Pueblo chico, secreto grande El segundo opus de Diego Yaker, Pecados, gira en torno a una historia de amor de adolescentes en el seno de un pueblo norteño donde la mayoría de sus habitantes guardan un pacto de silencio por el que de manera secundaria se verían afectados los enamorados, de llegarse a revelar el gran secreto. Todo indica que cuando existe una red de mentiras, sostenidas a lo largo de los años, en algún momento el peso de la verdad cede por los lugares que menos se esperan para destruir los hilos del silencio. Ese es el detonante que separará a los jóvenes que empiezan a sentir atracción y mirarse de otra manera a la habitual y que en cierta medida altera el orden de la comunidad. Bepo (Mariano Reynaga) tiene dieciséis años y vive junto a su abuelo déspota y castrador, interpretado por el experimentado Pepe Soriano, antiguo Luthier que en la actualidad y producto de un avanzado estado de parkinson ve seriamente dificultada su labor. Por su parte, Lourdes (Diana Gómez), de la misma edad de Bepo, vive con su padre (Carmelo Gómez), a quien ayuda en la despensa del lugar. Para el muchacho, cada visita como pretexto de un recado de su abuelo significa unos minutos de contemplación de la belleza de Lourdes, así como la imposibilidad de comunicarle su amor por timidez, aunque ella intuye que la atracción física es recíproca. En la intimidad de ambos; en los paseos furtivos por los desolados desiertos salteños, Diego Yaker (Como mariposas en la luz, 2004) construye este romance adolescente prohibido -algo similar ocurría en Dulce de leche (de Mariano Galperín, 2011)-, a la par que la verdadera historia atravesada por los tabúes y prejuicios originados en el pasado avanza por los carriles más convencionales. Sobre este particular, las falencias de un buen guión que por no caer en recursos explicativos desemboca en un hermetismo peligroso para el relato afectan el conjunto de la propuesta. No obstante, debe reconocerse un esmerado trabajo en rubros técnicos como fotografía a cargo de Félix Bonnin o una banda sonora con reminiscencias a western compuesta por Rudy Gnutti, a pesar de que el género propicio para aprovechar las bondades paisajísticas no está explorado en este caso, ni siquiera como guía o segunda línea argumental que podría haber aportado a esta historia de amor y enfrentamientos generacionales un costado más atractivo que el trillado drama de pueblo pequeño con grandes secretos.
Padres e hijos por el mundo Pasamos por la vida; transitamos un recorrido pero hay un origen en cada historia y un legado destinado a prolongarse en el futuro, que a veces es demasiado intenso como para querer registrarlo en una grabación casera u hogareña. El boom de las redes sociales -o de la internet como herramienta de comunicación- ha conformado un mosaico inconmensurable de pequeñas historias que se comparten únicamente con el fin de la trascendencia en ese álbum globalizado y virtual que reserva un minúsculo espacio a la vida cotidiana de millones. En paralelo, la moda de las grabaciones amateurs y hogareñas también tuvo su rebote en el ámbito cinematográfico, incluso se volvió, más allá de los fines fetichistas, en una temática con peso propio donde el valor afectivo de cada cinta es mucho más importante que el documento per se. Al realizador argentino Baltazar Tokman (Tiempo muerto) lo sedujo de antemano la posibilidad de convertirse en testigo de pequeños momentos importantes para distintas familias a lo largo del mundo; padres que desde los primeros minutos registraron los nacimientos de sus hijos y luego continuaron la tradición de documentar el crecimiento de ellos, así como los procesos en las relaciones entre ambos con el paso del tiempo. Tal vez a este entusiasmo se le sumó la paternidad de Tokman y su decisión de filmar a su hija por lo que es casi seguro haber encontrado nexos con los otros padres a pesar de la distancia geográfica, cultural o