Los hilos de la orquesta El realizador estadounidense Todd Field regresa con Tár (2022), un drama psicológico sobre los entramados del poder que discurre sobre las miserias que anidan en los exclusivos círculos de la música clásica, subsidiados por donantes millonarios que buscan encerrar a la cultura en una jaula de cristal. Lydia Tár (Cate Blanchett) es una talentosa y exitosa compositora y directora de orquesta de la prestigiosa Filarmónica de Berlín, de origen norteamericano, y madre de una pequeña niña, Petra (Mila Bogojevic), adoptada junto a su pareja, Sharon (Nina Hoss). Lydia está presta a editar un libro sobre su vida y a conducir la emotiva Quinta Sinfonía del compositor austríaco nacido en Bohemia, Gustav Mahler. Afianzada en su posición al frente de la Filarmónica de Berlín, Tár emprende una serie de cambios que serán su ruina mientras un reciente amorío la complica legalmente. Tras sobrevivir a su salida del clóset, confirmar su relación con la primera violinista de la orquesta y adoptar junto a ella a una niña, la aclamada compositora enfrenta una situación que la descoloca por primera vez: el suicidio de una joven aspirante a la orquesta revela un affaire clandestino en el que Tár utiliza su posición para seducir a jóvenes promesas. A esto se suma la traición de su asistente, Francesca (Noémie Merlant), quien se enfurece con su idolatrada jefa cuando ésta le comunica que la posición de conductor asistente, vacante tras el despido del experimentado titular, Sebastian (Allan Corduner), le será otorgada a otra persona, optando por ventilar correos electrónicos comprometedores entre Tár y la joven fallecida, Krista Taylor (Sylvia Flote). La obsesión de Tár con una nueva y bella chelista invitada a la orquesta, Olga (Sophie Kauer), la lleva a elegir el Concierto para Violonchelo del compositor inglés Edward Elgar, obra en la que Olga se destaca, y a abrir una competición entre los chelistas, en la que incluso permite participar a la joven rusa en lugar de seguir la tradición y otorgarle el rol al primer violonchelo de la filarmónica. Los numerosos frentes de batalla abiertos por Lydia serán su perdición y los aduladores estarán listos para ocupar su lugar cuando el escándalo estalle tras la presentación de su libro en Nueva York. Con una estética despojada y severa, el director de En el Dormitorio (In the Bedroom, 2001) y Secretos Íntimos (Little Children, 2006) construye un drama descarnado sobre la caída de una persona en el pináculo de su carrera en una alegoría sobre la fragilidad del éxito en el ámbito cultural, entorno en el cual la fama puede ser el prólogo de un derrumbe sin fin. En el comienzo del film una serie de largas escenas construidas brillantemente presentan a la artista en la cima, rodeada de laureles, pero la imagen pública, su carrera, abre paso a la vida privada, la relación con Sharon y su hija, Petra, la frialdad para con su dedicada y diligente asistente, y ante todo la vertiginosidad de su vida, existencia que no puede detenerse ni un minuto, cuyas interacciones se basan en un aspecto transaccional cual estructura de la que ella parece ser el centro, el eje que hace que el mundo se mueva. La película hace todo el tiempo una doble alusión dialéctica a la tensión entre el abuso por parte de los individuos en alguna situación de poder y los jóvenes aspirantes a las posiciones que se abren en los herméticos círculos culturales, que a su vez suelen aceptar estas reglas para conseguir una prebenda y luego denunciar la situación cuando los términos del contubernio tácito no son respetados por la parte que tiene la sartén por el mango. Ambas formas de relacionarse a cada lado de la red de poder conforman una razón instrumental, utilitarista, que considera cada relación como un arreglo entre partes, una forma de usar al otro para el beneficio propio. Una de las cuestiones que Tár trabaja en varias escenas es la aspiración sublime de las grandilocuentes y emotivas composiciones sinfónicas/ clásicas que se contrapone a la imposibilidad del mundo actual de substraerse del ruido que rompe con toda concentración, con el encanto y hasta con la posibilidad de descanso. Junto al ruido, la paranoia es otra sensación que se impone ante la falta de tranquilidad, el estrés, los problemas del presente y los fantasmas del pasado que se apilan para agitar e inquietar a la famosa conductora. Lydia intenta substraerse de este ruido, de todos los ruidos de la vida, los escándalos, las relaciones, la maternidad, todo lo que la distrae de su pasión, la música, componer, escuchar, disfrutar, lo que realmente quiere hacer, lo que el mundo y su posición social le impiden y a la vez le demandan, que sea capaz de lograr esta abstracción y ser la mejor, siempre perfeccionando y sorprendiendo con su trabajo. Field pone en juego escenas en las que la protagonista confronta con alumnos en proceso de aprendizaje, a los que cuestiona en sus motivaciones y sus decisiones, pero cuando ella misma es confrontada su reacción es aún más visceral y condenable, una exposición sobre las distintas instancias en las que la vida pone al ser humano, la inconsecuencia y la doble vara que siempre rigen para juzgar a los demás pero nunca para analizar el comportamiento de uno mismo. Con estas contraposiciones, el realizador logra mirar a la humanidad a través de un lente diáfano, ofreciendo un retrato miserable del ser humano, roído por sus ambiciones, dentro de la picadora de carne del sistema de becas y puestos que rigen las filarmónicas y los enrevesados ambientes de la música culta. En una de las escenas más controversiales, la película también complejiza y pone en jaque la identidad de género y cualquier tipo de definición identitaria como forma de abordaje de las diferentes variables que la vida ofrece, corriendo la cortina sobre la negación que una construcción identitaria hace prevalecer sobre las contradicciones de la vida de cualquier persona. Field también analiza aquí la falsa ideología meritocrática, que funciona en realidad como un velo sobre el más nefasto nepotismo, en una película de escenas largas, construidas cuidadosamente para ofrecer una crítica feroz de la doble vara del mundo que habitamos. El desempeño de Cate Blanchett es estupendo como tiene acostumbrado al público, hoy en un papel que implica una actuación compleja en tensión entre la posición dominante de la protagonista y su costado vulnerable, ese que a lo largo del film desplaza al personaje asertivo que teme perder el control a medida que la situación de la protagonista se complica. Olga es interpretada por la joven y talentosa chelista de nacionalidad británica y alemana Sophie Kauer, parte de un elenco muy interesante que incluye a Nina Hoss, Mark Strong, Noémie Merlant, Allan Corduner y Julian Glover como actores secundarios de una obra que busca develar los abusos que anidan en las cúpulas de cristal de la cultura del poder. Tár es una película sobre el arte y la cultura que lo rodea, sobre la música clásica y el contexto en el que se interpreta, sobre perder el rumbo, sobre lo simbólico estético como una forma de canalizar los sentimientos en un ambiente donde la armonía es aplastada por el ruido, donde la música convive con el bullicio de una cotidianeidad que aplana el mundo quitándole sus colores, sobre el poder que todo lo corrompe, sobre el abuso, sobre la completa pérdida de la posibilidad de confrontación, sobre un ecosistema cada vez más gris que destruye todo lo bello, sobre una época sin demasiado brillo que ha sentenciado que no hay futuro.
