La noche de los cazadores. No sé si existirá una moral de la caza, pero de haberla, seguro que no se parece a la que usamos para dirigir nuestra vida de todos los días. Entre los muchos méritos de Apocalipto está el ser una verdadera película de época donde los personajes se rigen únicamente por los códigos de la conquista y la supervivencia, sin atender a condenas o premios éticos. Junto a El malvado Zaroff, Apocalipto es una de las pocas películas que parecieran atreverse a delinear una suerte de ética de la cacería: escapar, perseguir, esconderse, poner trampas, matar, batirse a duelo, sobrevivir; esos serían algunos de los puntos contemplados en esa posible ética del cazador y la presa, en la que nunca hay espacio para categorías como el bien y el mal. Dentro de las selvas en las que transcurren las dos películas, esos valores civilizados no son más que residuos lejanos, ecos apenas de otra vida, de otro mundo. Depredadores, al igual que Depredador de John McTiernan, también transcurre en la selva, aunque esta vez se trate de una extraterrestre. Acaso para demarcar su área de interés, la película empieza rápidamente cruzando a varios personajes desconocidos en un planeta extraño y hostil en el que los visitantes son perseguidos por los depredadores del título, siempre sin dar explicaciones de por qué están allí ni de cómo fueron elegidos. De esa decisión depende en gran medida el clima que caracteriza a toda la película: el relato se juega en un puro presente donde lo único que cuenta es adaptarse, sobrevivir, y el pasado de los protagonistas (que se devela siempre a través de diálogos y nunca de flashbacks) no se utiliza para explicar la situación en la que están inmersos sino para imprimirle mayor espesor a los intercambios que se producen entre ellos. Así, al hacer de los recuerdos un marco de referencia y nunca un verdadero centro dramático, el director Nimród Antal rehuye de la psicología e instala a su película en el terreno saludable de la acción: buenos, malos, reprochables o modelos, los personajes se miden por sus actos y no por su pasado. El conflicto principal de Depredadores empieza a asomar en las discusiones entre la soldado Isabelle y el mercenario Royce, cuando ella oponga su moral a la de él; es que para Royce lo que cuenta es solamente la supervivencia, y en especial la suya. Esta discusión hasta cierto punto es pertinente: sería injusto pedirle a una película que transcurre en la actualidad (aunque sea en otro planeta) que haga caso omiso de un posible debate ético como lo hacía Apocalipto, que a diferencia de Depredadores hablaba de una época y un pueblo ubicados por fuera de los límites de la civilización occidental. El problema es que ese debate se va convirtiendo en el eje de la película hasta trazar una línea que coloca a los personajes de un lado o del otro: buenos o malos, solidarios o egoístas, humanos o “monstruos” (como se autodefinen algunos de ellos en más de una ocasión). El relato opera una polarización torpe que no deja espacio para los lugares intermedios. En este afán clasificatorio (los protagonistas tienen que ser una cosa u otra, sí o sí) incluso hay un personaje que, hasta el momento dueño de ciertas dosis de ambigüedad, cerca del final se revela como un asesino sanguinario quizás peor que varios de sus compañeros (de esta forma el guión lo tilda rápidamente de malo/monstruo y acaba con los posibles matices que exhibiera hasta el momento). En esa divisoria tosca se pierde irremediablemente cualquier intento de formular una moral de la cacería; la película somete a sus personajes a un examen ético grosero y de un maniqueísmo infantil que está lejos de alcanzar los picos de la madurez ideológica de Apocalipto, donde Mel Gibson se preocupaba por (re)construir un mundo y no por aplicarle una sanción moral a sus criaturas. Más allá de ese problema (que acaba derribando el clima que se había construido con inteligencia durante la primera parte) la película se anota un punto importante cuando explora el planeta de los depredadores o nos cuenta algo de ellos, por ejemplo, que existen dos subespecies que están en pie de guerra. Las plantas mortíferas, los animales veloces y peligrosos, y algunos lugares como el campamento, agregan información sobre la raza de cazadores extraterrestres y éstos ganan en robustez narrativa: si en la primera Depredador nos intrigaba el misterio con que estaba delineado el personaje y en la segunda conocíamos algo de su tecnología, de su pasado en la Tierra y hasta algunos de sus códigos (por ejemplo, el respeto por el duelo), en la tercera lo que vale es la exploración de su ambiente vital, de esa selva mortal e infestada de criaturas terribles que acaba por decir tanto o más de ellos que todas las películas anteriores. Si no fuera por esa rendición a una tipificación moral tan simplona y aburrida, Depredadores podría haber sido uno de los mejores estrenos del año. Después de todo, la película de Antal tenía algunos muy buenos personajes, actuaciones más que sólidas (Brodie, fuera de su registro habitual, como mercenario recio y solitario, cumple con creces), una historia bien contada que se sostiene sobre los protagonistas y sus acciones y no sobre diálogos ni traumas del pasado, un escenario impecable, y varias escenas de combate con la que probablemente sea una de las mejores creaciones del cine de terror moderno: los depredadores.
