En pleno auge de su carrera, Alejandro Agresti decidió encarar rumbo a Hollywood luego de la menospreciada Un mundo menos peor allá por 2004. En la meca del cine industrial, Agresti filmó uno de los mejores dramas romántico/fantásticos de los últimos años, La Casa del Lago, y no se supo mucho más de él hasta siete años después con la extraña y concéntrica No Somos Animales a mitad entre las estrellas hollywoodenses y los escenarios locales. Con Mecánica Popular, presentada en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, el realizador dice presente nuevamente en su tierra; y lo hace como si quisiese barajar y dar de nuevo, como si la tentación del reset fuese demasiado fuerte. Una película pequeña, cerrada, de pocos personajes, y diálogos abarcadores. Sí, es de esas que están a un paso de mostrarnos un telón cerrándose y los actores agradeciendo al culminar. Mario Zavadniker (Alejandro Awada) es un editor con una vida apagada, de vuelta de todo, descreído de cualquier encanto. Una noche, decide llevar a cabo una maniobra para terminar con su vida, pero en la escena interrumpe Silvia (Romina Ricci), una joven escritora que asegura se suicidará si no lee su manuscrito y publican su novela. En el medio, se cruzan distintos personajes y anécdotas o hechos. Principalmente el portero del edificio, interpretado por Patricio Contreras que entra y sale de cuadro haciendo aportes con comentarios temáticos; y Marina Glezer interpretando la ex mujer de Mario, también escritora, u otra visión de Silvia. La historia entrecruza la vida y las pesadillas de Marío con un trasfondo profundamente literario. Los personajes, especialmente el portero, debaten sobre literatura, el mundo artístico, arrojan guiños constantes, y no esperan a que el espectador entre en el juego. En ciertos momentos, como si viviesen en un mundo abstraído. A diferencia de los films que le dieron un nombre (Buenos Aires Viceversa, Valentín), aquí Agresti se aleja de lo mundano, de lo social, o hace que sus personajes hablen de la historia reciente del país, pero desde ese punto de vista que los caracteriza. El modo que encuentra el director para que esto no sea una obra de teatro, más allá de algún aireo, son los planos y la fotografía con un correcto uso de luces. Por el resto, se confirma lo que ya sabíamos de su persona, es un gran director de actores, aquí está el punto fuerte del film. Todos aportan lo necesario para que sus personajes sean creíbles y los diálogos, que van de una punta a otra, tocando todo tipo de temas, son fluidos y con un ritmo especial. Alejandro Awada es quien se lleva los laureles con otro de esos personajes apesadumbrados que parecen escritos para él, alcanza una mirada (y un primer plano a ella) para que todas las palabras sobren, sus gestos son expresivos, su modo de hablar, de decir, todo encierra algo. Mecánica Popular hace rece referencia a una conocida revista que intentaba acercar el mundo de la mecánica al ámbito popular y hacía un aporte con varios “”experimentos” o creaciones que uno podía hacer desde casa. La Película de Agresti, conserva de eso, solo el título, habla para los suyos, esboza críticas e ironías, y para quienes penetren puede ser delicioso, el resto puede necesitar de un manual explicativo, o simplemente disfrutar de un buena puesta y una maravillosa interpretación.
No tengo muy en claro el por qué, pero Garry Marshall es una suerte de sinónimo de la gran comedia, especialmente romántica, hollywoodense. El hombre tiene a sus espaldas uno de esos clásicos indiscutibles como lo es Mujer Bonita (le pueden decir lo que quieran, fue un hit y es una referencia absoluta), y además… bueno, algún que otro título conocido, o placer culposo de unos u otros como pueden ser El Diario de la Princesa 1 y 2, Eternamente amigas, Novia Fugitiva, Nada en común, Franky & Johnny, u Hombre nuevo vida nueva. Más allá de esos, hay una fructífera carrera en títulos que queremos olvidar; y más de uno, algunos de las películas que nombre también quisiéramos olvidarlas. Especialmente, el Siglo XXI no le ha pegado bien al hermano de la mucho más talentosa Penny Marshall; sus películas se han vuelto un reservorio de viejos estereotipos, estilos de vida, y falsas morales que huelen a mal añejadas; y esta Enredadas… ¡pero felices!, que llega antes a estas latitudes que a su país de origen, está lejos de ser un giro de excepción. Continuando con sus dos películas anteriores, Día de los enamorados y Año Nuevo, Marshall se dedica nuevamente en Mother’s Day (su título original mucho más acorde) a narrar una cúmulo de historias en formato coral, juntando un seleccionado de estrellas – varias que están en el banco de suplentes hace un tiempito –, alrededor de una festividad social X; en este caso el día de las madres. Falta una semana para que llegue la festividad, y a más de uno los conflictos se le revolucionan. Jesee (Kate Hudson), en pareja con un hindú y Gaby (Sarah Chalke) que es gay, ocultan a su madre prejuiciosa sus parejas. Sandy (Jennifer Aniston) se disputa el amor de sus hijos con la nueva pareja de su ex más joven que ella. Miranda (Julia Roberts) es una presentadora telemarketer televisiva que abandonó los planes familiares privilegiando su carrera. Bradley (Jason Sudeikis), viudo, sufre porque este será el primer día de las madres para él y sus dos hijas sin su esposa. Kristin (Britt Robertson) tiene que afrontar su fobia al casamiento por haber sido abandonada por su madre biológica. Como ven, cada una de las historias