El gran bromista nacional A pesar de contar con las técnicas para reconstruir tiempos remotos, a nuestra época le cuesta mucho representar su pasado, adentrarse en la idiosincrasia y los pareceres de generaciones previas, incluso retrocediendo tan solo unos pocos años, dado que los tiempos pretéritos deben ser tamizados por un presente demasiado vertiginoso para ser codificado por los habitantes del esquizofrénico futuro distópico ciberpunk que ya llegó. Dentro de este ámbito de explotación de la nostalgia, El Método Tangalanga (2022) es una rareza que retrocede a los años sesenta para intentar mirar al mundo con ojos más inocentes y entrañables. Durante muchos años, antes del advenimiento del teléfono celular y su transformación en computadora de mano y objeto de distracción e incomunicación, las pesadas bromas telefónicas del Doctor Tangalanga circulaban por todo el país, desencajando de risa a varias generaciones de argentinos, especialmente a los jóvenes, que veían en las bromas vernáculas de Julio Victorio di Rissio, un hijo de inmigrantes italianos y gerente de compras de una conocida marca de jabones, a una especie de pícaro vivaz que se burlaba de todo aquel que se cruzara en la línea con justeza e inteligencia, enredando a su interlocutor en un intercambio retórico delirante en el que los agravios opacaban algunas veces el virtuosismo verborrágico del héroe puteador. Desde hace ya muchos años, con di Rissio aún con vida, se barajaba la posibilidad de una película sobre Tangalanga que se centre en el personaje, no como en el film de Diego Recalde, Víctimas de Tangalanga (2016), quimera que parecía destinada al fracaso hasta que finalmente el realizador argentino Mateo Bendesky lograría concretar el sueño con El Método Tangalanga, una comedia dramática y romántica que combina algunos datos fácticos de los inicios del personaje bromista con una historia de ficción escrita por el propio Bendesky junto a Sergio Dubcovsky y Nicolás Schujman. En El Método Tangalanga, Jorge Rizzi (Martin Piroyansky) es un joven e hiper tímido gerente de producto de una marca de cosméticos nacionales, que compite con las grandes firmas internacionales gracias a la habilidad de un vendedor estrella, Sixto (Alan Sabbagh), que les encaja cualquier producto a sus clientes. Cuando Sixto se enferma gravemente y es internado, Jorge lo va a visitar a la clínica, donde trabaja como recepcionista Clara (Julieta Zylberberg), la amante del dueño, Franco Giordano (Rafael Ferro), una mujer que intenta estudiar locución y de la que Jorge se siente atraído, pero que, dada su timidez, no atina ni a la más básica de las interacciones. Tras considerarse estafado por el veterinario del perro de Sixto, cuando le hace un favor a su amigo internado, y después de perseguir al perro durante varias cuadras, Jorge acude desconcertado a la presentación de Taruffa (Silvio Soldán), un mentalista español que descubre el origen de la timidez de Jorge y deja salir al bromista recalcitrante que el tímido treintañero lleva adentro. Cuando Jorge escucha el hipnótico sonido de dos vidrios al chocar o el ruido del tono telefónico se transforma en otra persona, un héroe vindicador que alegra los días de Sixto, primero con una grabación de una broma telefónica al gravoso veterinario y más tarde a otros personajes ominosos de fauna argentina, en general pequeños comerciantes que se aprovechan de sus clientes. La película de Bendesky recupera los inicios de las bromas telefónicas de Tangalanga para crear una obra que se asienta en la década del sesenta del siglo pasado para narrar una historia sin prisas, defraudando a conciencia y alevosamente a todo aquel fanático de los insultos telefónicos del ilustre bromista nacional, pero brindando a la vez un buen relato romántico, nostálgico, que homenajea a la ternura de las bromas del personaje más que su costado escatológico. El Método Tangalanga cautiva con las buenas actuaciones de un elenco compuesto por Martín Piroyansky como Tangalanga, Julieta Zylberberg como la chica que anhela descubrir al héroe detrás del teléfono, Alan Sabbagh como el amigo que lo anima a hacer más bromas, mostrarse en público y vencer la timidez, Rafel Ferro como el empresario manipulador, Luis Machín como un jefe exigente, Luis Rubio como el enfermero compadre y el siempre exagerado Silvio Soldán en un papel a su medida, todos personajes que buscan generar tanto risas como pequeñas lágrimas de alegría en una película pensada para homenajear sin ofender y burlarse sin agredir, una forma de recordar a Tangalanga un tanto antojadiza pero válida al fin y al cabo, que funciona y cuadra con los inicios de las bromas de di Risso que circulaban entre amigos y círculos que apreciaban el atrevimiento de transformar un aparato de comunicación en un instrumento del humor.
La cena está servida El conocido director de series televisivas Mark Myrod ofrece en El Menú (The Menu, 2022) una ingeniosa película que discurre sobre los conflictos de clase actuales entre trabajadores y empresarios en Estados Unidos a partir de una premisa que sorprende al espectador por su ferocidad, pero que reviste un carácter conservador, incapaz de atisbar cualquier forma de transformación social. Un grupo de doce personas de gran pasar económico que pueden pagar el elevado cubierto del restaurante del aclamado chef Slowik (Ralph Fiennes) acuden a la Isla de Hawthorne para compartir una experiencia culinaria en el exclusivo y costoso establecimiento, pero la cena se convertirá en una pesadilla cuando el chef confronte con los prepotentes comensales en una performance gastronómica y social planificada con muchos meses de antelación por el reconocido cocinero y sus colegas. Como un homenaje al maravilloso film de Peter Greenaway, El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante (The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, 1989), la película se divide en capítulos representados por los platos que ofrece la cocina de Slowik, un menú de pasos cuidadosamente creados a partir de la selección de productos que la isla ofrece, siempre buscando mantener un balance entre la naturaleza y sus habitantes e invitados. A la velada del caprichoso chef acuden un grupo de tres socios de un fondo de inversión poseedor de la isla y el restaurante, un acaudalado matrimonio de la tercera edad con más hastío y antipatía que amor, una ampulosa estrella de Hollywood venida a menos junto a su joven ayudante, una crítica culinaria y su adulador editor, un joven petulante con su nueva novia y la madre ebria del chef. El grupo construye un retrato caleidoscópico de las vanidades contemporáneas del ambiente gastronómico y cultural. Hasta la mitad del film Myrod desarrolla con éxito su proyecto, exponiendo las conductas y los diálogos de los fatuos comensales en contraposición a la pretenciosa organización castrense de la cocina de Slowik. Durante la segunda mitad, las intenciones de Slowik se revelan y comienza la confrontación entre el chef y la joven interpretado por Anya Taylor-Joy, que es la única invitada que no estaba en la lista. Myrod aprovecha el buen momento, la presencia y el talento de Anya Taylor-Joy, que se contrapone muy bien con respecto al lastimoso personaje compuesto por Nicholas Hoult y el exigente chef interpretado por Ralph Fiennes. Si Taylor-Joy y Fiennes logran cautivar con sus interpretaciones y soportan los primeros planos del director, el resto del elenco tiene altibajos en papeles demasiado esquemáticos y exagerados, sin matices, que no siempre acompañan del todo bien al relato, que busca escarnecer a los millonarios clientes. La película se destaca también por un gran elenco, que incluye a Hong Chau, John Leguizamo, Janet McTeer, Paul Adelstein, Reed Birney, Judith Light, Aimee Carrero, Peter Grosz, Christina Brucato, Rob Yang y Arturo Castro. Pero la trama es un poco más compleja y remite al desencanto del chef ante el descubrimiento de que sus comensales son un grupúsculo de esnobs deplorables a los que poco les interesan las experiencias culinarias que éste ofrece en su exclusivo establecimiento ya que no aprecian las temáticas ni el amor que los cocineros le ponen a las preparaciones, generando el descontento del chef y sus subordinados/ ayudantes, que de la decepción pasan a la antipatía y de allí a un odio irreconciliable con la vida. El Menú se adentra en una cuestión sociológica que atraviesa nuestra época, el creciente malestar en muchos casos devenido en encono hacia los que se benefician del sistema capitalista, emoción producto de la falta de propuestas e ideas de cambio social, el rechazo visceral a las opciones socialistas o el fracaso de las experiencias revolucionarias convertidas en