Antes y después del encierro Desde que conozco el arte, esta celda se ha convertido verdaderamente en una prisión, reza la elocuente frase de uno de los protagonistas de César debe morir, documental que los hermanos Paolo y Vittorio Taviani presentaran en Berlín con la obtención del premio máximo y que ahora llega a nuestro errático panorama de la distribución cinematográfica local con calurosa bienvenida. La cárcel conoce historias de traiciones, lealtades, alianzas, violencias y deshumanización y por eso retomar la tragedia que hace casi cuatro siglos escribiera el dramaturgo inglés William Shakespeare, Julio César, cobra un verdadero significado dada su universalidad así como transformar a una cárcel, espacio acotado si los hay, en un lugar para el ensayo y la interpretación de una obra de teatro a cargo de los propios reclusos sin vocación actoral. Al estructurarse la puesta en abismo que sigue paso a paso los ensayos, las discusiones frente al texto y las propias internas de los participantes, los directores italianos (octogenarios debe decirse) aportan un enfoque bastante original para desplazarse en el ámbito carcelario cuando frecuentemente desde el cine documental o la ficción prevalece el estereotipo o la distancia entre los condenados y la cámara pero también en el recorte parcial de la realidad, algo inevitable si de cine se trata. El mérito es haber encontrado la grieta o el hueco por dónde mirar y atravesar el alma de los presidiarios, muchos de ellos con penas de cadena perpetua, homicidios y vínculos directos con la camorra que encuentran la catarsis en el proceso de preparación teatral pero también el despojo de las máscaras para desnudar su propia historia de vida antes y después del encierro. Ese operativo de la emoción no forzada aunque a la vez de la impostura en la actuación permanente frente a una cámara testigo por momentos desencaja y sorprende cuando emerge verdad, angustia y cuerpo. En el rostro apagado de Giovanni Arcuri seleccionado en un singular casting por el director de la obra se vislumbra esa terrible contradicción que es la condición humana en sí misma, lo más sublime y lo más miserable en su mirada tajante. Algo similar queda para el argentino Juan Bonetti, elegido para interpretar a Decio, quien es nada menos el encargado de la muerte de Julio César para comprender todo lo que está en juego en esta actividad que propone la liberación dentro del propio encierro. El comienzo que en realidad cronológicamente se ata al final nos muestra un escenario y actores en escena en el último acto de la tragedia shakesperiana que estalla en un aplauso del público y en un grito guerrero para auto determinarse sin que sospechemos que una vez que la furia se disipe y la alegría se apague quedarán las rejas y el silencio. Por fortuna existe este tipo de películas que logran por momentos que esos barrotes desaparezcan y que los hombres detrás de las rejas recuperen aquello que los hizo hombres: la voluntad, la imaginación, las ganas de vivir.
Vino Toro, el llanero no El llanero solitario no es pirata del Caribe a bordo de un caballo. Ahora bien la pregunta incómoda: ¿se sostenía Piratas del Caribe sin Johnny Depp? Hay que sincerarse y formar una mirada en perspectiva para encontrar la respuesta porque muchas de las secuencias de acción de aquella trilogía cobraban particular sentido gracias a las morisquetas y acciones corporales del actor que en este nuevo personaje que extrae algo de Toro (Tonto del original) se carga el film de Gore Verbinski y opaca a todos, incluido al insulso Armie Hammer, a quien el papel de llanero solitario le queda tan grande como el presupuesto volcado para esta fallida operación rescate del ícono televisivo. El serial del llanero solitario, quien ya había sido transportado al cine en dos ocasiones, guarda un estrecho vínculo con la infancia de muchos de nosotros que acompañábamos nuestras meriendas frente al televisor blanco y negro para ver siempre la misma historia donde había un indio, un vaquero con antifaz y un caballo blanco peleando contra villanos desalmados y codiciosos. Eso era todo y alcanzaba pero claro el cine la necesidad de sorprender y de doblar la apuesta para que el producto final sea rentable es mucha y el riesgo igualmente proporcional a la inversión. Por lo tanto hay que decir que la mala decisión de haber apelado a un tono paródico frente a una figura heroica y muy vinculada a nuestra infancia y nostalgia no ha dado los resultados esperados y eso se nota en el exceso, el alargamiento sin sentido de una trama muy poco atractiva y que a pesar de las vueltas de tuerca siempre en el terreno de la obviedad no agrega nada al producto final. El film se toma mucho tiempo en desarrollar el pasado y el presente de este funcionario de la justicia devenido justiciero que debe convivir con su yo del deber ser y el deseo de venganza por la muerte de su hermano en contraste con la historia mucho más atractiva de un indio que en el presente es una atracción de circo y en el pasado representante de una cultura aplastada por el hombre blanco, la codicia y el progreso simbolizado en el tren y en la extracción de plata. No hace falta agregar ni contar nada sobre la historia que entrelaza como parte del guión el recuerdo de un Toro ya anciano ante un niño que actúa de interlocutor en complicidad con el espectador. La acción llega con un abuso del digital para poner en ridículo a otro símbolo como el caballo plata y el subtexto permanente de la parodia y la burla se encargan del resto. El llanero solitario no cumple ni siquiera con el objetivo primordial de la aventura básicamente porque la composición de Johnny Depp opaca todo, para bien y para mal.