individuales, han sido contadas infinidades de veces, y en películas con más desarrollo que esta. Entre Marshall y los ¡¡cuatro!! guionistas se dedican a plantear un estilo de vida ideal, respetar todos los mandatos familiares y la posibilidad de arrepentirse para quien no lo haya hecho. Todos son lindos, tienen bríos, salidas espontáneas, y aunque alguno que otro no pase por un buen momento económico, a ninguno se le complican demasiado las cosas por ese lado. Algunas de las historias, a decir verdad la mayoría, inclinarían más la balanza para el costado del drama, pero no, el guión y el tono se empecina en que esto sea una comedia, aunque los gags efectivos sean pocos. En cuanto a las actuaciones, es de esperarse que entre tanto actor con trayectoria, alguno haga bien su tarea. La mayoría se repite a sí mismo, les vemos hacer los mohines que hacen aun cuando no están interpretando a un personaje. Por ejemplo, Aniston dependerá cómo le caiga a cada uno la actriz, lucho y lucho – bueno no tanto –, pero no puede dejar de ser la Rachel de Friends; imaginen si Rachel se separase de Ross y este se casase con alguien más joven y ya tienen su historia. Hudson lidia con un personaje que no parece ser para ella, igual es de las que sale mejor parada. Sudeikis está en plan John Cusack en Grace is Going, esta historia es la muestra de que esto debería ser un drama, pero como Sudeikis es comediante, bueno imaginen. Julia Roberts mira a cámara, pide a gritos que la saquen de esta película – ¿dónde están los contratos con Lancome cuando los necesitamos? –, se ve incómoda, desganada y cansada y sin embargo debe ser lo más gracioso y efectivo de toda la película. Sumémosle a los nombrados a Timothy Olyphant, Margo Martindale, Jon Lovitz, y por supuesto no podemos perdernos el juego “Buscando a Héctor Elizondo” en toda película de Garry Marshall. Vetusta, falaz, molesta, y poco efectiva en la comedia y más en el drama; Enredadas… ¡Pero felices! Se convierte en algo que con suerte será olvidable al poco tiempo de terminar de verla. Piensen que en 1981 había otra película con el mismo título original Mother’s Day que resultaba mucho más transgresora que su homónima treinta y cinco años antes. Si sigue pensando en revisar festividades, para su cuarto intento, Marshall debería pedirle urgentemente consejos a Richard Curtis sobre cómo hacer un verdadero relato coral sobre el amor en todas sus formas.
A pleno con la temporada alta de estrenos nacionales, esta semana llega a cartelera una grata sorpresa destinada a convertirse en pasión de multitudes. La jugada de Rodrigo Grande era arriesgada, pasar de la escritura y la dirección de dos films de estructura pequeña, local, cotidiana si se quiere; a una película industrial, a gran escala. Por más que él mismo en la conferencia de presentación del film lo haya negado y dicho que cuando presentó el proyecto no pensó que se convertiría en algo tan grande. El realizador de las rosarinas Rosarigasinos y Cuestión de Principios se anima a más y presenta Al Final del Túnel, diferente a las dos anteriores pero manteniendo su estilo propio. Con buena recepción de público y crítica, los dos trabajos anteriores de Grande ya se animaban al género, a la comedia ambas, y al policial y cine de mafias en el primer caso. En el caso de Al Final del Túnel redobla la apuesta en una historia de suspenso y tensión que atrapa desde el principio y realiza todos los giros necesarios para que esa sensación nunca decaiga. Joaquín (Leonardo Sbaraglia) es un técnico en computación, que vive encerrado en un típico caserón porteño oscuro de estilo de principios del Siglo XX, postrado en una silla de ruedas. Pasan pocos minutos hasta que hace su aparición Berta (Clara Lago) con su pequeña hija que hace algunos años dejó de hablar repentinamente. Ambas responden a un aviso buscando inquilino para el piso superior de la casa. Pese a la reticencia inicial, Joaquín termina cediendo, y Berta y la pequeña terminan alquilando y entrando en su vida. Pero hay algo más; la casa de Joaquín se encuentra en el medio entre un banco y otra casa que una banda de ladrones liderada por el despiadado Galereto (Pablo Echarri) ¿alquiló? para poder realizar un robo en las cajas fuertes de la entidad bancaria mediante un túnel conector. Joaquín sabe de los planes de sus “vecinos”, se obsesiona, los escucha con micrófonos, los espía con cámaras, está atento a todos los pasos que piensan dar. De acá en más comienzan los constantes giros que por acá no se adelantarán. Si el argumento se presenta como típico para un film de género, Grande se encarga de llenar el ambiente de detalles. La casa representa el estado de ánimo de Joaquín, quien en un pasado parece haber perdido a su familia; y Berta viene traer luz y pasión (no sólo sexual) a esa zona apagada. A modo de los grandes directores del suspenso – De Palma, Chabrol, Spielberg en boca del propio realizador, y si Hitchcock – no debemos distraernos un solo segundo, el meticuloso guión inteligentemente nos irá indicando qué debemos recordar para el desarrollo posterior de la historia. Nada está puesto allí al azar, pensado todo como gran juego en su conjunto. Otro gran aporte lo encontramos en el rubro interpretativo. Previamente Grande había demostrado ser un sólido director de actores, aquí los guía a cada uno en personajes que a simple vista parecen lugares comunes, pero que lejos están de ser puntos encasillados. Pablo Echarri (quien también oficia como productora con su empresa El Árbol