El sacrificio El realizador Daniel de la Vega es un batallador incansable del cine de género, más precisamente aquel que se vincula al terror con una fuerte influencia del giallo o de directores como Lucio Fulcci, Bava, por citar los más reconocibles en sus cortometrajes Sueño profundo (1997) o La última cena (1999), premiados en varios festivales. También ha experimentado en carne propia el amargo y doloroso tránsito por las coproducciones con Estados Unidos en los largometrajes Jennifer’s shadow (2004) y La muerte conoce tu nombre (2006), pero nadie le quita la satisfacción de haber dirigido con cámara Panavision nada menos que a Faye Dunaway. Partícipe activo en el film de Nicanor Loreti, Diablo, quien ahora se suma a Hermanos de sangre como uno de sus guionistas, junto a Martín Blousson y Germán Val, sobre una idea original del mismo Loreti, esta incursión en el género de la comedia negra con fuertes dosis de violencia y gore significa un saludable cambio de rumbo en su filmografía, sin perder la esencia de su cine y sobre todas las cosas de un estilo que va afianzándose. Podría entenderse a esta propuesta como el entrelazamiento de dos ideas muy exploradas por el maestro del suspense Alfred Hitchcock: la del asesinato cruzado y la del héroe o mejor dicho antihéroe sin estrategia que se ve involucrado en una situación que excede su acotado margen de acción y para la cual deberá adaptarse. También se respira en la trama la sutil impronta de las buddymovies al plantear la relación entre Matías Timmerman (Alejandro Parrilla) y su compañero de coro en su temprana juventud Nicolás Galvagno (Sergio Boris). Matías responde al arquetípico perdedor, buen compañero de oficina que guarda la secreta esperanza de que su colega Eugenia (Natalia D’Alena) se fije en él y que a pesar de las humillaciones constantes mantiene su espacio sin actuar para modificar el entorno y preso de una rutina agobiante, donde está incluida una novia manipuladora (Rebeca Kohen) y una tía recalcitrantemente conservadora (gran sorpresa de Carlos Perciavalle). Sin embargo, su vida se ve alterada a partir de la llegada azarosa de Nicolás, acompañado de Belén (Jimena Anganuzzi) que desde sus comportamientos psicopáticos allana el camino de bienestar del protagonista con el sólo objetivo de evitarle nuevas derrotas y humillaciones a cambio de una amistad incondicional. Así las cosas, a fuerza de un humor corrosivo que se ajusta a la perfección entre el tendal de muertos y escenas que pasan del absurdo a la extrema violencia, Daniel de la Vega consigue subvertir la connotación negativa de las malas influencias en un relato que se vuelve verosímil gracias a sus personajes y situaciones y que no busca ningún escape sentimental o moralista de último momento. Los personajes de Hermanos de sangre se enfrentan a todo con una impronta heroica a pesar de que eso esté contaminado de muerte, sangre y perversión. Son tan auténticos desde su amoralidad como genuinos en sus últimas intenciones. Lo mismo ocurre desde el punto de vista cinematográfico, que trata de sortear los estereotipos a partir del recurso de la exageración con buenos resultados, inclusive mejores que los de Diablo. La invitación a ver un cine argentino de género que no especula un céntimo con convencionalismos está hecha con una película sólida, bien narrada, divertida y original, ahora falta que el público responda como el film se merece.
