“Blair Witch: La Bruja de Blair” (Blair Witch, 2016) sería una gran secuela de su antecesora… si estuviéramos en el año 2000. Hoy, más de quince años después donde el truquito del ‘found footage’ y la temblorosa cámara en mano fueron utilizados hasta el hartazgo, la película de Adam Wingard pierde efecto (y originalidad), aunque se guarda los clásicos sustos bajo la manga. Si no vieron “El Proyecto Blair Witch” (The Blair Witch Project, 1999) -pergeñada por Daniel Myrick y Eduardo Sánchez-, una historia que juega con la “veracidad de los hechos” a partir de su estructura y recursos narrativos, el golpe de efecto puede ser muy diferente y hasta agradar a los amantes del género; pero esta segunda parte (que no contempla la estrenada en el año 2000) no aporta nada nuevo y, en cierta medida, vuelve a repetir la dramática experiencia sufrida por Heather Donahue y sus compañeros. Pasaron veinte años desde que la chica desapareció en los bosques de Black Hills y ahora, su hermano James (James Allen McCune), que por aquel entonces era sólo un nene de cuatro años, encuentra nuevas pistas para creer que Heather sigue viva por alguna parte, encerrada en una cabaña cuya ubicación es desconocida. Decidido a probar la veracidad de un video que apareció en la web (y de alguna forma ponerle un fin a la tragedia), James se embarca junto a sus compañeros Peter (Brandon Scott), Ashley (Corbin Reid) y Lisa (Callie Hernandez) –una estudiante de cine que piensa documentar toda la odisea- rumbo al mismo lugar donde se originaron un montón de leyendas terroríficas sobre la bruja de Blair. El resto, ya deberían imaginárselo. Apenas se adentran en el bosque comienzan a ocurrir una serie de extrañas situaciones: ruidos distantes, símbolos que aparecen de la nada y la imposibilidad de volver a encontrar el camino a casa. “Blair Witch: La Bruja de Blair” no hace más que sumar un poco de información al relato que ya conocemos, pero no aporta nada al género de terror que viene esquivando el bochorno gracias a una seguilla de buenas historias. La narración a través de diferentes cámaras (y por ende, puntos de vista) termina cansando, y hasta confunde cuando ya no sabemos a qué personaje estábamos siguiendo. Acá la tecnología suma drones y muchos cachivaches, camaritas individuales y minúsculas con baterías infinitas que no paran de grabar las 24 horas. Otra vez, esto era genial en 1999, no en 2016 donde la vida pasa por la pantalla de un celular. Wingard crea ciertos climas y asusta con muy poco, pero tarda mucho en concretar un desenlace que genera más interrogantes que respuestas. No nos permite relacionarnos con los personajes y sufrir junto a ellos porque no logra desarrollarlos y, además, no nos da el tiempo suficiente. Ojo, no es que la película necesite más minutos, sino que estos están mal utilizados. La historia se detiene en situaciones banales y personajes molestos (sí, siempre tiene que haber un personaje insufrible), y el tercer acto llega apresurado y abrupto. El conjunto no es tan malo y cumple el objetivo de ponerle los pelos de punta a los que son más impresionables, pero su problema principal es que se trata de una secuela que intenta conquistarnos con algo que caducó hace rato. La única forma de desfrutar de “Blair Witch: La Bruja de Blair” es olvidar a su antecesora, hacer a un lado los lugares comunes y dejarse llevar por una nueva historia de escépticos jovencitos que se adentran en el bosque y sufren las consecuencias.