totalitarias. Esta situación tiene como correlato la acumulación cada vez más inescrupulosa y obscena de riqueza que los trabajadores generan por parte de los especuladores financieros y la incapacidad o desinterés de los trabajadores y los empresarios que producen de realizar cambios significativos en el sistema capitalista, ante lo cual sentimientos pasivos de fatalismo y decepción se imponen como única forma de afrontar un escenario del que no se puede salir sin una gran fuerza de voluntad. Por otra parte, esta cuestión se relaciona en la película con la dependencia del artista para con el patrocinador o cliente, que no siempre aprecia la obra, lo cual alimenta la animadversión del artista hacia las reglas del mundo del arte o en este caso, del universo gastronómico y sus medidas canónicas. Aunque esta es una situación que se vive desde los inicios del surgimiento del concepto de obra de arte, el fracaso en la actualidad del sistema educativo basado en conocimientos generales y el consecuente analfabetismo cultural de los empresarios alrededor de todo lo que queda fuera de su rango de saberes específicos generan en los egocéntricos artistas sentimientos negativos hacia sus mecenas. Para los platos el film recurrió a varios cocineros pero se destaca una cocinera francesa radicada en Estados Unidos, Dominique Crenn, cuyas creaciones culinarias aparecen en distintos momentos en la película recreadas y filmadas con el estilo de la serie documental de David Gelb, Chef’s Table (2015-2022), quien tiene una labor aquí como director secundario. Myrod se mueve bien en la clave satírica del comienzo, pero se empantana un poco cuando tiene que virar al terror. Si lo mejor de El Menú es su trama y el juego que abre a partir de los distintos protagonistas cuidadosamente seleccionados para la velada, la previsibilidad de muchas escenas y la falta de carácter de algunos personajes secundarios no completamente resueltos ni desarrollados, especialmente a partir de la segunda mitad del film cuando se revelan las intenciones del chef y la actitud de los comensales se convierte en irracional y ridícula, constituyen uno de los puntos más flojos de una propuesta interesante escrita por Seth Reiss y Will Tracy, que en un principio fue pensada para que la dirija Alexander Payne aunque finalmente terminó recayendo en Mark Myrod, un director obsesionado con las consecuencias del poder en el comportamiento humano. La película logra ofrecer una historia que se va apagando a medida que las cartas del director son expuestas mediante unas buenas ideas licuadas por el desarrollo errático de la trama, una que los guionistas y el realizador dejan a la deriva hasta estallar en el final.
El cuarto largometraje de la realizadora alemana Maggie Peren, El Falsificador (Der Passfälscher, 2022), su mejor trabajo hasta la fecha, reconstruye los años más difíciles de la vida de un artista gráfico alemán radicado en Suiza desde 1943, Cioma Schönhaus, un falsificador de documentos de identidad que ayudó a uno de los movimientos protestantes que se oponían a las ideas de unificación del protestantismo, lo que a la postre salvó a cientos de ciudadanos judíos del genocidio nazi. Basado en las memorias del propio Schönhaus publicadas en 2004 en Alemania, el film narra con lujo de detalles la vida de los judíos en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial antes de la implementación total de la Solución Final en la Conferencia de Wannsee. Cioma (Louis Hofmann), un estudiante de artes judío que es obligado a trabajar en una fábrica de municiones para estar exento de ser deportado a los campos de concentración en 1942, se ve envuelto en una trama de falsificaciones mientras lucha por sobrevivir en Berlín. Con veintiún años, un poco de ingenuidad y otro tanto de valentía ante un futuro incierto que vaticina no muy brillante bajo el régimen nazi, Cioma comienza a falsificar documentos de identidad y pasaportes para Franz Kaufmann (Marc Limpach) y su grupo confesional protestante, ayudando a cientos de personas a escapar de Berlín y mejorando sus falsificaciones a medida que practica en un taller clandestino provisto por Kaufmann. Viviendo con su mejor amigo, Det (Jonathan Berlín), otro joven judío que lucha por conseguir cartillas de racionamiento, el protagonista busca vender los artículos de su familia -deportada a los campos de concentración- que fueron confiscados por el Tercer Reich. Haciéndose pasar por un oficial nazi conoce a una joven judía, Gerda (Luna Wedler), con la que mantiene una relación mientras intenta lidiar con la portera de su edificio, la señora Peters (Nina Gummich), esposa de un soldado enviado al frente, que teme quedar envuelta en algún problema por las acciones temerarias de su inquilino. El film de Maggie Peren es una obra costumbrista donde la tensión es suplantada por la emotividad de los actores, los detalles sobre la vida en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y una aproximación al período de la Alemania nazi completamente diferente a la de prácticamente todas las películas que abordan esa época. A pesar de que la vida de Cioma pende de un hilo muy fino, el joven se pasea disfrazado de oficial nazi sin que nadie note nada por su apariencia aria, viaja en transporte público con una identificación bastante gastada y deambula por las calles de la ciudad después de ser despedido de la fábrica por llegar tarde repetidamente, hasta que logra falsificar un documento que le permite cruzar hasta Suiza, trayecto que realiza finalmente en bicicleta según sus memorias. La intención del film es romper con los clichés sobre el nazismo y la guerra a partir de los recuerdos de una persona que vivió esa época y decidió presentar su visión de los acontecimientos a principios del Siglo XXI a avanzada edad. Peren busca alejarse de los lugares comunes haciendo hincapié en las consecuencias cotidianas del racismo en una obra que tiene escenas extraordinarias pero que no logra mantener el ritmo de los mismas y se apaga constantemente. Peren cuida mucho de no juzgar, de buscar la voz del personaje y dejar a Louis Hofmann encarnar al personaje. Hofmann, actor conocido por protagonizar la exitosa serie alemana Dark (2017-2020), realiza una gran labor en la construcción de un personaje sobre el que trabajó durante todo el primer año de la pandemia de coronavirus, ofreciendo a la postre una actuación emotiva sobre un muchacho que busca encontrar su camino, que comienza a dibujar y a expresarse a través del diseño y que descubre en la falsificación de documentos una forma de ayudar al prójimo y salvar su propia vida. El Falsificador revela cómo la vida en Berlín se movía alrededor de algo tan mundano como las cartillas de racionamiento y que la burocracia tenía efectos materiales palpables en la vida cotidiana que se sentían más que los delirios raciales nazis. De hecho, en la película prácticamente no hay oficiales nazis persiguiendo judíos, al igual que en las memorias de Cioma, una cuestión que llama poderosamente la atención del espectador acostumbrado a ver oficiales de la Gestapo, las SS y las fuerzas armadas por todas partes en los films sobre la Segunda Guerra Mundial, salvo contadas excepciones como El Barco (Das Boot, 1981), de Wolfang Petersen. Simplemente nos topamos con burócratas que cumplen con su deber, que tratan de vivir su vida cumpliendo las reglas y de ganarse sus preciadas cartillas u obtenerlas de cualquier manera. El Falsificador es una historia sobre un mundo que se desmorona, y sobre lo que ocurre cuando perdemos todo y a partir de ello hay que encontrar una nueva existencia. En este caso, el protagonista pierde a su familia, a sus amigos, a su amor, su casa, su nacionalidad, absolutamente todo, para tener que escapar de la locura de un movimiento político extremista que transforma su vida y la de millones en un infierno. En el comienzo, el film da una pista sobre ese nuevo camino que Cioma emprende a partir del arte, desde el dibujo, una forma de expresar aquello que no se puede decir con palabras con una serie de bosquejos tan bellos como perturbadores sobre el horror de vivir bajo el nazismo. Peren logra indagar en los pormenores de la vida bajo el nazismo y la guerra para construir un relato sobrio, con actuaciones excelentes, pero demasiado plano en su desarrollo narrativo, con emociones contradictorias y sutiles que ayudan a comprender mejor cómo es la existencia bajo una dictadura y cómo las personas muchas veces se juegan la vida sin darse cuenta, a veces por valentía, tal vez por un plato de comida, otras como una especie de juego para no caer en la locura o en la desesperanza, todas vías posibles para enfrentar el horror que se vuelve habitual.