Tradición, desarraigo y soledad Al despojarse de primera mano del anclaje histórico o más precisamente de la reconstrucción episódica de los acontecimientos que anteceden la historia de Samurai, el realizador Gaspar Scheuer, quien ya había incursionado con su opera prima en la épica gauchesca El desierto negro (2007) –inspirada desde lo literario en el cuento del mendocino Antonio Di Benedetto que años después también fuera recreado en Aballay de Fernando Spiner-, propone al espectador un viaje, mezcla de onírico con reflexión, acerca de la condición de los descastados, estableciendo un paralelismo conceptual entre el destino de la tradición samurai y la del gaucho atravesado por la crisis de la tradición en aras del progreso. Para tal propósito y desde el punto de vista narrativo, el director imagina la historia de una familia japonesa en el siglo XIX, exiliada tras el proceso de restauración imperial, que por un lado busca mantener la tradición y las raíces en la figura de un anciano (Kazuomi Takagi) para legarle a su nieto Takeo (Nicolás Takayama) la misión de encontrar al último samurai, Saigo Takamori, personaje histórico real que fuera responsable de una revolución para defender el honor de sus pares y muerto en batalla tras las enormes ventajas del ejército enemigo que contaba con poder de fuego, episodio reconstruído por hollywood en el film protagonizado por Tom Cruise. A partir de la introducción del mito que rezaba que Saigo estaba vivo y escondido en el campo argentino comienza el derrotero de esta interesante película donde se entrelaza también el contexto de la Guerra del Paraguay a partir del testimonio viviente de un soldado que perdió sus miembros superiores, Poncho Negro (Alejandro Awada), quien se cruzará en el camino iniciático del protagonista. En ese periplo por locaciones reales, entre ellos San Luis, donde dialécticamente se tensa la cuerda invisible entre tradición y progreso, los personajes aparecen delineados con fuertes marcas en lo que a idiosincrasia y maneras de pensar se refiere, con un cuidado trabajo en los diálogos y los léxicos, uno de los puntos fuertes del guión también escrito por Scheuer con la colaboración de Fernando Regueira. La relación entre Takeo y Poncho Negro marca desde lo simbólico el choque cultural pero también se hace carne en pantalla y pivotea por diferentes estados emocionales y psicológicos que dan marco a los conflictos de manera sutil. Samurai abraza los códigos del western con una impronta muy personal que da un espacio privilegiado al tratamiento de la imagen; los encuadres prolijos y una virtuosa fotografía a cargo de Jorge Crespo para que lo paisajístico cobre un verdadero sentido dramático y se integre al lienzo de este cuadro rico en matices, que aporta al cine argentino nuevas maneras de mirar la historia desde otros colores, recupera la fuerza de la imagen como parte de la dinámica del lenguaje cinematográfico para generar en el público un vínculo sensorial que trascienda la intelectualidad y permita desarrollar la sensibilidad por algo que parece alejado u olvidado, pero que vive en la memoria.
Anexo de crítica La necesidad de un cambio de aire para encarar la innecesaria ¿Qué pasó ayer? Parte 3 – The hangover Part III- busca sin conseguirlo despegarse de la ecuación olvido/descontrol para suplirla por otra mucho menos atractiva: policial esquizofrénico con curva de maduración y guiños auto referenciales. La trama se concentra en la parábola del proceso madurativo de Alan, esta suerte de niño malcriado y caprichoso en el cuerpo del multifunción Zach Galifianakis, quien se carga la película a la espalda cuando otro personaje completamente secundario, que aquí cobra un protagonismo absurdo, como Chow se encarga de tirar ese peso mientras todo el resto sobra. Un relato desganado que acumula situaciones no graciosas y que trata con mucho esfuerzo cobrar un sentido de seriedad y sentimentalismo en el tercer acto, que para los fines de un producto de este nivel de mediocridad resulta penoso más que ridículo. Esperemos que esta sea la última porque las drogas y el alcohol siempre causan adicción y las malas películas también.