idiomática. Planetario es la síntesis de veinte años de recolección de material ajeno correspondiente a filmaciones de los padres con sus hijos bajo la técnica found footage (montaje en base a grabaciones ajenas). El hilo conductor no es otra cosa que la paternidad representada a partir del testimonio de seis familias pertenecientes a diferentes latitudes: Polonia, Argentina, Rusia, India, Estados Unidos y Egipto, insertadas a lo largo de los ochenta y seis minutos que dura el documental en el que puede apreciarse el contraste dialéctico como uno de los elementos estéticos y conceptuales, basta como botón de muestra reflexionar sobre los festejos de cumpleaños en el que se advierten las diferencias sociales y el poder adquisitivo de cada familia. Los miedos y las inquietudes de cada padre y madre respecto al futuro de sus hijos, al rol desempeñado desde que vieron la luz, también forman parte del núcleo narrativo de este singular trabajo de Tokman junto a la investigación aportada por Irene Hartmann, seleccionado para la Competencia Argentina del Festival de cine de Mar del Plata en 2011, quien tras la autorización de cada uno de los padres involucrados culminó su tarea solicitándoles que respondan a un extenso cuestionario. Otro elemento unificador es la fuerte presencia de la religión sobre todo en una familia norteamericana conservadora y creyente, en la que uno de sus hijos fue enrolado por el ejército para combatir en Afganistán. En las antípodas, el padre ruso ateo enseña a su hijo pequeño a manejar armas porque debe prepararlo para sobrevivir. Y de eso se trata la educación en definitiva, en la preparación de los hijos para sobrevivir, algo que nadie puede enseñar o aprender de antemano tal como expresan las dudas de estos padres, orgullosos y devotos de sus retoños como ocurre con la conmovedora historia de la familia argentina Tinde en el norte argentino. La virtud de Planetario no reside tanto en el material acumulado sino en la selección metódica y conceptual para trazar las coordenadas de este viaje que se extiende a lo largo del mundo a paso firme y concentrado en la experiencia de ser padre, y mucho más aún de ser hijo.
Una parodia para odiar Más que parodiar Scary movie 5 es para odiar. Este juego de palabras sin ser brillante ni mucho menos es más eficaz que la galería de chistes insultantes al intelecto que conforman esta patética muestra de que se podía superar el nivel de mediocridad de las anteriores entregas. Lejos de la efectiva Una película de miedo (2000) que nació como parodia del éxito Scream todo lo que vino después para esta franquicia vergonzosa fue peor. En esta oportunidad la torpeza recae en las películas elegidas básicamente por su proximidad con los estrenos como es el caso de Posesión infernal, donde resulta tan obvio el gag recurrente con la convocatoria de la maldición que ya solamente eso vuelve a este adefesio cinematográfico irritante e insufrible. Casi noventa minutos de desperdicio en donde la figura de Charlie Sheen adquiere otro nuevo grado de patetismo y Lindsay Lohan parece recién llegada de una rehabilitación alcanzan para firmar el acta de defunción de un subgénero como el de la parodia y la sátira, al que el gran Mel Brooks honraba hace mucho tiempo y que en la última década ha sufrido las peores vejaciones y maltrato por culpa de películas como ésta. Mama, Actividad paranormal y El planeta de los simios son los blancos menos potables para hacer efectivo el recurso, así como El cisne negro donde la carencia de ideas es notable. Y si a eso le sumamos la constante apelación a la escatología completamos un mosaico deplorable servido en bandeja y que causa vergüenza porque ni siquiera arranca un vestigio de risa. Por la salud mental de los espectadores esperemos que esta vez sea la definitiva y no tengamos que volver a padecer productos infradotados y berretas como este o tantos otros que por fortuna no llegan a estrenarse.