La dupla responsable de “Yo, Presidente” (2006), “El Artista” (2008), “El Hombre de al Lado” (2009) y “Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo” (2011), Gastón Duprat y Mariano Cohn, se embarcan en su primera gran producción nacional protagonizada por Oscar Martínez, Dady Brieva y Andrea Frigerio. “El Ciudadano Ilustre” (2016) narra la historia de Daniel Mantovani (Martínez), renombrado escritor argentino ganador del Premio Nobel de Literatura que, hace más de 40 años abandonó Salas, su pueblito natal, e hizo rancho en Europa donde alcanzó fama y popularidad gracias a los relatos inspirados en los recovecos y personajes de ese lugar al que juró no volver. Sí, toda una contradicción, pero Mantovani es un personaje contradictorio que, tras despreciar el prestigioso galardón, no logró concebir una nueva obra. Ahora, desde Barcelona, pasa sus días rechazando propuestas mientras encuentra de nuevo la inspiración. Como un ardid del destino, le llega una invitación muy particular del intendente de Salas para retornar a su lugar de origen y, durante tres días de festejos, poder nombrarlo ciudadano ilustre. Mantovani apenas lo medita y decide aceptar el desafío de volver a las calles que lo vieron nacer, y reencontrarse con viejos amigos y amores, sin medir las consecuencias que esto puede llegar a acarrear. Desde el primer minuto que el escrito pone un pie en Buenos Aires todo se torna confuso, chocante y bizarro. Pronto debe abandonar sus “maneras europeas” y recordar que se encuentra en un lugar muy diferente donde todos le reclaman algo y lo consideran como una parte de su familia. Las primeras situaciones, llenas de halagos desmedidos y mucha idiosincrasia criolla, lo van ablandando, pero poco a poco las tensiones se empiezan a hacer presentes y este viaje de placer se va tornando en algo, posiblemente, peligroso. Duprat y Cohn nos van llevando por un camino sinuoso, por momentos, lleno de humor y empatía hacia un protagonista que, de entrada, no nos cae tan bien por culpa de su petulancia (aunque se va haciendo querer); pero con cada giro todo se pone más tenso, incómodo, extraño y oscuro, convirtiendo lo que podría ser tranquilamente una comedia de situaciones, en un thriller casi psicológico que van en crescendo con cada giro de la historia. Al final todo depende del espectador y lo que elige “creer” en este rejunte de dramas pueblerinos, comedia y algunos enredos que pueden no terminar tan bien. Los habitantes de Salas, en principio, orgullosos y felices por Mantovani, se van volviendo posesivos y dejan de lado sus modales para mostrar su verdadera cara de resentidos. Martínez se carga la película al hombre, los largos discursos del personaje y su cambio de humor a lo largo de tres días complicados. El escritor va reaccionando a su “entorno”, y así los realizadores van construyendo un relato que se desvía de las formas y convencionalismos, pudiendo desembocar en algo totalmente diferente. “El Ciudadano Ilustre” se mueve entre diferentes puntos de vista, y recién cobra un verdadero sentido cuando llegamos al final de esta historia, un recurso muy inteligente por parte de los realizadores que no subestiman al espectador y lo suman a este juego cinematográfico que no tiene nada que envidiarle a Hollywood.
El uruguayo Fede Álvarez conquistó a Hollywood, primero, con su cortometraje viral “¡Ataque de Pánico! (2009), y después con “Posesión Infernal” (Evil Dead, 2013), la remake del clásico de terror de Sam Raimi. Una vez más, con el padrinazgo de Sam y la colaboración del guionista Rodo Sayagues, Álvarez sorprende a todos con este thriller terrorífico que no necesita de espíritus malévolos ni Deadites para mantenernos al borde del asiento. El charrúa se mete con el subgénero de “casa tomada”, pero en esta ocasión la víctima puede tornarse peligrosamente en victimario. Rocky (Jane Levy), Alex (Dylan Minnette) y Money (Daniel Zovatto) son tres jovenzuelos descarrilados que buscan dinero fácil para poder escapar del pueblito de mala muerte donde viven. El trío adolescente se dedica al allanamiento de morada y a robar chucherías, nada muy estrambótico que los pueda mandar a la cárcel durante varios años si los atrapan. Las víctimas de sus atracos son cuidadosamente seleccionadas, casas coquetas cuyos dueños han contratado el sistema de seguridad del que, coincidentemente, está a cargo el padre de Alex. Los riesgos cada vez son mayores, pero este último “trabajo” podría darles el dinero necesario para el tan ansiado escape. El objetivo, la casa de un ciego (Stephen Lang) bastante solitario, veterano de Irak que recibió una jugosa compensación tras la muerte de su hija en un accidente de auto. Ese es el botín que los chicos van a buscar durante la noche, convencidos de que se encuentra entre las cuatro paredes del lugar. Sorteando varios obstáculos, logran entrar a la vivienda, dormir al único ocupante y comenzar la búsqueda del dinero. Al parecer, el ciego es un hueso bastante duro de roer. Alertado de los intrusos decide dar pelea y es ahí donde todo se empieza a descontrolar. De repente el gato se convierte en ratón y comienza a ser cazado. El ciego tal vez haya perdido la vista, pero tiene las