debutando en cine) aprovecha la pantalla grande para escaparle al galán, para mostrarse en personajes distintos, su Galereto es un villano para temer, sombrío, turbio, sin ningún prurito ni piedad, y el actor lo interpreta desde la postura, los gestos adustos, y la mirada negra y penetrante. Lo mismo para Clara Lago que es fuego puro, una bomba, que también sufre y lo hace sentir. Un plus es su perfecta porteñización que no se queda solo en las voces sino que adopta posturas y modismos propios de nuestras mujeres. Sumémosle una participación de Federico Luppi (¿podemos hablar de actor fetiche del director?) pequeña pero fundamental y magistral en su composición. Párrafo aparte para un Leonardo Sbaraglia que no deja de maravillarnos. El carisma le brota de los poros. No necesita hablarnos de su historia para comprender todo el dolor que sufre (¡esa escena de llanto! invita a acompañarlo). Se adentra en la obsesión y lo seguimos en todas sus decisiones y cambios. Además, el agregado de unas destrezas físicas increíbles en el manejo de la silla de ruedas y los movimientos de un cuerpo semi muerto en condiciones complicadas. No nos queda otra que aplaudirlo de pie. Film en Co-Producción con España, es un lujo notar como las uniones cinematográficas entre ambas países se fortalecen cada vez más en calidad con el tiempo, otorgando resultados tan nobles como este. Al Final del Túnel es de esos grandes films de que producen sensaciones para la historia; no es uno más. Un dechado de suspenso, con dosis de acción, y una comicidad natural imposible de resistir. Rodrigo Grande cambia de registro, juega en las grandes ligas, pero mantiene vivo ese espíritu lúdico que lo caracteriza. Al espectador no le queda otra que aferrarse a la butaca y disfrutar de un juego que nos invita a dilucidar cuáles serán los próximos pasos. Lo anticipo, estamos frente a una de las mejores películas de este 2016.
Mientras que el cine de género en Argentina encuentra cada vez más exponentes riquísimos dentro de las producciones más pequeñas e independientes (alcanza con nombrar la reciente Resurrección, quizás el mejor film nacional en lo que va del año), pareciera aún tener algunas dificultades para lograr pisar firme cuando de gran cine industrial de género se trata (alcanza también con nombrar la reciente Cien años de perdón, triste decepción). En Kóblic la apuesta era grande. Tenemos al que sin dudas es nuestro actor más convocante, no solo a nivel local. Otro actor secundándolo al que no le escasea prestigio. Un director, que hasta ahora en el cine se probó con suerte en la comedia, pero con la suficiente experiencia en la rama del suspenso dentro de la TV. Un producción como para poder entregar un gran despliegue. Y la premisa de una historia que parecía ser realmente atrapante, la cacería entre dos hombres, con el trasfondo de la última dictadura cívico-militar, y una mujer en el medio. Sin embargo, las expectativas pueden fallar, y hay algo en Kóblic que no funciona, y que lamentablemente arrastra a todo el resto consigo. Quitémonos el embrollo de encima. Los guionistas, el propio director Sebastian Borensztein y Alejandro Ocon eligen un camino de riesgo al poner como protagonista a un militar, retirado, que participó activamente en los hechos ocurridos durante el golpe del ’76, y como si fuera poco, ubicar la historia precisamente dentro de esos años. La visión que se otorga, por cuestiones que desarrollaré luego, esconde si bien no un dejo de condescendencia, cierta frialdad, distanciamiento, o más extraño aún, alejamiento; como si se estuviesen tratando hechos ajenos (algo similar a lo que ocurría con la trama nazi de Wakolda, de hecho pareciera que estuviesen hablando de refugiados nazis más que de militares argentinos, tendría más sentido). Este detalle, falta de profundidad, puede hacer ruido en más de uno, pero está lejos de ser el principal inconveniente. Estamos en 1977, años duros, el Capitán y piloto de la Armada Tomás Kóblic (Ricardo Darín), al que le quedan pocos días de servicio antes de su retiro, decide, en un acto de conciencia, desobedecer la orden de abrir la compuerta en uno de los atroces vuelos de la muerte que arrojaban personas vivas al mar. El hombre, despide a su esposa, y decide refugiarse en Colonia Helena (pueblo ficticio filmado en San Antonio de Areco) como piloto comercial con la ayuda de algún conocido. Allí, pasa sus días escondido, hasta cruzarse con Velarde (Oscar Martinez en transformación completa), el comisario de la zona, hombre corrupto, violento y despiadado, que al enterarse de su pasado militar se encarnizará con el mismo. También aparece en su vida, Nancy (la española Inma Cuesta), la mujer que atiende en el negocio de la estación de servicios, con quien vivirá una tórrida y peligrosa pasión. El trío de actores, más allá de que a Inma Cuesta no se le explique su acento extranjero – que intenta disimularlo –, es por lejos lo mejor de la propuesta. Darín destila carisma aún en un personaje difícil como este, su rostro es duro y de pocos gestos, fuera de su habitual tono, e igual, penetra en la piel. Inma Cuesta logra buena química con su apasionado, y compone a la justa dama en riesgo constante con los suficientes matices. Quien sorprende, repito, es Oscar Martínez, no solo en un cambio físico, sino de postura, habla, y articulación, Velarde es sumamente desagradable, y gran parte de eso es gracias a la enorme composición del actor. También se destacan los rubros técnicos, aunque apela a un exceso