No apto para creyentes Muchas veces las películas se terminan malogrando por falta de concepto o malos finales. Un desenlace mal elaborado o al menos mal resuelto modifica en su conjunto el paquete presentado porque el moño es más importante que el envoltorio y en cine el envoltorio se ve antes que el contenido. Si de contenido se trata, lo primero que podemos afirmar es que La pasión de Michelángelo, segundo opus del chileno Esteban Larraín – no tiene parentesco con Pablo Larraín- transita por los carriles del cine político a partir de un hecho verídico acaecido en los años 80 en plena dictadura pinochetista, que tiene su epicentro en un pequeño pueblo, cerca de Valparaíso, protagonizado por un adolescente de 14 años, huérfano, quien aseguraba tener una conexión directa con la Virgen Maria, al hacerse portador de un don que le permitía comunicarse para dar cabida a sus mensajes. El vidente de Piedra blanca arrastró la concurrencia de miles de fieles, movilizó a los medios de comunicación que explotaron la noticia desde sus aristas religiosas, amarillistas y escapistas de una realidad atravesada por un clima social y político convulsionado, que rápidamente se ajustó a un contexto propicio para manipular desde las altas esferas del poder la relación intrínseca entre la fe y la esperanza cuando la necesidad de creer en tiempos difíciles es mucho más necesaria y redituable. La trama avanza por contraste de dos puntos de vista: el del cura vicario Ruiz Tagle (Patricio Contreras), quien es enviado por las autoridades eclesiásticas a investigar y corroborar el acontecimiento de señales milagrosas para oficializar el acontecimiento en el orden institucional y el punto de vista de Miguel Ángel (Sebastián Ayala), el muchacho que se ha convertido de la noche a la mañana en la sensación mediática y en el títere perfecto de la política para amansar las ovejas del rebaño, quien lejos de mostrarse humilde ante sus pares y la comunidad exhibe su vanidad y se rodea de oropeles y un séquito obediente desafiando a su autoridad. Todas las condiciones de un thriller religioso están servidas en bandeja teniendo presente la obviedad de un personaje con crisis de fe, a la sazón el jesuita Ruiz Tagle, en pleno trabajo de investigación ante las sospechas de fraude y engaño colectivo a manos de un falso profeta, con un trasfondo político que salpica tanto a la iglesia como al Estado y desde una mirada que no juzga y reflexiona el fenómeno pero que no logra despegarse del esquematismo y el estereotipo. Sin embargo , La pasión de Miguel Ángel comienza a trastabillar una vez que todas las cartas se exponen en la mesa y ya no queda mazo por repartir en la caprichosa dialéctica de las compensaciones para no tomar ninguna dirección y despejar la saludable ambigüedad que una película de estas características necesita para tener sentido y coherencia. Ese defecto, que hace a la esencia del film, estalla promediando el final y entonces todo aquel andamiaje revestido de cierta sutileza y prolijidad se desmorona y precipita al abismo de la mediocridad de una manera gratuita y realmente muy poco creíble para dar cuenta de ese recurso facilista paradójicamente llamado la máquina de Dios. Da toda la sensación de que el realizador chileno no supo separar la impronta emocional con la distancia y rigor racional para sumergirse en un terreno difícil como el de la fe y mucho menos alcanzó a sugerir, bajo su enfoque manifiestamente no religioso, alguna brecha que fuera lo suficientemente atractiva para dejar la semilla de la duda planteada en el espectador, sin ofender su creencia pero sí descreyendo de los modos en que puede manipularse a los creyentes, algo que resulta universal y no inherente a la idiosincrasia de un pueblo o nación.