Cuatro mujeres Hay un cine con mirada femenina que resulta mucho más interesante que esta película de neto corte comercial proveniente de Bélgica, Locamente enamoradas, de la directora Hilde Van Mieghem, una actriz con una importante trayectoria que ahora también se dedica a dirigir. Bajo un registro que pretende contagiarse de la velocidad de una sitcom como podría ser Sex and the city, las protagonistas de este film coral atraviesan desde diferentes edades el mismo conflicto: los hombres y sus relaciones amorosas. La que ocupa el centro es Eva (Aline Van Hulle), preadolescente en estado de ebullición hormonal en busca del primer beso y de la experiencia amorosa en general. Sus modelos a seguir son su madre Judith (Veerle Dobbelaerre), actriz cuarentona que tras un fracaso con el matrimonio encuentra refugio como amante de un poeta maduro que no está dispuesto a abandonar a su esposa para que ella ocupe el primer lugar y entonces cansada de jugar el rol de segunda sale en busca de nuevos candidatos, uno peor que el otro. Completan el cuadro, la media hermana de Eva, una joven que intenta despegarse de la esfera paterna para convertirse en mujer, así como la tía de Eva que pretende quedar embarazada y concibe al sexo solamente desde ese lugar hasta que conoce la otra parte con un colega de trabajo. Las viñetas que desarrollan situaciones cotidianas como parte del abc del universo femenino exploran temáticas pero de una manera muy superficial a la que se compensa en la vorágine de la trama con algunos recursos ingeniosos desde el punto de vista narrativo, aunque eso no suma demasiado más que nada por las limitaciones del guión y la construcción esquemática de cada personaje, incluido claro está el mundo masculino con todos los lugares comunes a la vista. La única cuota de transgresión que se puede reconocer en este poco atractivo film belga es la utilización sin especulaciones de los desnudos y las escenas de sexo que resaltan por un lado la femineidad, la sensualidad de sus actrices y por otro la predominancia de lo erótico como parte del amor, sin un enfoque edulcorado o salpicado de moralina.
La familia extraterrestre Esta nueva apuesta a la animación de la compañía Weinstein que marca el debut en la dirección del encargado de storyboard en La era de hielo 4, Cal Brunker, arrastra uno de los defectos que últimamente vienen apareciendo en propuestas similares: es demasiado infantil para un público que supere los seis años y muy compleja desde los guiños referenciales a la cultura pop como para que lo entienda el público menudo. Por eso, esas limitaciones condicionan el resultado general, que si bien no defrauda en cuanto a la historia tampoco termina por convencer si se tiene en cuenta la vara con que se mide la animación en los últimos años. Dicho esto se puede argumentar que lo novedoso obedece a la elección del villano (Voz en el original a cargo de William Shatner), un humano resentido que captura a todo extraterrestre que aterrice en el planeta para hacerlo trabajar a destajo y explotar su inteligencia en beneficio de la construcción de un rayo para destruir la galaxia. Los héroes en esta oportunidad son dos hermanos azules (¿serán primos lejanos de los de Avatar?) que pese a su rivalidad y diferencias se unen en la causa común: salvar a su planeta y el resto de la locura de los humanos. Gary Supernova (Rob Corddry) vive junto a su hijo y esposa, Kip (Jonathan Morgan Heit) y Kira (Sarah Jessica Parker) en el planeta Baab a quince millones de años luz de la Tierra. Su trabajo en la base de la BASA –algo como la NASA pero en Baab- es controlar las misiones encargadas a su arrogante hermano Scorch (Brendan Fraser), el más mediático de la familia, quien siempre se lleva los créditos por poner la cara y el cuerpo ante las amenazas más terribles. Sin embargo, todo se precipita a partir de la existencia de una nueva misión al Planeta oscuro, que no es otro que la Tierra, algo inexplicable para la lógica alienígena. Para Gary el peligro no vale el riesgo pero para Scorch es la oportunidad de mantener su status de héroe por los siglos de los siglos. Claro que lo que no sabe el valiente azulito, que tiene un traje parecido al de Buzz Lightyear, es que en el área 51 le tienen preparada una bienvenida poco amistosa y tras ser atrapado por el villano de turno, junto a otros especímenes alienígenas, obliga a que su hermano Gary parta a su rescate para ganarse entre otras cosas la admiración de su hijo, quien ve al tío Scorch como un modelo a seguir. Las referencias a la cultura pop norteamericana y algún que otro chiste a los ingleses como el despiadado Simon Cowell o una pequeña participación para el odiado Ricky Gervais aporta la única cuota de humor para los más grandes dejando todo tipo de gag físico para los más pequeños y explotando las características de los personajes secundarios, que son mucho más atractivos que los propios protagonistas. En ese punto se destaca un bicho simpático llamado Doc (Craig Robinson) muy parecido en sus gestualidades