habilidades (y los recursos) de un militar entrenado que hará lo que sea para defender lo suyo. “No Respires” (Don't Breathe, 2016) no se contiene a la hora de la violencia, pero su mayor atractivo es las tensiones y la atmósfera que logra crear entre los laberinticos recovecos de su (casi) único escenario. Álvarez y Sayagues no se quedan sólo en este juego del gato y el ratón y, de repente, sacan un par de ases bajo la manga para ponernos un poquito más los pelos de punta. Los realizadores nos obligan, de alguna manera, a tomar partido y ponernos del lado de la víctima o los victimarios. El problema es que primero debemos definir quien es quien en este juego truculento y macabro. “No Respires” no es, necesariamente, una obra mega original, pero sabe como tomar estos elementos tan comunes del género y redefinirlos para crear una historia llena de matices y momentos súper tensos. La idea es poner incómodo al espectador y lo logra, haciendo honor a su título y quitándonos el aliento cada dos segundos. Acá no hay buenos ni malos (todos tienen sus muertos en el ropero), y parecen tener una justificación para sus actos más oscuros. Queda en nosotros decidir desde qué lado nos plantamos y por quién hinchamos en esta película de “casa tomada” que pronto se convierte en una sangrienta cacería.
Sigue siendo un misterio por qué se retrasa tanto el estreno de cada una de las aventuras de la Enterprise en nuestro país (casi dos meses después que los Estados Unidos), cuando estamos en presencia de películas que cumplen ampliamente con sus propósitos de entretener a base de acción, humor y mucha ciencia ficción de la buena. “Star Trek Sin Límites” (Star Trek Beyond, 2016) es la tercera instancia de esta franquicia tras el reboot que sufrió en el año 2009. J.J. Abrams se corrió de la silla del director para mudarse al otro lado de la vereda, pero permanece como productor y deja en las buenas manos de Justin Lin (“Rápido y Furioso”) al capitán Kirk y compañía. Lin delinea una historia plagada de acción que no da respiro y nos presenta una aventura espacial con todas las letras llena de navecitas, criaturas del espacio, personajes buenos y malos y una banda sonora más que épica (acá no podemos dar detalles porque es spoiler, pero les adelantamos que van a salir del cine tarareando un clásico de los noventa). Se nota la intervención de Simong Pegg en un guión cargado de chistes y momentos hilarantes que no desentonan, sino todo lo contrario, se acomodan a la perfección a la personalidad de cada uno de estos personajes que ya conocemos, y algunas grandes incorporaciones. La Enterprise está a mitad de camino de su viaje de cinco años por los confines de la galaxia, llevando la diplomacia y un mensaje de unidad a diferentes planetas y sus belicosas razas que no siempre conocen el significado de la palabra paz. Tanto tiempo alejados de la Tierra y sus seres queridos, empieza a hacer mella en la tripulación, pero esto no desanima a los tripulantes que hacen su mejor esfuerzo para seguir su misión exploratoria. Una parada rápita en la estación espacial Yorktown (en realidad se trata de una mini ciudad en el espacio donde se reúnen millones de habitantes de toda la galaxia) les da la posibilidad de relajarse, pero pronto llega la alerta de una nave en peligro, y el capitán James T. Kirk (Chris Pine) no va a desaprovechar la oportunidad de demostrar su valía. La misión de rescate pronto se convierte en una emboscada y un caos absoluto que dispersa a los tripulantes a través de las tierras de Altamid, un planeta que se encuentra más allá de una nébula. Nada es azaroso, detrás de todo se encuentra Krall (Idris Elba), una criatura con planes muy específicos para la humanidad, que no se anda con muchas vueltas. Tenemos un villano megalómano dispuesto a destruir medio universo y a la tripulación de la Enterprise tratando de buscar la forma de escapar de sus garras y, obviamente salvar a todos. Así “Star Trek Sin Límites” se convierte en una gran aventura repleta de acción que nos mantiene durante dos horas al borde de la butaca. Hay humor, buena música, grandes personajes –la incorporación de Sofia Boutella como Jaylah, una sobreviviente de armas tomar, se recibe con los brazos abiertos-, muchos efectos especiales y una vibra de “Guardianes de la Galaxia” que ayuda a captar a un público más amplio que sólo a los fans de la franquicia. A diferencia de las entregas anteriores, Lin no abusa de la relación (y el contraste) entre Kirk y Spock, pero sus diferencias, y la forma que se complementan, siguen siendo el alma de esta historia. Todos los personajes tienen sus momentos para lucirse, este es un trabajo de equipo, delante y detrás de las cámaras. Acá no hay planteos filosóficos (aunque sí algunas buenas reflexiones), todo es aventura al palo sumamente disfrutable, donde no faltan los guiños simpáticos y los momentos de nostalgia. No podemos evitar ver la película y sentir tristeza por la partida de Anton Yelchin. Tanto él como Leonard Nimoy reciben su merecido homenaje, pero el mejor que les pudieron dar los responsables de “Star Trek Sin Límites” es dejar que se despidieran de sus alter egos fantásticos con una gran aventura cinematográfica.