Realismo mágico autoindulgente El reconocido realizador mexicano Alejandro G. Iñárritu regresa después de sus últimos éxitos, El Renacido (The Revenant, 2015) y Birdman (2014), con una película onírica y surrealista sobre los recuerdos, que a su vez indaga en las tensiones y contracciones de los mexicanos que viven en Estados Unidos encarnadas en un documentalista -obsesionado con la verdad y su trabajo- que revive distintos sucesos de su vida en un entramado enrevesado. Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) es un periodista mexicano radicado en Los Ángeles, California, desde hace casi veinte años, que como muchos periodistas antes que él ha huido de México debido a su peligrosa profesión de buscar y narrar la verdad. A la vez que intenta conseguir una entrevista con un importante funcionario del gobierno de Estados Unidos, Silverio viaja a México con su familia para ser homenajeado en su país antes de la inminente entrega de un importante premio internacional en Estados Unidos que nunca ha sido otorgado a un periodista latinoamericano. En México se encontrará con su madre, su padre fallecido y sus amigos e intentará huir de los elogios, las cortesías, las luces y la confrontación para terminar cayendo en situaciones incomodas de las que intentará escapar mediante pasajes oníricos a través de los cuales recorrerá distintos capítulos de su vida. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) es un film pretencioso y autoindulgente que solo puede ser realizado por un director consagrado como Iñárritu, que se inspira en el realismo mágico latinoamericano y toma la estética de las operaciones surrealistas cinematográficas del realizador polaco Wojciech Has en El Sanatorio de la Clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) y del cine del director serbio Emir Kusturica para retratar a este pedante periodista mexicano devenido documentalista independiente en Estados Unidos, que se pregunta por la esencia de México a la vez que intenta ser un mejor padre y afrontar las tragedias familiares y la imposibilidad de narrar la verdad en tiempos de posverdad. A través de escenas largas, estéticamente similares a Birdman, con fiestas, bailes, reuniones, diálogos entre Silverio, su esposa y sus hijos, que abusan de los planos secuencia, el protagonista recorre su vida entera en un camino que solo es comprensible hacia el final de la película, momento en que el espectador alcanza finalmente el título del film, “bardo”, en el budismo tibetano una palabra que remite a un estadio de la existencia entre la muerte y el renacimiento, obsesión de Iñárritu en varias de sus obras que aquí se hace carne en su protagonista. El principal problema de la película es su máxima virtud, una cuestión hoy prácticamente imposible de soportar por el desasosegado espectador actual, el intento de abarcar todas las instancias de la vida en escenas que son aparentemente un caos incomprensible que conduce a Silverio de un lugar a otro aleatoriamente, situación que solo al final de la propuesta llega a una coherencia que cierra todas las preguntas e interrogantes que Iñárritu abre alrededor del protagonista. En este recorrido que Iñárritu realiza sobre su álter ego, Silverio Gama, el periodista se sumerge en la muerte de su hijo recién nacido en una metáfora onírica sobre las miserias y las tragedias inexplicables que nos atraviesan todos los días cual indagación sobre las instancias que componen la personalidad de un hombre, la relación con sus padres, con sus hijos, con su esposa, sus colegas, sus amigos, su trabajo, e incluso en las situaciones burocráticas cotidianas como pasar por migraciones en un aeropuerto o entrar a la pileta de un complejo turístico. Cada una de las relaciones y situaciones a las que Silverio es expuesto componen su ser, su personalidad, su relación con el mundo y su particular visión de esta conexión, del relato que Silverio realiza del enlace vital con lo que lo rodea. En varias secuencias que remiten a la obra documental de Silverio, que es combinada con la ficción, el periodista entabla un diálogo acerca de la relación de un inmigrante con su país natal, en este caso particular de un mexicano que vive en Estados Unidos, que ama y odia a su país, que lo critica y defiende a la vez, que lo compara positiva y negativamente con Estados Unidos todo el tiempo, que tiene una relación conflictiva con su conexión inalienable con México. A la vez, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una denuncia de las desapariciones en México, de las relaciones carnales entre los gobiernos de Estados Unidos y México, del poder de las corporaciones y de la imposibilidad del periodismo independiente en nuestro aciago presente. Iñárritu incluso presenta una escena en la que Silverio increpa en uno de sus documentales a Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres en un diálogo imperdible entre el presente y el pasado, así las visiones de ambos quedan atrapadas en una dialéctica negativa que solo conduce a una parálisis y a la imposibilidad de pensar un futuro debido a la constante mirada hacia el pasado. También hay una crítica a la incapacidad que el periodismo tiene de abordar las barbaridades que ocurren en el mundo, situación aquí expresada en la compra de la corporación estadounidense Amazon de la región del norte de México conocida como Baja California con la connivencia de los gobiernos de Estados Unidos y México, que buscan convencer a la opinión pública de aceptar este inaceptable contubernio delictivo, tan solo un pequeño ejemplo de todo lo que Iñárritu desarrolla aquí. El guión de Iñárritu junto a su asiduo colaborador argentino, Nicolas Giacobone, responsable de El Último Elvis (2012) junto a Armando Bo, analiza la relación de amor y odio que los mexicanos tienen con su país y especialmente con la enmarañada Ciudad de México, tan encantadora como abrumadora, a la vez que indaga en la condición de los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia Estados Unidos y en la acuciante situación de los desaparecidos, el inquietante desvanecimiento de personas que salen de sus hogares para nunca regresar, episodios diarios que ocurren inexplicablemente en todo México, incluso en la populosa capital a cualquier hora del día, situación plasmada metafóricamente con polémica brillantez. Sin duda alguna el verdadero eje de la película, sobre el que toda la trama se apoya, es la construcción de los recuerdos, ya sean los recuerdos personales o los recuerdos históricos, la retroalimentación entre la verdad histórica y la memoria personal y colectiva, que son la base de las opiniones y las acciones políticas. Iñárritu trabaja esta cuestión con gran maestría, dedicándole tiempo y cuidado a cada escena, en una obra circular que debe ser leída a partir de su final. El protagonista insiste en esto varias veces, indicando que ni en el cine ni en la vida se puede seguir una línea cronológica, que la vida debe ser comprendida y leída más bien en un bucle. La película es un retrato abrumador sobre la vida misma tal cual es, una serie de eventos, muchas veces contradictorios e inconexos, que se convierten en recuerdos poco confiables sobre un pasado cada vez más difuso que siempre regresa, que Iñárritu lleva hacia metáforas fortuitas conscientes y buscadas para enfrentar y discutir con sus detractores en diálogos rebuscados de un hombre harto, que necesita decir sus verdades en voz alta, exponer sus incertidumbres, por ejemplo su crítica feroz al periodismo corporativo mendigador de “me gustas” en las redes sociales, que convierte a la verdad en un valor de cambio. Al igual que en todas las películas de Iñárritu desde su alabada Amores Perros (2000), hace ya veintidós años, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una proeza técnica en la que se destaca su increíble fotografía a cargo del profesional de origen iraní Darius Khondji, responsable del rubro en películas tan disímiles y extraordinarias como Amour (2012), de Michael Haneke, Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), de Woody Allen, y Delicatessen (1991), de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Las maravillosas actuaciones de Daniel Giménez Cacho y Ximena Lamadrid son acompañadas muy bien por Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Francisco Rubio y Luis Couturier, que ponen en juego y analizan las contradicciones alrededor del pensamiento, las acciones y el mundo progresista, la construcción de la verdad y la posición del comunicador ante un mundo desigual y complejo que lo asedia y lo corrompe todo el tiempo. Aquí Iñárritu se ha permitido revelar su pensamiento, sus temores y su mirada del mundo más que en cualquier otra de sus películas, lo que es a la vez un problema y un acto de valentía. Al igual que el protagonista el realizador intenta mantener una ecuanimidad y una distancia que le son imposibles y que conducen a una verborragia visceral de la que emergen algunas verdades a medias, muchas reflexiones y preguntas sobre lo que hacemos con nuestras vidas, interrogantes que son el verdadero eje del film, que deberían ser el norte de la existencia, pero que terminan como atriciones ante las oportunidades perdidas y las palabras nunca dichas. En este sentido, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una obra demasiado grandilocuente y nihilista, en la que Iñárritu ajusta innumerables cuentas con sus detractores y su relación con México y Estados Unidos vía una película auténtica aunque no siempre perfecta, donde la ficción y la recuperación histórica se confunden al igual que las personas y la historia general, que busca incomodar al espectador progresista, soliviantarlo de su posición apática y sus opiniones cómodas para arrastrarlo al barro de la vida, un espacio de acción en el que las contradicciones, los remordimientos y las equivocaciones invaden a todo el mundo incansablemente.
