Niños vampiros de Transilvania Basada en la exitosa saga infantil de la alemana Angela Sommer-Bodenburg, este film es la nueva incursión de la cinematografía europea en la animación. Nutrida de las relecturas modernas del esteticismo de Tim Burton antes que de los clásicos basados en el universo de Bram Stocker, la historia de Rudolph y su familia de vampiros, asediados por cazadores desalmados, tiene algo del panorama multiétnico de la Europa actual. Turistas estadounidenses ávidos de exotismo, amistad entre niños de mundos distintos, lunáticos amantes de la tecnología y las persecuciones, todo en una gótica Transilvania en la que una vaca vampira y voladora se revela como el mejor hallazgo.
Pensar y discutir el progreso Siguiendo la promesa de bonanza nacida a fines del siglo XIX con la instalación del puerto cerealero y los ferrocarriles, los habitantes de Ingeniero White discuten hoy la idea de progreso. Este documental se interroga sobre pasado y presente de ese pueblo portuario de Bahía Blanca, sobre las historia de pescadores y puebladas anarquistas, sobre la sombra del polo petroquímico, la contaminación ambiental y la persistente desocupación. Afirmada en la presencia de los entrevistados y en los rastros de un pasado conservado en el museo, la película teje una historia colectiva en la que la ciencia pierde su condición de neutralidad y el progreso se convierte en un territorio de reflexión y disputa.
Un viaje animado al pasado En El circo (1928), el menos recordado de los largometrajes de Charles Chaplin, el legendario vagabundo de bastón y levita deambula por los alrededores de la carpa circense ajeno al drama que se desarrolla en ella. Allí, el malvado maestro de ceremonias imparte su poder mientras los payasos intentan sostener ese universo cerrado de magia y ensueño. Como en ese entrañable cine de Chaplin en el que la risa está demasiado cercana a las lágrimas, Anida y el circo flotante también conjuga la fantasía con el melodrama en una historia sobre la identidad y la memoria. La joven Anida y su sapo Vicente viven en un mundo de atracciones y artistas, en el que Madame Justine es la dueña y señora, y el futuro se predice en cartas y visiones. Allí llegará un misterioso viajero, puerta abierta al pasado perdido de Anida y al sueño de un amor de cuento de hadas. Más concentrada en el aspecto visual que en la estructura narrativa, la película de Liliana Romero utiliza la técnica de animación 2D por recortes (o cut out), trabajada a partir de diseños pintados a mano y luego integrados digitalmente, para desarrollar un universo plástico de colores y formas en movimiento. Nutrida de melodías pegadizas, personajes de folletín y descubrimientos mágicos, Anida y el circo flotante regresa a la cuna de la animación para dar vida a un territorio anacrónico y fantasmal en el que toda búsqueda del presente revela los secretos del pasado.
La historia de una mujer única Aurore se encuentra en la bisagra de su vida: tiene 50 años, una hija que va a ser madre y otra adolescente que sólo piensa en su novio, una amiga compinche y desconfiada de los hombres, un ex marido bohemio y un jefe insoportable, y una juventud que se aleja mientras aparecen los primeros signos de la vejez. Dirigida por Blandine Lenoir, 50 primaveras sigue a Aurore en su presente, en sus intentos de volver a enamorarse, de lidiar con la menopausia, de encontrar un nuevo trabajo. La mirada de Lenoir es abierta y ligera, capaz de conectar al personaje con los entornos abiertos, con un humor inesperado, con vínculos sensuales y sorpresivos. Si bien hacia el final se apega demasiado a las convenciones de la comedia romántica, la historia de Aurore es más de lo que se espera de ella: atenta a sus gestos, a sus dudas e incertidumbres, a esa resistencia cotidiana en un mundo en el que la vejez es el peor de los pecados modernos. Agnès Jaoui, actriz y directora de películas como El gusto de los otros y Como una imagen, brinda a Aurore un rostro vital y marcado por los años, alejado de convencionalismos y manías interpretativas, incluso en las situaciones más esquemáticas como la reiterada disputa con su jefe machista. Su Aurora nunca se convierte en la mujer universal o el arquetipo femenino de la cincuentena; es ella, tan única como lo era Jeanne Moreau en la piel de la enigmática Catherine de Jules y Jim, sólo que más de 50 años después.
Entre el dolor y el perdón Basada en las memorias de la periodista y escritora Jeannette Walls, El castillo de cristal tiene como epicentro la figura paterna: alrededor de Rex Walls (Woody Harrelson) se concentran todos los dilemas de una época, todas las tensiones de una vida. Estructurada a partir de un extenso flashback, el film comienza en 1989, cuando la adulta Jeannette (Brie Larson) está a punto de casarse con un asesor financiero, vive en un lujoso piso en Nueva York y escribe una columna de chismes en la prensa neoyorquina. Ese sueño yuppie de los 80 contrasta con un pasado contracultural en los extensos territorios del viejo oeste, con una infancia cifrada por una familia nómade, por padres aventureros e irresponsables, por una contradicción permanente entre el deseo de libertad y la necesidad de orden. Tanto el apego a la experiencia vital del texto de Walls como la inquietante interpretación de Harrelson otorgan a la película de Destin Daniel Cretton un pulso que por momentos se oscurece ante el insistente deseo de hacer de ese relato una parábola, subrayado en algunas frases explicitas y altisonantes. Pero más allá de que Rex y Rose Marie (Naomi Watts) se transformen en el mito caído del hippismo, artistas y librepensadores convertidos en fracasados sin hogar del Lower East Side, es en la mirada presente de Jeannette donde esas tensiones se dirimen, entre los deberes de los padres y los amores de los hijos.