La sorpresa que nos llevamos durante el primer encuentro con los milenarios huaorani, comunidad indígena ecuatoriana, es que la gente y sus formas de vida no se diferencian en gran medida de las que podrían verse en cualquier asentamiento marginal perdido en la selva de alguna provincia argentina. Los huaorani visten remeras, jeans y zapatillas, habitan casas de madera, pueden ver televisión, escuchar radio y algunos hasta tienen cocina y gas. Es por eso que Soy Huao, contra cualquier pronóstico, se ofrece tan poco exótica y con altas dosis de naturalismo. El trabajo del director Juan Baldana tiene mucho que ver con ese tono de observación que desdeña lo pintoresco, porque en Soy Huao, aunque casi no se habla castellano, nunca se recurre a explicaciones, subtitulados ni comentarios. Al renunciar a cualquier tipo de didactismo (que seguro habría potenciado el costado pintoresco de los huaorani) la película gana en densidad y se vuelve pura superficie: de sus rituales, diálogos, hábitos alimenticios, juegos y chistes se nos escapa gran parte del sentido, y solamente alcanzamos a retener gestos, actitudes e impresiones vagas. El mundo indígena nunca se convierte en territorio apto para desplegar una mirada exótica sino que acaba por volverse un misterio opaco que solamente podemos penetrar, efímeramente, a través de algunos planos y caras que parecen decir un poco más que el resto. Lo demás permanece vedado y la sensación es que nos estamos perdiendo algo importante, como ocurre en la escena con toda la familia sentada frente a cámara (seguramente el plano más calculado de la película): todos ríen, pero es imposible saber si están festejando un chiste interno o si el blanco de sus burlas es la misma cámara (o sea, nosotros).?
a chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina tiene las virtudes y los vicios del buen mecanismo: en sus mejores momentos, cuando parece más aceitada, la película avanza a un ritmo notable y mantiene el interés bien arriba, pero esa tensión sostenida en el tiempo se paga con la pérdida de humanidad de la historia, y el film deviene un tosco artefacto narrativo que no sabe más que contar intrigas policiales y traumas infantiles. Se dirá que para que un thriller funcione, con eso alcanza y sobra (si esta nota fuera una crítica de diario, probablemente se leería que la película es indispensable para “seguidores del género”). Todo depende de qué le reclamemos al cine: un viaje ininterrumpido durante más de dos horas de metraje, o un recorrido con paradas que nos permita conocer algo de ese paisaje que vemos pasar por la ventanilla. Así, la visión de la primera parte de la saga Millenium era prácticamente como desplazarse en tren bala, porque la película atravesaba el universo de Stieg Larsson a velocidades casi lumínicas, sin detenerse nunca en los detalles que habrían hecho más disfrutable el trayecto (¿cómo era la rutina de Lisbeth? ¿Y su casa, y la mujer con la que duerme?). La chica… viene a corregir algo de eso, porque esta vez el recorrido ensayado por el sueco Daniel Alfredson se parece más al de un tren común, con una cantidad mayor de descansos que nos dejan apreciar con algo más de nitidez una Estocolmo nublada y modernosa con aires de policial negro. Como se anticipaba en la primera, en esta segunda entrega, más allá de haber aumentado el número de personajes, Lisbeth se convierte en el centro absoluto de la historia. El empuje de la película es el de ella, y su vacío también: la vida solitaria de Lisbeth, sus ingenios de fugitiva y su rutina cotidiana (se la ve comprando cosas o comiendo una manzana) son las pinceladas más corrientes pero también las más fuertes de la película. Cuando ella se entera que la buscan y tiene que escaparse de su departamento nuevo, las habitaciones sin muebles y las cajas preparadas para la mudanza dicen más de ella que todos los diálogos y flashbacks juntos. Sin embargo, Lisbeth también es la responsable del tono impostado de oscuridad que adopta la película: Estocolmo es un lugar gris repleto de corrupción, la violencia y la tortura campean a lo largo y ancho del relato, la música y la fotografía están siempre exagerando lo siniestro, y la escena en la que Lisbeth se acuesta con Wu hace hasta del sexo un acto lúgubre que bordea la perversidad (prestar atención a la banda de sonido). La película parece hacerse eco del estado del personaje, como si algo de su mirada y sus gestos se trasladara a la puesta en escena. Lo que al principio prometía ser un clima tétrico más o menos bien construido, con el tiempo se revela como exceso y pirotecnia visual simplona, acaso otro de los recursos que engrasan el aparato narrativo de La chica… en detrimento de una construcción sólida de los ambientes. En semejante contexto, los rayos de humanidad que se colaban a través de Lisbeth y su rutina y que oxigenaban la rígida opresión narrativa, son ahogados de nuevo por la búsqueda fácil de impacto que practica Alfredson.