Laika, el estudio de animación responsable de maravillas en stop-motion como “Coraline y la Puerta Secreta” (Coraline, 2009), “ParaNorman” (ParaNorman, 2012) y “Los Boxtrolls” (The Boxtrolls, 2014), nos trae una nueva aventura llena de magia, acción, mística oriental y una historia familiar que nos va a tocar mucho más que esas dos cuerdas que se nombran en el título original. La traducción local es bastante desafortunada, pero no hay que perder de vista esta idea fundamental a la que se hace referencia y se va gestando a lo largo de un poco más de hora y media de película. “Kubo y la Búsqueda Samurái” (Kubo and the Two Strings, 2016) no es conformista y, a pesar de estar dirigida a un público menudo, no se contiene a la hora de narrar los hechos más trágicos de la corta existencia de su protagonista. La vida de Kubo estuvo marcada desde su nacimiento, pero esto no lo desanima. Ahora es un nene que se dedica a contar historias fantásticas sobre un famoso guerrero samurái, mientras cuida a su madre y comparte sus pocos momentos de lucidez. Pero Kubo tiene varios enemigos: su abuelo, Moon King, y las hermanas de su mamá, hechiceros poderosos que no descansarán hasta conseguir lo que más desean. Un tremendo enfrentamiento obliga al nene a darse a la fuga y tratar de encontrar las tres partes de una legendaria armadura que perteneció a Hanzo, su papá, único recurso para derrotar a sus más grandes antagonistas. Kubo no está solo en esta cruzada, lo acompañan Monkey, un amuleto que cobró vida y se transformó en un sobreprotector simio parlanchín, y Beetle, un hombre-escarabajo, guerrero bajo las órdenes de Hanzo que fue hechizado por las hermanas y perdió gran parte de sus recuerdos. Los tres atravesaran peligros y aprenderán a convivir mientras juntan los tres elementos de la armadura y escapan de los malvados. “Kubo y la Búsqueda Samurái” no se rige por la lógica. Toma muchísimos elementos del Japón antiguo, su iconografía y sus costumbres, y los mezcla con un abanico de posibilidades infinitas y fantásticas. Hay rituales, hay peleas con katana y mucho origami, un recurso que le cabe a la perfección a esta aventura en stop-motion. Visualmente, es impactante, y los papelitos doblados formando figuras no dejan de maravillar, aunque es la historia y sus protagonistas, lo que le otorgan el alma a este relato que habla de la vida, la muerte, familia, el destino y como lo vamos forjando paso a paso. La película de Travis Knight, animador debutante tras las cámaras, tiene mucha acción, la cuota justa de humor irreverente (como su joven protagonista) y un toquecito de oscuridad que puede alejar a los más chiquitos, pero jamás los toma por idiotas. Las imágenes y la música son hermosas y contundentes, al igual que su mensaje, uno que pega fuerte en cada fibra de nuestro niño interior y de nuestro adulto responsable, arrancando unos cuantos lagrimones por el camino. “Kubo y la Búsqueda Samurái” es, sin dudas, una de las mejores películas del año. Lástima que esta historia tan profunda y original nos llega de la mano de personajes animados, protagonistas que, generalmente, no suelen tener el reconocimiento que se merecen entre los sesudos círculos de la crítica.
