El azar contra todos La aclamada novela homónima del escritor francés e ingeniero agrónomo Colin Niel, Solo las Bestias (Seules les Bêtes), publicada en 2017 y reeditada en francés en 2019 debido al éxito de la adaptación cinematográfica, le sirve como punto de partida al realizador Dominik Moll para construir un film con una estructura multidimensional deudora de Rashomon (1950), la extraordinaria historia del escritor japonés Ryûnosuke Akutagawa llevada al cine por Akira Kurosawa, que analiza la vida en el campo, el amor en tiempos de Internet, las estafas cibernéticas y la asfixiante necesidad de cariño del ser humano. ¿Qué conecta a un joven en la capital económica de Costa de Marfil y una pareja de empresarios agropecuarios en la campiña francesa? En medio de una cruda tormenta de nieve una mujer oriunda de París (Valeria Bruni-Tedeschi) desaparece en el camino hacia su casa de invierno en un pueblo rural de montaña. Alice (Laure Calamy), una agente de seguros local, nota a su amante, Joseph (Damien Bonnard), un retraído hombre de campo, distraído cuando lo va a visitar a su granja para asesorarlo y tener sexo. El esposo de Alice, Michel (Denis Ménochet), también desaparece unos días después tras aparecer golpeado y comportarse extrañamente. Alice piensa que su marido tuvo un altercado con Joseph, pero no sospecha la conexión que se abre entre todos los personajes de esta caleidoscópica película que incluye a una bella camarera francesa, Marion (Nadia Tereszkiewicz), y a un joven estafador de Costa de Marfil, Armand (Guy Roger ‘Bibisse’ N’Drin), que intenta ganar dinero aprovechándose de incautos cibernautas para recuperar a su ex novia. Estos seis personajes serán los protagonistas de una trama de misterio y crimen que parte del deseo de ser amado para adentrarse en las oscuras aguas de la shockeante desilusión que la vida le depara a los románticos soñadores. Cada uno de estos personajes vive en una desesperante soledad con la que lidia a su intrincada e íntima manera. Moll teje deliciosamente una tela de araña con flashbacks que revelan la equivocación que pesa sobre las incautas víctimas del destino en materia de lo que acontece a su alrededor. De esta forma el espectador descubre en este rompecabezas cómo su visión de la trama cambia y cómo el mundo de las apariencias corre la cortina de lo oculto para ofrecer nuevas perspectivas desde las cuales apreciar los acontecimientos. Solo las Bestias (Seules les Bêtes, 2019) es un relato de consecuencias inesperadas que se va revelando hacia la segunda mitad del film, una vez que la trama termina su giro de trescientos sesenta grados para regresar nuevamente a la escena descolocada del comienzo que prefigura la conexión entre el pujante Primer Mundo y el pauperizado Tercer Mundo. Siguiendo la historia de Colin Niel, Moll logra construir un relato de misterio, crimen y desencuentros a partir de las consecuencias del colonialismo y el imperialismo francés en África con una estructura narrativa y una estética que toma lo mejor de Fargo (1996) de Joel y Ethan Coen, Cache (2005), de Michael Haneke, y Short Cuts (2003), de Robert Altman, además de reminiscencias de Psicosis (Psyco, 1960), de Alfred Hitchcock. Moll recupera algo de todas estas películas, incluso de Perdida (Gone Girl, 2014), de David Fincher, pero el resultado es un film que tiene el carácter de su realizador, una impronta muy francesa y una inusual apreciación de los detalles. Las actuaciones de todo el elenco son brillantes y realmente deslumbran en su interpretación de personajes atrapados en los designios del azar, incapaces de imaginar las consecuencias de sus acciones, de un complejo entramado construido con minuciosidad. El guión de Dominik Moll junto a Gilles Marchand, un asiduo colaborador del director de Lemming (2005) y también conocido por su participación en Recursos Humanos (Ressources Humaines, 1999), el impactante film de Laurent Cantet, realmente es atrapante y certero, al igual que la fotografía de Patrick Ghiringhelli y la pertinente música de Benedikt Schiefer. Con Solo las Bestias, Moll consigue establecer una contraposición entre la nueva Europa y África, la relación actual entre la metrópoli y la ex colonia, más el legado del imperialismo y la deuda del Primer Mundo con los países eternamente en vías de desarrollo, demostrando todo el potencial que ya había desarrollado en Harry, un amigo que te quiere bien (Harry, un ami qui vous veut du bien, 2000), pero acercándose más a la intrincada trama de Lemming, el film protagonizado por Charlotte Gainsbourg, Laurent Lucas y Charlotte Rampling, y alejándose bastante del espíritu de comedia dramática de la más reciente y desquiciada Noticias del Planeta Marte (Des Nouvelles de la Planète Mars, 2016).
Pop para divertirse El nuevo film de David Leitch, Tren Bala (Bullet Train, 2022), no se separa demasiado de sus producciones rimbombantes anteriores, la delirantemente aclamada Deadpool 2 (2018), una de las últimas entregas de la interminable saga de Rápido y Furioso y la floja Atomic Blonde (2017), las cuales navegan sobre una combinación de acción y comedia que a su vez se entrecruzan hasta ser indistinguibles y fundirse con una catarata de reversiones de música pop. Ladybug (Brad Pitt) es el nombre en clave de un ladrón que debe sustraer un maletín de un tren bala que recorre el trayecto de Tokio a Kioto, en Japón. En su vehemente camino, mientras charla con su agente, Maria (Sandra Bullock), se lamenta por su legendaria mala suerte y lanza diatribas de autoayuda para eventualmente encontrarse con un asesino mexicano, el Lobo (Bad Bunny), con el que se batirá a muerte, y los gemelos Tangerine (Aaron Taylor Johnson) y Lemon (Brian Tyree Henry), contratados para rescatar al hijo del mafioso más importante del mundo, White Death (Michael Shannon), a los que les robará el maletín lleno de dinero The Hornet (Zazie Beetz), una asesina envenenadora que también querrá la valija, y El Príncipe (Joey King), una joven sociópata que mantiene como rehén a Kimura (Andrew Koji), un hombre que busca venganza por su pequeño hijo malherido arrojado al vacío desde un centro comercial por la chica. En esta danza vertiginosa de violencia y chistes todos los personajes lucharán hasta el apoteósico y absurdo final en una obra donde no falta la sangre, los chistes ridículos, la música pop, las escenas de acción en cámara lenta y múltiples e interminables giros dramáticos. El guión de Zak Olkewicz, basado en la novela de Kôtarô Isaka, es bastante respetuoso del original, tan solo otorgándole un protagonismo mayor al personaje de Ladybug acorde con la lógica del star system de Hollywood. El film logra construir protagonistas interesantes, con marcadas personalidades y obsesiones, pero abusa demasiado de los recursos que pone en juego, como el humor, la acción vertiginosa, la trama enrevesada y los giros y las sorpresas, de forma rabiosa e incoherente hasta que de hecho la trama y cualquier pretensión de coherencia naufragan. Claramente la decisión de los realizadores -productores, director y guionista- de llevar el film desde una película de violencia para adultos hacia una comedia no es un acierto, como tampoco lo es el abuso de personajes occidentes, cuando en la novela todos son orientales. Sin ir más lejos, prácticamente todas las referencias a la cultura japonesa están diluidas hasta ser irreconocibles y por ello el film se podría haber filmado en cualquier otra parte y tener otro nombre que no remita a un clásico del cine japonés como el film homónimo de 1975 de Junya Satô con Ken Takakura, Sonny Chiba y Ken Utsui. El abuso de los cameos y los juegos alrededor de breves apariciones de Channing Tatum y Ryan Reynolds ya colocan a la película dentro del orden de lo patético. Desgraciadamente Leitch tamiza todo bajo su estética vertiginosa ahogando cualquier posibilidad de que el relato tenga algún sentido. La novela se convierte así en una historieta de viñetas para pasar rápido, sin que uno se pierda algo valioso si se saltea un episodio. Si la película en general tiene altibajos el final es aún más decepcionante y pueril, con la acción y los chistes llevados a un paroxismo insoportable que termina aturdiendo y aburriendo al espectador. No se puede criticar la elección de un contexto infantil, como la mención constante de parte de Lemon de Thomas & Friends (1984-2021), la franquicia que marcó a varias generaciones de niños ingleses, o a la construcción de un personaje nipón de dibujos que bien podría ser real o la misma infantilización de la adultez, cuestión que es bastante notoria en la cultura actual, pero sí la banalización de esta situación. En un comentario del film uno de los personajes menciona que hay una falta de mensaje en toda la cultura actual. Se podría agregar que esta falta es una carencia de profundidad que aturde y que se compensa con altas dosis de acción y comedia que se repiten hasta el tedio. Es una fórmula que funciona, entretiene y no deja lugar a la reflexión. Si bien Tren Bala tiene una buena historia entre manos que se va perdiendo en el afán de divertirse de Leitch, de jugar con su maquinaria para crear una mixtura pop que deje anonadado al espectador, lo ideal sería reflexionar sobre las razones detrás del vacío de un nihilismo reactivo que se esconde en el chiste fácil y en la acción y sigue avanzando en su camino hacia el entumecimiento cultural.