Tres veces Anne El título de esta nota no hace alusión literalmente a aquella película emblemática de la generación del sesenta del cine argentino dirigida por David J Kohon, Tres veces Ana (1961), protagonizada por una jovencísima María Váner, sino porque en esta propuesta del realizador surcoreano Hong Sang-Soo el número tres es fundamental y el nombre Anne también. El hilo conductor de En otro país es la construcción de un guión que escribe una alumna de cine para un cortometraje que va adquiriendo a lo largo del film diferentes caminos que conducen hacia un mismo lugar, pero en los que la protagonista Anne, interpretada siempre por la francesa Isabelle Huppert, en primera instancia busca algo en un espacio geográfico y cultural con el cual no se identifica en su carácter de extranjera y por otra parte se cruza en el camino de su búsqueda con una serie de personajes masculinos (dos directores de cine, un bañero) con los cuales atravesará distintos estadios de una historia amorosa. Ese es a grandes rasgos el universo cinematográfico por donde fluye el relato, que además de apelar a los recursos habituales en la poética del director de Hahaha (2010) como el zoom rabioso para acercarse o alejarse de sus criaturas y la exposición del artificio –incluido la repetición de diálogos- como parte de un juego, explora con sutileza temas universales y espirituales, a saber, el amor, la soledad, la necesidad de parecer otra cosa a la que se es. Las tres Anne que pululan por las calles del pueblo Mohang, con una playa; un bañero y un faro, necesitan de alguna manera hallar la guía para continuar con sus vidas. Ese faro que se anhela encontrar cual náufrago en el mar de las decepciones puede relacionarse con la búsqueda de la iluminación del budismo, así como la necesidad, bajo la misma premisa, del despojo para de cierta manera renovar el espíritu. No por casualidad la última historia de este trama circular enfrenta a la protagonista francesa –la barrera idiomática es otro indicio del descontento- con un monje budista, a quien le pregunta angustiada porqué tiene miedo y porqué miente. La respuesta a esa inquietud es tan sencilla como profunda: usted tiene miedo porque tiene miedo. Tal vez Hong Sang-Soo desde su filmografía luminosa y sus historias pequeñas de charlas triviales, paseos íntimos y borracheras, intente hacerse la misma pregunta acerca del amor y en su contrapartida la derrota del amor para dibujar con una sonrisa agridulce y melancólica -como el leit motiv musical que introduce en cada segmento- un relato casi rosa atravesado por los mecanismos del subtexto y la meta narración para contar sencillamente la experiencia de enamorarse en un lugar lejano al que se llega buscando vaya a saber qué y sin saber a ciencia cierta si esa aventura tendrá o no su final feliz.
Transiciones Tomar como referencia los tres cortometrajes de Jazmín López para sumergirnos como espectadores en su debut en el largometraje que tuvo su presentación oficial en el reciente BAFICI con un premio especial del jurado es una guía posible para dimensionar el universo de Leones. Al punto que se extrae una frase completa de uno de sus cortos Te amo y morite (2009) protagonizado por Ignacio Roger que se vale de un mecanismo de abstracción o enunciación para describir un personaje. También lo lúdico y el bosque como escenario de representación juega un rol trascendente en otro de sus relatos, Juego vivo (2008), que se sintetizan en Parece la pierna de una muñeca (2007), ejercicio cinematográfico para explorar las posibilidades de la narración como contrapunto de la imagen y hacer de esta unión un lenguaje en sí mismo. En ese cortometraje, donde la voz reconocible de Inés Efron relata sus impresiones sobre una situación anecdótica en una pileta de natación, la relación entre lo enunciado y lo mostrado se tensa y se vuelve invisible. Esa es la primera línea que cruza Leones: la transición dentro del mismo espacio y la ruptura de la linealidad del tiempo sin perder de vista la continuidad espacio temporal. Cabe preguntarse por ejemplo cuál sería el lugar para escenificar el olvido. Tal vez la respuesta se construya en ese bosque donde deambulan un grupo de personajes adolescentes en una búsqueda difusa, pero que guarda relación con algo que ya pasó. Y ese pasado dentro de la trama también se simboliza con un elemento que registra desde una cinta de casette un