En 1975, Alistar Little asesina a James Griffin. Lo mata para ganarse el respeto de sus superiores y compañeros de la Fuerza Voluntaria de Ulster, el grupo paramilitar irlandés leal a la Corona Británica que está en pie de guerra con el IRA. Joe, el hermanito de James, ve cómo Alistar dispara pero se queda paralizado y no hace nada para detenerlo, lo que le vale el odio y los reproches eternos de su mamá. Tanto Alistar como Joe quedan traumados: el primero por la mirada del nene, y el segundo por las quejas maternas. En 2005, los dos son contactados por un programa de televisión que los quiere poner cara a cara después de treinta años: el conductor y los productores hablan de perdón y reconciliación, pero la cosa huele a show mediático. De todas formas, Alistar no tiene intenciones de pedir disculpas: si bien está atormentado por el recuerdo de la mirada de Joe, no da muestras de arrepentimiento; al contrario, cuando habla a cámara tiene un discurso muy preparado que más bien justifica el asesinato amparándose en las convulsiones políticas que vivían muchas ciudades de Irlanda en los 70. Joe, en cambio, está al borde de un ataque de nervios, y el tratamiento que recibe el personaje por parte de la película no tiene nada que ver con el brindado a la mayoría de las víctimas en cine. Hablando solo y acordándose a cada rato de su madre, Joe parece más el protagonista de una comedia adolescente que una víctima de cine político: tímido, gesticula y le cuesta hablar, hace chistes malos o directamente chabacanos y se lo nota incapaz de afrontar el encuentro con Alistar. Acaso ese sea uno de los aciertos más notables de Cinco minutos de gloria: Alistar, el asesino, es el ideológicamente articulado, que tiene conciencia histórica y política, el que todavía está entero y no se arrepiente de lo que hizo. En cambio, Joe rara vez habla o piensa en algo que no sean los reproches de su mamá, y se muestra extrañamente fascinado con la idea de conocer a Alistar (cualquier dato sobre él Joe lo degusta con una morbosidad que impresiona, como cuando pregunta de manera insistente cómo es la casa en la que vive). Casi como poniendo patas para arriba los roles de asesinos y víctimas acostumbrados en cine, Oliver Hirschbiegel ensaya una inversión de caracteres y los deja librados a su suerte. El experimento es cruel pero funciona en términos dramáticos, y amenaza con devenir en tragedia cuando Joe, antes de ir al set de filmación, saca un cuchillo y practica la forma en que va a apuñalar a Alistar. Uno de los gestos más interesantes de Hirschbiegel es la igualación que realiza entre Alistar y Joe. Lejos del comentario tibio sobre el perdón y la redención de mucho cine que aborda hechos trágicos y que entiende la venganza como caída moral, Cinco minutos de gloria pinta a Joe como un sádico que fantasea a cada segundo con matar a Alistar. Hay un solo personaje que quiere impedir que Joe consume su venganza: su mujer, pero trata de pararlo más por el bien del matrimonio y sus dos hijas que por alguna cuestión ética (él, gritando y a los empujones, la tira al piso y se la saca rápidamente de encima). Cuando Joe se mira al espejo y ensaya los movimientos con el cuchillo para el momento en que se enfrente con Alistar, está repitiendo los mismos que hiciera él hace treinta años, antes de ir a matar a su hermano. La comparación es un poco grosera pero efectiva: Joe es igual o incluso peor que Alistar, y las imágenes recurrentes de su madre son apenas el mecanismo con el que la película intenta justificarlo: la psicología acude en su ayuda y su calidad de desequilibrado lo salva (en términos morales) de ser un asesino de la misma calaña que Alistar. A su vez, el asesino interpretado por Liam Neeson, incluso después de haber estado preso y pagado legalmente su falta, sigue perseguido por la memoria del asesinato y de la mirada de Joe chiquito. Alistar, además del remordimiento por la muerte del hermano del chico, parece que no tiene nada en el mundo: vive solo en un departamento chico y ordenado, con pocas cosas, y cuando entra a un bar a tomar un té elige uno pequeño y vacío. Gran parte de los mejores momentos de la película lo conforman los fragmentos de la vida cotidiana de Alistar: sus movimientos, pesados y esforzados, como los de un gigante doblegado por el tiempo; la ropa que usa, casual pero ligeramente acomodada a la moda de los 70 (en especial los zapatos); sus paseos por la calle, siempre apurado y esquivando gente de manera torpe. El hecho de que Alistar no esté arrepentido del asesinato de James (lo que lo atormenta es la mirada infantil de Joe, no el hecho en sí) también es un acierto: el personaje parece querer conocer al hermanito de la víctima, hablar con él para pedirle que lo olvide y nada más; Alistar nunca busca su perdón. Hirschbiegel no es sutil pero sus personajes son densos y soportan el peso de varios diálogos y gestos sobrecargados. Y resulta muy placentero ver una película que pone en crisis la tensión cinematográfica habitual entre víctimas y victimarios: después de Cinco minutos de gloria, es inevitable pensar que muchas películas se parecen al programa de televisión que reúne a Alistar y Joe, donde las palabras reconciliación y perdón estarían en función de un espectáculo calculado para producir emociones cómodas y tranquilizadoras. El final de Cinco minutos de gloria, seco, cortante (y no por eso menos generoso con sus personajes) toma distancia de esos relatos y, felizmente, no aspira a opinar sobre la historia política de Irlanda ni a ser un comentario tibio sobre temas como la venganza o la justicia por mano propia. Un conflicto de décadas se resuelve con un llamado por celular y apenas un par de palabras: pocas películas con temáticas similares habrán tenido un desenlace tan limpio y justo como el de Cinco minutos de gloria.