Aromas de alegría En un futuro cercano que bien puede ser nuestro presente de manipulaciones genéticas, un grupo de científicos investiga en un laboratorio hidropónico cómo mejorar la resistencia y las propiedades de las flores para presentar los resultados en una feria floral con vistas a la aprobación y comercialización de las nuevas plantas creadas artificialmente en el aséptico y frío recinto empresarial. La realizadora austríaca Jessica Hausner intenta aquí una operación difícil con resultado contradictorio, narrar el intento de supervivencia y reproducción de una planta manipulada genéticamente a partir del comportamiento de los sujetos humanos infectados por un aroma que libera oxitocina del hipotálamo, una hormona que genera sensaciones de placer y se asocia con la formación de vínculos emocionales. En Little Joe (2019) dos equipos compiten en un laboratorio por crear una planta que sobreviva al abandono y la desnutrición producto del descuido de las personas por su trabajo o su ausencia durante el período vacacional. Utilizando un agente infeccioso virósico prohibido en la manipulación genética de plantas, Alice (Emily Beecham), una brillante científica adicta al trabajo y apasionada por la investigación y los descubrimientos científicos, y su compañero de laboratorio, Chris (Ben Whishaw), logran una planta que con unos exigentes e inusuales cuidados es capaz de hacer felices a las personas. La planta termina matando a la cría de la otra dupla científica, compuesta por Bella (Kerry Fox) y Karl (David Wilmot), e infectando al perrito de Bella, Bello, y al compañero de Alice, Chris, y después a su hijo, Joe (Kit Connor). Bella es la primera en detectar los cambios en el comportamiento de los infectados, por lo que sacrifica a su amado compañero canino, pero Alice es reluctante en un comienzo a creer en la capacidad virósica de su invención. Los cambios en su hijo, Joe, y finalmente en todo su entorno hacen que las teorías elaboradas por Bella sean cada vez más plausibles y que Alice comience a ver la realidad a partir de las descabelladas teorías de Bella. El guión de Jessica Hausner y Géraldine Bajard trabaja sobre la interesante posibilidad de que una investigación científica para manipular genéticamente la utilidad de las plantas termine alterando a toda la vida en el planeta, una chance cierta que remite a los cambios que cualquier técnica y tecnología introducen sobre el comportamiento humano, una indagación sobre hasta dónde las extensiones que creamos para ampliar nuestras capacidades no manipulan nuestra esencia, transformándonos y convirtiéndonos en esclavos de aquello que creamos, compramos y/o consumimos, una metáfora del febril sujeto consumista -cautivo de sus pertenencias, servicios y experiencias- que surge como consecuencia del nuevo capitalismo de consumo desenfrenado. Con un tono de terror expresado en escenas de suspenso y una banda sonora de resonancias cacofónicas que incluyen aullidos y ecos percusivos, el film crea escenas con un gran cuidado artístico, frías, esterilizadas, de ambientes minimalistas que remiten a un presente prístino donde todo brilla por su pulcritud insípida e inodora. La clave del film no está solamente en su argumento sino es sus detalles, en una mirada sobre la sociedad que funciona como un espejo para que el espectador se mida a sí mismo. Little Joe discurre sobre familias que no cocinan, que solo piden comida a domicilio, que han olvidado los rituales familiares, que viven para su trabajo, que lo único que les queda son sus mascotas o su soledad, personas que les cuesta pensar y asumir su vida fuera del ámbito laboral. También hay un análisis sobre la relación de la investigación con el mercado, acerca de la aproximación del enfoque científico hacia productos o servicios que puedan ser canalizados a través de las corporaciones. Otro tema importante del film es que revela cómo nos hemos convertido en sujetos complacientes, que no cuestionan nada, que solo buscan el placer inmediato y que ven al que discute el sentido y la misión como un agorero o alguien no comprometido con la meta. La flor viene a convertir ese enojo en una alegría permanente, la felicidad de servir, de tener un sentido, eliminando la frustración y las sensaciones negativas que causan dolor, una visión tan aciaga como real de una sociedad cada vez más adormecida en su capacidad de rebelarse ante las normas establecidas y de oponerse a las condiciones cada vez más opresivas que el poder impone aceleradamente. Little Joe es una película fallida, demasiado reiterativa, con escenas redundantes que podrían ser resumidas sin afectar la comprensión de la trama y que no termina de abordar cabalmente todas las posibilidades que la premisa abre y que a su vez ya estaban presentes en trabajos superiores como The Little Shop of Horrors (1960), de Roger Corman, Invasion of the Body Snatchers (1956), de Don Siegel, y The Happening (2008), de M. Night Shyamalan. Por otra parte, la propuesta elige un camino inusual, muy valiente, abordando la historia desde un argumento evolutivo, sin sobresaltos, sin avances significativos, con escenas típicas de la vida real, cotidianas, de discursos paranoicos o competitivos que son rápidamente desestimados. A pesar de todos los problemas, Hausner construye aquí una película con muchos matices para pensar acerca de la sociedad que estamos construyendo, en los productos químicamente alterados que consumidos y sus consecuencias imprevisibles, alertando sobre los cambios que los avances tecnológicos pueden producir en nuestro entorno y nuestro comportamiento si seguimos en este camino de intentar doblegar por la fuerza a la naturaleza en base a nuestros caprichos.