de grandilocuencia de tomas aéreas y ciertos travellings. La fotografía y el juego de cámaras logran un tono áspero y envolvente. El desacierto, en definitiva, está en el guión. Kóblic es un western, no caben dudas de ello. El forastero que llega a un pueblo perdido, con un pasado oscuro, y se enfrenta al sheriff local. También hay algo de film noïr, con los dos antagonistas con actitudes pesadas, y una mujer en peligro o peligrosa. Pero se olvida de ser un producto de género local. Le cuesta focalizar en lo fundamental de la historia, y no logra que sus personajes se introduzcan correctamente en los hechos. El romance de Tomás y Nancy ocupa más espacio del necesario, y aun así, se ve apurado, desenfrenado, sin una lógica progresión. Nunca logra entenderse del todo bien el objetivo de Velarde, cuál es su razón de ser, por qué tanto enseñamiento; quizás si la historia hubiese hecho un salto temporal a los primeros años de democracia tendría otro sentido que aquí no se comprende. Lo mismo sucede sobre el final, en el que una de las subtramas es abandonada de golpe para abocarse a lo que tendría que haberse abocado con mayor énfasis en todo el tramo anterior. Esto, sumado a una serie de imprecisiones históricas, y llamativos baches argumentales, o agregados inexplicables, hace que se nos dificulte apreciar los aciertos que el film posee. Retomando, Kóblic arremete con un asunto complicado, y confunde violencia con riesgo. Pareciera ser un film temeroso, que decide mirar para el costado, que toma el camino fácil luego de emprender el camino sinuoso. Pese a su puñado de aciertos, hablamos de una propuesta tristemente fallida.
Cloverfield: Monstruo fue una película de 2008, dirigida por Matt Reeves (El Origen del Planeta de los Simios) y producida por el semidiós del Hollywood actual J.J. Abrams que retomó el por entonces descuidado estilo del found footage para narrar la historia personal de un grupo de amigos y parejas sobreviviendo a un monstruoso apocalipsis urbano del tono “Godzilla”. Quizás sea el “found footage” con mayor producción y uno de los más memorables y de mejor resultado. Bueno, olvídense de todo eso (o casi). Filmada casi en secreto, Avenida Cloverfield 10 es de esas ¿Secuelas? ¿Spin Off? que toman, en este caso inteligentemente, un camino totalmente diferente. Si alguno tiene la posibilidad de recordar un olvidado telefilm de 1992, editado aquí en VHS, Temblor (Quake), sería bueno que lo haga, no solo porque es sumamente recomendable, sino que con esta sí, las similitudes abundan. Michelle (la scream queen no convencional Mary Elizabeth Winstead otra vez en tono acertado) abandona a su prometido y emprende un viaje de huida por la carretera. Desde afuera se informa del desastre en algunas ciudades. Un ¿accidente? y Michelle despierta en el sótano de Howard (un John Goodman formidable), perdida, y con la pierna lesionada. Howard le informa que la rescató, que en el afuera existe un peligro nuclear, y que solo allí, un bunker guarecido, estan a salvo. También se encuentra Emmett (John Gallagher Jr.), otro refugiado de Howard con una lesión en el brazo. Tan solo tres personajes y una casa. ¿Cuánto hay de cierto en lo que dice Howard? ¿Qué hay de verdad sobre su pasado? La convivencia intenta ser relajada pero persiste el nervio de la tensión. Eso es lo que mejor saben manejar tanto el novel director Dan Trachtenberg como el trío de guionistas Josh Campbell, Mathew Stuecken y Damien Chazelle; la tensión. Si bien ambas películas se centran más en los personajes que en el ambiente que los rodea, Cloverfield: Monstruo presentaba un clima mucho más abierto, de paranoia colectiva. Avenida Cloverfield 10, pese a no ser found footage (¡gracias! ¡gracias!), es un film vistosamente más pequeño, cerrado, atmosférico, y de largas secuencias. No necesita de golpes de efectos constantes, las mismas escenas que parecen de calma, encierran un dejo de incomodidad, de algo que está a punto de estallar. El Howard de John Goodman, más allá de su temible encarnación, funciona como el motor, como la unión, aun siendo el punto de vista, y el protagónico indiscutido el de Michelle. Él es quien maneja los tiempos del relato, cada vez que aparece en escena sabemos que tenemos que prestar atención a su accionar. Es esa incertidumbre entre confiar o desconfiar, ceder o no ceder, la que le transmiten los personajes al espectador. En definitiva, saber cuánto de la primera entrega hay en esta segunda. La propuesta, que vuelve a tener a Abrams como productor, no deja de ser un producto de riesgo. ¿Será este uno de los tantos guiones cajoneados en Hollywood al que le “adosaron” algo para que cumpla el rol de secuela como gancho publicitario? No lo sabemos. Quines vayan buscando ver más de lo que ya nos mostraron, es posible que salgan muy decepcionados en este aspecto. De todos modos, es una suerte que no nos entreguen un film que se duerme en los laureles, que repite la fórmula anterior aletargándola. Sobre el final, habrá un giro, quizás necesario, que nos ubique en donde estábamos. Cambian el juego, y es probable que más de uno haya esperado otra cosa. No obstante, no deja de ser un detalle, y en definitiva, es el juego al que entramos a someternos. Hay clima, no hay necesidad de apuro, una correcta construcción de personajes, y suspenso del bueno. Avenida Cloverfield 10 no es una joyita, es una película para dejar contenta a la platea; y lo mejor de todo, que abre el panorama hacia nuevas posibilidades dentro de una misma historia.