Entre la represión y el deseo Ciertas características de thriller psicológico y drama intimista atraviesan el pequeño, pero bien construido, mundo de este opus alemán del director Christian Petzold (Jerichow, 2008), uno de los referentes a la hora de hablar de una nueva corriente en el cine alemán. El contexto de Bárbara, título que además da nombre a la protagonista interpretada nuevamente por la sensual Nina Hoss, es nada menos que la Alemania post nazismo y en vías de la futura aniquilación del Muro de Berlín, que separaba a la parte Oriental de la Occidental marcando divisiones muy fuertes entre los ciudadanos, que iban más allá de las ideologías políticas. Así las cosas, tras cumplir una condena carcelaria por motivos que el film no devela, la médica Bárbara acepta trabajar en un hospital provincial junto al doctor André (Ronald Zehrfeld), quien llega a ese lugar más que como elección personal por un problema en el pasado que lo conmina a quedarse allí. Si bien la mujer se dedica sencillamente a su trabajo con diferentes pacientes, entre ellos, una joven prisionera llamada Stella (Jasna Fritzi Bauer), quien encuentra en las internaciones el escape ideal y un joven con tendencias suicidas, comienza a surgir entre ambos colegas una sutil atracción, producto de compartir horas de trabajo. Sin embargo, los planes de Bárbara más allá de su vocación médica incorporan a un tercero en discordia, un novio con quien planea fugarse de Alemania a Dinamarca y que aporta un vértice importante en esta suerte de triángulo amoroso, aunque este detalle no ocupa el centro de la trama sino la periferia porque la historia se focaliza principalmente en los conflictos internos de la protagonista, quien se debate entre el deber ser para con la profesión y el deseo por querer modificar su mundo y empezar de cero. Hay cierta disparidad en lo que se refiere al progresivo avance del relato y su correspondencia desde el punto de vista visual con un fuerte trabajo de la imagen que acuña un estilo plástico compuesto por colores intensos (rojos, azules) para ilustrar escenas y quitarle una pátina de absoluto realismo y naturalismo a un film que abraza el clasicismo en cada uno de sus intentos por desarrollar la historia. El realizador alemán contó con la ayuda de otro director conocido, Harun Farocki, para escribir el guión que apela a la sutileza y a la escasa información para que las piezas del rompecabezas se vayan acomodando, pausada pero ininterrumpidamente. Bárbara es un film también sobre el mundo femenino, la represión del deseo y desde su costado más político un interesante modo de reflejar el estado de paranoia social cuando el Estado opera entre las sombras o simplemente actúa sin esconderse.
Socialudo y viajero Huella y viajero son palabras que deben ir de la mano y que muchas veces no se encuentran nunca en la dialéctica del tiempo. Quien viaja, explora, conoce, transita, es aquel que no se estaciona en ninguna parte y avanza o retrocede sobre sus propios pasos, pero lo único que deja presente es esa marca o huella por cada lugar en el que estuvo. Ese es de cierta manera el leitmotiv de este interesante documental La huella del doctor Ernesto Guevara, de Jorge Denti, que toma como punto de partida los dos periplos realizados por el joven médico Ernesto Guevara entre 1952 hasta 1956 junto a su inseparable ladero Alberto Granado (a quien está dedicado este documental) y Galica Ferrer, otro de sus inseparables compañeros de aventuras por la Latinoamérica profunda, pobre y cruel, por la cual viajaron durante varios años antes de que germinara la idea revolucionaria primero en Guatemala y luego al conocer a Fidel Castro y el embrión de lo que tras su partida a la revolución se terminaría transformando en el Che Guevara. Si bien la estructura elegida por Denti responde a los códigos del documental más clásico, alternando con un montaje material de archivo, fotos y entrevistas a distintos testigos que dan cuenta de un retrato a primera mano de aquel joven socialudo y viajero -como el propio Guevara se definió en uno de sus escritos- terminan trazando el camino no cronológico para ilustrar anécdotas y experiencias fascinantes en las que se desprenden las primeras características de su profunda convicción y transformación personal, a lo largo de su contacto con los sectores más golpeados e invisibles de los países latinoamericanos condenados por la lógica capitalista a la que debía combatirse desde el primer minuto. Así, el trabajo de investigación en alergia; la aguda observación de los modos de vida; la enorme sensibilidad poética para mirar la realidad y no ver simplemente quedan plasmados en los 124 minutos en los que además aparece, a partir de la voz en off, el espíritu de Guevara y de su prosa a la hora de comunicar sus vivencias, miedos, contradicciones y emociones. Los pequeños fragmentos de cartas a su madre, a su amiga Tita, en complemento con los testimonios de las diferentes cabezas parlantes seleccionadas con rigor para aportar distintos matices y ángulos en la construcción del personaje suministran la información necesaria para aquel espectador que desconocía la historia y los orígenes del Che, así como funcionan de elemento que evoca y llama a la nostalgia para todo aquel que sí había tenido cierto contacto con su pasado y sobre todo con los comienzos en los que la vocación y el compromiso médico fueron mutando con el correr de una vida agitada a otra vocación mucho más trascendente: la de revolucionario y hombre internacionalista.
