canadiense Xavier Dolan es así, divide a detractores y admiradores. Le gustan los excesos, lo que de por sí no es precisamente un defecto. Dolan presenta sus filmes como si estuviera desesperado porque su ingenio sea notado, apreciado y distinguido. Pero a Es solo el fin del mundo, como a cualquier obra, conviene verla sin prejuicios al ingresar a la sala. Louis-Jean (Gaspard Ullier) es un escritor que regresa a su hogar después de una docena de años, para contarle a su familia que va a morir. Es joven, uno adivina que talentoso en lo suyo, y se pregunta por qué recién después de tanto tiempo se toma un avión para visitar a mamá (Nathalie Baye, irreconocible), su hermana (Léa Seydoux), su hermano (Vincent Cassel) y su cuñada (Marion Cotillard). Cuando los conoce, advierte el motivo. O al menos será la manera en que Louis-Jean se relaciona con los suyos, por lo general, a los gritos (de ellos), con discusiones continuas, por más que el recién llegado trate de balancear presiones, angustias y recelos. Es solo el fin del mundo es una película narrada básicamente con planos cortos, casi de TV, con movimientos continuos de cámara. El filme prácticamente mantiene la acción dentro de la casa (se basa en una obra de teatro de Jean-Luc Lagarce, quien falleció de sida a los 38 años). Es claro que el director de Yo maté a mi madre y Mommy le gusta cuidar la estética, usar tonos fuertes y una iluminación cambiante. La película se ve bien. Pero es una aglomeración de conflictos y altercados que bombardean al espectador. ¿Si es caótico? Cuando el caos tiene un orden, deja de serlo. También, es una acumulación de lugares comunes, que van desde el despertar sexual al cliché de los recuerdos de la madre. Dolan trabaja la imagen con el soporte sonoro como aliado, apelando a canciones como leitmotivs, y construyendo sendos videoclips, en los que el sonido aumenta el volumen. Descaradamente soberbio o soberbiamente descarado, que no es lo mismo, consiguió un elenco de estrellas a las que maneja a su gusto. Subyuga y/o irrita con su descaro, pero si hay algo que no hace es pasar desapercibido.
Manzana podrida En esta adaptación del popular videojuego, con Michael Fassbender, la coreografía de las peleas es lo único atractivo, ya que el elenco está desperdiciado. A veces sucede: el trailer de una película es más atractivo que la realización entera. Claro que uno lo descubre después de haber visto la película. Es lo que ocurre con Assassin’s Creed, adaptación del popular videojuego, que tiene a Michael Fassbender como principal protagonista, en un doble papel y con una línea de diálogo reveladora y en cierta manera premonitoria: “¿Qué car… está pasando?”. No es el único actor del elenco de estrellas que pueblan Assassin’s Creed: están Marion Cotillard, Jeremy Irons, Brendan Gleeson, todos en medio de un guión que parte de una idea sencilla y se va tornando interminable. Fassbender es Cal Lynch, un criminal a punto de ser ejecutado por una inyección letal cuando es salvado por una corporación llamada Abstergo, que trabaja con humanos como ratas de laboratorio. Cal es descendiente de Aguilar, que en el siglo XV en España integraba una fraternidad de guerreros (los Assassin del título) que peleaba con los Templarios y que protegían el fruto del Edén. La famosa manzana, que “encierra el código genético del libre albedrío”, se dice por ahí. O sea: la semilla de la desobediencia humana. Si los Templarios en el presente la obtienen, la tiranía se instala y cualquier rebelión se aniquila. Como se ve, simple. Pero lo que se ve en la pantalla no es tan así. A través de una maquinaria, Animus, Cal puede viajar en el tiempo virtualmente y “ser” Aguilar, por lo que peleará, aunque se mueva en el presente, atado a la máquina, en los tiempos de la Inquisición. Lo único bueno de la película son las coreografías de acción, las peleas, aunque llega un punto en que se reiteran y, si son la exclusiva diversión, agota. Y es difícil saber mérito de quién es precisamente esas coreografías que tan bien se ven en pantalla. ¿De Justin Kurzel, el director australiano de Macbeth, que era otra adaptación a la vez embrollada, pero con otro origen, claro, y que también tenía a Fassbender y a Cotillard como protagonistas? ¿Del director de segunda unidad? Demasiadas preguntas para un filme que falló en su traslado del videogame a la pantalla grande.