Mi villano favorito es uno de los pocos estrenos de animación recientes capaz de hacer un manejo responsable de la autoconciencia, recurso que, en manos de muchas otra películas, cada vez se revela más como un comentario sobrador y despectivo sobre el mundo la historia del cine. La película de Coffin y Renaud articula de manera inteligente la parodia con un relato emotivo sin por eso ceder terreno a la solemnidad o el golpe bajo: hasta en los momentos más tristes (como cuando las tres nenas vuelven al orfanato después de un día difícil) los directores se las arreglan para construir humor sin restarle dramatismo a la escena. Es justamente esa tensión entre comedia y drama lo que hace de Mi villano favorito una película robusta que no se agota en la parodia fácil estilo Dreamworks o en el tono más trágico de algunas de las últimas películas de Pixar. Gru, un villano que está atravesando una mala racha, vive en la ciudad y tiene una rutina común y silvestre. Pasea por el parque, hace las compras y le avisa al vecino que su perro le estuvo dejando regalitos en el jardín. El chiste, claro, es que Gru hace todo eso apelando al mal y a la crueldad, ya sea congelando con un rayo a la gente que está delante suyo en la cola o amenazando al vecino con ahorcar al perro. El desparpajo y la vileza del personaje hacen que la balanza nunca se termine de inclinar hacia el lado de la parodia más ramplona: sí, es cierto que Gru es un villano descontextualizado, fuera de su ambiente natural (una película con superhéroes o espías, quizás) pero la perversidad de la que hace gala lo pinta como un villano hecho y derecho, siempre digno, aunque se vea obligado a habitar un mundo que no es el suyo. Y aunque al personaje no le cuaje del todo el complejo que se le adosa desde el guión (un trauma infantil que habrá de condicionar su destino), el ridículo con que está trabajado ese trauma hace que (por suerte) nunca termine de hacerse presente la psicología: el recuerdo de la indiferencia y la frialdad de su madre hacia él es más un motor de la historia y un disparador de gags que una parte constitutiva del protagonista. El amor hacia los relatos que muestran Renaud y Coffin es la prueba cabal de que no se está frente a otra película cínica y pretendidamente lúcida como Shrek. Esto se nota con claridad cuando Gru les lee un cuento a las nenas: ellas se saben la historia de los tres gatitos de memoria pero les fascina escucharla de nuevo, como si la puesta en marcha de ese relato fuera algo maravilloso, una manera de escapar de la tristeza y remontarse hacia un mundo mágico (Gru les lee en la cama para que se duerman, o sea que el cuento funciona efectivamente como pasaje a otro mundo, el de los sueños). El cuidado dedicado a la construcción de lo físico hace de Mi villano favorito un cine atento a los detalles, capaz de generar emoción (como lo hacía Número 9) a partir de la materialidad de las cosas. En la misma escena de la lectura del cuento, cobra una fuerza increíble el libro que lee Gru: colorido, de formas juguetonas y con los títeres de los tres gatitos que se manejan con los dedos al mismo tiempo que se pasan las páginas de cartón; ese libro y sus texturas cálidas, amigables, que casi invitan al contacto de la mano, condensan gran parte del drama y la inteligencia cinematográfica de la película. Y en esta línea física, muchos de los mejores chistes de la película están protagonizados por los secuaces de Gru, un montón de bichitos amarillos queribles a la vez que tontos y peligrosos (todos andan armados, uno hasta tiene un lanza-misiles) que se la pasan golpeándose o haciendo pavadas. Por momentos, la película abusa un poco de ellos, pero la gracia y la violencia con que están construidos les permite soportar una enorme cantidad de gags y los habilita a hacerse cargo de una buena parte de la comedia de la película. Presentes en los créditos finales y hasta en el logo inicial de una de las productoras, los ayudantes de Gru son de los personajes más queribles e inquietantes de los últimos años, a la par de los Oompa Loompa de Tim Burton. La cordialidad que se desprende de la película, de sus planos, de sus personajes y del mundo que habitan, también se siente en la manera de acercarse al conflicto del protagonista. En ningún momento la película fuerza a Gru a asumir el rol de padre de las tres nenas huérfanas, sino que el recorrido que realiza el personaje (de reacio y asqueroso a papá casi modelo) se percibe auténtico, personal, y nunca está en función de un discurso a favor de la familia. Lo mismo pasa con su profesión de villano: incluso haciéndose cargo de las nenas, Gru nunca renuncia a sus planes malignos, y la película respeta esa decisión sin obligar al personaje a llevar adelante un cambio de vida. Esa tolerancia general con el personaje termina haciendo de Mi villano favorito una película accesible y placentera como pocas, un viaje feliz que sigue las peripecias de un padre improvisado y entrañable.