Hay un pequeño error al finalizar la proyección de El libro de la selva. Sobre los créditos finales, lo primeros que uno lee es “Basada en las novelas de Rudyard Kipling”, más exacto sería decir, que está basada en el clásico animado de Wolfgang Reitherman de 1967. Porque esta nueva versión se encuentra en el plan Disney de llevar a la acción real, varios de sus films animados más recordados, tal cual lo hizo con Cenicienta, Maléfica/La Bella Durmiente, y Alicia en el país de las maravillas. Al nuevo film de Jon Favreau (a esta altura tan reconocido como actor y como director) sólo le faltaría una pátina de pintura para parecerse aún más a aquella que quiere imitar/homenajear. Los animales no son antropomorfos, pero hablan un perfecto inglés (salvo algunos en una suerte de decisión arbitraria), y si se tiene la posibilidad de verla en su idioma original, las voces son tan reconocibles que hasta podremos ver los rostros de los intérpretes reflejadas en sus criaturas. Algo similar ocurre con el fluido montaje, potenciado por un nítido y cristalino 3D que otorga profundidad; las secuencias nos haran recordar la liviandad de un trazo animado. Salvo alguno de trasfondo, el único humano al que veremos es al nobel Neel Sethi, en la piel de Mowgli, el niño abandonado en la selva, criado por los lobos, y con la pantera Bagheera (voz de Ben Kingsley) como mentor. Mowgli es un lobo más, y hasta se le niega el uso de algún artilugio humano. Pero en el camino se cruza el tigre Shere Khan (voz de Idris Elba), quien viéndolo como una amenaza, solo desea eliminarlo. Pese a las súplicas de su madre adoptiva Raksha (voz de Lupita Nyong’o, quien parece perfilarse como actriz para personajes digitales a la par de Andy Serkis), Bagheera aparta a Mowgli para protegerlo/se y le exige regresar con la aldea humana. Es así, que Mowgli terminará encontrando al oso perezoso Baloo (voz de Bill Murray), quien le enseñará un nuevo estilo de vida y aprenderán el valor de la amistad. Como ven, si leyeron los relatos de Kipling el extracto vuelve a ser bastante escueto (nos sigue quedando la menospreciada adaptación de 1994 a cargo de Stephen Sommers), en cambio, del film de 1967 tenemos (casi) todo. Lo llamativo de esta adaptación, es que pese a tener a la película animada como deudora, posee una gran indefinición en los tonos. Por un lado, en varias humoradas y en el agregado de dos canciones forzadas, se entrevé una clara intención infantil. Pero también posee un grado de violencia y cierta complejidad de algunos asuntos, que nos hacen pensar más en un target adulto. Detalles, esta El libro de la selva tiene todo para ser un buen divertimento, con mensajes y analogías incluidas. Y algo fundamental en estos tiempos, su duración no es de por más extensa. La atención jamás se desvía y sabe focalizar en lo que realmente importa. Neel Sethi como Mowgli, hay que decirlo, resulta irritante. Habrá que ver al niño en otros papeles, aquí peca de una impostura demasiado “canchera” para ser alguien que solo conoce animales de la selva. Los animales compensan sobradamente, a los mencionados faltaría agregar a Christopher Walken como el orangután Louie (por supuesto, en plan clan mafioso amistoso), la seductora serpiente Kaa con la carrasposa voz de Scarlett Johanson, y los legendarios Giancarlo Esposito como el lobo Akela y Garry Shandling como el puercoespín Ikki; si hasta Sam Raimi tiene una pequeña participación a descubrir. El trabajo en la digitalización es impecable, el ensamble voz, rostro, e interacción con Mowgli es natural y logrado. Para ver en familia, o hacerse una escapada solo; sin ser una maravilla, El libro de la selva atrapa y entretiene. Quizás no perdure como un clásico, pero la sensación es la de haber invertido tiempo y dinero de entrada/s en algo noble.