Una canción sin sentido El director David O. Russell, conocido por The Fighter (2010), Silver Linings Playbook (2012) y American Hustle (2013), regresa con una comedia dramática, Ámsterdam (2022), sobre un intento de Golpe de Estado en Estados Unidos a poco de asumir su primer mandato como presidente Franklin Delano Roosevelt en 1933 en medio de la crisis que siguió al colapso económico, relato basado en un hecho verídico aquí protagonizado por un inusual trío compuesto por un médico y un abogado, veteranos de la Primera Guerra Mundial, y una bella artista y enfermera. La investigación de la muerte de un senador norteamericano, Bill Meekins (Ed Begley), que fuera general de una brigada compuesta en gran parte por soldados afroamericanos durante la Primera Guerra Mundial, impulsa a Harold Woodman (John David Washington), un abogado negro que representa legalmente a clientes que no tienen a quien recurrir, a solicitarle a su amigo, el Doctor Burt Berendsen (Christian Bale), un médico experimental al borde de perder su licencia y abocado a ayudar a los veteranos con sus dolores, que le realice una autopsia al que fuera su líder en el ejército, un hombre mayor pero saludable que fallece repentinamente tras regresar del convulsionado continente europeo. Tras descubrir que el general fue envenenado, la hija de Meekins, Elizabeth (Taylor Swift), es arrojada debajo de las ruedas de un automóvil por un hombre que los amenaza a la vez que los culpabiliza del hecho. En su investigación para probar su inocencia los hombres se reencontrarán con una amiga del pasado, Valerie (Margot Robbie), artista surrealista y enfermera que los cuidó y los llevó a vivir con ella a Ámsterdam después de la guerra, pero también descubrirán un complot para derrocar el orden establecido y llevar a Estados Unidos hacia el fascismo por parte de una organización secreta con afinidades hacia los regímenes dictatoriales europeos y liderada por un grupo de empresarios preocupados por las promesas de campaña de Roosevelt. Ámsterdam es una película con un gran potencial que inexplicablemente toma decisiones polémicas, un tanto absurdas, que hacen chocar a la historia con la narración, como si ante un tema muy severo el director hubiera elegido relajarse y alejarse de la seriedad de la trama para no afrontar las consecuencias de la puesta en escena de una historia que siempre corre el riesgo de repetirse. En este sentido hay una serie de caminos elegidos muy criticables. Ya desde el comienzo Russell coquetea con la comedia con escenas repletas de gags y personajes histriónicos en una película ligeramente basada en un episodio histórico sobre un intento de subvertir la democracia, una decisión que no funciona muy bien con el talante de la propuesta. Otro punto un tanto ridículo es el de la aparición constante de nuevos personajes, todos interpretados por conocidos actores que se prestan al juego de Russell como si estuviéramos ante un desfile de estrellas de Hollywood y de la televisión que nunca termina. Así aparecen Robbie, Rami Malek, Anya Taylor-Joy, Chris Rock, Michael Shannon, Swift, Mike Myers, Zoe Saldana, Andrea Riseborough y hasta Robert De Niro en este cambalache de luminarias. Tampoco hay una gran reconstrucción de época, las actuaciones son demasiado exageradas y no está de más recalcar que la comedia no siempre funciona dentro de la lógica dramática de la película. Por otra parte, la historia sobre un grupo de empresarios reaccionarios asustados por las políticas de redistribución de la riqueza que salen a convencer a un general retirado seguido por muchos veteranos, las protestas contra la ley de compensación a los veteranos que tuvo momentos muy álgidos durante la década del treinta, el pintoresco personaje compuesto por Margot Robbie de una artista inspirada por las ideas surrealistas y la estética alrededor de su personaje son elementos muy desaprovechados, dado que el film debería haber ido claramente por ese lado. Cada vez que la propuesta asoma la cabeza hacia uno de esos espacios, como una mirada a la posguerra o algún atisbo surrealista, el relato succiona la narración hacia la comedia insensata que se mezcla con el drama histórico y la investigación de un crimen símil sátira absurda que yuxtapone cuatro películas en una. El final defrauda de sobremanera y es completamente literal sobre el apoyo de ciertos empresarios a las ideas fascistas que ganaban terreno en Europa. El personaje de De Niro, el General Gil Dillenbeck, una mímesis del General Smedley Butller, anuncia su discurso casi desde que aparece en escena por lo que no hay tensión alguna en toda la conclusión. Los diálogos son pobres, demasiado rebuscados, incluso aclaratorios, un mal del cine actual muy difícil de soportar que en raras oportunidades apela a la inteligencia del espectador, como si cada escena necesitara de una explicación innecesaria, lo que impide que los diálogos interactúen con la imagen salvo como aclaración. Tampoco hay secuencias en la hermosa capital de los Países Bajos ni demasiadas tomas que denoten una intención de reconstruir las épocas retratadas, salvo en el vestuario, dado que el lenguaje es contemporáneo y casi toda la acción transcurre en espacios cerrados como por ejemplo teatros, morgues, hospitales, casas y departamentos. Ámsterdam discurre sobre la libertad de amar, la amistad y la lealtad como valores a los que el ser humano puede aspirar, contrarios obviamente a todo el sistema capitalista y a toda su cultura de la avaricia y la represión, esquema que lo impulsa al fascismo cuando su hegemonía se ve amenazada por las protestas de la gran masa de excluidos en la expropiación de los recursos. El título es relegado así a una alusión a la idea de libertad, de un lugar utópico donde todo es posible, el tiempo se detiene y la felicidad aparece de repente. La comparación con los neofascismos y la recurrencia de la teoría del eterno retorno no son solapadas ni sutiles, intentando azuzar al espectador ante la posibilidad del regreso de las ideas belicistas y dictatoriales que hoy resurgen por todo el mundo ante la insistencia de los partidos políticos tradicionales de garantizar las tasas de ganancia extraordinarias para los empresarios y la redistribución de la riqueza en favor de los intereses de los más ricos, burlándose de sus votantes. Seguramente si Russell hubiera aplicado el mismo estilo narrativo de American Hustle, Ámsterdam hubiera funcionado a la perfección con algunos retoques de época, pero la película va hacia un combo inexplicable de drama histórico y comedia que definitivamente no funciona, desaprovechando a los actores, las temáticas y las estéticas que aborda tímidamente para abandonarlas minutos después y seguir produciendo escenas ilógicas que no siempre hacen reír.