hecho donde los cinco están involucrados. Pero la cámara, que se contagia del devenir y fluye a la par de la narración (muy buen trabajo del uso de la steadicam) es un personaje más de Leones y como tal cobra sentido al deambular separada de los habitantes del bosque. Los elementos que se acumulan en esa transición del viaje que parece no tener dirección más que el devaneo literario y el mecanismo de la memoria y del olvido como acompañantes invisibles operan como pistas en lo que a simple vista no tiene lógica pero que esconde una lógica interna que se acomoda y se desplaza en una estructura narrativa fragmentada. El fragmento, entonces, como concepto abre la puerta metafóricamente hablando a la ruptura del tiempo y en ese intersticio se reconstruye la frontera sutil entre los planos de la realidad y aquellos que pertenecen al terreno de la metafísica. Bajo esa dinámica también asociada en otra capa de la narración a juegos de palabras (sobrevuela el fantasma de Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, entre otros), que en realidad operan además como indicios, la idea de la muerte se resignifica porque encuentra un lugar y un espacio cinematográfico fértil para dar vuelo a una poética muy personal de esta joven realizadora, cuyo único defecto en esta ópera prima consiste en la elección de casting porque si bien la importancia no reside en los personajes sino en el grupo, no existe diferencia ni matices en los estereotipos y así la identificación con algún punto de vista se vuelve dificultosa y más aún cuando desde una artificiosa naturalidad se revelan las costuras de un tejido narrativo muy bien planificado.
Exorcizar el mal cine La pregunta del millón: ¿era necesaria una secuela de esta película producida por el niño mimado de Quentin Tarantino, Eli Roth? Recordemos que la primera, El último exorcismo (2010) tenía como estructura narrativa el ya gastado falso documental y que más allá de las referencias obvias a El exorcista (1973) se tomaba con muy poca seriedad el tema y aventuraba una interesante reflexión sobre la puesta en escena de la fe a partir del protagonista que no era otra cosa que un falso ministro que lucraba con la desesperación y la ignorancia de la superstición pueblerina. Sin embargo, la víctima era una adolescente poseída por el demonio Abalam, quien desataba a partir de la conducta de la pequeña perturbada una tras otra calamidad en el seno de su familia compuesta por un padre y un hermano mayor. La novedad de la segunda parte y por ende el mayor defecto que arrastra desde el minuto uno hasta el último suspiro –del espectador tras una jornada de aburrimiento- es el cambio del registro que se despoja del falso documental para pasar al terreno de la ficción clásica, pero donde la torpeza en la dirección a cargo de Ed Gass-Donnelly no se compensa con la patética manera de montar el film. No hay efecto bien resuelto ni mucho menos cuando se trata de activar el mecanismo del terror apelando a todos los recursos del golpe de efecto y el sobresalto. La historia también escrita por Ed Gass-Donnelly junto a Damien Chazelle, a partir de los personajes creados por Huck Botko y Andrew Gurland, no se sostiene desde su planteo que vuelve a retomar a la protagonista Nell (Ashley Bell) luego de su traumática experiencia en la comunidad rural donde estuvo a punto de ser sacrificada por la secta satánica pero fue salvada en el último minuto. Un tanto más madura, la muchacha ahora es internada en una casa de adolescentes perturbadas y solas con el objeto de una paulatina reinserción. Pero algunos recuerdos del pasado reciente continúan haciendo mella en su cabeza y mucho más cuando reaparece por un lado el fantasma de su padre y por otro Alabam. Para salir del lugar común y del tedio garantizado, los guionistas recurren a un par de giros que en vez de corregir el rumbo terminan por hacer de esta mala película un festival absurdo y donde la risa despunta sin demasiado esfuerzo en sintonía con la pregunta incómoda ¿Qué hacemos acá? Cuando termina el pochoclo seguramente la respuesta llegará tarde y la sensación de haber malgastado el tiempo acompañará a cada espectador a sus respectivos hogares. Salvedades al margen, quien desafíe al aburrimiento de El último exorcismo parte II merece un reconocimiento por lo menos de quien escribe o mejor dicho ser exorcizado para no cometer el mismo error. Están advertidos.