Una deidad pesada En algún punto de la posmodernidad el nihilismo impregnó absolutamente todos los espacios y el mundo se volvió gris, monotemático, insulso, indoloro e incoloro. Solo la inercia de seguir haciendo cosas sigue en pie, hacer cosas sin un propósito, en una autoparodia permanente. Esa es la única explicación para el continuo éxito de cada film de Marvel, que comenzó revolucionando el cine de superhéroes con algunas películas de gran calidad para luego caer en un ciclo de repetición de lo mismo sin ningún sentido, intentando encontrar el norte con un despropósito tras otro y alguna notable excepción a la regla. La última entrega de la franquicia de Marvel es el regreso del Dios del Trueno, Thor, tan venerado por la cultura nórdica y germánica como denostado y demonizado por el cristianismo, nuevamente de la mano del realizador neozelandés Taika Waititi, que ya había dirigido Thor: Ragnarok (2017), la película anterior basada en el mismo personaje. Manteniendo el tono hilarante de todas sus obras, Waititi parodia los films de superhéroes constantemente con el humor sardónico que caracteriza al director. En esta oportunidad Thor (Chris Hemsworth) enfrenta a un nuevo enemigo, Gorr (Christian Bale), un acólito de un Dios menor reconvertido en apóstata que tras perder su fe, debido a la cruel muerte de su hija en el desierto, decide intentar exterminar a todos los Dioses para acceder al deseo que concede la Eternidad al primero que llega a ella, no sin antes comprobar que los Dioses no tienen ningún carácter benévolo ni magnánimo y que no merecen vivir. Thor, por su parte, adolece por la ruptura con Jane (Natalie Portman) de varios años atrás mientras viaja por el universo junto a los Guardines de la Galaxia y busca infructuosamente una esquiva paz interior. Cuando regresa a la Tierra, Thor descubre que Jane, su antigua novia, se ha convertido en una heroína como él y ha logrado reconstruir su preciada arma, el martillo Mjolnir. Gorr secuestra a los niños del nuevo Asgard para atraer a Thor al mundo de las sombras para quitarle su arma y abrir así el portal hacia la Eternidad. Thor, Jane y la Reina de las Valquirias (Tessa Thompson) se embarcan en la búsqueda y el rescate de los niños hacia el mundo de las sombras para enfrentar a Gorr, que buscará eliminar a los Dioses con su espada, que le da el poder para continuar con su quimera mientras lo consume. Basada en los cómics de Stan Lee y Jason Aaron, Thor: Amor y Trueno (Thor: Love and Thunder, 2022), aún más que su predecesora, es una parodia del cine de superhéroes y de los panteones de deidades, a la vez que critica la transformación de lo auténtico en caricatura turística. Durante todo el film los Dioses son retratados como caprichosos, estúpidos e insensibles, Thor incluido. Además, la nueva Asgard es ahora un complejo turístico en la Tierra al que arriban los cruceros con cientos de visitantes para acceder a un espectáculo patético que relata la muerte de Odín y la intrusión de Hela. La banalización socarrona de las creencias religiosas va de la mano con la burla de las mitologías, y de paso, del mundo de los superhéroes. Además del tono mordaz hay un juego con la música de la banda norteamericana de rock Guns & Roses, que surge en momentos específicos para exacerbar el tono paródico del film y recargarlo de una diversión desbocada. El nuevo trabajo de Waititi, también protagonizado por él como Korg, al igual que en Thor: Ragnarok, incluye a Russell Crowe como Zeus y a Matt Damon como un actor de Asgard que interpreta a Thor y Loki, figuras que le agregan más humor a una propuesta que rebalsa de comicidad hasta el hartazgo. El realizador de What We Do in the Shadows (2014) no da respiro aquí con los chistes en una catarata que no termina nunca y que promete regresar con más Dios del Trueno, dado que a esta altura el ciclo de Marvel apuesta al infinito. El personaje de Gorr es una especie de metáfora de la conciencia humana de la muerte de Dios, de un despertar que es también una nueva muerte, una obsesión por una nueva metafísica que no resuelve nada. Los únicos pocos momentos de seriedad tienen que ver con las enfermedades y el óbito, ya que el resto de la película se ciñe a la comedia lisa y llana, lo que logró una cierta frescura en la propuesta anterior que convenció a los fanáticos de la agotada fábrica de superhéroes, que veían demasiada seriedad y agradecieron un poco más de liviandad. Waititi tuvo aquí mucho más control que en Thor: Ragnarok y hasta pudo participar del guión, coescrito junto a Jennifer Kaytin Robinson, para ofrecer una versión más acorde a su gusto, con algo de romance, una estética de rock pesado de los ochenta y mucho kitsch, que apunta a engrandecer lo ridículo y rimbombante. Aunque todo funciona, a Waititi se le va la mano con la exageración, que por momentos genera diversión pero a veces cansa un poco con la repetición del recurso narrativo. Al igual que Sam Reimi en Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (Doctor Strange in the Mutiverse of Madness, 2022), Marvel apuesta a un giro de género para salvar un poco del aburrimiento, pero esto funciona parcialmente y siempre y cuando la propuesta tenga un sustento. Los cambios de escenarios son constantes y vertiginosos como en casi todas las películas de superhéroes y la apelación al amor como única respuesta ante la pérdida de la fe, el sinsentido de la vida y la soledad resulta loable, no obstante es aquí donde más falla la obra, al no llegar al corazón del espectador ni por asomo con ninguna de las resoluciones de la trama. Con esta nueva película de Thor hay una apuesta a una combinación de público adulto e infantil que apela a la maduración temprana de los niños en la actualidad, que contrasta con la infantilización de los adultos, que se niegan a crecer y asumir responsabilidades, dos caras de este mundo absurdo en el que vivimos. Los niños se convierten en verdaderos protagonistas del film en otra metáfora sobre el rol de los mayores, ahora en busca de empoderarlos para que puedan crecer en lugar de tratarlos como pequeños indefensos a los que hay que proteger, otra actitud de muchos adultos en la actualidad que contrasta con las ideas de generaciones anteriores en relación a sus hijos. La principal fortaleza del cine de Waititi, aquí levemente reflejada, es la sabiduría de que no siempre los temas serios deben ser abordados con solemnidad, lo cual demostró sobradamente en sus films anteriores, especialmente Jojo Rabbit (2019), pero a veces la seriedad de los temas tratados se diluye en la parodia de los superhéroes, con actores hartos de personajes sin profundidad, guionistas cansados de giros absurdos y directores que trabajan en piloto automático pensando en su próxima película. Por supuesto, nada de esto les importa a los espectadores de estas obras, que tal vez poco conozcan y les importe Waititi o cualquier tipo de temática que escape al mundo de los superhéroes. Thor: Amor y Trueno es otro eslabón de la ya insoportable catapulta de películas de Marvel, que en lo narrativo va en caída libre y sin paracaídas a estrellarse. Waititi logra salvar con su originalidad estética y narrativa la propuesta y al personaje de Thor, que encontró en Helmsworth a un protagonista a medida, pero la trama recuerda a la de todas las películas de superhéroes de Marvel. Lo que sorprendería y generaría interés se diluye como una película más de una cadena de montaje que nunca se detiene y que rápidamente se despide de su predecesora para dejarla en el olvido.
