Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Crítica de Martín Chiavarino - Metacultura

Realismo mágico autoindulgente

El reconocido realizador mexicano Alejandro G. Iñárritu regresa después de sus últimos éxitos, El Renacido (The Revenant, 2015) y Birdman (2014), con una película onírica y surrealista sobre los recuerdos, que a su vez indaga en las tensiones y contracciones de los mexicanos que viven en Estados Unidos encarnadas en un documentalista -obsesionado con la verdad y su trabajo- que revive distintos sucesos de su vida en un entramado enrevesado.

Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) es un periodista mexicano radicado en Los Ángeles, California, desde hace casi veinte años, que como muchos periodistas antes que él ha huido de México debido a su peligrosa profesión de buscar y narrar la verdad. A la vez que intenta conseguir una entrevista con un importante funcionario del gobierno de Estados Unidos, Silverio viaja a México con su familia para ser homenajeado en su país antes de la inminente entrega de un importante premio internacional en Estados Unidos que nunca ha sido otorgado a un periodista latinoamericano. En México se encontrará con su madre, su padre fallecido y sus amigos e intentará huir de los elogios, las cortesías, las luces y la confrontación para terminar cayendo en situaciones incomodas de las que intentará escapar mediante pasajes oníricos a través de los cuales recorrerá distintos capítulos de su vida.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022) es un film pretencioso y autoindulgente que solo puede ser realizado por un director consagrado como Iñárritu, que se inspira en el realismo mágico latinoamericano y toma la estética de las operaciones surrealistas cinematográficas del realizador polaco Wojciech Has en El Sanatorio de la Clepsidra (Sanatorium pod Klepsydra, 1973) y del cine del director serbio Emir Kusturica para retratar a este pedante periodista mexicano devenido documentalista independiente en Estados Unidos, que se pregunta por la esencia de México a la vez que intenta ser un mejor padre y afrontar las tragedias familiares y la imposibilidad de narrar la verdad en tiempos de posverdad.

A través de escenas largas, estéticamente similares a Birdman, con fiestas, bailes, reuniones, diálogos entre Silverio, su esposa y sus hijos, que abusan de los planos secuencia, el protagonista recorre su vida entera en un camino que solo es comprensible hacia el final de la película, momento en que el espectador alcanza finalmente el título del film, “bardo”, en el budismo tibetano una palabra que remite a un estadio de la existencia entre la muerte y el renacimiento, obsesión de Iñárritu en varias de sus obras que aquí se hace carne en su protagonista.

El principal problema de la película es su máxima virtud, una cuestión hoy prácticamente imposible de soportar por el desasosegado espectador actual, el intento de abarcar todas las instancias de la vida en escenas que son aparentemente un caos incomprensible que conduce a Silverio de un lugar a otro aleatoriamente, situación que solo al final de la propuesta llega a una coherencia que cierra todas las preguntas e interrogantes que Iñárritu abre alrededor del protagonista.

En este recorrido que Iñárritu realiza sobre su álter ego, Silverio Gama, el periodista se sumerge en la muerte de su hijo recién nacido en una metáfora onírica sobre las miserias y las tragedias inexplicables que nos atraviesan todos los días cual indagación sobre las instancias que componen la personalidad de un hombre, la relación con sus padres, con sus hijos, con su esposa, sus colegas, sus amigos, su trabajo, e incluso en las situaciones burocráticas cotidianas como pasar por migraciones en un aeropuerto o entrar a la pileta de un complejo turístico. Cada una de las relaciones y situaciones a las que Silverio es expuesto componen su ser, su personalidad, su relación con el mundo y su particular visión de esta conexión, del relato que Silverio realiza del enlace vital con lo que lo rodea.

En varias secuencias que remiten a la obra documental de Silverio, que es combinada con la ficción, el periodista entabla un diálogo acerca de la relación de un inmigrante con su país natal, en este caso particular de un mexicano que vive en Estados Unidos, que ama y odia a su país, que lo critica y defiende a la vez, que lo compara positiva y negativamente con Estados Unidos todo el tiempo, que tiene una relación conflictiva con su conexión inalienable con México. A la vez, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una denuncia de las desapariciones en México, de las relaciones carnales entre los gobiernos de Estados Unidos y México, del poder de las corporaciones y de la imposibilidad del periodismo independiente en nuestro aciago presente. Iñárritu incluso presenta una escena en la que Silverio increpa en uno de sus documentales a Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres en un diálogo imperdible entre el presente y el pasado, así las visiones de ambos quedan atrapadas en una dialéctica negativa que solo conduce a una parálisis y a la imposibilidad de pensar un futuro debido a la constante mirada hacia el pasado.