Culto al artificio Quienes hayan disfrutado del documental Amateur encontrarán en la nueva propuesta del realizador Néstor Frenkel otro personaje atractivo y entrañable como el prestidigitador octogenario René Lavand y seguramente quedarán igual de cautivados como el director al haber espiado de cierta manera la intimidad de este notable y auténtico ilusionista. Claro que al igual que lo que ocurre con un truco de magia todo lo que se deja ver en El gran simulador es en definitiva aquello que habilita el carisma de su protagonista. Pero lo que se esconde o lo que pertenece al terreno de la conjetura, o en el mejor de los casos alimenta un misterio, permanece oculto y al resguardo de cualquier avance o violación de un pacto entre la cámara y su imagen. Esta idea que para algunos podría resultar defectuosa en realidad guarda coherencia desde el punto de vista conceptual y sobre todas las cosas mantiene vigente el recurso del artificio cinematográfico como parte esencial del cine. El propio René Lavand a lo largo de su enorme trayectoria con sus trucos de cartas recorrió el mundo desafiando a las cámaras de televisión, elemento que siempre utilizó para darle credibilidad a su destreza manual, aunque consciente de que lo suyo no es otra cosa que un acto de ilusionismo. Por eso, al principio explica que la palabra mago no le sienta bien y de vez en cuando intenta justificar sus ardides y encantamientos bajo fines nobles. La fascinación de Néstor Frenkel por esta magnética figura, de porte señorial, se transmite de principio a fin y desde ese sentido la utilización de material de archivo -provisto por el propio Lavand- complementa al personaje en varias de sus dimensiones. Para el hombre de 84 años al que le falta su mano derecha producto de un accidente que tuvo en su infancia -episodio que también originó el mito con varias versiones sobre el acontecimiento e incluso pusieron en duda su veracidad- queda la intimidad junto a su esposa en una cabaña modesta y muy acogedora en Tandil; en su visita médica de rutina para controlar una artrosis importante y en esos pequeños juegos de barajas que en la charla cotidiana con el director de Buscando a Reynolds van tejiendo un vínculo de camaradería que se refuerza a partir del armado del documental y de un truco donde la mano derecha gracias a la magia del cine aparece junto a la izquierda. La otra cualidad que sostiene toda la imaginería de El gran simulador la aporta el propio protagonista con su capacidad de narrador, que viste cada uno de sus trucos de un ropaje muy especial y son su sello distintivo. En su nuevo opus Néstor Frenkel reafirma su sensibilidad para extraer momentos de verdad en situaciones de lo más insólitas, donde las máscaras destiñen ese maquillaje que las hace atractivas pero artificiales a la vez, sin embargo, lo más importante es lograrlo desde lo natural y no de manera forzada como en el caso de la visita de un amigo escritor que comparte junto a Lavand un cuento para que incorpore en sus presentaciones. En el abrazo sentido o en la emoción que la cámara de Frenkel capta viven la pureza de su cine. No hay artificio posible para construir esos pequeños retazos de vida y magia.