El tedioso encanto de la rutina Con Pequeña Flor (2022), el realizador Santiago Mitre da un nuevo salto cualitativo, en una coproducción entre Argentina, Francia, Bélgica y España que narra un típico drama conyugal que da un giro fantástico y se asienta en la comedia negra para construir una trama tan divertida como inesperada. Basada vagamente en la novela homónima del 2015 del escritor argentino Iosi Havilio, el film narra el derrotero de un dibujante argentino radicado en Francia en pareja con una mujer gala. La trama comienza con la voz en off de un narrador omnisciente que relata la historia en pasado, voz que pronto se revelará como uno de los personajes centrales de la propuesta de Mitre. El traumático nacimiento de su primera hija, Antonia, en una escena de gran potencia narrativa, y la mudanza por trabajo a la ciudad industrial de Clermont-Ferrant, son el prólogo de uno más de los drásticos cambios en la rutina de José (Daniel Hendler), un modestamente exitoso dibujante que pierde su trabajo en una conocida empresa de neumáticos, por lo que Lucie (Vimala Pons), su pareja y madre de la niña, decide buscar trabajo en un periódico local para mantener a la familia. Mientras que José se encuentra en un impase de su carrera y con un bloqueo creativo, Lucie se sumerge en tareas demandantes y agotadoras que la alejan de su esposo y su hija. En esta nueva dinámica, el hombre logra una gran conexión con la bebé, situación que se contrasta con los problemas de la madre para relacionarse con la pequeña Antonia. En uno de sus impulsos, José decide plantar un árbol en el terreno enfrente de su casa pero su pequeña pala se rompe, por lo que decide emprender la difícil tarea de pedirle una pala a sus vecinos. Así conoce a Jean-Claude (Melvil Poupaud), un extrovertido fanático del jazz que lo abruma con sus ampulosos clichés franceses. Entre ellos comienza una extraña e inesperada rutina que iniciará una curiosa amistad. Con los roles invertidos, el depresivo y estancado José cobra nuevos bríos gracias a una situación sobrenatural que lo deja perplejo, mientras que la enérgica y vital Lucie se sume en el agotamiento laboral y la crisis marital y maternal, lo que la lleva a asistir a una terapia grupal alternativa con un gurú catalán, Bruno (Sergi López). Cuando el gurú invita a José a sus reuniones las cosas se salen de control y Lucie, sorprendida y conmocionada, abandona a su esposo, que redescubre su veta creativa en medio de la soledad y la catártica rutina de su relación con su vecino y Antonia. Al igual que la literatura de Havilio, el film de Mitre es un viaje narrativo hacia un territorio desconocido que sigue el camino de José y Lucie, una pareja que se va descubriendo como tal así como se halla en el rol de padres, que ambos conjugan con sus profesiones. Entre ambos hay un choque frontal representado por la negativa de José a mejorar su precario francés y la no aceptación de Lucie de esta situación, que se suma a la pérdida del trabajo del varón, la necesidad de salir a trabajar de la mujer y la consecuente búsqueda imposible de un equilibrio entre la vida personal y el trabajo, dilema que atraviesa toda nuestra existencia contemporánea. El cuarto largometraje de Santiago Mitre, y tal vez su film más salvaje hasta la fecha, es una adaptación libre de la quinta novela de Oisi, un monólogo interior vertiginoso del abrumado protagonista que homenajea el jazz más clásico de músicos como Sidney Bechet, cuya obra es escuchada una y otra vez por José y Jean-Claude, descubriendo en ella un significado oculto de la vida. La película, escrita por Mitre en colaboración con Mariano Llinás, con quien trabajó también en sus otras obras, El Estudiante (2011), La Patota (2015) y La Cordillera (2017), también tiene una escena en un recital del popular cantante francés Hervé Vilard, que interpreta su canción más conocida, Capri c’est Fini, en una escena de este film que mantiene el equilibrio entre el costumbrismo, la comedia negra y la fantasía. Al igual que las composiciones de jazz, la trama es enrevesada y llena de idas y vueltas pero tiene una estructura definida, un eje sobre el que giran los personajes, la rutina de la vida en pareja. Las relaciones entre los personajes remiten así a la filosofía estoica del eterno retorno, una repetición cíclica de todas las instancias de la vida al infinito, situación que se encuentra en el argumento principal de la propuesta y en todos los detalles de la obra. La música, a cargo del compositor argentino Gabriel Chwojnik, remite más al terror y al thriller que a otro género, resaltando la decisión narrativa de Mitre y Llinás de situar al film en el peligroso equilibrio de géneros, el cual funciona gracias a las expresivas actuaciones de todo el elenco y la gran pericia narrativa del realizador, que más allá del talante de la obra le imprime a sus películas un sello autoral de corte clasicista, especialmente apreciado en La Cordillera pero también presente en La Patota y El Estudiante. La fotografía de Javier Julia, con quien Mitre ya había colaborado precisamente en su opus anterior, también es responsable de este tono clasicista. Mitre y Llinás crean aquí un film de escenas atrapantes e hipnóticas, llenas de expresividad, ampulosas y desafiantes, donde los actores se lucen. En Pequeña Flor también hay juegos alrededor de los choques de idiosincrasias y de la percepción que los argentinos tienen del mundo y viceversa, generando gags muy graciosos que se combinan con la Nouvelle Vague y la estética fantástica rioplatense de la literatura de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar en un híbrido abigarrado tan peculiar como maravilloso que acentúa las diferencias y los vínculos de las culturas argentina y francesa. Pequeña Flor es una película lúdica y plena en libertad creativa sobre la imperiosa necesidad que tenemos los seres humanos de construir rutinas, para luego romper con ellas en catárticas explosiones e iniciar nuevamente el proceso de adaptación a una nueva rutina en una dinámica de sístole y diástole entre ruptura y estabilidad que es la base de la fluidez de las relaciones sociales. La trama de la novela de Oisi y de la película de Mitre oscilan en torno a esta temática del eterno retorno de lo mismo que acontece durante la vida y la historia humana para presentar un relato sobre la tensión entre resistencia y aceptación ante la rutina, cuestión que atraviesa universalmente la vida en todas sus formas.