Jaume Collet-Serra, director catalán que erigió gran parte de su carrera cinematográfica gracias a sus colaboraciones de superacción junto a Liam Neeson y algunas películas de terror, mezcla todo en “Miedo Profundo” (The Shallows, 2016) e intenta dejar su huella junto a “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg. Nancy (Blake Lively) llega hasta una paradisiaca playita escondida de México con la intención de surfear y escapar de sus responsabilidades. Este es el mismo lugar donde su mamá remontó las olas por última vez antes de quedar embarazada, y esta es la forma que encontró de rendirle homenaje tras que perdiera la batalla contra una terrible enfermedad. Acá está Nancy, sola frente a las olas y consiente que debe regresar antes de que suba la marea. Nadie sabe su ubicación, salvo algunos lugareños y otros surfistas que se acercan hasta el lugar, pero eso no importa porque ella quiere y necesita estar sola. La liberación que le da el deporte pronto se ve interrumpida por la llegada de un visitante inesperado: un enorme tiburón blanco acecha la zona y encuentra en la joven su mejor aperitivo. Tras ser mordida en un muslo, Nancy logra ponerse a salvo en unas rocas a cien metros de la playa. Sus conocimientos en medicina son útiles (acaba de abandonar la carrera, justamente debido a la muerte de su madre) para los primeros auxilios, pero necesita ayuda antes de desangrarse. Así empieza la lucha por la supervivencia, la de ambos especímenes. Las horas pasan, la marea sube y el escualo acecha en las aguas esperando que su presa se sumerja para dar el golpe definitivo. Piensen por un momento en “127 Horas” (127 Hours, 2010) en el agua y con un tiburón asesino. Nancy lo pasa mal, sufre y no le sale una, hasta que decide tomar cartas en el asunto. Collet-Serra juega con la tensión y todo recae sobre los hombros de Lively que, constantemente, sale de Guatemala para meterse en Guatepeor, y eso es lo que empieza a molestar después de un rato de verla luchar contra tanta adversidad. Blake es la protagonista absoluta y, después de un tiempo, ya no hay mucho que contar. La historia empieza a dar vueltas en sí misma y, aunque mantiene la atención del espectador, no consigue los mismos climas terroríficos de Spielberg, ni el drama que experimentaba James Franco en su odisea. “Miedo Profundo” termina siendo una anécdota donde se ven lindos paisajes, las destrezas surfísticas (y el cuerpo) de Nancy, mucha sangre (ojo los impresionables), pero nada más. Le falta cinco pa’ el peso. La acción está bien y Collet-Serra sabe como filmarla desde diferentes puntos de vista, pero necesita de un contrapeso dramático para que nos preocupemos (un poco más) del bienestar de la protagonista. Estas fallas se notan mucho más al final con una resolución apurada que desentona con lo pausado y medido del resto del film. El clima que se construye a lo largo de toda la película hace un poquito de agua con un epílogo que sobra y no aporta nada. Igualmente, “Miedo Profundo” sale airosa en su planteo y en ofrecer una hora y media de acción y tensión. Todavía está a años luz del monstruo de Steven Spielberg, pero al menos es más digna que bodrios como “Alerta en lo Profundo” (Deep Blue Sea, 1999) y sus escualos súper inteligentes.