Pareciera ser regla que luego de la consagración de un actor, en un punto pegue un volantazo y comience a entregarse a películas cuyo único atractivo sea su presencia adornando el afiche. ¿Será cuestión de la dificultad para conseguir papeles con el paso del tiempo? Le está sucediendo a Meryl Streep en sus últimas películas, la semana pasada la tuvimos a Cate Blanchett en la intrascendente Toda la verdad, por citar roles femeninos, y ahora la grandiosa Julianne Moore vuelve a recaer en otro film que se ubica debajo de ella luego de su paso el año pasado por Siempre Alice (por más premiaciones que le haya valido). Casi que podríamos pegar la reseña de Siempre Alice y transcribirla para De ahora y para siempre. Varias son las similitudes, más aún el resultado final. Basada en hechos reales (y van…), es la historia de la pareja conformada por Laurel y Stacie. A Laurel, policía de la Ciudad de New Jersey, le diagnostican un cáncer terminal, y pretende dejarle su pensión a su pareja, más joven que ella. Este hecho, que pareciera simple, se complica frente a la imposible burocracia y las miles de trabas y negativas que las autoridades les pondrán por el hecho de tratarse de una pareja homosexual. Laurel y Stacie emprenderán una lucha que llegará a la sociedad toda creando una causa común. La historia de por sí tiene un potencial innegable, es más, estoy seguro que haber seguido la noticia real debe haber sido interesante. Pero el guión del ganador del Oscar Ron Nyswaner tropieza con todos los embrollos posibles de este tipo de historias. No solo no elude los golpes bajos, parece buscarlos hasta debajo de las piedras; se fuerzan todas las situaciones para que se vean puramente dramáticas, remarcádamente dramáticas. Otros asuntos que hacen a la importancia que el hecho tomó a nivel social, se tornan ligeros, como si uno ya debiera conocerlos, o simplificados en pos de otras cuestiones, los momentos íntimos en busca de pañuelos. El director, Peter Sollett (Nick y Norah’s Infinite Playlist) tampoco se esmera demasiado en dotar la película de la fuerza necesaria. Ni desde el montaje, ni desde la fotografía, ni desde la dirección actoral, se nota trascendencia. Tampoco graves errores, es cierto, se acomoda en la monotonía general. Ante este panorama, tanto Julianne Moore (Laurel), como Ellen Paige (Stacie) hacen lo que pueden, logran ricas interpretaciones, carnales, que se convierten en el mayor ¿único? atractivo. La película está al servicio de ellas, y hay que reconocer que cumplen sobremanera; tanto de forma individual, como en la química lograda y necesaria para que todo sea querible. El resto del elenco, entre quienes figuran Michael Shannon, Steve Carell, y hasta William Sadler, se ubica un escalón debajo de la pareja protagónica. De ahora y para siempre puede no ser un film detestable, tiene elementos para ser vista sin mayores pretensiones. Pero ni asoma a la intensión de ser algo memorable. Se conforma con ser una de esas que rápidamente se eternizarán en las tardes del corazón en nuestra televisión. Que dos intérpretes como Moore y Paige se presten a este tipo de films está hablando de algo. Se necesitan de grandes propuestas para grandes actrices.
Misterios de la cartelera. El terror suele invadir las salas de cine con variadas propuestas; y aunque siempre suele funcionar de mediano a muy bien, si prestamos atención a los títulos que llegan, veremos que más allá de algún tanque mainstream del género, la mayoría son propuestas que cuentan con varios meses de retraso respecto del estreno en su país de origen. De inmediato nos surge otra pregunta, si hurgamos dentro de los estrenos a nivel global, vemos que hay para todos los gustos; muchos con pasos fructíferos por los festivales ad hoc. Entonces ¿cuál es el criterio de selección? ¿Qué es lo que hace que películas con popularidad del boca en boca nunca asomen ni siquiera a una llegada local en DVD – caso The Babadook, Freaks of Nature – y si logren el estreno en varias salas productos intrascendentes como Yo vi al diablo? A no confundirnos con el título local, nada tiene que ver esta película con la coreana I saw the devil/Ang ma-reul bo-at-da dirigida por Kim Jee-Woon. Esta es Visions, producción estadounidense, dirigida por Kevin Greutert, y producida por los muchachos de Blumhouse Productions (los que siguen robando con el cartelito de “de los mismos productores de Insidious y Actividad Paranormal). De Greutert lo mejor que podemos decir es que es el director de las dos últimas de El Juego del Miedo y también de Jessabelle, estrenada aquí el año pasado, con fuertes reminiscencias a la superior La llave maestra. Como ven, películas bastante diferentes entre sí. Yo vi al diablo, está mucho más cerca de Jessabelle que de la porno tortura de los juegos de Jigsaw. La protagonista es Eveleigh Maddox (la australiana Isla Fisher, quien alguna vez perfiló como gran comediante), en los primeros minutos del film nos enteramos que sufrió un accidente de tránsito, del cual sobrevivió milagrosamente y que en el mismo hecho alguien perdió la vida y puede estar relacionado con niños. Pasa el tiempo, Eveleigh está embarazada y continúa con algunos traumas por lo sucedido. El embarazo le impide tomar sus psicofármacos, y para cantar lotería, se muda al viñedo de su pareja David (Anson Mouth). Allí se supone que todo debería arrancar de cero a pura tranquilidad y felicidad. Pero ese estado dura poco, ya que comienzan a sucederse una serie de acontecimientos extraños, complementados con visiones terribles que tiene nuestra protagonista, mezclando el pasado con algo que puede o no predecir el futuro. ¿Qué es lo que sucede? Sospecho que ni siquiera los guionistas L.D. Goffigan y Lucas Sussman lo tienen demasiado en claro, porque todo varía escena tras escena. Lo que sí se puede adelantar es que el diablo figura solo en la imaginación de quien creo el título local. Hay una mujer que de pronto