La disputa entre lo oculto y lo evidente Instalada en el ominoso espacio de una casona solitaria, la señora Haidi espera entre truenos y relámpagos. La noche, el desvío de una ruta, la llegada de una pareja luego de un accidente: ingredientes del terror que los directores Rafael Menéndez y Daniel Alvaredo administran con solidez, pero nunca alejados de la receta. Todo resulta calculado, atado a golpes de efecto y desbordes actorales. La tenue ambigüedad de Haidi (María Leal), restringida a esos primeros minutos de espera, se convierte en una máscara de horror grotesco, sumergida en fanatismos religiosos y sangrientos. Lo mejor: los aislados instantes de silencioso enfrentamiento entre Haidi y su huésped (María Abadi).
Desafíos de la educación militar La cámara de Andrea Schellemberg filma desde un auto, todavía en movimiento y cubierto por la lluvia, la entrada y el recorrido por el Colegio Militar durante 2010, unos años después de la reforma de los planes de estudio que se realizó en todas las instituciones educativas militares a instancias del Ministerio de Defensa. Palabras pendientes es el registro documental de ese material, intervenido por las frecuentes preguntas de la directora, por las voces de alumnos y profesores que se (nos) interrogan y sobre el presente de las fuerzas de seguridad y los fantasmas de un pasado que aún resulta demasiado reciente. Concebido a partir del hilo conductor que ofrecen las clases de derechos humanos, derecho constitucional e internacional, Palabras pendientes indaga sobre la matriz simbólica que atraviesa la educación en las instituciones militares y cómo se producen cambios, transformaciones y resistencias ¿Qué queda de la experiencia de la última dictadura en las nuevas generaciones que no la han vivido? ¿Qué peso han tenido las estructuras militares en la historia argentina del pasado siglo? Schellemberg deja que sus entrevistados se reflejen en sus propias palabras, las que dicen y las que callan. Todas ellas, desaparición forzada, genocidio, monopolio de la violencia, Estado de derecho son claves para entender el recorrido que su película y su mirada proponen, y para pensar todo aquello que sigue siendo urgente reflexionar, dentro de los claustros militares y fuera de ellos.
Soderbergh, por los desclasados Otra vez Steven Soderbergh incursiona en el mundo de las estafas y los robos cronometrados, en el territorio de las engañosas apariencias y los golpes de buena estrella. En este caso, más cerca del absurdo universo de los Coen que de la mística del Rat Pack de Sinatra y Dean Martin, cuenta los preparativos del espectacular robo ideado por los hermanos Logan, amos de la mala suerte y las desgracias, con notable destreza narrativa y un humor tan corrosivo como no había antecedentes en su filmografía. Bajo la apariencia de una modesta película de ladrones y engaños, Soderbergh lee con astucia el presente de los Estados Unidos: los Logan son lo más desclasado del white trash en una feria que parece tenerlo todo: veteranos de guerra, mineros desempleados, insólitas competencias y mucho de comedia negra. En la soleada Virginia, con su música country y sus prejuicios, los hermanos de la mala suerte y un convicto de pelo blanco (gran actuación de Daniel Craig) intentarán dar el golpe del siglo en una carrera de Nascar, emblema de la América de los tiempos de Trump. Si uno de los peligros más consistentes del cine de Soderbergh ha sido la frialdad que amenaza tras sus intentos de perfección, la vitalidad scorsesiana de Channing Tatum y la excéntrica perplejidad de Adam Diver son el mejor antídoto. El director ha encontrado en una lúcida mirada sobre la dimensión política de sus personajes el alma que faltaba a muchas de sus películas.
Vínculos familiares en la era digital Como ha sucedido desde su explosión creativa a fines de los 50, la comedia italiana ha leído en clave satírica el devenir de los cambios sociales: la posguerra, el milagro económico, las migraciones, la crisis de los ideales, y ahora el impacto social de la era digital y las trasformaciones de las relaciones personales. Esos escenarios complejos y cambiantes siempre demandan reflexión, y también un poco de saludable ironía. A veces con sutileza e inventiva, otras con algo de gracia y bastante de oficio. Este es el caso de Beata ignoranza, escrita y dirigida por Massimiliano Bruno, que propone un juego de opuestos entre dependientes y resistentes de las tecnologías, entre modernos y conservadores, entre aprendices y educadores, siempre con el ánimo de iluminar algunas contradicciones del presente y reírse de otras. Ernesto (Marco Giallini) y Filippo (Alessandro Gassman) son dos profesores de secundaria que se reencuentran después de 25 años de silencio, rencores y una mujer perdida. No pueden ser más distintos: Ernesto tiene un Nokia del 95, lee poesía y anhela el tiempo perdido; Filippo es un millennial de alma, fan de las redes sociales y de las relaciones sin compromiso. Las viejas disputas y las nuevas reflexiones sobre verdades y responsabilidades se despliegan en un tono nada solemne, sin deslumbramientos, pero con algunos gags logrados, confirmando que la comedia italiana no está en su mejor momento, pero sigue resistiendo.
Muchas nueces y poco ingenio El festín de la ardilla Surly y sus amigos en una tienda de nueces desemboca en una sucesión de contratiempos: primero el incendio de esa reserva de deliciosos manjares, luego el regreso al parque y la difícil tarea de volver a conseguir nueces de los árboles, por último la lucha contra el ambicioso alcalde que quiere convertir el espacio verde en una nueva Disneylandia. Locos por las nueces 2 cruza las viejas recetas del slapstick con algunos personajes simpáticos (como el ratoncito mudo, la hija psicótica del alcalde y la banda de minirratones karatecas), sin dotar a la historia de otro interés que el que puede tener una atolondrada acumulación de gags.