Una huida piroquinética En su segundo largometraje, el realizador estadounidense Keith Thomas regresa con otro film de terror al igual que su ópera prima, The Vigil (2019), esta vez probando suerte con la adaptación de un clásico de Stephen King, Firestarter (1980), conocida en español como Ojos de Fuego, que, por alguna razón, aquí llega como Llamas de Venganza (Firestarter, 2022). La novela es cuestión ya había sido adaptada al cine a mitad de los ochenta en la versión de Mark L. Lester con guión de Stanley Mann y protagonizada por una pequeña Drew Barrymore. En esta nueva traslación de la popular obra del prolífico y venerado King no hay demasiadas novedades ni cambios. Charlie (Ryan Kiera Armstrong) es una preadolescente que comienza a sentir que le cuesta cada vez más controlar su poder de crear fuego ex nihilo, una suerte de piroquinesis, ante las más nimias provocaciones, y que vive con sus padres en una ciudad pequeña de Estados Unidos. Ambos progenitores, Vicky (Sydney Lemon) y Andy (Zac Efron), fueron parte de un experimento en el que se les inoculó un componente químico, el lote seis, que despertó o generó poderes telequinéticos en los conejillos de indias que se prestaron al peligroso ensayo clínico, habilidad que le fue heredada a la hija. Como es de esperarse, los poderes de la niña generan desavenencias en sus exhaustos padres y la conexión de la pequeña con el varón, que aún utiliza su habilidad a diferencia de la madre, es muy fuerte. Su mujer aboga por entrenarla para que aprenda a usar y controlar sus poderes a voluntad, pero su padre propone protegerla para que no tenga que usarlos ante el temor de que sean descubiertos por la organización gubernamental que los persigue y el miedo de que la niña tenga los mismos efectos segundarios que sufre él cada vez que usa sus poderes, unas microhemorragias dolorosas y debilitantes. Un incidente en el colegio pondrá en alerta a la familia una vez más ante la posibilidad de que el gobierno venga por ellos otra vez. Uno de los primeros sujetos expuestos al lote seis en enviado a capturar a la niña por lo que el padre y la joven emprenden una huida que los conducirá al hogar de un anciano que les da cobijo. En su huida la mocosa comenzará el proceso para controlar sus poderes para enfrentar su problemático futuro. Si lo mejor del guión de Scott Teems es la recreación del contexto a partir de los videocasetes que registran las entrevistas y los experimentos en los créditos iniciales, los baches narrativos subsiguientes van minando la propuesta dejando demasiadas cuestiones sin explicación alguna o con resoluciones muy endebles. La recurrencia a la intimidación infantil, endemia en Estados Unidos, no funciona demasiado bien, revelándose como un abuso narrativo demasiado fácil y que termina utilizando demasiado tiempo en un relato que parece avanzar lento al principio para acelerarse inexplicablemente en el final. Las actuaciones de todo el elenco son aceptables, pero nada se destaca realmente en la realización de Keith Thomas, que ni siquiera mejora demasiado lo que ya había hecho Lester en los ochenta. Los efectos especiales son los esperables para este film de género que no sobresale de la media ni lo intenta. Llamas de Venganza no termina de aprovechar el gancho que Stephen King representa y tan solo ofrece lo mínimo que se podía esperar del relato, dejando la sensación de oportunidad perdida ante una historia en la que tan solo el comienzo y la charla entre la capitana Hollister (Gloria Reuben), una villana no tan antagonista, y el científico que creó el lote seis, muy bien interpretado por Kurtwood Smith, ofrecen alguna intensidad. La falta de climas interesantes, un final demasiado anodino y un desarrollo que no ofrece ninguna información son los principales problemas de una obra de la que se esperaba más y que deja entrever las fallas de las nuevas películas masivas. El espíritu del cine de género brilla por su ausencia aquí, tan solo invocado en algún que otro cliché sonoro o en algún efecto de la imagen, pobres incursiones en el terror de una película que pide a gritos una vuelta de tuerca cinematográfica más allá de los latiguillos apuntados para traducir la literatura al cine y construir una propuesta que valga la pena ver.
La frontera En su primer largometraje, la realizadora argentina Agustina San Martín explora los conflictos familiares de una adolescente de diecisiete años que va a confrontar a su hermano sobre el pasado familiar para encontrarse en una búsqueda de sí misma, en la frontera entre Argentina y Brasil, que la llevará a una zona difusa entre lo real y lo onírico. La noticia de la muerte de su madre impulsa a Emilia (Tamara Rocca) a viajar a la frontera con Brasil para encontrar respuestas a muchos interrogantes de su niñez que conciernen a su hermano mayor, apartado de la familia y enviado a vivir lejos por su carácter bestial, hace ya mucho tiempo cuando la chica era tan solo una niña. En el monte misionero, Emilia se hospeda junto a su tía Inés (Ana Brun), una mujer de carácter que vive en una posada que alquila a los viajantes. Emilia llama y deja mensajes en el contestador de su hermano, que solo escucha un perro que recorre una casa deshabitada. Ante la falta de respuesta, Emilia intenta dar con el paradero de su hermano, pero su búsqueda choca con la hosquedad de una comunidad paranoica con la aparición reciente de una bestia, que en realidad es la encarnación animal del espíritu de un hombre perverso, que puede ser su desaparecido hermano. El desdén de la comunidad es similar a la hostilidad de su tía y su hermana, Helena (Sabrina Grinspun), sobre el paradero de su hermano, depositario de un pasado que Emilia siente que debe exorcizar. En la posada Emilia entablará amistad con una inquilina de paso, Julieth (Julieth Micolta), una bella joven de la que se siente atraída. En su periplo Emilia descubrirá que nadie puede erradicar sus dudas sobre el pasado y que en el viaje mismo están las respuestas a todos los interrogantes, que en definitiva son una construcción ficcional ante unos acontecimientos inesperados que nunca se detienen y frente a los que solo podemos dejarnos llevar. Matar a la Bestia (2021) es un film en el que la ensoñación se combina con lo terrorífico en medio del despertar sexual de una adolescente, que se descubre a sí misma sin buscarse realmente. En esta idea estética de mezclar lo onírico con lo aterrador, lo cotidiano y anodino se transforma en extraordinario ante la atenta mirada de una cámara que siempre busca a la hipnótica selva como puntal, un lugar en el que los peligros y las leyendas van de la mano. Agustina San Martín crea aquí una obra en la que el clima de pesadumbre frente a los tiempos muertos de la frontera se funde con las atmósferas opresivas y peligrosas de la selva que se extiende, destruyendo todos los artefactos de la mano del hombre y dejando a los habitantes a merced de las supercherías y la religión en una zona donde la ley y el Estado no se hacen presentes. La película crea pasajes hipnóticos en los cuales lo real se vuelve difuso, la niebla nubla el entendimiento y lo fantástico y lo terrorífico se hacen carne. Pero el horror de San Martín no es una construcción de efectos de imagen y sonido, sino una suerte de elusiones a lo que no se puede llegar a comprender, al temor a lo desconocido, un desamparo producto del habitar la frontera con la selva. La frontera, precisamente, como lugar en donde lo real se diluye, es el eje central de la estructura narrativa del film de la realizadora, un espacio donde ya no hay certezas y donde los personajes deberán descubrir qué hacen allí y hacia dónde quieren ir. La directora y guionista encuentra en la estética de los films de Lucrecia Martel una inspiración para crear una obra sin una estructura convencional, en la que los diálogos incorporan una femineidad que despierta y una masculinidad que se asocia a lo bestial, una metáfora sobre los mitos y leyendas que pueblan América Latina sobre demonios que en realidad son mecanismos con los que las comunidades dan una respuesta colectiva a una situación que es imposible de encarar directamente sin dejar de lado demasiados conceptos, arraigados en las prácticas cotidianas, la tradición y las costumbres.