La vida que queremos La directora y actriz Olivia Wilde se adentra en No te Preocupes, Cariño (Don’t Worry, Darling, 2022) en una trama que combina suspenso, ciencia ficción y terror para construir un thriller psicológico sobre el control y la manipulación, en el que se destaca brillantemente la actriz inglesa Florence Pugh con un papel sufrido similar al de Midsommar (2019), el film de horror y misterio de Ari Aster. Algo extraño ocurre en una tranquila ciudad rodeada por el desierto ambientada en la década del cincuenta, donde un grupo de familias parece vivir en una utopía disidente de los parámetros sociales. Perpetuando los ideales de la unidad familiar norteamericana de los cincuenta severamente criticados en la década posterior, un grupo de parejas vive en amplias casas de diseño llenas de lujos para la época, con todo lo que necesitan. Los hombres, todos ingenieros, salen a trabajar todas las mañanas a la misma hora para adentrarse con sus impecables automóviles en el desierto en pos de participar de un proyecto secreto de la corporación Victory para el aparente desarrollo de materiales progresivos, una empresa dirigida por un mesías visionario del progreso con aires de coach motivacional, Frank (Chris Pine). La llegada de una nueva pareja, Bill (Douglas Smith) y Violet (Sydney Chandler), ocurre al mismo tiempo que el colapso de Margaret (Kiki Layne), una de las esposas, cuyo hijo desaparece en el desierto tras adentrarse en un área peligrosa donde les advierten a las esposas que no se aproximen. Desesperadamente, la mujer intenta comunicar a las otras esposas que algo muy extraño está pasando pero ninguna le cree, hasta que Margaret se suicida enfrente de Alice (Pugh), una de sus amigas. Esta situación lleva a Alice, la esposa de Jack (Harry Styles), una de las jóvenes promesas del proyecto Victory, a comenzar a realizar preguntas y a indagar en lo que oculta el desierto cuando ve un avión estrellarse detrás de una montaña. A partir de ese momento el idilio de Alice en el paraíso de Victory colapsará y su matrimonio se verá comprometido, dando paso a lo siniestro. La escenificación recupera la instalación de fábricas secretas y miniciudades para acoger a las familias en medio del desierto para la investigación y producción de armamento de avanzada durante las décadas del cuarenta y cincuenta, debido a la Segunda Guerra Mundial y posteriormente la Guerra Fría. En este caso la utopía de Frank parece situarse al margen de los deseos del gobierno, como una especie de secreto en el que las parejas seleccionadas deben desempeñar tareas muy específicas en una comunidad muy cerrada que pide discreción a cambio de tener las necesidades de toda índole satisfechas. En ningún momento los maridos discuten su trabajo ni entre ellos ni con sus esposas, a pesar de las genéricas diatribas de Frank en sus animadas tertulias, que incluyen una fiesta con una performance de Dita von Teese. En No te Preocupes, Cariño colisionan un paupérrimo guión de Katie Silberman, en base a una historia de Carey Van Dyke y Shane Van Dyke, con una dirección aceptable de parte de Olivia Wilde, que si bien le agrega tensión, vertiginosidad, suspenso y profundidad estética a una trama llena de puntos muertos y cabos sueltos, también arrastra malas decisiones y adolece de un final pobre, el cual intenta recuperar infructuosamente lo mejor de The Truman Show (1998), de Peter Weir, The Matrix (1999), de los hermanos Wachowski, e Inception (2010), de Christopher Nolan, pero termina copiando sin demasiado éxito ni disimulo a The Village (2004), de M. Night Shyamalan, y sobre todo The Stephford Wives (1975), la película de Bryan Forbes con guión de William Goldman basada en la novela de Ira Levin de principios de la década del setenta, que tuvo una pobre remake en 2004 dirigida por Frank Oz. Si bien Florence Pugh y Olivia Wilde realizan un gran trabajo, lo opuesto se puede decir de Chris Pine, cuyo personaje no ofrece profundidad ni contenido, y del popular cantante Harry Styles, cuyo personaje no aporta demasiado al suspenso de la trama. Aunque ambos no ofrecen de por sí malas actuaciones, son sus personajes los que no funcionan, especialmente el de Pine como Frank, ya que no es un líder, no dice nada y sus discursos y su oratoria no inspiran ni motivan a nadie, al igual que su esposa, Shelley, interpretada por Gemma Chan. El papel del Doctor Collins, uno de los fundadores del proyecto, interpretado por Timothy Simons, está completamente desaprovechado y no tiene demasiadas escenas ni desarrollo de su carácter, convirtiéndose en una pieza inutilizada de una máquina de la que nunca se averigua demasiado. El desarrollo narrativo de una vida perfecta que se decanta hacia lo siniestro no presenta ninguna novedad y aunque bien trabajada por Wilde a nivel general, la fatalidad nunca se presenta. En todo caso lo siniestro vendría a ser la consecuencia del mundo virtual y patético que las corporaciones construyen para entumecernos y no dejarnos disfrutar de nada, llenando nuestra existencia de deseos insatisfechos, recargados de trabajo o desocupados, predispuestos a la publicidad de basura empaquetada y a tomar alguna que otra píldora para pasar los malos tragos. El final no aclara nada, solo deja más interrogantes en un film del que solo queda la intensidad de la actuación de Florence Pugh y el acompañamiento de Olivia Wilde en una historia sobre el malestar de la mujer al ser disminuida a ama de casa, amante y consumidora. También hay una crítica fuerte y una reflexión sobre el papel masculino del proveedor, que se ve obligado a ir a trabajar para mantener a la esposa, que termina aprovechando supuestamente todas las ventajas del lujoso y relajado estilo de vida. También hay una aproximación interesante poco aprovechada cerca del final sobre las nuevas plataformas virtuales, la tecnología de la evasión, los peligros de las nuevas sectas y el malestar de la vida en la actualidad, esas depresión, desocupación y agotamiento que minan la pareja y la vida cotidiana, abriendo paso a nuevas propuestas de consumo que se presentan como innovadoras, rupturistas con el statu quo y garantes de un placer y un deseo insatisfechos por las condiciones asalariadas del presente o del futuro cercano. Otra cuestión importante de nuestra cultura que el film menciona al pasar pero que no desarrolla demasiado es la falta de oportunidades de crecimiento en las corporaciones, la subsunción de los trabajadores en un engranaje impersonal en el que destacarse es imposible e inútil, dado que el reconocimiento es simbólico y evanescente, lo que contrastaría con las posibilidades de crecimiento del proyecto Victory, que es en realidad también una estafa para hacer sentir bien a sus huéspedes o clientes. Aunque todo lo que presenta No te Preocupes, Cariño es interesante y es plausible de un análisis, no hay profundidad en ninguno de los elementos que el film ofrece como posibilidades narrativas, dejando todos puntos dramáticos a la deriva, sin resolución, quedándose en la obviedad, con una sorpresa no tan sorprendente cerca del final y algunos indicios bien presentados que se sienten descolocados por una trama que se centra demasiado en la relación entre Alice y Jack y descuida todo el resto. Otro punto aparte son las peleas suscitadas entre Shia LaBeouf, que finalmente renunciaría según él y sería despedido según la directora, y Wilde, las desavenencias entre ésta y Pugh, los cambios de elenco, los retrasos debido a la pandemia de coronavirus y las peleas entre Styles y Pine, delicias para llenar las noticias de cotilleros de la farándula, tal vez actitudes de enfado e impotencia de parte del elenco ante las posibilidades de la historia y el resultado final. No te Preocupes, Cariño es una realización fallida, donde la maravillosa escenografía -basta decir que la primera secuencia contiene tomas de la Casa Kaufmann, una célebre edificación modernista en Palm Springs, en Los Ángeles, obra del arquitecto austríaco nacionalizado norteamericano Richard Neutra construida bajo la estética internacionalista- queda opacada por un guión inconducente que no sabe hacia dónde ir, por personajes sin carácter ni densidad y por escenas claves que no hacen avanzar la trama.