parece poseída y hace un extraño rito en plena fiesta, el bebé puede tener algo indefinido, puede haber fantasmas que acosan, puede que el marido esconda algo, puede que el médico se traiga algo entre manos, puede que el embarazo le haya otorgado algún tipo de poder sobrenatural, o puede estar en medio de algo mucho más terrenal. El argumento se pasea por todos lados, como si nunca encontrara su eje. A Fisher y Mouth la secunda un elenco de rostros bastantes conocidos como los de Gillian Jacobs, Jim Parsons, Joanna Cassidy, y Eva Longoria. Pero todo el peso recae en Fisher, quien pareciera no estar a la altura de las circunstancias, o darse cuenta que no participa de algo trascendente. Porque Yo vi al diablo no es necesariamente un despropósito, el argumento, aunque disperso, se sigue con algo de interés (no se entiende como Greutert puede tener tanta trayectoria en el departamento de montaje y haber hecho algo tan innecesariamente fragmentado) pero no genera sobresaltos, apenas algún atisbo de suspenso, jamás terror. Volviendo al inicio, Yo vi al diablo aterriza en las salas locales en medio de un panorama en el cual mucho producto de terror, bastante mejor, aún aguarda su posibilidad, y no parecieran alcanzarla. Este panorama pareciera repetirse semana tras semana. ¿Cuál es el criterio de selección de compra? Acá no lo resolveremos, quizás la respuesta llegue de improvisto, como la resolución sobre qué le pasa a Eveleigh.
Ante películas como Londres bajo fuego, uno puede elegir dos caminos. Tomárselas en serio y abstenerse a las consecuencias de hacerse malasangre; o aceptar la divinidad de la comedia, aunque sea involuntaria y esperar pasar un buen rato a pesar de todo. Secuela del film de 2013, Ataque a la Casa Blanca; cambio de director mediante, sale el experto en acción Antoine Fuqua, en su lugar se ubica el más desconocido - aunque no con escasa trayectoria - Babak Najafi (Sebbe, Easy Money II); aunque esto, a la hora de los resultados poco cambie. Ambos dotaron al producto del mismo vértigo, el mismo montaje veloz, y la misma pericia para hacer que el film se vea más grande de lo que es. Cambio de ambiente, ya no estamos en Washington y en las cerradas paredes de la Casa Blanca. La acción se desarrolla por las calles de Londres, tal cual indica el título. El guardaespaldas del presidente de los EE.UU. Mike Banning (Gerard Butler) tiene planeado su retiro ante la inminente noticia de que será padre. Antes de anunciarlo, le es asignada una nueva guardia, debe escoltar a su protegido en un viaje a la capital inglesa por el funeral del Primer Ministro de aquel país, en hechos no muy claros. Al encuentro, asistirán los líderes de los principales países del mundo; y el operativo de seguridad es enorme… pero puede fallar. A los pies de la ceremonia, una serie de atentados comienzan a sucederse y los blancos son cada uno de los mandatarios. Hay traiciones de falsos policías, dobles agentes, y encubiertos de toda clase. Todo es un caos; por suerte lo tenemos a Mike Banning. Si la primera entrega imitaba descaradamente a la primer Duro de Matar con su clima opresivo y con la idea del héroe que debía redimirse salvando a su país de los terroristas. Esta es más similar a sus secuelas, sobre todo a partir de Duro de matar 3, más abiertas, con un mayor grado de carisma o empatía buscada, y en plan buddy movie forzada. Si allá por el ’96 les había parecido ridículo ver al presidente Bill Pullman pilotear un avión de guerra para combatir aliens en Día de la Independencia; prepárense ahora para ver al Presidente Benjamin Asher (Aaron Eckhart, quien alguna vez perfiló como actor de fuste) formar equipo con su guardaespaldas y patear unos cuantos traseros árabes. Porque sí, si en la entrega anterior los terroristas fueron norcoreanos, ahora son árabes; o algo así, son extranjeros y eso es lo que importa. Todo es así en Londres Bajo Fuego, una película realmente muy ofensiva para aquel que no sea caucásico, estadounidense, heterosexual, y con una familia constituida. Las líneas de diálogo habría que releerlas para creer que es cierto lo que vimos. El grado de insulto es absolutamente mayor al de Ataque a la Casa Blanca (y ya es mucho decir en una película que utilizaba un busto de Lincoln como arma). Pero a diferencia de aquella, pareciera que el guionista, que sigue siendo el mismo, Creighton Rothenberger, aprendió una extraña lección. Si gran parte del mundo (aun yanquis pero que no cumplan con algún punto del estereotipo ideal planteado) va a odiar el mensaje que les estás enrostrando, haceles un guiño de que todo es en joda. Ataque… era demasiado solemne, se creía todo lo que planteaba, y sí, nos daban ganas de patear la pantalla. Por el contrario, Londres abre el juego, es tan ridícula, tan estúpida, que no podemos más que reírnos; y si realmente los responsables del film creen en lo que están diciendo, deberíamos tenerles algo de piedad por semejante acto de credulidad. Butler y Eckhart tienen química, y al primero se lo ve menos atado en la necesidad de dotar a su personaje de emociones, puede limitarse a pelar músculos, empuñar armas y dibujar una sonrisa pétrea como si estuviese en un acto escolar. Al presidente es a quien más diálogos vergonzosos le escucharemos decir, y sí, nos resulta hasta simpático. El elenco que acompaña es interesante, a los repitentes Morgan Freeman, Radha Mitchell y Angela Basset (con una escena que hay que ver para NO creer), se les unen Melissa Leo, Robert Foster, y Jackie Earle Haley. Pero no estamos ante un film que prevalezcan los personajes ni las actuaciones. Todo es tiros, explosiones, situaciones increíbles, y una ciudad sitiada. Depende como uno entre a la sala. Se supone que estas propuestas no engañan a nadie y cuando pagamos la entrada ya sabemos qué vamos a ver. Londres bajo fuego es odiosa, desagradable e insultante; también es una pavada, quizás como tal deberíamos aceptarla.