Los sueños de una madre El personaje de Doctor Strange, encarnado por el actor británico Benedict Cumberbatch, irrumpió en el popular mundo cinematográfico de Marvel en 2016 de la mano del director Scott Derrickson, un especialista en el género del terror que venía de dirigir Sinister (2012) y El Exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005), dos buenos exponentes de su estilo, y se sumó a la diversidad de personajes que colisionaron en la última aventura de Avengers. El susodicho tuvo un rol secundario en la saga de Los Vengadores y un papel un poco más central en el último film del Hombre Araña, Spider-Man: No Way Home (2021), pero ahora regresa nuevamente con película propia para continuar con el tono del género, aunque por supuesto dosificado y limitado a lo tolerable por un público masivo. Tras la desvinculación de Derrickson debido a sus ideas de llevar el film hacia un terreno mucho más terrorífico, la dirección recayó en otro exponente que supo encontrar en el horror su nicho para saltar al cine mainstream de superhéroes, Sam Raimi, director venerado por la saga de Evil Dead en los años ochenta pero más conocido por el público cinematográfico promedio por su labor como director en la trilogía de El Hombre Araña, protagonizada por Tobey McGuire y Kirsten Dunst. Respetando los lineamientos de la última etapa de la saga de Marvel, o sea, cameos, chistes varios, diversidad de género, una mirada ligeramente feminista pero no lo suficiente como para herir alguna susceptibilidad, y referencias a las otras películas de la saga, y ofreciendo una nueva versión cinematográfica de una temática clásica del cómic poco explorada aún en el cine, el tema de los multiversos, y siempre dejando una puerta abierta a una continuación, Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (Doctor Strange in the Multiverse of Madness, 2022) es un nuevo exponente de la apuesta del cine mainstream hacia la captación de un público masivo, caballo de batalla ante la mudanza de los espectadores hacia las proliferantes plataformas de streaming. Doctor Strange en el Multiverso de la Locura comienza con un sueño en el que una versión del Doctor Stephen Strange, hechicero supremo de las artes místicas, intenta llegar hasta un libro sagrado, Vishanti, para proteger a una adolescente latina de un demonio maligno que intenta capturarla y robarle su poder, la habilidad de viajar entre universos paralelos. En nuestro mundo, el 616 para el Universo de Marvel, Stephen Strange despierta sobresaltado por su pesadilla para encontrar una realidad aún más aciaga: su ex pareja, la doctora Christine Palmer (Rachel McAdams), se va a casar y él está invitado a la celebración. Durante la ceremonia un monstruo con forma de pulpo gigante causa estragos en la ciudad en su persecución de la adolescente de los sueños de Strange, quien se entera por la chica de la existencia de los multiversos y de que, en uno de ellos, una versión de él ha muerto combatiendo a un demonio. Para salvaguardar la integridad de la muchacha, América Chávez (Xochitl Gómez), que no puede controlar su habilidad ya que surge cuando ella entra en pánico ante una situación de peligro extremo, Strange y su compañero en las artes místicas, el también hechicero supremo Wong (Benedict Wong), deciden llevarla a Kamar Taj, el templo de entrenamiento de los aprendices a hechiceros. Para reforzar la protección de América, Strange solicita la ayuda de Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), pero para su sorpresa la heroína se ha convertido en villana bajo el influjo de un libro oscuro, Darkhold, y ha decidido extraer el poder de América para trasladarse a un universo donde pueda estar con los hijos con los que sueña todas las noches, que habitan en uno de los mundos paralelos en donde ella es una feliz madre junto a sus adorados vástagos en lugar de una triste heroína que carga con la culpa de haber asesinado a su amado Ultrón. Así comienza una épica batalla en la que Strange y América viajan por múltiples universos para luchar por sus vidas y, por supuesto, descubrir que en los distintos universos algo inesperado que interpela su voluntad y hace crujir sus más firmes juicios siempre acecha para romper con los preconceptos. Por las escenas de la película desfilan zombies, brujas y hechiceros, científicos, superhéroes, miembros de sociedades secretas y monstruos varios, que componen una variopinta fauna que viaja por las distintas dimensiones sin sentido alguno para encontrar que no necesariamente hay algo mejor esperando allá fuera y que a veces es mejor conformarse con lo que uno tiene en lugar de transitar un camino peligroso que puede generar calamidades. El film de Raimi se centra en la historia del cómic, que a su vez retoma las teorías del físico cuántico Hugh Everett sobre los universos paralelos realizadas a partir de hipótesis producto del desarrollo de la mecánica cuántica, ideas volcadas en la literatura que se volvieron parte de la cultura popular y exploradas recientemente por Marvel con éxito en una de las adaptaciones animadas al cine del Hombre Araña, Spider-Man: Into the Spider Verse (2018). La historia es una clara metáfora sin mucha sutileza sobre la necesidad de América Latina de despertar de su posición geopolítica subalterna para comenzar a construir una historia soberana de igualdad. En este sentido, el personaje de Elizabeth Olsen, de apellido ruso, Maximoff, denominada la Bruja Escarlata, representa los poderes fácticos del planeta, empresas asociadas con gobiernos totalitarios, que siempre buscan saquear las materias primas de los países del Tercer Mundo, en este caso identificados con Latinoamérica. América se muestra durante casi toda la película como una adolescente que no puede controlar sus poderes y los avatares del Doctor Strange se debaten entre protegerla o quitarle su destreza para que no caiga bajo el control de la mujer que lucha con uñas y dientes para convertirse en madre. Tanto Benedict Cumberbatch como Elizabeth Olsen componen a personajes que son héroes y villanos a la vez, según el universo en que se encuentren, pero a diferencia de otros films de la saga, aquí se hace hincapié en la cuestión de la elección personal, en el extravío del camino de la buenaventura hacia uno más oscuro que conduce a la destrucción, aunque también a la posibilidad de encausarlo para buscar una salida a la catástrofe. Sin duda alguna la película no pretende que el espectador reflexione demasiado sobre lo que ve, sino más bien dejarse llevar, reírse un poco si comulga con este sentido del humor, disfrutar de los guiños si tiene los conocimientos intertextuales a los que alude, y si no, al menos, ofrecer una estructura narrativa que deje una sensación de haber visto un espectáculo pirotécnico con efectos especiales bien realizados, actuaciones conformes y alguna que otra sorpresa. Aunque la película tiene una gran cantidad de escenas de violencia, pequeños toques de terror y una estética tétrica asociada principalmente al personaje de la Bruja Escarlata, las posibilidades narrativas de la propuesta se ven completamente diluidas por el afán de complacer a los fans en todo momento, lo cual, hay que decirlo, funciona a la perfección, con golpes de efecto que dejan a los fanáticos anonadados ante tanta condescendencia. Desgraciadamente Doctor Strange en el Multiverso de la Locura desaprovecha la temática que trata, el concepto de los multiversos, al convertirla en un contexto sin sustento, dilapidando a su vez al elenco, del que solo se destacan Olsen, Cumberbatch y Wong. Con algunos guiños a Evil Dead y pequeñas dosis de lo que pudo ser un film más acertado o personal, Raimi construye una obra demasiado intrincada, llena de personajes que aparecen y desaparecen, con un desarrollo narrativo que se acelera tan vertiginosa como innecesariamente hasta el punto del sinsentido para no dejar nada afuera y sumar un granito más a un universo que ya le cuesta entender hacia dónde quiere dirigirse.