Un crudo dilema familiar El hijo de Vittorio Gassman y Giovana Mezzogiorno son los puntales de este drama italiano sobre relaciones familiares. Es casi una tradición que al buen cine italiano le gusta ahondar en las relaciones dentro de una familia. Las rencillas, los celos, a veces con humor, otras con carga dramática. La segunda opción es la que ofrece Nuestros hijos, cuando un hecho une a dos hermanos profesionales que tenían un vínculo distante. Massimo y Paolo suelen sentarse a una mesa en un buen restaurante con sus esposas. Massimo es un abogado que salva delincuentes, aún sabiendo que son culpables. Paolo es un cirujano de niños. Ambos son exitosos en su vida profesional y parece que en la familiar también. Pero un video emitido por la televisión muestra a dos adolescentes pegando una noche en la calle a una homeless, que finalmente fallece. Y esos jóvenes son la hija de Massimo y el hijo de Paolo. Lo que el filme de Ivano De Matteo propone es nada más y nada menos que una cuestión moral. ¿Qué hacer? ¿Los padres deberían denunciarlos? ¿Qué pesa más, la culpa o la justicia en sus decisiones? ¿Y cómo plantearse ante sus propios hijos? La película abre con otro hecho de violencia: una discusión entre dos conductores termina con uno pegándole un tiro a otro, matándolo e hiriendo a su hijo que luego serpa atendido por Paolo. Nuestros hijos trata sobre cómo la sociedad actual es víctima de una cultura de violencia. Las cosas se van de las manos con facilidad a los personajes de la película, adaptación de La cena, best seller de Herman Koch, quien se basaba en un hecho real: el asesinato de una indigente en manos de dos jóvenes en un cajero automático de Barcelona. La película muestra las hipocresías a partir de esas familias que no hablan de cosas importantes y que se mantienen en un delgado equilibrio hasta que la situación, y las probables consecuencias, la vuelven insostenible. Que los roles dentro de esa relación –el que ha defendido criminales y el que cura a los niños- vayan mutando también habla de una mirada desprovista de prejuicios que refleja a la sociedad. Y que Alessandro Gassman, que suele interpretar personajes arrogantes y con falta de moral, componga a Massimo es más que un acierto. Giovanna Mezzogiorno (El último beso, Vincere) sea su cuñada, también. Es en ellos, y en un gran Luigi Lo Cascio, en sus interpretaciones, donde el filme necesita apoyarse para que los cambios de humor de los protagonistas sean sentidos desde la platea como auténticos. Dolorosos, pero ciertamente reales.
Se les fue la mano Historia de amor, de guerra y de espionaje con Brad Pitt y Marion Cotillard abunda en situaciones inverosímiles Hay veces en las que en Hollywood se les va la mano. Como que pierden el sentido de la realidad, y se creen aquello de que son la Meca de la fantasía. Le ha sucedido a Robert Zemeckis, un director que supo conjugar situaciones fabulosas, increíbles o absurdas. Pero Aliados no es Volver al futuro, donde todo era posible en función de la diversión, y el espectador transaba con cada inverosimilitud que le planteaba la historia. Porque Aliados es, por momentos, un disparate. Un oficial canadiense (Brad Pitt) llega a Casablanca con la orden de asesinar al embajador alemán, en plena Segunda Guerra Mundial. La francesa de la Resistencia que se hará pasar por su esposa (Marion Cotillard) es valiente, segura de sí misma, y linda. Ambos saben que no deben enamorarse, pero lo hacen. Ambos saben que pueden morir en el atentado, pero lograrán su objetivo: ellos dos, solitos, sin tener un rasguño escaparán de la recepción, llena de nazis armados hasta los dientes. El amor triunfa, y finalmente se casan y viven en Inglaterra. Tienen una hijita. Hasta que un día la pareja se pone a prueba. No por cuestiones internas –ni una sola discusión tienen-, sino porque los mandos británicos desconfían de Marianne. Creen que se hace pasar por otra persona, y que es una espía alemana, así que le ponen una trampa (le dan un falso mensaje ultrasecreto a Max, que no es el Superagente 86, y si descubren que ella lo pasó a los nazis…). Si ella es espía, él debe asesinarla. Si no lo hace, los ahorcan a los dos. Y si usted es seguidor de Pitt, inmediatamente lo que contamos le recordará a Sr. y Sra. Smith. Claro que aquello era una comedia romántica de aventuras, y Aliados se presenta como un drama romántico. Pero poco a poco las cosas que no tienen ni pies ni cabeza siguen aumentando. El parto de Marianne en plena calle, de noche y bajo un bombardeo, con las enfermeras aplaudiendo es sólo un ejemplo. El desenlace es otro. El rictus de Pitt, que parece que algo se hubiera hecho en el rostro porque no tiene una sola arruga ni en las escasas oportunidades que Max tiene de sonreír, esa circunspección contrasta con la falta de seriedad de un guión tosco -y eso que es de Steven Knight, el de Promesas del Este, con muchos personajes anecdóticos y sin carnadura en los principales.