La mirada ajena enajena El danés, otrora sindicado como uno de los representantes más importantes del Dogma 95, Thomas Veinterbeg ya hace tiempo que transita por otros territorios ríspidos pero no por ello menos atractivos desde el punto de vista cinematográfico, rayanos con la incorrección política siempre reivindicada por el cine convencional o aquel que busca el consuelo redentor de Hollywood para no ventilar las miserias humanas. La cacería (título poco feliz para un traducción que en realidad debería haber sido La caza) es un drama social sin moralina barata ni anestesia para espectadores que con frecuencia reaccionan de manera negativa ante propuestas en los que los maniqueísmos quedan absolutamente sepultados por las aristas y los reveces de la condición humana. Quedarse con la anécdota de esta historia que propone no un enfoque unidireccional sino precisamente ambivalente, caleidoscópico como si se tratara de un prisma que refleja distintos niveles de realidad se acomoda en el incómodo resquicio entre las víctimas y los victimarios anticipándole desde el primer minuto al espectador la inocencia de un hombre acusado de abuso deshonesto a la hija de su mejor amigo, quien junto a otros niños convive con el acusado durante unas horas en su trabajo de una guardería. Lucas (Mads Mikkelsen) es un padre divorciado que lucha por la tenencia de un hijo adolescente, Marcus (Lasse Fogelstrøm), y con la intención de recomponer esa relación comienza a trabajar en la guardería ya mencionada porque además le gusta el contacto con los niños pequeños. Su predilección por la hija de su amigo Klara (Annika Wedderkopp) es evidente, aunque nunca existen indicios de segundas intenciones. Sin embargo, la pequeña al no sentirse correspondida por Lucas y tras un límite impuesto por el adulto experimenta una reacción negativa y su enojo se convierte en fabulación. A partir de los dichos de Klara, quien bajo presión de la directora y de su propia madre, vacila pero confirma un encuentro sospechoso, la vida del sospechado cobra un vuelco de 180 grados sin ninguna chance de defensa ante el escarnio social que lo sume en una pesadilla sin retorno. Fiel a la idea de poner la otra mejilla, Lucas se resigna ante las infundadas acusaciones de pedófilo como una presa acorralada por la mirada ajena que ya lo estigmatizó a pesar que Klara resulta contradictoria en sus nuevas declaraciones. El director de La celebración (1998) ensaya en este film un tratado sobre la mirada de los otros cuando lo que menos está en juego es precisamente la búsqueda de la verdad y si bien no terminan condenando a su protagonista tampoco lo redime en su lucha desigual haciendo de este relato algo mucho más crudo y verosímil porque el espectador conoce pormenorizadamente todos los hechos y saberse depositario de esa verdad automáticamente lo involucra desde su condición de público pasivo, una pieza más del engranaje de la maquinaria social amparada en la hipocresía de la estigmatización. El planteo radical de este opus no complaciente resulta por un lado perturbador y por otro esclarecedor acerca de un tema considerado grave y serio que desde la dialéctica cinematográfica la mayor cantidad de veces se somete bajo las coordenadas de la venganza y el maniqueísmo poco interesante en materia conceptual. Todo está servido en bandeja para la reflexión y la mayor virtud de esta película se esconde recién en el clímax y en un desenlace absolutamente coherente y orgánico como este audaz trabajo requería para dejar una huella indeleble en cada uno de los espectadores.