El agridulce sabor del final La exitosa serie creada por Julian Fellows regresa una vez más con una nueva película tras las seis temporadas iniciadas en 2010 y culminadas en 2015 y la película de 2019, que añadió otro capítulo a la saga de la dinastía Grantham. La última entrega de la historia, Downton Abbey: Una Nueva Era (Downton Abbey: A New Era, 2022), una continuación del film anterior, cuenta con la dirección del realizador londinense Simon Curtis, responsable de Woman in Gold (2015) y My Week with Marilyn (2011), y con la dirección de fotografía del multipremiado Andrew Dunn, responsable de films como Gosford Park (2001), de Robert Altman, y Crazy, Stupid, Love (2011), de Glenn Ficarra y John Requa, agregándole a la propuesta una nueva profundidad en su mirada del Castillo Highclere en Hampshire, en el sudeste de Inglaterra. Las finanzas de la finca de Downton Abbey de fines de la década del veinte no son tan holgadas como solían serlo en sus mejores tiempos, lo cual es retratado en la última temporada de la serie ambientada a mediados de dicha década, por lo que cuando la idílica cotidianeidad de los Crawley es sacudida por el interés de la productora del director de cine Jack Barber (Hugh Dancy) de utilizar las locaciones del castillo para su nueva película, la necesidad de un alivio económico opaca las protestas aristocráticas contra el avance del séptimo arte sobre las rígidas tradiciones inglesas. A este predicamento se suma la inquietante noticia de la abuela Violet (Maggie Smith) de que acaba de recibir como herencia una villa en el sur de Francia por parte de un antiguo pretendiente francés, que le será cedida a Sybbie (Fifi Hart), la hija de Tom (Allen Leech) con su difunta esposa Sybil, lo que genera la necesidad de que parte de la familia emprenda un viaje hasta allí debido a la cordial invitación del hijo del fallecido (Jonathan Zaccaï), quien sospecha que Robert (Hugh Bonneville) puede ser su medio hermano. Mary (Michelle Dockery) se queda junto a su abuela en Downton y gran parte de los sirvientes mientras que Robert, Cora (Elizabeth McGovern), Tom y su esposa Lucy (Tuppence Middleton), Edith (Laura Carmichael) y Maud (Imelda Staunton) viajan al sur de Francia para conocer la villa, iniciando así una nueva etapa de la historia familiar. La llegada a la casa de los protagonistas de las películas, dos estrellas del cine mudo, Guy Dexter (Dominic West) y Myrna Dalgleish (Laura Haddock), genera revuelo y ansiedad en los sirvientes, especialmente en Daisy (Sophie McShera) y Anna (Joanne Froggatt), pero la antipatía y soberbia de la actriz logra que los comentarios negativos sobre su actitud circulen por todos los pasillos de Downton Abbey. Mientras tanto, en la calidez de las fabulosas vistas de la villa del sur de Francia, surgen sospechas de que Violet puede haber tenido una aventura romántica en su juventud, lo que pone en jaque a Robert. En Downton la finalización de la película muda corre peligro ante la irrupción del cine sonoro y Mary y el director, Jack, descubren que se sienten atraídos mutuamente mientras trabajan juntos en salvar el proyecto con el condimento de la ausencia del marido de Mary, Henry, un enamorado de los autos, la velocidad, la libertad y las aventuras. En las dos horas de duración del film se suceden una gran cantidad de situaciones típicas de la serie que conducen a los personajes hacia su nuevo futuro. Mary debe doblar la voz de Myrna para que el film continúe a pesar de la frustración de la popular actriz, Robert no puede creer en la posibilidad de ser hijo de otra persona, Cora oculta una enfermedad cuyos síntomas se hacen cada vez más patentes, Edith regresa a su pasión por el periodismo, el mayordomo Thomas Barrow (Robert James-Collier) recibe la noticia de que su última pareja se va a casar a la vez que atrae la atención del protagonista de la película, Guy Dexter, un actor inglés que vive en Hollywood desde hace diez años y le propone mudarse con él a Estados Unidos, Mr. Molesley (Kevin Doyle) descubre que tiene una inclinación hacia el cine y se convierte en guionista ante la necesidad de crear diálogos y construir una nueva trama para el film sonoro, Daisy convence a Mrs. Patmore (Lesley Nicol) de persuadir a un antiguo pretendiente e inquilino de la cabaña que habitan con su esposo, Andy (Michael Fox), de mudarse con ella para que la joven pareja pueda quedarse sola finalmente, e Isobel (Penelope Wilton) se hace cargo de revisar las cartas del fallecido pretendiente de Violet para descubrir la verdad sobre quién es el padre de Robert. En esta nueva entrega de Downton Abbey la alegría y la tristeza más absoluta se dan encuentro en los ciclos de la vida, el inicio de las nuevas tradiciones y la continuación de las antiguas, para disfrutar de las ironías de Violet Crawley, la candidez de Lord Grantham, los comentarios gruñones del anticuado Carlson (Jim Carter), la amabilidad de la inocente Daisey, la calidez de la simpática Mrs. Patmore y la singularidad del atribulado Thomas Barrow, algunos de los entrañables personajes creados por Julian Fellowes e interpretados por un elenco maravilloso que incluye casi todo el equipo de la serie original, excepto por Matthew Goode. Toda la saga de Downton Abbey se destaca por su romanticismo de la aristocracia y de la aquiescencia inglesa alrededor de las tradiciones, eso es indudable, pero la historia de Fellowes no cae nunca en la banalidad ni en la negación de los conflictos, ni siquiera los de clase. Aquí el guionista logra captar los problemas humanos desde una sutileza y una profundidad poco común, brillante y apasionante a la vez, que demuestra que lo que parece complejo tiene un grado de simpleza y viceversa. La loa a la aristocracia tiene su correlato en su declive y en el ascenso de la clase media y la burguesía, los cambios sociales y técnicos y el surgimiento de una nueva era sobre las robustas raíces de las tradiciones, cuestiones que Downton Abbey construye con maestría para permitir al espectador adentrarse en la historia cotidiana de Inglaterra. Fellowes demuestra una vez más que es posible realizar una obra de época exquisita donde los detalles están cuidados al máximo y las cortas escenas son rompecabezas de un entramado de diálogos potentes que permiten disfrutar de un vocabulario enriquecedor para regocijarse con la cadencia y la erudición de un guión típicamente inglés. Downton Abbey: Una Nueva Era es un gran final para una etapa de la historia y tal vez el comienzo de una nueva que siga con la reconstrucción del derrotero de la aristocracia británica durante el Siglo XX.