Portadores es una película seca, áspera, asfixiante, recalentada como el asfalto de la ruta que recorren los personajes. El viaje es incierto: los cuatro protagonistas escapan de una enfermedad que no se sabe cómo se desató hacia un destino impreciso. Como en toda película de catástrofe, el objetivo primordial parece ser el movimiento, viajar siempre sin parar, porque quedarse quieto en un mundo lleno de peligros es estar cerca de la muerte. El dilema último termina siendo la manera de encarar la travesía: fiel a la historia del género, Portadores gravita especialmente sobre la moral y los vínculos humanos. El grupo de personajes se rige por una regla inquebrantable que consiste en que si alguien está infectado, hay que abandonarlo. No importa que se trate de una novia y que afuera del coche haya un desierto del infierno; Brian, el líder, cree ciegamente en la regla y la aplica de manera implacable. A diferencia de otras películas semejantes, en la de los españoles Álex y David Pastor la verdadera amenaza son los propios compañeros de ruta: un amigo, un novio, un hermano, todos pueden ser portadores del virus o castigadores del infectado. El resto de la humanidad, ya sean un montón de tipos armados o nuevos compañeros de viaje, constituyen las esquirlas de un desastre lejano, ecos apenas de un contagio inminente que acecha a los protagonistas. Los signos más terribles de ese cataclismo son los chicos, en Portadores víctimas recurrentes que sufren despiadadamente los primeros efectos de la enfermedad como tos, vómitos, erupciones o cansancio. Los planos en los que la cámara descubre los síntomas de la infección en sus caritas son durísimos pero a la vez representan la vocación realista y nada concesiva de la película: a contrapelo de muchos otros exponentes del género, acá los chicos son un blanco fácil para el virus y encariñarse con ellos implica un riesgo, como le recuerda constantemente Brian a Bobby. Así, la película recrudece su planteo ético: para sobrevivir hay que olvidarse de los lazos sociales más básicos, incluso si esto significa dejar en medio de la nada a un padre con su hijita enferma. Que la supervivencia de los protagonistas dependa efectivamente del cumplimiento de esa regla es una muestra de profunda amargura pero también de rigurosidad ideológica por parte de la película, porque los que consigan llegar hasta la playa van a ser los que puedan acatar la norma hasta las últimas consecuencias. No hay castigo para ellos ni salvación para los abandonados durante el viaje. La voz en off es el testimonio de los resistentes, la prueba de vida de los que todavía pueden contar el cuento. En cambio, nada se sabe de los contaminados: muertos por el camino, solos, seguramente en medio de estertores largos y agónicos provocados por el virus, a ellos les toca el silencio, el olvido absoluto tanto de los otros como de la propia película. Solamente que, a diferencia de otras en las que el esfuerzo se cifra en dejar una marca, una huella última (en El libro de los secretos se busca transmitir el relato de la Biblia, en La carretera se trata de imponer una disciplina moral) en Portadores los personajes no tienen metas que los excedan: todos sus trabajos apuntan a la supervivencia más crasa e inmediata y, quizás por eso mismo, más humana.
Si no fuera por la presencia de Sandler y sus amigos, Son como niños caería rápidamente en esa la categoría de películas familiares autocelebratorias que bordean la vergüenza y el asco moral. Y digo Sandler y sus amigos porque eso es lo que se percibe a lo largo de los ciento dos minutos de película: que Adam Sandler invitó a Kevin James, Rob Schneider o David Spade para reírse un rato y poco más que eso. “Chicos, vénganse a casa este fin de semana que hacemos un asado y de paso filmamos una película”. La camaradería del grupo se nota más allá de los diálogos, los gags o la construcción de los personajes, y es fácil sentirse compinche de ellos por un rato burlándose de las mismas cosas. En eso, Son como niños es una película generosa, porque nos invita a participar de la intimidad de los personajes y a ser sus cómplices. Como en la escena del velorio, cuando Schneider canta el Ave María y los demás se tientan: esas risas desbordadas valen más que todos los discurseos sobre la naturaleza y la familia que vienen después. De a ratos, Dennis Dugan recupera lo mejor de las películas de Sandler: la incorrección y el humor físico; el nene de James de cuatro años que todavía toma la teta de la madre, los chistes con la novia de Schneider (mucho más vieja que él) o los golpes en la frente que le propinan a Spade cuando se queda dormido son algunos de los mejores. Y lo físico, como corresponde a toda película de Sandler, ocupa un lugar de peso que excede el humor: en Son como niños los cuerpos de los