También hay una crítica a la incapacidad que el periodismo tiene de abordar las barbaridades que ocurren en el mundo, situación aquí expresada en la compra de la corporación estadounidense Amazon de la región del norte de México conocida como Baja California con la connivencia de los gobiernos de Estados Unidos y México, que buscan convencer a la opinión pública de aceptar este inaceptable contubernio delictivo, tan solo un pequeño ejemplo de todo lo que Iñárritu desarrolla aquí.

El guión de Iñárritu junto a su asiduo colaborador argentino, Nicolas Giacobone, responsable de El Último Elvis (2012) junto a Armando Bo, analiza la relación de amor y odio que los mexicanos tienen con su país y especialmente con la enmarañada Ciudad de México, tan encantadora como abrumadora, a la vez que indaga en la condición de los inmigrantes ilegales que intentan cruzar la frontera hacia Estados Unidos y en la acuciante situación de los desaparecidos, el inquietante desvanecimiento de personas que salen de sus hogares para nunca regresar, episodios diarios que ocurren inexplicablemente en todo México, incluso en la populosa capital a cualquier hora del día, situación plasmada metafóricamente con polémica brillantez.

Sin duda alguna el verdadero eje de la película, sobre el que toda la trama se apoya, es la construcción de los recuerdos, ya sean los recuerdos personales o los recuerdos históricos, la retroalimentación entre la verdad histórica y la memoria personal y colectiva, que son la base de las opiniones y las acciones políticas. Iñárritu trabaja esta cuestión con gran maestría, dedicándole tiempo y cuidado a cada escena, en una obra circular que debe ser leída a partir de su final. El protagonista insiste en esto varias veces, indicando que ni en el cine ni en la vida se puede seguir una línea cronológica, que la vida debe ser comprendida y leída más bien en un bucle.

La película es un retrato abrumador sobre la vida misma tal cual es, una serie de eventos, muchas veces contradictorios e inconexos, que se convierten en recuerdos poco confiables sobre un pasado cada vez más difuso que siempre regresa, que Iñárritu lleva hacia metáforas fortuitas conscientes y buscadas para enfrentar y discutir con sus detractores en diálogos rebuscados de un hombre harto, que necesita decir sus verdades en voz alta, exponer sus incertidumbres, por ejemplo su crítica feroz al periodismo corporativo mendigador de “me gustas” en las redes sociales, que convierte a la verdad en un valor de cambio.

Al igual que en todas las películas de Iñárritu desde su alabada Amores Perros (2000), hace ya veintidós años, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una proeza técnica en la que se destaca su increíble fotografía a cargo del profesional de origen iraní Darius Khondji, responsable del rubro en películas tan disímiles y extraordinarias como Amour (2012), de Michael Haneke, Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), de Woody Allen, y Delicatessen (1991), de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro.

Las maravillosas actuaciones de Daniel Giménez Cacho y Ximena Lamadrid son acompañadas muy bien por Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano, Francisco Rubio y Luis Couturier, que ponen en juego y analizan las contradicciones alrededor del pensamiento, las acciones y el mundo progresista, la construcción de la verdad y la posición del comunicador ante un mundo desigual y complejo que lo asedia y lo corrompe todo el tiempo.

Aquí Iñárritu se ha permitido revelar su pensamiento, sus temores y su mirada del mundo más que en cualquier otra de sus películas, lo que es a la vez un problema y un acto de valentía. Al igual que el protagonista el realizador intenta mantener una ecuanimidad y una distancia que le son imposibles y que conducen a una verborragia visceral de la que emergen algunas verdades a medias, muchas reflexiones y preguntas sobre lo que hacemos con nuestras vidas, interrogantes que son el verdadero eje del film, que deberían ser el norte de la existencia, pero que terminan como atriciones ante las oportunidades perdidas y las palabras nunca dichas. En este sentido, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades es una obra demasiado grandilocuente y nihilista, en la que Iñárritu ajusta innumerables cuentas con sus detractores y su relación con México y Estados Unidos vía una película auténtica aunque no siempre perfecta, donde la ficción y la recuperación histórica se confunden al igual que las personas y la historia general, que busca incomodar al espectador progresista, soliviantarlo de su posición apática y sus opiniones cómodas para arrastrarlo al barro de la vida, un espacio de acción en el que las contradicciones, los remordimientos y las equivocaciones invaden a todo el mundo incansablemente.