La vitalidad de Chéjov En su último film, el realizador japonés Ryûsuke Hamaguchi se adentra en el cuento homónimo del escritor Haruki Murakami, publicado en 2014 en el libro Hombres sin Mujeres, para indagar en el duelo entre un aclamado actor de televisión y teatro y una joven chofer profesional, que en su inusual relación descubren cómo sobreponerse al dolor que los inunda. Escrita por el propio Hamaguchi en colaboración con el guionista Takamasa Oe, el film expone la relación entre Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), un exitoso actor de teatro de Japón que vive junto a su esposa, Oto (Reika Kirishima), una guionista de televisión y dramaturga que le narra sus historias a su marido antes, durante y después de mantener relaciones sexuales, relatos vívidos, con algún grado de perversión sexual, que olvida al día siguiente. Yûsuke, luego, le cuenta las historias que ella misma le narró el día anterior en una de las tantas costumbres que caracterizan a la pareja. Todos los días, Yûsuke conduce su atesorado Saab 9000 de más de quince años, hoy considerado de colección, hasta el teatro practicando las líneas de sus obras con casetes que graba Oto como la interlocutora de su papel. La relación entre ellos parece perfecta, plena de buen sexo, respeto y colaboración, profesionalmente fructífera, pero el espectador pronto descubre que hace varios años la hija pequeña de la pareja murió de una enfermedad y que Oto engaña a su marido con jóvenes actores de teatro y televisión en relaciones clandestinas que Yûsuke acepta con resignación, por miedo a una confrontación sin que su esposa sepa que él sabe. Esto no parece afectar a la pareja en su convivencia diaria, pero los indicios de que algo no está bien afloran a través de distintas situaciones que alteran la cotidianeidad y la percepción que el espectador tiene de la complejidad de la pareja. Al llegar una noche muy tarde después de interpretar una obra, Yûsuke encuentra a Oto desvanecida. La mujer fallece por una hemorragia cerebral esa misma noche y Yûsuke se culpa por no haber llegado a tiempo a su casa, lo que genera que tenga un colapso nervioso durante la interpretación de una obra. Dos años después del abandono de la profesión, el actor viaja a Hiroshima para participar de un Festival de Teatro donde será el director de la interpretación de Tío Vania (1898), una de las obras más brillantes del escritor ruso Antón Chéjov. Por una política de la compañía de teatro, un conductor se le asigna a Yûsuke, que es reticente a que alguien más maneje su automóvil o que interrumpan su peligrosa rutina de ensayo, pero la habilidad para manejar de Misaki Watari (Tôko Miura), su prestancia y su silencio rompen con sus pruritos tras una exitosa prueba que la chica pasa con creces. A partir de allí la conductora y el actor comienzan a abrirse el uno al otro en una relación platónica que los ayudará a enfrentar los traumas que acarrean de su pasado. En la audición, Yûsuke selecciona a un joven actor que había trabajado en una de las obras para televisión de su esposa Oto, Kōji Takatsuki (Masaki Okada), quien durante los ensayos le revela su admiración y la sorpresa por su selección en el rol de Tío Vania, que todos asumían sería interpretado por el propio Yûsuke. Durante las largas conversaciones y ensayos, Yûsuke lo hará crecer como actor y Kōji le narrará en un viaje en auto, con Misaki como espectadora, el final de una de las últimas historias en las que Oto estaba trabajando, un guión para televisión sobre una adolescente obsesionada con un compañero de clase. Una acusación contra Kōji pondrá a Yûsuke contra las cuerdas y deberá decidir si cancelar la obra o enfrentarse con la intensidad del personaje de Tío Vania y la vitalidad de la obra de Chéjov, a la que admira pero también teme por su conexión con las emociones de su propia vida. A través de la obra de Chéjov y la historia de Yûsuke, Misaki también se verá empujada a adentrarse en su pasado para exorcizar sus demonios y comenzar una nueva vida. La trama va revelando detalles del pasado de Yûsuke y Oto para también adentrarse en la existencia de Misaki, verdadera protagonista del film. Cada detalle agrega profundidad a la historia para comprender que es imposible conocer completamente a la persona que se tiene al lado, un verdadero misterio insondable, objeto del deseo y la desesperación. El film de Ryûsuke Hamaguchi recorre los ensayos de la obra de Antón Chéjov descubriendo distintas escenas y métodos de trabajo e interpretación, explorando las incertidumbres de los actores, el rol del director y la fuerza de una obra que obliga a los protagonistas a enfrentarse con los traumas de antaño. En los viajes en auto los protagonistas logran construir un vínculo, que se profundiza y se afianza a través de la interacción con el texto de Chéjov, que los llevará por caminos extraños y los conducirá hasta el pueblo donde Misaki creció y del que huyó tras la muerte de su madre para quedar varada en Hiroshima. Tío Vania, al igual que Esperando a Godot (En Attendant Godot, 1955), de Samuel Beckett, al principio del film, funciona como un catalizador de las problemáticas abiertas de los protagonistas, una reinterpretación de sus vidas que revive sus heridas y las resignifica para poder sanar y avanzar. Tanto Yûsuke como Misaki aparecen atrapados en sus rutinas, incapaces de salir de ellas para mirar hacia afuera, lo que contrasta con otros personajes, como la feliz pareja de la actriz muda y el productor del Festival de Teatro, quienes invitan a ambos a su casa para contarles su historia y revelarles cómo ellos se sobrepusieron a sus vicisitudes. A través de ellos y de la obra de Chéjov, Yûsuke y Misaki lograrán salir de la carretera interminable que los mantiene adormecidos mirando al vacío para poder observar nuevamente al otro a los ojos. Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021) no recurre a tomas obvias de Hiroshima ni hace mención directa a la destrucción de la ciudad en 1945 ni a los traumas de su pasado. Por el contrario, la fotografía de Hidetoshi Shinomiya y la historia se centran en las rutas costeras, los hoteles y hasta en una planta de procesado de basura, tan solo mostrando una toma corta de la espectacular Fuente de las Plegarias en el Centro de Memoria por la Paz, núcleo de la ciudad y símbolo de la devastación y la recuperación. La cámara realiza una gran labor en los primeros planos de las extraordinarias interpretaciones de los protagonistas, conducidos por la trama hasta las profundidades de sus dolencias emocionales, los traumas de su pasado y sus inseguridades respecto de sus acciones pretéritas. Hiroshima se convierte en una ciudad para que los dolidos personajes expongan sus historias a la luz, buscando así una redención imposible que solo demuestra que la vida es un compendio de experiencias de las que hay que sobreponerse como sea, encontrando el camino para romper con el propio circulo vicioso. La música de Eiko Ishibashi es realmente sobrecogedora, genera una sensación envolvente entre la imagen y el espectador proponiendo un entendimiento alrededor de relaciones que ofrecen distintas formas de encontrarse a sí mismos y con los otros, de descubrir el amor y aferrarse a él como a la vida misma. El comienzo del film con Oto yaciendo junto a Yûsuke después de tener relaciones sexuales, narrándole la historia de una adolescente obsesionada con un compañero de clase hasta el punto de irrumpir en la casa y en el cuarto del joven para dejar pequeñas señales que pasan desapercibidas en una historia potencial para la televisión japonesa, es absolutamente maravilloso, al igual que las escenas sexuales en las que Oto continúa el desarrollo de su apasionante y perverso relato ante su extático esposo. Durante todo el film hay una tensión insoportable entre personajes que ven cómo la voz, las historias y la vida de Oto los unen en una trama que crece con cada escena y cada diálogo circunspecto como la idiosincrasia japonesa. La presencia de Oto en las grabaciones y en la relación con Kōji, un posible amante, es un recuerdo insoportable de su ausencia, una evocación de lo que fue y de lo que debería ser, la memoria del placer sexual y del miedo a perderla, de su amor y su ternura, y de sus amantes furtivos, del engaño y la pasión que nunca más será. Una pérdida insoportable para un hombre devastado. Ryûsuke Hamaguchi construye cada personaje con la misma delicadeza y sensibilidad de Murakami para llevar el dolor hacia la catarsis de todos los protagonistas, que sufren por lo que no hicieron, por quedarse quietos, por llegar tarde, o por callar, en una obra que lleva a los personajes por sinuosos caminos emocionales. Cada secundario acompaña a Yûsuke y Misaki en su viaje de sanación a través de las autopistas de Hiroshima y de Japón en su coche de colección, escuchando casetes con la voz de Oto interpretando personajes de Tío Vania. Drive My Car es una obra poética al volante, un film sobre la relación entre el teatro y la vida, sobre los acontecimientos fallidos de la comunicación humana que resaltan la necesidad de aprender a comprender al otro para acercarse, con sensibilidad, a la experiencia de la comunicación como encuentro con la insoportable otredad.