personajes cobran un matiz dramático fundamental, como ocurre con la inmensidad barroca de James o la pequeñez y elegancia de Spade. En ese marco corporal, el deporte (eterno tema del cine sandleriano) se vuelve casi una manera de realizarse en el mundo. Un campeonato de básquet es el vínculo más importante con el pasado y la forma de ajustar cuentas con el presente. Pero acá es donde Dugan se enreda, porque pareciera que todas las aspiraciones de los padres de la película se resumen en que sus hijos tomen contacto con la naturaleza como lo hacían ellos cuando eran chicos. Jugar a la Playstation 3 está mal y tirar piedras al agua es un acto de humanidad plena: en ese contraste maniqueo y simplón se condensa gran parte de la ideología de la película. A la par de otros grandes tópicos que campean en el cine estadounidense, esa revalorización de lo natural es caprichosa y nunca está explicada. Son como niños, además, es muy pobre a la hora de construir el humor. Más allá de uno o dos buenos diálogos (que funcionan más por la química que hay entre los actores que por la precisión del guión) o algunos gags físicos efectivos, Dugan apuesta a los chistes repetitivos y previsibles, en especial al slapstick en su versión más chata, como se nota en las caídas o heridas que reciben varios personajes. La operación es igual de grosera cuando se piensa a la familia: los matrimonios tienen problemas y los hijos son insoportables pero al final todo se arregla porque la gente se quiere y, parece decir la película, es mucho peor estar por fuera de los límites de la seguridad familiar que padecer sus efectos, como le pasa al personaje de David Spade, el único soltero del grupo (las mujeres le dicen que le falta madurar porque no está casado, aunque a él se lo note muy satisfecho con su vida). El problema no es la postura que se adopta sino que la visión de la película, miope y de corto alcance, carece de matices que le ayuden a elaborar un comentario menos tosco sobre las bondades de la familia. La única forma de escapar del aleccionamiento torpe de Son como niños es verla como una improvisada reunión de amigotes, una película hecha a las apuradas que necesita de una excusa para mostrar a sus personajes muriéndose de risa en una iglesia o tirándose por un tobogán de agua.
Cuando uno se entera de qué va El aprendiz de brujo supone que se trata de otra película promedio de aventuras aggiornada a la moda del cine adolescente americano: apenas la historia de otro mago/héroe/guerrero teen medio acomplejado y con problemas comunes que recibe de golpe y porrazo la misión de salvar al mundo. Pero no: El aprendiz de brujo ni siquiera exhibe la prolijidad visual o el pulso más o menos firme para contar de las Harry Potter o Percy Jackson y el ladrón del rayo. La estrategia del director Jon Turteltaub parece ser no creerse nunca la historia: Nicolas Cage (y le volvieron a poner la peluca) es una mezcla imposible de misterio impostado y cancherismo de la peor calaña; Jay Baruchel aparece directamente como un tarado que no sabe hablar ni moverse y es un intento tristísimo de parodia del personaje del nerd tímido; Alfred Molina es el único que está bien, cumple como siempre, arrastrando las palabras y sacando panza. Para colmo, los actores, salvo por la dupla Cage y Baruchel, casi no interactúan entre sí: cada uno tiene sus planos y dice sus diálogos como en un unipersonal, sin responder al interlocutor (el montaje quiere disimular eso pegoteando las imágenes pero la desconexión se nota todo el tiempo). Encima, a Turteltaub se lo ve siempre forzando el guiño gratuito a otras películas, como queriendo hacerse amigo del público rápidamente y sin demasiado trabajo. El resultado se siente a los pocos minutos: El aprendiz de brujo no convence, porque incluso cuando se empeña en conquistarnos con toda la batería de efectos especiales (algunos son muy bonitos, hay que decirlo) se ve que la película no se toma en serio a sí misma, y cuando se decide a hacerlo, Turteltaub no sabe más que ponerse grandilocuente y echar mano a los diálogos más acartonados posibles (los mismos de los que la película se ríe el resto del tiempo). Al final, lo único que realmente justifica la visión de la película es la lindísima Teresa Palmer. Palmer hace de Becky, la chica de la que está enamorado Dave (Baruchel) desde hace diez años. Incluso conociendo de antemano lo que va a pasar entre ellos, uno se pregunta qué volteretas va a tener que pegar el guión para que Becky termine enamorándose del paparulo de Dave. El cambio por el que atraviesa Becky con Dave (de mirarlo con asco a interesarse en él) es uno de los pocos puntos fuertes de la película, y la cara y los ojos de ella son mucho más disfrutables que todos los efectos digitales, las frasesitas de Cage o los tics de Baruchel juntos.