La Conferencia de Wannsee, en 1942, fue la conclusión biopolítica de las acciones de hostigamiento y persecución contra la población judía en Alemania y -con la guerra declarada- en gran parte del continente europeo. A pesar de ser uno de los momentos críticos de la historia del nazismo, la película del prolífico realizador alemán Matti Geschonneck es el tercer film sobre el ominoso acontecimiento y el único estrictamente pensado para ser exhibido cinematográficamente, ya que las restantes obras, La Conferencia de Wannsee (Die Wannseekonferenz, 1984) y La Conspiración (Conspiracy, 2001), son películas para la televisión, en el primer caso la TV alemana y en el segundo la inglesa y norteamericana. El guión de Magnus Vattrodt y Paul Mommertz reconstruye la discusión y las conclusiones de la conferencia realizada por quince jerarcas nazis en los suburbios de Berlín en una mansión a orillas del lago Wannsee, en lo que hoy es un museo memorial del Holocausto, a partir de las notas y los protocolos encontrados en 1947 en el Ministerio de Relaciones de Exteriores que pretendían encontrar la Solución Final a la cuestión judía en Europa, material que fue utilizado como prueba en los Juicios de Nuremberg para la condena de diversos jerarcas nacionalsocialistas. La película narra los pormenores de la conferencia organizada por uno de los representantes de los altos mandos de las SS, Reinhard Heydrich, a instancias de su superior, Hermann Göring, para comprender la participación de todos los involucrados en el exterminio de la población judía de Alemania y de los territorios ocupados de Europa. Las luchas de poder en el seno del Partido Nazi, las disputas legales y morales y las discusiones respecto de los datos técnicos son algunas de las cuestiones que el film de Geschonneck retrata con seriedad, severidad, serenidad y gran detalle. La Conferencia es una coreografía dramática de actores experimentados que llevan a cabo sus papeles con precisión y armonía para retratar uno de los momentos más infames de la historia del Siglo XX. Tanto la dirección de Matti Geschonneck como las actuaciones de todo el elenco son brillantes, al igual que el guión basado en las transcripciones de la secretaria del criminal Adolf Eichmann, aquí interpretado por Johannes Allmayer. Geschonneck intenta narrar lo inenarrable, lo incomprensible, cómo un puñado de personas pudo decidir sobre el destino de millones, cómo una camarilla pudo ser tan canalla de condenar a muerte a poblaciones enteras, con un estilo sobrio y realista que impacta, capaz de dejar al espectador sin palabras, prácticamente en estado de shock. Ver La Conferencia es una experiencia tan necesaria como desafiante, ya que durante todo el film los debates sobre cómo exterminar a la población judía de Europa dan escozor y retrotraen a un momento no tan lejano en el que esas cuestiones podían ser planteadas. Se podría argumentar que El Falsificador (Der Passfälscher, 2022) discute discursivamente con La Conferencia, planteando dos miradas sobre el mundo, la del hombre de Estado que cree a la razón de su lado y planifica una estrategia para eliminar a una población que considera su enemiga, impura, contaminante, y la de la víctima, que busca tácticas para escapar de la red tejida por el Estado para destruirlo. La propia premisa del film, la reconstrucción de un acontecimiento histórico al pie de la letra basado en transcripciones de notas, supone que el entretenimiento será nulo, que incluso va a aburrir a los que no les interesa la temática, dado que el valor de la película esta representado por su interés histórico, por la reconstrucción de un momento traumático que debe ser recordado para que no se repita. Lo que genera mayor interés de la obra es que la discusión que se lleva a cabo en la conferencia podría ser sobre cualquier otra cosa, ya que se realizan comentarios sobre cómo mejorar procesos, ahorrar recursos, impedir colapsos psicológicos por el estrés de las acciones a realizar y hasta cómo mejorar el ambiente laboral, situaciones que se podrían presentan en cualquier reunión en una empresa, una cooperativa, una dependencia estatal o hasta en un grupo de voluntarios haciendo una actividad ad honorem. Desde todo punto de vista tanto los guionistas como el director buscan y logran generar una radiografía lo más nítida y objetiva posible, ofrecer un documento que no da demasiado lugar a las interpretaciones, una exposición del horror en toda su crudeza, una normalidad burocrática que podría repetirse. La Conferencia promueve la reflexión sobre la pregunta acerca de cómo las elites nacionales alemanas cayeron en los delirios antisemitas y cómo una sociedad entera se puede convertir en una organización retrógrada y reaccionaria que pretende apoyarse en supuestas tradiciones telúricas y de esta forma normalizar el horror. El film de Geschonneck es un ejercicio de memoria insoslayable en tiempos de guerra e intolerancia como los actuales, con las teorías raciales nuevamente resurgiendo de las alcantarillas. Al igual que antes los enemigos de la libertad se disfrazan bajo los mantos de la misma libertad que minan para hacerse del control público y desatar nuevas represiones contra los que luchan por un concepto de libertad que parece alejarse a medida que el Estado y las corporaciones apuestan al caos para mejorar sus ganancias.
Sin cuerpo no hay delito Un Crimen Argentino (2022), la adaptación de la novela policial homónima del reconocido periodista santafesino Reynaldo Sietecase, está basada en un caso real acontecido en Rosario a fines de 1980. El debut cinematográfico de Lucas Combina busca encontrar su voz en la yuxtaposición del policial negro y la trama política con una impronta argentina relativa a la corrupción y a los aciagos años de la dictadura cívico militar. La desaparición de un empresario sirio libanés inicia una pesquisa judicial por parte del juez Suárez (Luis Luque) y sus dos secretarios, Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer), que investigan la posibilidad de un secuestro extorsivo con la ayuda de la secretaria y sobrina del juez, María (Malena Sánchez), y de una experta forense, interpretada por Rita Cortese. Finalmente, las averiguaciones de los secretarios dan con un compinche del empresario, un abogado con un extenso prontuario de estafas que acaba de salir de la cárcel, interpretado por Darío Grandinetti, que se convierte en el principal sospechoso. El abogado alega que la desaparición es un autosecuestro producto de una disputa familiar y que el empresario en realidad está de camino a Siria, pero el comisario (Alberto Ajaka), un psicópata apañado por un militar (César Bordón) que comparte la creencia de su subalterno de que todo se soluciona torturando gente siguiendo las premisas inquisidoras del feudalismo, quiere sacarle la verdad a cualquier costo. La dirección de Combina es muy ágil y logra construir una propuesta estéticamente sólida en base a un guión muy pobre por parte de Jorge Bechara, Matías Bertilotti y Sebastián Pivotto. Ya desde el comienzo hay escenas que no funcionan y esta situación se repite durante todo el film. Si la dirección de la película va hacia una trama política similar a la de El Secreto de sus Ojos (2009), de Juan José Campanella, o Muerte en Buenos Aires (2014), de Natalia Meta, el guión lleva a la propuesta hacia un crimen tapado por lo político, que funciona como un dispositivo que oculta la verdad. Las desapariciones son así una cobertura para un misterio con motivaciones puramente económicas que a fin de cuentas corren a la política. Si el guión es lo peor del film, la puesta en escena es excelente al igual que la dirección en una reconstrucción de época que retrotrae a principios de la década del ochenta, a la pérdida de aquiescencia de una dictadura cívico militar que se acercaba a la maximización de sus contradicciones y a su previsible eclosión final. Si bien hay una concisa defensa de los procedimientos y el respeto de la ley y los derechos civiles reflejados en la acción de los protagonistas, Rivas y Torres, en contraste con las barbaridades de la policía en connivencia con los militares, el film parece a la deriva en cuanto a la cuestión política, empantanándose en un caso policial cuya resolución posterior es más interesante que la propia película. Todo lo que sucede antes y después de lo que desarrolla el film y que solo de menciona como prólogo o a modo de epílogo, como el trabajo comunitario y la desaparición del abogado años después de salir de la cárcel, por ejemplo, reviste un interés mucho mayor que todos los acontecimientos de la película. Algunas actuaciones, como la del comisario, son demasiado exageradas y exaltadas, extrañándose las maravillosas composiciones de Héctor Alterio de comisarios ominosos que generaban pavor y retrotraían a lo peor de la historia argentina reciente. Varias escenas están de más, especialmente la tortura del abogado por parte del comisario, la escena de sexo del comienzo y otras tantas que no aportan nada al desarrollo de la película. A su vez, tampoco hay una buena resolución de varias secuencias de tensión, que son inconducentes para el desarrollo de la trama y dan giros que no van hacia ninguna parte. El título de Sietecase funciona como un contraste a un crimen perfecto, aludiendo a la eterna imperfección argentina, a un intento de copia de la división de poderes, de la construcción de un poder judicial independiente, de crear un engranaje con piezas que no cuadran con la idiosincrasia argentina. En este sentido, falta un desarrollo de las intenciones de Rivas de irse del país y su decisión final para reconstruir las causas y consecuencias del debate de gran actualidad entre quedarse o irse, caras de una trampa alrededor de la búsqueda de una ventaja que nunca conseguiremos y parte de una falta de entendimiento del funcionamiento de las instituciones argentinas, tanto privadas como públicas. Un Crimen Argentino es una obra que decepciona por las infinitas posibilidades desperdiciadas por un guión que se ciñe demasiado al policial y a la historia original en lugar de adentrarse en la ideología de una sociedad que siempre cae en la misma trampa de escuchar los cantos de las sirenas en lugar de tomar las riendas de su futuro. Es, en este sentido, que la intención de construir lo político a partir de lo que lo excluye no funciona y genera en la trama lo contrario de lo que se pretende, un mensaje confuso con buenas intenciones pero que en el afán de dar una vuelta de tuerca a lo obvio termina en una bruma.