La guerra en las calles El incansable Kenneth Branagh, que a esta altura se ha animado a todo, desde dirigir y actuar dramas shakesperianos hasta filmar películas de superhéroes, regresa ahora con una obra de carácter autobiográfico sobre su niñez a fines de los años sesenta en Belfast, capital de Irlanda del Norte, que se adentra en los inicios del conflicto entre católicos y protestantes, cuestión que estampó sus esquirlas durante décadas sobre la política irlandesa y británica y aún presiona fuerte sobre los conflictos de Gran Bretaña con la Unión Europea e Irlanda. Para adentrarse en el pasado, después de unas breves escenas panorámicas en color de la Belfast actual, Branagh pasa al registro en blanco y negro para narrar esta historia familiar en medio de los disturbios de agosto de 1969 que desencadenó una guerra civil entre católicos y protestantes aún no completamente resuelta, que cada cierto tiempo estalla nuevamente aunque en menor escala. Desde la perspectiva de un niño, el director de Enrique V (Henry V, 1989) explora la infancia para desenvolverse en medio de la dinámica de una familia protestante que vive en un barrio obrero en el que también habitan parentelas católicas, lo que le permite analizar el comienzo del conflicto desde un lugar privilegiado que atemoriza por su cercanía. El pequeño Buddy (Jude Hill) es un niño de nueve años, soñador, que juega en las calles con un palo y la tapa de un tacho de basura, que simulan una espada y un escudo, con sus amigos y su prima adolescente hasta que una manifestación de protestantes intenta destruir los hogares de católicos de un barrio obrero, situación que deviene en un agrio enfrentamiento con la policía. Ante la violencia imperante en la calle, su madre (Caitriona Balfe) acude al auxilio de su pequeño para llevarlo de nuevo a la casa en medio del caos de piedras y bombas molotov que caen y estallan, de los que se protege y resguarda a su hijo con la tapa del basurero que el mocoso utilizaba en su juego, ahora sí transformada realmente en escudo como un símbolo de la fantasía idílica que se transforma en pesadilla, situación que los rostros de los actores ejemplifican a la perfección, una alegoría de la pérdida de la inocencia, de una temprana introducción en un conflicto permanente con treguas más o menos breves seguidas de estallidos sociales. Mientras la tensión en el barrio y en toda la ciudad aumenta y las organizaciones radicales protestantes abogan por llevar el conflicto a las calles, la familia de Buddy se ahoga en sus deudas impositivas con el fisco de la corona británica, por lo que el padre (Jamie Dornan) debe ir y venir de Londres para ganarse el pan, pasando semanas sin visitar a su adorada familia. Entre la desesperación de su madre ante los problemas financieros y la ausencia de su marido y la distancia con su padre, Buddy pasa mucho tiempo con sus abuelos, interpretados por Ciarán Hinds y Judy Dench, una pareja de ancianos que aún se ama, que ayuda al joven con las matemáticas y siempre tiene un consejo para su nieto preferido. La enfermedad pulmonar de su abuelo, producto de su labor como minero en el pasado, y la aparición de un nuevo líder que busca cobrar impuestos para la organización terrorista protestante de Irlanda del Norte empeoran una situación ya de por sí inestable mientras el pequeño Buddy se mete en problemas con su prima, generándole grandes disgustos a su atribulada madre. Branagh hace colisionar este mundo idílico de Buddy en un barrio obrero habitado por católicos y protestantes, donde los inocentes juegos de guerra en las calles abren paso a una batalla campal que deviene en barricadas improvisadas por los vecinos en conjunto con el ejército para impedir que los manifestantes protestantes regresen a atacar las casas de los católicos y de sus cómplices. Por otra parte y a la par de esta trama, el film también trabaja sobre la cuestión de la inmigración irlandesa, obligada a partir de su tierra debido a la violencia y la desocupación. De esta forma el padre de Buddy debe viajar constantemente a Londres para ganar el sustento, lo mismo que su progenitor, que una vez partió de Belfast para trabajar en las minas de carbón y ahora debe lidiar con los problemas pulmonares heredados de su insalubre labor. El film también hace hincapié en las injustas cargas impositivas de la corona inglesa sobre los irlandeses, que terminan siempre en deudas impagables con el fisco. Jude Hill ofrece una actuación fenomenal como un niño que descubre el mundo, que disfruta de su niñez a la vez que ve con sorpresa cómo todo cambia mientras que Judy Dench y Ciarán Hinds brillan como los abuelos del pequeño y Catriona Balfe como su madre. Jamie Dornan, con un papel un poco más modesto como el padre, también realiza una gran labor al igual que Colin Morgan como el villano de la organización protestante de Irlanda del Norte que se enfrenta a la cálida familia. La fotografía de Haris Zambarloukos, con quien Branagh trabajó en varias oportunidades desde la remake de Sleuth (2007), la obra de teatro de Anthony Shaffer llevada al cine a principios de la década del setenta por Joseph Mankiewicz, resalta la combinación de emotividad y zozobra alrededor de la dinámica filial y la situación política que influye en el humor de los integrantes de la familia, trabajando codo a codo con la idea de Branagh de film de múltiples capas que recorre distintos géneros y registros, incluso aquel de la Nueva Ola Británica de los sesenta. Branagh, en muchas ocasiones hoy siguiendo los pasos del John Boorman de La Esperanza y la Gloria (Hope and Glory, 1987) y Reina & Patria (Queen & Country, 2014), aprovecha al máximo las canciones compuestas por su coetáneo, Van Morrison, el cual ofrece un repertorio extraordinario que demuestra su vigencia en una época signada por la falta de originalidad y la estandarización de la cultura. Las canciones de Van Morrison no solo dan vida a las calles de Belfast sino que otorgan una vitalidad inusual a las escenas del film. A nivel cinematográfico Branagh explora aquí el drama familiar alrededor del conflicto político para llegar hasta el western vía un típico enfrentamiento de cowboys en el Lejano Oeste entre el padre del pequeño Buddy y el líder de los tumultuosos protestantes que deplora su actitud pacifista y conciliadora. Las canciones de Van Morrison y Everlasting Love, tema escrito por Buzz Cason y Mac Gayden, interpretado por Robert Knight y popularizado por Love Affair en 1967, llevan al film incluso al borde del musical en una obra que se distingue por su particular abordaje de la nostalgia. Los recuerdos se cargan de cierta añoranza y algo de tristeza pero también hay una alegría desbordante y una inocencia infantil que contrasta con la violencia que se cierne sobre el barrio y la ciudad. La mirada infantil es lo que le permite al director de Hamlet (1996) recorrer estos sinuosos tonos que van transformando a la película con maestría y astucia sin caer en la severidad de la mirada adulta, que tampoco es dejada de lado, dado que tanto la abuela como la madre de Buddy siempre se encargan de bajar a todos a la tierra, resaltando los distintos problemas de cada una de las visiones de los varones. El romanticismo tampoco es excluido de Belfast, dado que la relación entre la madre y el padre por un lado y la abuela y el abuelo por el otro tiene sus escenas románticas, atentamente observadas por el embelesado niño, que a su vez gusta de una compañera de clase, a la que no se atreve a hablarle pero a la que intenta acercarse siempre con la timidez y la lógica infantil para despedirse prometiéndole regresar. Tampoco falta aquí la cinefilia, un amor muy profundo por el séptimo arte, donde Buddy vive solo ante la televisión, o con su hermano y sus padres o con toda su familia en el cine, las fantasías que encandilaron y fascinaron a Branagh, una pasión que afortunadamente lo llevó a canalizar su sensibilidad hacia el séptimo arte y el teatro. Lo que más sorprende de Belfast es que no se empantana en la nostalgia del pasado, por el contrario, se apoya en esta historia de la capital de Irlanda del Norte para construir un film cálido y cándido que explora los problemas de una familia atrapada por un conflicto que no promueve ni apoya, con un padre que ha tomado la decisión de emigrar debido a la desocupación y las deudas para comenzar de nuevo y una madre que no puede imaginar su vida lejos de las calles y la gente que conoce y la vio crecer, con las que ha convivido toda su vida. De esta forma Branagh explora las decisiones y la responsabilidad de madres y padres alrededor de situaciones intolerables que exigen una acción rápida y radical ante una hostilidad que crece día a día en las calles del barrio. Belfast es sin duda alguna un film íntimo, en el que Kenneth Branagh expone su corazón para revivir un período de su niñez que marcó su personalidad y su porvenir. Aquí Branagh resalta el sacrificio materno y la partida de los hombres que deben abandonar su hogar para trabajar lejos de su tierra, entre recuerdos inolvidables por su belleza o su emotividad pero también por su tristeza o violencia, cuestiones que se combinan en Belfast con la música de Van Morrison y el cine fantástico y los westerns para crear una obra encantadora y dura sobre la felicidad y la tristeza que surcan como oleadas la vida.