Del superhéroe al hombre Hay dos modelos de Superman que pugnan en El hombre de acero, pensada bajo la prédica de Christopher Nolan y sus particulares enfoques filosóficos sobre la figura del héroe y dirigida, así como ejecutada visualmente, por el creativo Zack Snyder. Es decir, que esta nueva franquicia que procura reinventar a la creación de los años treinta, que luego llegara a la pantalla grande para convertirse en icono cinematográfico y arquetipo de héroe, intenta la alquimia entre el Superman de acción y el filosófico con su planteo existencial detrás. Empresa desafiante si las hay para tiempos en que Hollywood ya no sabe cómo reciclar fórmulas sin repetirse y donde la idea de industria como negocio multimillonario se liga directamente al cine en su carácter de fuente de entretenimiento y espectáculo de masas más que a nivel artístico. La primera novedad se resume en el alto grado de dramatismo e intimidad que atraviesa el universo de El hombre de acero durante 143 minutos –quizás se pueda objetar la excesiva duración- en el que conviven un relato de tipo iniciático como el propuesto desde Batman inicia (2005) a un film de ciencia ficción y acción al estilo Hulk (2003) o Los vengadores (2012). Esa curva iniciática expone desde el punto de vista narrativo el inteligente recurso de la fragmentación de tiempo pasado y presente para introducir los necesarios flashbacks y así reconstruir los hitos que marcan el nacimiento del héroe y su transformación hacia el desenlace del relato. La mirada Nolan –por bautizarlo de alguna manera- explora y refleja las fisuras y aristas del conflicto moral por el que debe atravesar el extraterrestre kriptoniano al haberse criado en la Tierra en compañía de la raza humana, infinitamente inferior y débil en relación a cualquier espécimen proveniente de su galaxia ya extinta. El planteo moral dinamita de forma racional los preceptos religiosos más puros pero se arraiga en los mandatos paternos desde dos focos complementarios: la ley de Jor El, padre biológico de Kal El –Superman- interpretado por un correcto Russell Crowe y aquel código ético impuesto desde las enseñanzas a Clark Kent por su padre de corazón, en la piel del siempre eficiente Kevin Costner, granjero de Kansas quien junto a su esposa (Diane Lane) se encargaron de integrar, proteger y a la vez ocultar a este niño llegado desde el espacio y en quien se deposita nada menos que la esperanza de salvación de la humanidad. Lo que realmente hace efectiva esta suerte de transformación del personaje desde el aprendizaje y a partir de asumir su calidad de outsider eterno (cada vez que descubre uno de sus poderes ante sus pares humanos debe huir a otro pueblo y comenzar nuevamente de cero) es haber encontrado el equilibrio justo entre infancia, adolescencia y adultez bajo la órbita del mismo conflicto interno: la soledad del héroe. El Superman de Nolan y Snyder es un Hombre de acero por su voluntad a prueba de las debilidades humanas; su carácter de hombre superior a todos es la capacidad de empatía emocional con el dolor del otro y la exteriorización del propio sufrimiento y sentimiento de culpa cuando no está a la altura de las circunstancias, sin menoscabar claro está los aspectos racionales que son fundamentales para tomar decisiones ante situaciones límite como aquella que experimenta el niño cuando el micro escolar que lo transporta, junto a sus compañeros de curso, se precipita al agua y sin su intervención hubiese significado la muerte de todos esos niños que descubren sus cualidades en vivo y en directo. Superada esta lectura, debe avanzar el análisis a lo que en materia cinematográfica nos atañe y fundamentalmente en relación al estilo y estética del film, la cual abraza la idea de comic, camuflado en una historia de invasión extraterrestre con el propósito de conquistar el planeta Tierra, para desarrollar toda la seguidilla de momentos y secuencias de acción, utilizando al máximo la digitalización para destruir literalmente la ciudad de Nueva York en una pelea cuerpo a cuerpo entre el protagonista y su antagonista el general Zod (Michael Shannon). La balanza no se inclina para ningún costado de manera manifiesta, pues cada vez que surge una secuencia de carácter intimista con fines de desarrollo dramático sin sobre explicaciones, con una banda sonora muy acorde a las situaciones -donde por momentos Hans Zimmer se disfraza de Clint Eastwood- arremete otra