y voz al lémur de Madagascar, pero sin mover ningún bote. No faltarán las coreografías para que los niños sacudan el esqueleto mientras sus padres soportan la película y tampoco la velocidad en las escenas de acción y el color habitual para un despliegue visual correcto, aunque no deslumbrante en lo que hace a diseño de decorados en particular. Como se trata de un film dirigido especialmente al público infantil tampoco se olvida el mensaje familiar y la fuerza de la unión para vencer al enemigo. En resumidas cuentas, Héroes del espacio funciona a medias si se piensa en un espectro mayor como audiencia pero eso no significa que niños de 4 a 6 se aburran en el cine o dejen de prestar atención a estos personajes atractivos visualmente y por momentos graciosos
El medio es el mensaje Vamos al grano: Tv utopía es un documental del director Sebastián Deus, quien allá por los noventa también formaba parte del Canal cuatro utopía, proyecto de autogestión de los vecinos del barrio de Caballito fundado por Fabián Moyano que al no contar con una licencia para transmitir lo hacía desde la clandestinidad y con una escasísima producción y amateurismo evidente. Detrás de este proyecto colectivo, que para la década menemista significaba por un lado la identidad de un medio alternativo de comunicación y por otro un sueño hecho realidad para aquellos que jamás formarían parte de ninguna programación de canal de cable o de aire por el contenido y la forma de los programas (a lo largo de diez años hubo de todo incluso noticieros y programas políticos), existe de cierta manera una historia que de acuerdo al punto de vista que la observe podría asociarse a la lucha quijotesca contra los molinos de viento de los grupos hegemónicos pero también es justo reconocer planteada en términos que dentro del ámbito comunicacional resultan por lo menos cuestionables, no tanto desde lo ideológico sino desde los códigos de la comunicación per se. Hay dos preguntas incómodas que este loable, aunque con importantes falencias en lo que a la utilización del material se refiere, documental no puede responder desde la propuesta por lo menos cinematográfica que sale a buscar el testimonio de los involucrados y de sus particulares anécdotas: ¿cuánta gente miraba este canal gratuito y de aire que por sus condiciones rústicas transmitía las 24 horas con interferencia? Y la segunda obedece a preguntarse con sinceridad a qué intereses reales afectaba este proyecto comunitario que transcurrida una década intentó recuperar luego un espacio durante la agitada y convulsionada disputa por la famosa Ley de medios con la esperanza de conseguir alguna adhesión a sus ideas cuando la política lo contaminó todo. No puede visionarse este documental de buenas intenciones sin tomar como punto de partida una frase del filósofo y teórico canadiense Marshall McLuhan (1911-1980), pionero en muchos temas de debate de teoría de la comunicación que aún hoy continúan vigentes a pesar de los brutales cambios a partir de la digitalización: el medio es el mensaje. Sin ánimo de teorizar desde este lugar y simplemente con fines complementarios a este texto podría resumirse el pensamiento del canadiense partiendo de la idea que el contenido de la comunicación es menos importante que el medio que la provoca. Esa pequeña y sutil diferencia entre contenido o mensaje y medio es lo que sintetiza el antes, durante y después del Canal 4 utopía, que por su esencia y origen distaba mucho de lo que puede significar la palabra televisión porque lo que predomina en este medio es la imagen sobre el contenido. Muchos de los programas que se transmitían en Utopía, y sobre este particular alcanza con el material de archivo recuperado por Deus -casi 300 horas-, hubiesen tenido mayor impacto en una radio porque carecen de imagen más allá de la exposición de la televisión en crudo y con las impurezas técnicas pertinentes. Así, lo que frecuentemente aparece en pantalla y más aún en un documental de estas características es el costado artesanal y voluntarioso pero también su límite cuando se rompe la barrera entre lo que está adelante y lo que está atrás de cámara. El efecto de la desprolijidad muchas veces juega en contra porque a pesar de causar simpatía o gracia en un primer instante luego desnuda con más profundidad los alcances del mensaje en función al contenido. Algo que por ejemplo se toma en solfa en programas humorísticos como los de Peter Capusotto, por citar el ejemplo local más oportuno. Sin embargo, también debe reconocerse que el Canal utopía utilizó un espacio en la comunicación para dar voz a otra manera de entender a los medios de comunicación alternativos sin entrar en el debate sobre la legalidad o ilegalidad de sus transmisiones. La clave del documental de Deus no es otra que el punto de vista elegido para contar la historia que no presenta dobleces, contradicciones pero es justo decir tampoco transparenta militancia en una época donde no existe el matiz sino el posicionamiento hacia un extremo o hacia el otro.