No es bueno que el hombre esté solo Chris Pratt despierta en una nave espacial 90 años antes de lo previsto. Y el vivo la despierta a Jennifer Lawrence... Es como una tortura. Jim está a bordo del Avalon, una nave espacial comercial que viaje hacia Homestead II, una colonia en el espacio. Son 120 años –sin escalas-, y Jim se despertó de la hibernación programada a los 30 años, por un desperfecto. Hace cuentas y no le da. El resto de los 5.000 pasajeros despertará naturalmente cuando falten cuatro meses para llegar a destino. Jim (Chris Pratt, de Guardianes de la galaxia y Jurassic World), que es ingeniero mecánico, lo tiene todo a disposición en esa nave opulenta, salvo el desayuno de los pasajeros Gold, pero la desesperación comienza a apoderarse de su mente. Sin ilusiones ni optimismos, empieza a bucear en el perfil de sus compañeros somnolientos de ruta. Está solo. Y no es bueno que el hombre esté solo. Lo acompaña, sí, un androide detrás de la barra de un bar (Michael Sheen), que puede oxidarse en el trayecto hacia destino. Y tras debatir moralmente si es correcto o no abandonar su soledad y despertar a Aurora (Jennifer Lawrence), el ingeniero hace su movida. Claro, la despierta. Ella cree que salió de la hibernación por un problema de la cápsula. Se desespera igual que Jim, pero luego, al advertir que no llegarán a destino vivos, se dedican a pasarla lo mejor que pueden. Sí, también hacen eso. Como un Titanic en el espacio, Pasajeros es una rara combinación de géneros. Del atisbo de cine existencialista salta al romántico, al de acción y al cine catástrofe, picoteando el drama. El asunto es que no aburre nunca, pero no profundiza en ninguno y termina siendo una propuesta superficial, con dos actores que tienen eso que solía llamarse química, y cómo no va a hacer falta carisma si se la pasan casi toda la proyección solitos en la pantalla. El director de El Código Enigma, el noruego Morten Tyldum, no ahonda ni reflexiona demasiado, y la película pone rumbo decidido a la ciencia ficción, al romance y la acción, pero con elementos ya vistos y sin originalidad. Así, la única escena que despierta (vale el término) interés es aquélla en la que Aurora nada en una piscina, la gravedad de la nave falla, y queda como atrapada en una burbuja. Como la película.
Cosas que importan Sin ser un tratado sobre la moral y el abuso de los poderosos, es un filme profundo y humanista, con una grandiosa Sonia Braga. Aquarius podría haberse titulado Clara, el nombre de su protagonista absoluta. Pero el director Kleber Mendonça Filho debe haber decidido ser más transversal e indirecto, o elíptico, y denominado el filme con el nombre del edificio donde vive, vivió y ¿vivirá? Clara. La película, que compitió en la última edición de Cannes, se centra en cómo se planta una mujer que debió batallar como nadie. Clara fue crítica musical –la música juega un importante rol en el filme- y habita su espacio en Aquarius, el edificio frente a la playa en Recife, rodeada tal vez ya no de amigos y afectos, pero sí de vinilos y recuerdos. Tiene en el presente 65 años. Pero la película arrancó con una fiesta tiempo atrás. La tía Lucía cumple 70, y allí está Clara, con su cabeza rapada producto de su lucha contra un cáncer. Luego con los años lucirá una frondosa cabellera y cierta asimetría corporal, ya que no quiso recomponer uno de sus pechos. Pero el combate central de Clara será otro. El que le pone el título a la película. Un constructor quiere sacarla de su piso en Aquarius para tirar abajo el edificio y hacer un emprendimiento inmobiliario. Todos se fueron, abandonaron el edificio. Clara resiste. De nuevo. Cómo se planta una mujer que batalló y que quiere seguir dando batalla. La película es un alegato contra los abusos, las miserias y los sinsabores de enfrentarse al interés de los poderosos. A Clara le ofrecen un morro de dinero. Pero no. El filme está subdividido en tres capítulos, cuyos títulos son premonitorios. El pelo