Vivir su vida. El crítico y filósofo estadounidense Arthur Danto decía que después de los relatos empieza la vida. Así, en relación al arte, Danto pensaba que los movimientos artísticos de la segunda mitad del siglo veinte estaban marcando el final de un relato pero no de su tema: en la posmodernidad la historia del arte terminaba pero el arte mismo se mostraba más vivo que nunca, cumpliendo a destiempo aquella aspiración de las vanguardias de religar el arte con la vida, de hacer de la experiencia estética también una praxis vital. Danto mencionaba como ejemplo típico de ese fin/comienzo el “vivieron felices para siempre”, que siempre marca el pasaje de la narración a la vida, donde los personajes están ya por fuera de los contornos del relato. En Encuentro explosivo, June se ve arrastrada por Roy a una aventura que se desenvuelve dentro del marco del género de espías, con sus reglas, espacios y convenciones características. June pasa a habitar junto a Roy un mundo que es el del cine de acción, donde se puede aterrizar un avión en un campo de maíz o atravesar una lluvia de balas sin ser lastimado. A June le gustan tanto las peripecias que sortea junto a Roy que, al verse amenazada por su vieja rutina cotidiana cuando él desaparece, ella se va a empecinar en encontrarlo como sea, aunque la gente piense que está loca. Es que Roy lleva una existencia cinematográfica desde el principio, pero June no: por eso es ella la que tiene que elegir entre seguir con su vida o empezar una nueva al lado de Roy. La película toda gravita alrededor de la decisión de June y de las consecuencias de su elección. Encuentro explosivo, a la vez que hace del relato y las imágenes del cine un modo de vida, también señaliza sus límites: vivir como en una película de espías implica conocer las reglas y posibilidades del género, pero ese conocimiento a su vez es el signo autoconciente que hace imposible la ilusión. Esto se ve con claridad en los momentos en los que June es un obstáculo para Roy: él la droga y la película cuenta mediante elipsis las aventuras que June no experimenta por estar intoxicada. Viajes en lancha, helicóptero, tren, tiroteos, un salto en paracaídas; no importa que June esté dormida, el relato continúa sin ella: el camino que lleva adelante Roy atraviesa todos los clichés posibles del género y la narración se hace cada vez más evidente. Para el director James Mangold el cine no conoce barreras: puede mostrar a dos héroes en moto perseguidos por villanos y una estampida de toros al mismo tiempo en pleno San Fermín, pasar sin escalas de un galpón en la ciudad a una isla paradisíaca perdida en el mapa, ponernos en la piel de un paracaidista improvisado, convertir el mundo en un lugar exótico y pintoresco que no guarde ninguna conexión con la realidad, o hacer de la muerte una cuestión meramente estética sin resonancias morales. Y todo eso puede llevarlo a cabo en un frenesí de velocidad y vértigo en el que los personajes no son capaces de pararse a pensar, porque eso equivaldría a tomar conciencia del artificio y despertar, algo así como salir de la matrix. Por eso en Encuentro explosivo la que piensa es June y no Roy: él tiene una existencia cinematográfica y carece de psicología, no sabe más que seguir adelante, matar a los malos, salvar a la chica y recuperar el microfilm (en este caso, una batería de energía autosustentable). Y cuando June piensa más de lo que debe y pone en crisis la lógica del universo de Roy, éste (o mejor, la propia película) la saca de la ecuación, así la máquina ciega del cine puede seguir su curso ininterrumpidamente. Ese no conocer límites de mucho cine actual, parece decir Encuentro explosivo, hace de la visión de algunas películas una experiencia vacía, automática, en la que no se conecta con el mundo sino con la historia del cine y otras películas pero sin generar un discurso crítico (para comprobar esto alcanza con ver otra película que se estrenó junto con Encuentro explosivo, El aprendiz de brujo). En el film de Mangold lo humano se diluye en las imágenes saturadas y pretendidamente sofisticadas de hoteles, playas o autos de lujo. No es casual que a Roy lo interprete Tom Cruise, probablemente el actor que mejor representa el imaginario pochoclero de Hollywood y que se animó a parodiarse a sí mismo más de una vez en películas como Misión Imposible 2 o Una guerra de película. Roy está construido a base de puros one-liners y tics cinematográficos y tiene poco de hombre de carne y hueso, lo que explica en parte la falta de sexo de la película (June, en cambio, sí tiene un cuerpo y ocupa un espacio real en los planos, por eso es ella la que piensa en sexo y se excita y no Roy). Encuentro explosivo puede verse como la historia de una chica que quiere llevar una vida de película. Mangold adora a su criatura, por eso, cuando June se queda sin Roy y sin aventuras, el director le tiende un nuevo puente hacia el relato de él: de manera inverosímil, la deja escapar de su rutina gris y volver a ser parte de la película y su trama de espionaje. Vivir viajando por lugares pintorescos, de persecución en persecución y desbaratando los planes de unos villanos improbables, eso es lo que quiere June; salir del mundo, existir adentro de una pantalla de cine. Pero cuando ella, cansada de tanto trajín, decide escapar de ese círculo vicioso de cine con Roy y terminar la película (y comenzar la vida, podríamos decir con Danto) Mangold no la deja: un plano final, incluso después de atados los últimos cabos sueltos del guión, deja en claro que ambos siguen dentro del territorio del cine, solamente que con una diferencia. esta vez es ella la que carga con Roy y echa a andar el relato. Ahora June hace su película, y la última imagen exhibe un plano paisajístico muy calculado en el que el coche de ellos se pierde en una toma hecha con grúa, recurso que remite invariablemente al cine y sus códigos. June y Roy parecen felices pero difícilmente pueda decirse que “vivieron felices para siempre”: lejos de terminar su relato continúa, y resulta muy difícil imaginárselos vivos, compartiendo el mismo mundo que nosotros. Esa falta de humanidad, de carnadura en el sentido más físico posible, es el precio a pagar para el cine que, como Encuentro explosivo, apela de manera irreflexiva a la memoria del cine y acaba por menospreciar su capacidad para conocer el mundo. No queda del todo claro en qué lugar se ubican Mangold y su película, porque si bien Encuentro explosivo es un dispositivo crítico bien aceitado que comenta con bastante lucidez el estado de cosas de mucho cine de género hollywoodense, en el final el film parece caer de forma torpe en lo mismo que crítica.