Anexo de la crítica El listón alcanzado por la franquicia Rápido y furioso –Fast and Furious-, sobre todo desde la cuarta y quinta entrega, había llegado por una serie de decisiones acertadas a un nivel superador en lo que a la saga respecta. Pasaron doce años y con Rápido y furioso 6 –Fast and Furious 6-, donde nuevamente Justin Lin se hace cargo de la dirección, dejando en claro que Rápido y furioso 6 –Fast and Furious 6- es más que una película de persecución automovilística aunque varias de sus escenas de acción involucren velocidad y autos. Más allá de estos defectos que seguramente los fanáticos no tendrán en cuenta y le darán la importancia equivalente a la de preguntarse si no es demasiado pesado lo que están viendo, Rápido y furioso 6 –Fast and Furious 6- anticipa que habrá franquicia para rato con una sorpresa luego de los créditos finales pero también que el desgaste se aproxima si es que se transita por el mismo camino, donde el gigantismo oculta las pequeñas grandes grietas de un producto con fecha de vencimiento, adulterada por las grandes explosiones y esa velocidad que se lleva por delante al buen cine de acción, ese en el que cada persecución se comprendía y se disfrutaba de la misma manera. Pablo E Arahuete (6 puntos)
Te vi y te perdí Hay películas argentinas que por su forma más que desde el contenido funcionarían mucho mejor en televisión. Básicamente porque detrás de los proyectos de este tipo se cuenta con buenos actores, alguna que otra interesante idea pero no se piensa demasiado en los códigos del cine más allá de estar atado a los cánones de un género como en este caso el melodrama costumbrista. Según los créditos, Cuando yo te vuelva a ver, cuarto opus de Rodolfo Durán (Terapias alternativas, 2007) se inspira en una idea original de Pascual Condito –para quien se reserva un personaje en la película- y cuenta con el guión a cargo de Gisela Benenzon y Marcela Sluka, quienes desarrollan el reencuentro de dos jóvenes que en los setenta tuvieron un fugaz romance de veinte días y que luego se separaron a causa del exilio para dividir rumbos e historias de vida que en el presente vuelven a unirse. Así las cosas, Paco (Manuel Callau) regresa a la Argentina luego de treinta y seis años de ausencia en España para asistir al casamiento de un amigo (Pascual Condito) y pasar unos días con su hermano (Alejandro Awada). Sin embargo, lo que nunca se iba a imaginar, ocurre: en ese casamiento se encuentra Margarita (Ana María Picchio) trabajando en el catering, la mujer que debió abandonar en su juventud y a quien estuvo buscando durante todo su exilio, incluso desde las cartas que jamás fueron respondidas por la destinataria. Es en el encuentro de estos dos personajes que se deben esa charla aclaratoria para sanar heridas donde se concentra la trama y en las consecuencias de una toma de decisiones del pasado que alteraron el presente de cada uno de ellos con un denominador común: la frustración. El problema del film de Durán obedece al tono y registro elegido para contar la historia en primera instancia por un innecesario subrayado y un excesivo nivel dramático, propio de una novela televisiva de las de antes. Se puede reflejar humanidad en los personajes sin que esas emociones parezcan sobreactuadas y es en ese umbral donde se aprecia una buena película que trata de narrar sin pretensiones una historia sencilla. Por otra parte, el recurso del paralelismo y la alternancia en el montaje para que avance la historia del pasado y la del presente a fuerza de flashbacks no es el más adecuado y tampoco equilibrado teniendo en cuenta que toda la carga se deposita en el aquí y ahora de Paco y Marga. No obstante, debe reconocerse una buena subtrama en relación al vínculo entre Marga y su hija (Malena Solda), depositaria de todas las frustraciones de su madre y víctima involuntaria de las malas decisiones. Tal vez con un mayor énfasis en esta relación se hubiese alcanzado un mejor desarrollo de la historia de Paco como ese hombre ausente para un relato donde las mujeres son protagonistas y los hombres convidados de piedra, nostalgiosos y poco convincentes.