Los que pasa en Afganistán, tal vez, no se queda en Afganistán. Todd Phillips, responsable de la trilogía “¿Qué Pasó Ayer?” (The Hangover), deja un poco la joda de lado (sólo un poco) y se mete de lleno con una historia basada en hechos reales que, ampliamente, superan a la ficción. David Packouz (Miles Teller) es un veinteañero que se gana la vida dando masajes terapéuticos a los ricachones de Miami. Al pibe le sobran ideas, pero le falta suerte, y todo se le complica más cuando su novia le confiesa que está embarazada. Ahí es cuando entra en juego Efraim Diveroli (Jonah Hill), su mejor amigo de la infancia, que llegó a la ciudad para el funeral de un ex compañero. Diveroli se dedica al tráfico “legal” de armas, pero anda con ganas de expandir sus horizontes y lograr algún contrato gubernamental. Para ello necesita un hombre de confianza, y quien mejor que su camarada Packouz. Efraim es un chanta, pero sabe como ganarse a la gente y salir de sus apuros, David empieza a seguir sus pasos y pronto esta nueva sociedad da sus frutos. El dúo se gana la lotería cuando logra adjudicarse un contrato multimillonario (300 millones de dólares, para ser exactos) con el Tío Sam para abastecer de armas y municiones a las fuerzas aliadas en Afganistán. El arreglo empieza a desmoronarse y, de a poco, algo que parecía dinero fácil se convierte en una transacción sumamente peligrosa. Phillips mantiene la beta zarpada y cómica de sus películas anteriores. Acá se mezclan los excesos (no faltan las drogas, la vida loca y los momentos bizarros) con grandes momentos humorísticos, algo de acción, un poco de drama en el trasfondo bélico de 2005 y bastante sátira sociopolítica, cuando contrastamos la realidad con la liviandad con que se toman las cosas estos muchachos. Lo que aparenta ser “¿Qué Pasó Ayer?” en Medio Oriente, es en realidad una entretenida propuesta que cruza intrigas, negocios sucios, muchas referencias y algunas críticas sobre el momento político que se vivió durante la década pasada. Hill se roba la película con su verborragia y desenfreno, dejando que Teller sea el “moderado” de la historia. La química entre los dos logra cimentar la primera parte de esta historia, mucho más risueña y banal. Después, todo giro 180°, la amistad pasa a un segundo plano y la situación se torna en algo mucho más serio y violento. Bradley Cooper completa el elenco en el papel de Henry Girard, un enigmático traficante que no puede pisar suelo norteamericano. Cada uno se luce en su rol, cuando deben ser medidos y cuando deben ser exagerados, cambiando a cada momento el ritmo de una historia que lo necesita para no encasillarse en un solo género o temática. “Amigos de Armas” (War Dogs, 2016) es una montaña rusa: divertida por momentos, estancada en algunos otros, pero el saldo general es positivo porque logra entretener y, si hilamos un poco más fino, el humor es sólo una excusa para tratar de analizar el complicado mercado de la guerra, uno de los más rentables en el mundo. Phillips y sus protagonistas no la celebran, ni la discuten, para ellos es un negocio, como cualquier otro. Lo más criticable de la película son sus momentos de “exceso” que pueden llegar a cansar después de un rato, y ese sistemático recurso de resaltar con un tema musical “alusivo” cada escena que nos ponen delate, muy al estilo de “Escuadrón Suicida” (Suicide Squad, 2016). La primera vez es gracioso, la segunda ya no tanto, aunque la banda sonora sea increíble y un gran reflejo cultural de estas últimas décadas.
EN EL ESPACIO NADIE TE ESCUCHARÁ GRITAR Antes de que vuelva el xenomorfo, se pueden entretener con este marciano con mal genio. El sueco Daniel Espinosa (“Crímenes Ocultos”) supo tomar buena nota de “Alien – El Octavo Pasajero” (Alien, 1979) para pergeñar su propio thriller de ciencia ficción y terror ambientado en el espacio. Sí, “Life: Vida Inteligente” (Life, 2017) tiene muchísimos puntos en común con el clásico de Ridley Scott, pero se las ingenia para mantenernos atrapados durante un poco más de una hora y media, aunque sepamos de memoria por dónde viene la mano. Estamos en un futuro no identificado a bordo de la Estación Espacial Internacional (EEI). Un grupo de seis astronautas tiene una misión muy específica: rescatar y analizar unas muestras provenientes de Marte que podrían terminar de probar la existencia de vida extraterrestre en el planeta rojo. Los tripulantes, un conjunto variopinto conformado por científicos, doctores e ingenieros de diferentes nacionalidades y razas, logran asegurar la carga y comienzan a analizar su contenido. Pronto descubren un organismo unicelular bastante complejo, al cual los niñitos de la Tierra bautizan con el simpático nombre de Calvin. Al pasar de los días lo someten a diferentes experimentos, hasta que un error del laboratorio pone al bichito en