En el año 2008 nacía en el ámbito hollywoodense la productora y distribuidora Affirm Films, subsidiaria del mainstream Sony dedicada a la realización de películas que buscan realzar valores morales, familiares, y sí, religiosos. Para ser claros, es la firma detrás de aquellas películas que año tras año se vienen estrenando mundialmente, disfrazadas de algún género específico, con claro y obvio trasfondo evangélico. Para el 2016, Affirm parece haber alcanzado la mayoría de edad; luego de haber transitado el drama, la comedia, el terror, la animación, y el cine catástrofe (entre otros tópicos); con La Resurrección de Cristo logra no solo un film histórico épico con mayor presupuesto, un elenco con figuras conocidas, y un director con antecedente popular; sino una distribución importante a nivel global por parte de la empresa principal de sus “dueños”, la mítica Columbia Pictures. ¿Significa este crecimiento en la producción una madurez en la realización? Anticipo la respuesta, no. Sí, hay que reconocerle que encuentra una vuelta de tuerca para afrontar la historia ya conocida. No nos ubicaremos en la transitada “Pasión”, los hechos conmemorados durante la cuaresma cristiana, sino justamente sobre su final y el inmediatamente después. A modo de policial o film de investigación detectivesca, se nos presenta al Tribuno Clavius (Joseph Fiennes), a quien Poncio Pilatos (Peter Firth) encarga investigar de cerca el destino de uno de los apresados a quien crucificarán, que posee un grupo de fieles rebeldes, quienes aseguran que resucitará. Clavius asiste a la crucifixión – representada con algo de liviandad adrede –, ejerce algunas órdenes antes de la muerte (no quebrarle las piernas), y luego vigila qué se hará con el cadáver; que sí, pasados los días desaparece. A partir de ese momento, con la ayuda de Lucius (Tom Felton) emprenderá otra investigación para dar con el paradero del cuerpo, cruzándose con fieles, testigos de los supuestos milagros, y reuniendo pistas que lo lleven a la revelación; Yeshua (Cliff Curtis) puede haber resucitado efectivamente y reunirse con sus apóstoles; o ser todo un engaño. El problema no es el obvio adoctrinamiento religioso, claro está. Es totalmente válido inculcar estos mensajes y celebrar los hechos con emoción. La cuestión, es la misma que en los anteriores films de la productora, el camino que se elige. El guión comete todo tipo de torpezas para hablar del viaje hacia la redención, los personajes esbozan frases que más que bíblicas parecen de acto de escuela primaria, y el director Kevin Reynolds no sabe/puede otorgarle un mínimo ritmo al relato ni posee una mano firme en la dirección actoral. La resurrección de Cristo se ve grande, ampulosa, pero rápidamente tropieza en cuestiones de resolución sencilla. Es claro que desde antes de verla sabemos cuál será el fin del misterio; pero eso no quita que pueda imprimirse algo de misterio o nervio que mantenga nuestra atención activa. Por citar un ejemplo, Titanic también sabíamos que el barco se hundiría, sin embargo Cameron lograba no solo cautivar por el destino de la relación amorosa, sino por el accionar de los comandantes del barco como trasfondo. Fiennes y Felton, actores con algo de trayectoria en tanques, se los sorprende ¡mirando a cámara!, y no hablamos de romper la cuarta pared. Reynolds, criticado varias veces por el tono liviano de sus mega producciones (Robin Hood: Principe de los ladrones, Waterworld, Montecristo), aquí toma una dirección contraria realizando un trabajo en su conjunto pesado y anquilosado, tosco. Film de propósito para fieles, eso no significa necesariamente anular sus méritos cinematográficos; probadas muestras hay de películas célebres en ambos caminos. La Resurrección… puede no funcionar siquiera como un manual de catequismo; si no se logra atrapara la atención es difícil que el mensaje penetre.