cargada de caos, destrucción y despliegue visual haciendo gala de un diseño y coreografías complicadas, pero que se comprenden en la imagen y se sienten en el cuerpo como los golpes que cada uno recibe en pleno combate, donde los militares y los humanos se ven relegados en calidad de testigos. Las bondades del 3D para una película que no fue pensada para explotar este formato no aportan demasiado a la pirotecnia visual que estalla sobre todo en la batalla final, no ocurre lo mismo en el comienzo que tiene como marco un enfrentamiento galáctico en el propio planeta de Superman, a quien el actor Henry Cavill le encuentra el sayo justo para calzarse e impregnarlo de humanidad, a pesar de la inexpresividad de su rostro. Algo similar ocurre con la buena elección de Amy Adams para probarse el traje de Lois Lane, en las antípodas de la insípida Kate Bosworth de la olvidable Superman Returns (2006) y mucho más protagonista en la historia que la reconocida Margot Kidder de fines de los 70. Esta nueva versión que supera con creces la idea de interés amoroso para convertirse en personaje de mayor intensidad, que lucha en un mundo de hombres, genera un lugar distinto para las mujeres en este relato predominantemente masculino. Para aquellos que no comulguen con la concepción Nolan encontrarán consuelo en la estética Snyder absolutamente presente en cada plano. No obstante, quienes hayan disfrutado de la renovada trilogía de Batman a partir de haber tomado la posta el director de Memento se reconciliarán y regocijarán con esta nueva incursión que seguramente depare más sorpresas en el futuro e inaugure un antes y un después de este icono del comic y del cine.
La gran familia conservadora El matrimonio y sus votos conllevan sus crisis pero al final siempre termina triunfando el amor. Ese es el mensaje de esta simpática aunque no deslumbrante comedia El gran casamiento, remake del film suizo de 2006, Mon frere sa marie, de Jean-Stephane Bron, cuya particularidad es en definitiva su única virtud: un reparto de lujo en el que se destaca un Robert De Niro ajustado y contenido en base a su galería de tics a los que nos tiene acostumbrados. De Niro se complementa con otros actores de la talla de Diane Keaton, Susan Sarandon y Katherine Heigl, secundados también por un desaprovechado Robin Williams en el rol de cura católico que deberá casar al hijo adoptivo de De Niro y su ex esposa interpretada, por Diane Keaton, Alejandro. Alejandro (Ben Barnes) está a punto de casarse con Missy (Amanda Seyfried), hija de una familia conservadora que ve con prejuicio a los latinos como él, pero que harán el esfuerzo por conocer a su futura consuegra y a la hermana del novio, invitadas para encontrarse con los padres adoptivos de Alejandro, sus hermanos Lyla (Katherine Heigl), abogada y soltera y Jared (Topher Grace), médico y soltero también. El énfasis puesto en la soltería no es una redundancia a los fines de esta película dado que todo gira en torno a la diferenciación entre los dos estados: casados con hijos y solteros sin hijos. Sin embargo, a pesar de bordear un espacio lúdico y un tanto irreverente en algunas situaciones, el conflicto central de esta boda obedece a la impronta de lo sagrado que implica dentro de la doctrina católica mantener los votos del matrimonio. Eso es lo que motiva a que durante 48 horas antes del casamiento propiamente dicho Don (Robert De Niro) y Ellie (Diane Keaton) deben aparentar estar casados para no levantar sospechas frente a las creencias religiosas de la madre biológica de Alejandro, Madonna (Patricia Rae), para quien el divorcio es pecado. El director y guionista Justin Zackham (fue quien escribió el guión de Antes de partir, 2007) dota al relato de frescura y en esporádicas situaciones de incorrección política para tocar los tópicos más convencionales que hacen a los valores conservadores como familia, matrimonio, etcétera, en una trama que no alcanza a convencer desde su planteo pero que sin embargo entretiene por mérito de sus intérpretes. El gran casamiento es otra comedia que busca el detonante cómico en el enredo y en este caso explota a partir de la forzada relación entre Don y Ellie con la tercera en discordia Bebe, quien vuelve a ocupar el lugar de la segunda y a perder su status y reinado ante la llegada de su amiga. Muy poco puede agregarse, salvo la mala elección de los personajes secundarios como la madre latina y la hermana del novio.