El silencio del mar. 1. Al principio del documental se dice que los océanos y los mares son un misterio, y el mayor mérito de la película es la coherencia frente a ese postulado que los directores consiguen mantener durante la hora y media de duración. Contra cualquier pronóstico posible, Océanos explora y se asombra pero rara vez alecciona, y cuando lo hace, la película se nota forzada, como pulsando cuerdas que no le pertenecen en absoluto. Podría pensarse que la enorme cantidad de tomas subacuáticas y terrestres, que se deleitan maravilladas en la vida marina y sus conflictos, tienen que justificarse desde un lugar ecológico: como si las imágenes no alcanzaran, una película que hable de los océanos necesita además sí o sí elaborar un discurso concientizante sobre la contaminación y la extinción animal. Pero Océanos viene a poner en crisis ese lugar común: la película no está interesada en la explicación o los discursos graves sino en la observación del mundo y sus criaturas, y las pocas irrupciones de la voz en off parecen cumplir a desgana, casi como si se tratara de un trámite, de una obligación molesta, con las dosis mínimas de didactismo que pide el género. 2. Los directores Perrin y Cluzaud pueden elaborar una visión del mundo que contempla un amplio espectro de posibilidades. Si la vida submarina es, como ya se dijo, un misterio, o como dice el narrador, algo inefable, entonces la película no va a tratar de definir a su objeto; en cambio, lo deja ser frente a la cámara y nunca trata de encerrarlo en alguna etiqueta científica o cinematográfica. El resultado es ni más ni menos que la poesía: al no haber una voz en off que intente traducir las imágenes, agotar su riqueza y reducirla a unos pocos lugares comunes (como pasa en la gran mayoría de los documentales con tono didáctico), los planos de animales, plantas y choques de especies se ofrecen opacos. No sabemos el nombre de un pez blanco y negro, no conocemos sus características, su dieta, su relación con otros animales, pero nos maravillamos con sus colores, sus movimientos, sus contactos fugaces pero cargados de tensión con otras criaturas. Algo similar se aprecia cuando un tiburón irrumpe sorpresivamente y caza una foca: las imágenes son de una crudeza impresionante, pero al no haber un discurso que las ubique dentro de un esquema conocido (cadena alimenticia, reglas naturales, etc.) la escena trasluce un nervio puramente cinematográfico, y la escena siguiente, con las focas refugiadas en la costa que observan imperturbables el agua, parecen hablarnos de un drama antiguo, milenario, que se juega más en el terreno de la tragedia que en el de las ciencias naturales. 3. En la propuesta de Océanos, los villanos son los que se resisten al misterio acuático e intentan, a su manera, reducirlo. Son los hombres que pescan especies en extinción, que barren con el suelo marino y arrasan con todo. La película se cuida de hablar de pesca ilegal o de describir a los pescadores. Al contrario, los pocos planos en los que se los muestra, los hombres aparecen borrosos y desdibujados: no importa quiénes son ni qué pescan, sino que no aceptan el secreto del agua, porque en su indeterminabilidad leen significados precisos, como la posibilidad de arrancar del océano recursos preciosos para el comercio terrestre. Es en ese momento cuando la película se arriesga a todo o nada: de un barco pesquero se tira al agua un tiburón vivo con las aletas y la cola cortada, que se desploma, convulso e impotente, hacia el suelo. Otro plano lo muestra todavía vivo, agonizando en el fondo del mar: se agita, abre la boca y le sale sangre por las branquias, todo en un estertor terrible e interminable. Los planos, construidos de manera impecable, generan la duda por la forma en qué se obtuvieron las imágenes: si el tiburón es real y sus heridas también, ¿hasta dónde se habrá llegado para conseguir ese travelling que recorre el cuerpo sufriente del animal? Más allá de ese interrogante, el hecho de que la escena no esté en función de un discurso aleccionador sino de un drama cinematográfico, que se dirime en la pantalla y no en el campo de la enseñanza ecologista, salva a la película de la condena por la obtención y embellecimiento de esas imágenes.