Un canto a la vitalidad Bajo el ridículo nombre local de Rigoletto en apuros –el nombre original es Quartet y le hace más justicia- se estrena esta película que marca el debut del actor Dustin Hoffman como director para adaptar a la pantalla grande una pieza teatral de Ronald Harwood, que en esta oportunidad también colaboró como guionista. La música y la vejez van de la mano en la Residencia Beecham, hogar que necesita financiamiento para no cerrar sus puertas en forma definitiva y así dejar desprotegidos a sus residentes, todos ellos músicos o cantantes de ópera que comparten el último tramo de su existencia contagiando vitalidad pese a los achaques físicos, las enfermedades propias de la edad, porque gozan de la música desde que se levantan por las mañanas; en los ensayos durante el día y a toda hora, tanto dentro como fuera de la casona, dirigida por una médica joven que apuesta a la terapéutica de la tercera edad desde las actividades recreativas hasta el contacto con niños o adolescentes que los visitan y reciben a cambio de clases o de la sabiduría de la edad. Los protagonistas de esta comedia humanista, fresca y sencilla son cuatro ancianos encarnados nada menos que por cuatro notables actores que brillan en sus respectivos papeles y aportan su carisma incuestionable en cada escena, donde se nota el oficio para encarar con enormes matices, sensibilidad y riqueza compositiva a sus personajes. Entre este cuarteto es de destacarse por un lado Maggie Smith en su rol de la ex diva de la ópera Jean Horton, quien en su época de esplendor artístico también vivió tórridos y fugaces romances que le valieron una reputación bastante cuestionable para la prensa e incluso dejó despechado a Reginald Paget (Tom Courtenay), otro cantante prestigioso que integró el cuarteto en sus épocas doradas junto a su amigo Wilfred Bond (Billy Connolly), un pícaro seductor que no ha perdido las mañas ni el sarcasmo británico tan característico. Completa el cuadro protagónico Cecily Robson (Pauline Collins), entusiasta soprano también poseedora de un timbre celestial que padece esporádicas ausencias o pérdida de memoria, aspecto que mantiene en vilo a sus amigos de la residencia. La llegada de la flemática Jean, la más prestigiosa de las cantantes de allí, genera revuelo entre los habitantes del lugar pero el principal afectado es Reginald, quien a pesar del dolor por haber sido engañado por ella no deja de sentirse nuevamente impulsado hacia la reconquista de su antiguo y único amor, aunque el tiempo parece no haber cicatrizado aquellas heridas del pasado. La posibilidad del reencuentro, superado el rencor, de los cuatro y armar otra comunión de voces para volver a ser disfrutadas en la gala anual por colegas, personal de la residencia y amigos, entre quienes se destaca como gran secundario Michael Gambon, se presenta en la alternativa de interpretar el cuarteto de la ópera Rigoletto y en ese nuevo comienzo renace el valor de la amistad por encima de las rencillas, celos, vanidades y todo aquello que para la juventud resultaba importante y que en la senectud solamente es un mal recuerdo. El film de Dustin Hoffman en calidad de director es disfrutable de cabo a rabo básicamente por contar con un reparto de lujo (todos ellos superan los 70 años), en primer lugar por brindarles personajes donde la vejez es un atributo y no una carga o castigo y en segundo término por abordarla desde un enfoque que privilegia la intensidad de vivir más que la irrefutable pérdida de la juventud como parte del proceso natural del envejecimiento. Cabe anticipar al público que en los créditos finales hay una pequeña sorpresa que vale la pena descubrir para hacer la experiencia más completa y para salir del cine con el ánimo renovado y el alma reconfortada.
Paisajes y desiertos La directora chilena Dominga Sotomayor fue una de las invitadas para integrar el jurado de este último BAFICI y su ópera prima fue una de las películas que pudo verse en la edición del año pasado del mismo festival, cosechando muy buenas críticas tanto del público como de críticos por su original propuesta que desde el título De jueves a domingo propone un contacto íntimo como espectador tanto con el tiempo como con el espacio. Lo espacial debe dividirse entre el interior de un auto durante todo el trayecto de un largo viaje y lo que pasa en el exterior, en el que una familia atraviesa de distintas maneras -y muy sutiles por cierto- la disgregación y en un terreno más metafórico la muerte como estructura nuclear al quedar sus miembros dispersos y con vínculos que paulatinamente