Anexo de crítica. El director francés Louis Leterrier ha demostrado a lo largo de sus películas de acción como las dos El transportador –The transporter, 2002, 2005- oficio y a la vez desparpajo en lo que a manejo de cámara y dirección se refiere. Su cine maneja el mismo verosímil que las películas clase B pero con presupuestos diez veces mayores a los que puede aspirar un film de esas características y siempre en función al espectáculo cinematográfico como sello personal. Cabe preguntarse cuándo un truco de magia es eficaz para responderse si Nada es lo que parece –Now you see me- es igual de eficaz y entonces no queda más remedio que admitir que, a pesar de las trampas de Leterrier y compañía, la digitación del plan maestro queda perfectamente oculta en las numerosas maniobras de distracción, las cuales conducen al espectador por diferentes caminos para que nunca reconozca el verdadero atajo y así llegar a resolver dónde está la falsedad ante los hechos que suceden a gran velocidad frente a sus ojos. Nada es lo que parece apela al recurso de la rapidez tanto en la narración como en el montaje para potenciar la distracción y camuflar las enormes falencias del guión, así como las arbitrariedades en función al propósito buscado: sorprender, engañar, burlarse tanto del público como de sí misma. Parte de ese objetivo lo cumple por contar con un reparto muy calibrado y afiatado para esta aventura entre quienes debe destacarse a Jesse Eisenberg y Mélanie Laurent por encima del resto del elenco integrado por Mark Ruffalo, Woody Harrelson, Isla Fisher, Dave Franco, Morgan Freeman y Michael Caine.
Suéltame pasado El sueco Lasse Hallström tiene en su haber algún que otro título digno y muchos otros que pueden pasar al olvido. Entre los rescatables claro está se impone Chocolate (Chocolat, 2000) sencillamente por contar con Johnny Deep y la francesa Juliette Binoche que hacían el deleite del espectador en una historia romántica e insulsa, pero al fin y al cabo llevadera. No cabe ninguna duda que con esta adaptación de otra novela de Nicholas Sparks (Querido John), frecuentemente llevado al cine con relatos de amor edulcorados, nos encontramos ante un producto menor que marca sin dudas una caída en el nivel del realizador sueco. La diferencia con otros films inspirados en el universo Sparks es que en esta ocasión se ha buscado introducir un elemento de suspenso, con pretensiones de thriller en una trama que jamás avanza hacia un lugar no predecible, pese a que la protagonista intente esconderse. Podría decirse, siguiendo este planteo, que la descubrimos en el primer minuto y también las intenciones del guión (si se lo puede llamar guión) así como el esquemático juego de simetrías entre los amantes, el tufillo maniqueo de buenos y malos y la ingenuidad más absurda que eleva a niveles irrisorios situaciones y desenlaces al servicio de un romanticismo hueco y meloso. Un lugar donde refugiarse es el título elegido por la distribuidora local para el original Safe Haven (algo más acorde a lo que realmente ocurre más allá de la referencia geográfica) para adentrarse en el derrotero de la joven Erin (Julianne Hough) en plan de huída para tomar la personalidad de Katie, una dulce muchacha que se enamora del viudo Alex (Josh Duhamel), quien se encuentra a cargo de dos niños pequeños Josh (Noah Lomax) y Lexie (Mimi Kirkland) en un pequeño pueblo cercano a Atlanta. Ella se instala en una cabaña en el bosque e intenta recomponer y rehacer su vida como camarera, al tiempo que comienza a enamorarse del vulnerable y sensible Alex, mientras el detective Tierney (David Lyons) sigue sus pasos porque existe entre ellos un vínculo relacionado a su pasado. El relato transita por todos los lugares comunes habituales pero lo más preocupante aparece cerca del final con un cúmulo de torpezas, golpes bajos y revelaciones que no sorprenden ni siquiera a aquellos espectadores que se durmieron durante el desarrollo de la película, cansados de ver a la parejita feliz en sus paseos en bote o los escarceos amorosos en plena lluvia. Tanto Julianne Hough (la chica de La era del rock) como Josh Duhamel cumplen en sus roles, aunque la química entre ambos no explota jamás en pantalla pese a los fuegos de artificio del 4 de Julio, imagen hartamente utilizada en el cine.