de Clara, El amor de Clara y El cáncer de Clara. Está claro que el último es el más metafórico de los tres. La película, que es un drama que incluye denuncia y a la que no le cuesta nada ganarse la empatía del espectador, también se nutre de la relaciones para construir a la protagonista. Clara sabe lo que quiere y lo que no quiere. Tiene una gran relación con un sobrino, distante con su hija y afectuosa con su empleada doméstica. Sonia Braga, en el que marca su regreso al cine brasileño donde se inició –ahora vive en los Estados Unidos-, cumple su mejor papel, a kilómetros de distancia de Doña Flor y sus dos maridos. Es otra época, es otra historia y es otra ella. Se atreve y juega con el erotismo más explícito y lleva adelante toda la película. El guión, es cierto, ayuda a la construcción por capas de su personaje, y si hacia el final todo semeja didáctico, quedan en la memoria momentos, anécdotas que ensamblan en esa mujer que no se da por perdida ni aun perdida.
Alguien te está mirando La película aburre porque las situaciones (el intruso nunca descubierto) son inverosímiles. Lo dijimos quichicientas veces, y seguro lo volveremos a decir otras tantas: el género de terror, a veces, muchas veces, demasiadas veces, se reitera. En Intruso lo que abruma, cansa, hace bostezar no es la acumulación de atrocidades sino la inverosimilitud de la(s) situación(es). Elizabeth es una cellista, dato que realmente no tiene demasiada importancia. Más lo es que se quedará en su casa solita en medio de una fuerte tormenta y que recibirá, sin percatarse, la visita inesperada del intruso del título. Con el cine de Hitchcock, perdón por la comparación, se podía sufrir desde la platea porque a veces el espectador sabía más que el protagonista. Y aquí pasa eso, claro, pero el sufrimiento es por otra cuestión. Hastío, apatía, tedio, indiferencia, su ruta. Elizabeth, que evidentemente debe tener graves problemas auditivos y de sensibilidad corporal, porque sino es imposible que no escuche al intruso, no se despierte cuando éste le acaricia la mejilla mientras ella duerme plácidamente, sufrirá. Es justo: no hay por qué afligirse de un solo lado de la pantalla. Louise Linton es Elizabeth, también productora del filme, y ya había trabajado con el director Travis Zariwny en la remake de La cabaña del miedo. La reconocerá fácil, es rubia, sufre y grita mucho. Sí, ella. Por allí está el músico Moby (descendiente de Herman Melville, autor de Moby Dick, de ahí su pseudónimo), pero no es más que un guiño. La película tiene vueltas de tuerca (alguien tendrá que morir), y Elizabeth tiene un muerto no en el ropero, sino debajo de la cama. Y si ella no siente el olor, bueno, ya tiene demasiados problemas sensoriales.
Mejor perderlo que encontrarlo Es una suma de atrocidades, por momentos un bodrio, pero con buenos efectos. En la adolescencia hay tiempo para todo. Y hay gente para todo. Como Brandon, que no sabe sobre qué basar su trabajo de estudios, y decide que será sobre posesiones demoníacas. La película abre fuerte, con el caso de exorcismo que después estos chicos -el personaje del sidekick podría haberlo protagonizado Jonah Hill hace diez años- van a descubrir que sucedió hace unos años en una casa ahora abandonada, no muy lejos de allí. Y Brandon decide que él mismo quiere experimentar eso de estar poseído. De ahí el título en la Argentina y, en parte, el original (The Possession Experiment). Contar el resto sería para desmotivar a posibles espectadores, tanto sea por aguarles la fiesta relatando qué va a pasar -aunque todos saben qué va a pasar con ese título-, o avisándoles que es un bodrio con buenos efectos. Pero no es la clásica película con atrocidades cada cinco minutos. No. Tiene atrocidades cada diez, quince minutos, hasta que cuando se aproxime el final, el director Scott B. Hansen aglutinará todo como un fin de fiesta con carnaval carioca lleno de sangre, muertes y posesiones. Si llevan pochoclo, buen provecho.