pierden consistencia, aunque nunca se destruyen los roles entre padres e hijos. Dos paisajes que se entrelazan en el relato como el que representa la intimidad de esta familia y aquel que se observa detrás de las ventanas y que muchas veces pasa desapercibido a los ojos del público. En otro aspecto puramente cinematográfico debe reconocerse la audacia de esta joven realizadora en plantear desde el punto de vista de una niña de diez años, Lucía (Santi Ahumada), un universo fragmentado y rico en detalles, a quien llegan las impresiones de la disolución de la pareja de sus padres, Ana (Paola Giannini) y Fernando (Francisco Pérez-Bannen), sin enormes estallidos o conflictos matrimoniales, para terminar de armar el complejo entramado de relaciones y pérdidas progresivas: la inocencia, la idealización de la figura paterna, el tránsito hacia la madurez desde la pre adolescencia. Por otra parte, cierra el cuadro el hermano menor de la protagonista, Manuel (Emiliano Freifeld), quien desde su presencia infantil y de su constante aburrimiento aporta otra interferencia que desde la distancia de la cámara, no tanto cuando el encuadre se encierra junto a sus personajes, desvía al relato hacia otro tipo de devenir que aquel que sucede en la estructura de road movie, respetada de cierta manera desde la estructura narrativa. La otra metáfora que ronda en De jueves a domingo es la de la fragilidad por un lado de la familia; de un viaje hacia algún lugar con el desierto como testigo de la travesía y por otro de esos accidentes que nunca llegan a concretarse pero que sumen a este grupo en un estado de alerta y riesgo permanente, que se sintetiza en la imagen que a la propia Dominga Sotomayor, según sus palabras, le disparó la película: dos niños atados con sogas al techo de un auto, a la deriva pero felices por esa libertad robada al viento en la ruta de la vida.
Vínculos Diez años le llevaron al actor y ahora director Gustavo Garzón para terminar trazando las coordenadas de un guión con muchas reescrituras que termina siendo el valor más importante de esta ópera prima intimista y muy personal, Por un tiempo. Ese trabajo meticuloso en los diálogos, en abarcar desde lo cinematográfico los aspectos más cotidianos en la vida de una pareja de jóvenes, Leandro y Silvina, que en su momento de mayor felicidad y a la espera de un hijo se ven de repente atravesados por una situación límite e inesperada, se extiende a la excelente elección del elenco para conseguir un reparto ajustado a los fines dramáticos, encabezado por el ascendente Esteban Lamothe, la directora Ana Katz y la revelación Mora Arenillas –elegida tras un extenso casting-, a quien le toca un rol contenido pero muy expresivo desde las emociones y la angustia. Garzón se toma el tiempo adecuado para que el relato crezca en el aspecto dramático, matizado con un sutil humor de vez en cuando, y sobre todo a partir del punto de vista de Leandro, arquitecto, quien se entera de la existencia de una hija adolescente, Lucero, tras conocer a la hermana de la que doce años atrás fuese una de las chicas con las que estuvo y que en la actualidad padece una enfermedad que la ha obligado a delegar el cuidado de su hija en manos ajenas. Lucero (Mora Arenillas) no puede elegir con quién vivir y tampoco conoce a su padre como para establecer un vínculo desde el comienzo. La falta de comunicación entre ella y Leandro, sumada la interferencia obvia de su esposa embarazada, Silvina, quien debe aceptar la nueva realidad sin elección, genera cimbronazos, reproches, celos, en la pareja y el pequeño mundo de confort y bienestar del protagonista se desmorona en un abrir y cerrar de ojos. Nada de lo que ocurre en Por un tiempo resulta exagerado o forzado y es ese verosímil el que realmente permite la reflexión en los intersticios de los conflictos de cada uno de los personajes: en el caso de Lucero desde la transición de la adolescencia hasta la singular situación de abandono por las circunstancias familiares; en el caso de Leandro, el aprendizaje de la convivencia y la aceptación de la paternidad deseada así como la no deseada; para el caso de Silvina, la capacidad de asumir un rol para el que no se está preparado como el de la sustitución pero sin renunciar al deseo genuino de ser madre. El debut cinematográfico de Gustavo Garzón no se caracteriza por la originalidad del tópico elegido sino por el tratamiento sobre la superficie dramática, sin aludir a lugares comunes, y concentrado en sus personajes, en las decisiones que conllevan pequeñas acciones para consumar y hacer verosímiles las emociones.