Antes de que estalle la bomba Desde el comienzo, la vida de Ginger y su inseparable amiga Rosa (Alice Englert) ha transitado por los carriles normales de la adolescencia. La contemplación secreta de Ginger en todo lo referente a las actitudes desinhibidas de su compañera de aventuras se irán disipando paulatinamente al descubrir un aspecto un tanto oculto en ella y que está estrechamente vinculado al padre de la protagonista, Roland, un hombre recién separado de su esposa -la madre de Ginger- que abraza el liberalismo en todos los órdenes de la vida tras haber permanecido un tiempo en prisión, con un pasado algo oscuro y varios misterios detrás. Roland no tarda en seducir con su aparente tristeza a Rosa, aspecto que genera en ambas amigas un distanciamiento agudo y para Ginger la confirmación que su percepción de las dos figuras idealizadas, su padre y su mejor amiga, son producto de su incipiente inseguridad y tal vez de un avanzado estado de locura. Si la adolescencia como etapa conflictiva se entrelaza con un contexto adverso tanto en lo interno como en lo externo, sugerido desde este interesante melodrama intimista, Ginger y Rosa, de la directora británica Sally Potter (que no tiene nada que ver con el mago Harry) y a eso se le agrega una fuerte carga psicológica que no deviene catarsis, es porque el relato se encarga de desarrollar de manera sutil tópicos elementales para el cine, léase los celos, las inseguridades y los deseos reprimidos. Sin embargo, lo que puede parecer un pretexto histórico e incluso un capricho encierra su fuerte connotación dramática e imprime en el derrotero de la conflictuada Ginger (brillante actuación de Elle Fanning) un camino lo suficientemente sinuoso para conducirla a un precipicio emocional que con absoluta destreza narrativa se va gestando a lo largo de los noventa minutos. Para aquellos que pretendan como siempre un cine digerido y explicativo de las conductas o actitudes de los personajes, este film demuestra precisamente lo contrario y requiere por parte del espectador un esfuerzo extra para ir atando los cabos en la trama, atravesada por momentos de ambigüedad, personajes funcionales a esa ambigüedad y ciertas escenas perturbadoras, aunque no gratuitas. El opus de Sally Potter no es una película de fácil digestión dado que transita por los reveses morales sin una mirada acusadora o educativa pero sin abandonar los aspectos humanos detrás de cada conflicto o conducta manifiesta de sus personajes, muy bien escritos desde el punto de vista narrativo y con rasgos distintivos para enriquecer la fauna suelta en esta selva en que se debaten el ser y el deber ser; el deseo y la represión del deseo, la identidad y la libertad, antes de que la bomba del conformismo estalle.
Anexo de crítica: La sexta adaptación de la novela El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, a cargo del australiano Baz Luhrmann no pasa desapercibida en cuanto a valores cinematográficos y tampoco en relación a la renovada mirada sobre el clásico de la literatura norteamericana por excelencia dejando el interrogante abierto: ¿Baz Luhrmann realiza cine de autor o simplemente construye un cine mainstream de mejor calidad que el habitual? Para aquellos espectadores que no soportaron la ampulosidad de Moulin Rouge! es recomendable abstenerse de esta experiencia porque se verán altamente defraudados y no encontrarán el acartonamiento de Gatsby impregnado por Robert Redford ni la inocencia casi infantil de Mia Farrow por no mencionar ese incipiente anacronismo que mezcla la música jazz propia de la época con la electrónica y el hip-hop. Ahora bien, a los espectadores que hayan vibrado a la par de Romeo + Julieta, llorado con la tragedia de Moulin Rouge!, la concurrencia a las salas cinematográficas es poco menos que obligatoria.