una especie de sueño profundo. Hugh Derry (Ariyon Bakare), el científico a cargo, decide estimularlo un poco y ahí es cuando comienzan los verdaderos problemas. Calvin es mucho más inteligente de lo que todos creen y logra escapar para asegurar su supervivencia. Lo que sigue, ya se lo podrán imaginar. El marciano está totalmente enojado, no para de crecer y busca desesperadamente un sustento para la vida. Encerrados en la EEI, los astronautas deberán encontrar la forma de atraparlo, deshacerse de él y evitar que llegue a la atmósfera terrestre. Los puntos más fuertes de “Life” son su constante tensión, un gran elenco que no desentona en ningún momento (Jake Gyllenhaal, Rebecca Ferguson, Ryan Reynolds, Hiroyuki Sanada, Olga Dihovichnaya) y esa mezcla de sci-fi y realismo muy al estilo de “Gravedad” (Gravity, 2013). El resto cae en demasiados lugares comunes. Sabemos de entrada lo que va a pasar y el final (admitámoslo) no nos guarda muchas sorpresas. Espinosa juega con la idea del hombre que arriesga todo en nombre de la ciencia, ese que juega a ser dios sin medir las consecuencias, pero al final debe aceptar la responsabilidad de cada uno de sus actos. “Life” no alcanza ese extremo de la atmósfera oscura y terrorífica de “Alien”, es más bien un peligroso juego del gato y el ratón dentro del espacio reducido de la EEI. No llegamos a empatizar 100% con los protagonistas porque apenas los conocemos, igual sufrimos por sus circunstancias y el destino (incierto) que les espera. Espinosa logra llevarnos al espacio y convencernos. Sus efectos especiales son sutiles y realistas, todo bien hasta que aparece Calvin y un poco se nos desinfla el globo. Igual, la historia sobrevive a los clichés y se transforma en un gran entretenimiento. No va a quedar en los anales, pero es lindo ver como los seres humanos se queman cuando juegan con fuego.
Hacer reír es muchísimo más difícil que hacer llorar. Esta es una realidad, y el motivo por el cual las grandes comedias no abundan. Mezclarlas con la acción desenfrenada (u otros géneros) es una buena opción -pensemos por ejemplo en joyas como “Arma Mortal” (Lethal Weapon, 1987) o la reciente “Spy” (2015)-, pero no es el caso de “Un Espía y Medio” (Central Intelligence, 2016), el último intento de Dwayne Johnson por robarnos alguna carcajada. El humor yanqui es muy particular y no a todos nos llega de la misma forma, pero cuando lo único que hace reír son los bloopers de la película, algo no nos estaría funcionando del todo. Calvin Joyner (Kevin Hart) es el chico más popular de la escuela, destinado a tener un exitoso futuro en cualquier cosa que se proponga. Por el otro lado, está Robbie Weirdicht (Johnson), el loser regordete del que todos se burlan y del que nadie esperaría nada. Veinte años después Calvin lleva una existencia bastante aburrida como contador y un matrimonio que empieza a tener problemas. Mientras se aproxima una reunión de egresados a la que no tiene intención de asistir, se contacta con un tal Bob Stone, un ex compañero que resulta ser Weirdicht, bastante más musculoso y atlético, pero con los mismos complejos de inferioridad de la adolescencia. Una cosa lleva a la otra, y casi sin darse cuenta, Joyner termina siendo interrogado por la CIA ya que, al parecer, Stone es un agente renegado convertido en traidor tras asesinar a su compañero y robar unos códigos para venderlos al mejor postor. Calvin deberá decidir a quien le cree, si a su amigo de la secundaria o los agentes del gobierno. Mientras tanto se suceden un sinfín de persecuciones, tiroteos y situaciones peligrosas que impregnan un poco de aventura la abúlica rutina de este contador. Johnson y Hart ya demostraron que pueden hacer un gran equipo si se lo proponen, pero este guión plagado de clichés, lugares comunes y chistes racistas no es lo mejor que pasó por sus manos. “Un Espía y Medio” no divierte, y hasta cansa tanta estupidez desmesurada. The Rock, con todos sus músculos a lo largo y a lo ancho, intenta convencernos que es un tipo sensible que puede llegar a intimidarse cuando lo acosan los traumas del pasado, pero también es un espía que no falla una y puede desaparecer y aparecer en escena más rápido de lo que canta un gallo (¿?). “Un Espía y Medio”, traducción horripilante que, en parte, hace referencia a la baja estatura de Hart, funciona mejor por el lado de la acción y todos los convencionalismos del género de espionaje y sus dobles agentes, que tampoco acá convence del todo por su previsibilidad. Un público poco exigente puede disfrutar de esta comedia a medias sin sentirse estafado, el resto saldrá bastante aburrido clamando por su dinero y algunos chistes graciosos. Hay cameos interesantes, hay momentos risueños y lo mejor de todo, las escenas fallidas, las únicas que lograron una carcajada de mi parte. Lo siento chicos.
Disney le sigue apostando a la nostalgia y nos arranca un par de sonrisas y suspiros. Además de reversionar sus clásicos animados en aventuras live-action, Disney también le da una nueva oportunidad a esas películas que, en el pasado, no rindieron los frutos esperados. Es el caso de “Mi Amigo el Dragón” (Pete’s Dragon, 2016) que cambia a su alada criatura animada de 1977, por una más “realista” y suavecita, realizada completamente por imágenes generadas por computadora. Está versión siglo XXI igual mantiene esa esencia nostálgica de una época más simple y una historia que necesita moraleja. La película de David Lowery –un realizador que viene directamente de la escena independiente- no tiene más aspiraciones que entretener a toda la familia, conmover con sus personajes queribles y, de paso, dejar deslizar un mensaje ecologista que nunca está de más, sin ser apabullante. El pequeño Pete (Oakes Fegley) está de paseo con sus padres por el bosque. Un terrible accidente lo deja huerfanito y a merced de la naturaleza, pero no está solo, entre los árboles se esconde una enorme criatura fantástica sólo visible a los ojos de unos pocos, un dragón verde y peludo con el que, en seguida, hace buenas migas y forma un lazo de amistad. Elliott -así apoda el nene a su gigantesca mascota- es pura ternura, un cachorrito juguetón que también perdió el rumbo y lleva muchos años viviendo en los bosques y alimentando leyendas que, obviamente, nadie cree, salvo el señor Meacham (Robert Redford), un carpintero del lugar que asegura haber tenido un encuentro con el dragón tiempo atrás. El cuento no se lo cree ni su hija Grace (Bryce Dallas Howard), guardabosques bastante escéptica que, tratando de evitar la tala indiscriminada, se cruza con Pete que ya lleva seis años viviendo en la espesura. El nene y Elliott se separan, y así comienza su odisea para reencontrarse, una acción que puede poner en peligro a la criatura cuando los lugareños descubren su existencia. Lowery no complica demasiado la historia. Los malos no son tan malos, solo personas asustadas que no ven lo inofensivo que puede resultar el escupefuego. Por su parte, Pete necesita volver a conectar con otros seres humanos y sentirse querido, un rol que llevará a cabo Grace y su familia, incluyendo a su hijastra Natalie (Oona Laurence), una pequeñita que congenia inmediatamente con él mostrándole un estilo de vida muy diferente del que el nene solo tiene vagos recuerdos. Elliott es el alma de esta historia, el personaje más querible, del que todos querremos tener un peluchito al salir de la sala. Tan imponente como torpe, el personaje en CGI y su relación con Pete, en seguida nos recuerda a “Un Gran Dinosaurio” (The Good Dinosaur, 2015) y, por qué no, la más reciente “El Libro de la Selva” (Jungle Book, 2016), un lazo inquebrantable de amistad que va más allá de lo real y lo imaginario con el que todos nos podemos identificar. El resto de los personajes son correctos y bastante estereotipados pero, una vez más, se ajustan a la perfección en esta historia con olorcito a “rescate emotivo” que se ambienta en una época no especificada y, al mismo tiempo, lejana a la convulsionada actualidad. Desde lo visual, “Mi Amigo el Dragón” maravilla cada vez que Elliott emprende el vuelo y nos lleva de paseo por los imponentes paisajes boscosos, un 3D que vale la pena y nos sumerge de lleno en una aventura para disfrutar en familia, inocua, sin violencia ni grandes conflictos, como si una máquina del tiempo nos llevara a pasear por la década del ochenta.