Un filme sobre otro filme, con resultados sorprendentes El director repite la travesía de “Tras los senderos del Río Pilcomayo”, película sobre los pilagá, pueblo originario del Chaco formoseño. En 1920, un equipo sueco llega a la Argentina con la tarea de documentar la vida de los pilagá, el pueblo originario. El producto de la travesía larga y ardua al Chaco formoseño fue Tras los senderos indios del Río Pilcomayo, filme construido a partir de los rollos que sobrevivieron al viaje, montado y estrenado en Estocolmo recién en 1950. Pero quedó otro testimonio, el diario personal de Gustav Emil Haeger, militar a cargo de la expedición, quien tomó notas de todo lo que vio. La empresa de los suecos fue uno de los últimos coletazos del espíritu expansionista del siglo XIX, que aunó el impulso colonialista con el gusto por lo exótico y lo desconocido. Más de cien años después, El campo luminoso, de Cristian Pauls, que puede verse todo el mes de agosto en el Centro Cultural San Martín, repite la travesía con otros fines: saber qué fue de los descendientes pilagá, pueblo que después de la masacre de Rincón Bomba en 1947 se dispersó hasta eclipsarse de la Historia. El director Cristian Pauls (Por la vuelta) viaja por los mismos caminos que sus antecesores suecos junto a una lingüista experta en el idioma pilagá. La pregunta inicial por la lengua del pueblo cede ante la presión de otros temas: los nietos de los pilagá que pudieron escapar de la matanza del 47 llevan una vida muy distinta a la de sus antepasados, de los que sólo parecen sobrevivir el lenguaje, las historias escuchadas y algunos rituales. La película opera en el intervalo: mientras que la expedición de Haeger, cautivada por el exotismo de la región y sus habitantes, busca una tribu ancestral totalmente ajena a las costumbres europeas, Pauls y su compañera de viaje, en cambio, encuentran a familias donde la tradición parece haberse fundido irremediablemente con otras instituciones culturales como la escuela, la Iglesia católica o hasta el psicoanálisis (una entrevistada interpreta un sueño refiriéndose al “subconsciente”). La película repone planos de Tras los senderos indios del Río Pilcomayo y fragmentos del diario de Haeger. El filme cavila sobre esos registros, y la reflexión conduce (no podía ser de otra forma) a los autores de los mismos. Los rollos filmados por el cineasta del equipo sueco registran tanto el mundo circundante como el punto de vista del camarógrafo y, por extensión, de toda una civilización. El director señala que la visión de los suecos está configurada inevitablemente por los presupuestos de la época: en el grupo de Haeger, entonces, el impulso de capturar un resto de vida primitiva, en estado salvaje, antes de su desaparición, es inseparable del proyecto del positivismo europeo. Con potencia propia Esa caracterización de los registros de la expedición sueca no le impide al filme apropiarse de la potencia del material fílmico y del diario personal de Haeger. Las observaciones de este último, leídas en sueco, le imprimen a las imágenes de Pauls una atmósfera sobrecogedora, que bascula entre la perplejidad y la maravilla (a esto contribuyen mucho los pasajes que se escuchan de Parsifal, de Wagner). Las notas de Haeger muestran un estupor mudo, sin adjetivos, ante un mundo para él inaccesible. Hay allí un atisbo de sublimidad, un asombro a lo Herzog, que desborda la psiquis y los sentidos de quien lo experimenta. Las palabras del militar sueco resuenan en los planos filmados en el presente y sugieren tantas distancias como insistencias. El campo luminoso muestra un respeto discreto por sus fuentes, sean los registros de la expedición como los testimonios de los descendientes pilagá. Interesado en el misterio de una tradición y de sus vaivenes en el tiempo, Pauls elude tanto la corrección política como el paternalismo que suelen contaminar estos temas. Al final, la película hace silencio y muestra fragmentos del filme original: el efecto es la conmoción producida por una alteridad irreductible y fatalmente perdida. Las imágenes no muestran a un “otro” idealizado, domesticado en nombre de la diversidad, sino las costumbres insondables de un pueblo cuyo misterio el director se niega a explicar.
Las ficciones de la cárcel no se parecen a los documentales de la cárcel y está bien. Por eso es que Rancho no funciona tanto como el reverso de las ficciones que fijaron algunas de las ideas que nos hacemos sobre la vida en un penal como Tumberos o El marginal, no se trata de discutir con esas películas y de oponerles una verdad presunta que habría sido desfigurada o que habría que restituir, sino de mostrar un camino contiguo, paralelo. Pedro Speroni encuentra un entorno que nos resulta inmediatamente familiar: la cárcel con sus pasillos cerrados, las celdas abarrotadas y la fiereza apenas disimulada de los reos. En las ficciones de la cárcel, esos materiales son los componentes elementales que modelan historias de corrupción y de lucha por la supervivencia. En cambio, allí donde Rancho pone la cámara no hay sordidez: la celda o la ducha no son los sitios de abusos o peligro que esperamos, al momento de la cena todos comen tranquilamente algo que cocina uno de los presos sin que nadie embosque a otro, el jefe del pabellón es un tipo más o menos considerado que se desvela por la limpieza del lugar y por que sus dirigidos vayan a trabajar al taller. El efecto es de una cierta extrañeza: los espacios, las caras y los gestos nos predisponen para los conflictos sangrientos de rigor a los que nos acostumbraron las series y las películas, pero que acá no aparecen o están apenas aludidos, como en un off distante. Pero hay otra cosa que Rancho no hace y es extraer a la fuerza una enseñanza o un comentario esperanzador. Cada documentalista filma lo que quiere, pero los que se proponen comprender algo de su tema, arribar a alguna forma de entendimiento, siempre necesariamente parcial, incompleto, no deben tomar distancia solamente de la sordidez exagerada sino también de la demagogia bien pensante. Una y otra indican ideas preexistentes que los directores tienen de su objeto y suponen alguna forma de manoseo. No sabemos qué piensa Speroni, pero sí qué dice Rancho. La película se inmiscuye con una familiaridad extraordinaria en escenas de intimidad y muestra los intercambios que allí se producen: confesiones, arrepentimientos, recuerdos. Speroni no somete sus hallazgos a ninguna explicación sociológica: cuando uno de los reos cuenta ante una psicóloga cómo fue que su madre y su hermano murieron baleados en un ajuste de cuentas, allí no hay conmiseración ni comentario, las palabras quedan vibrando en el cuartito donde se realiza la consulta, la tensión no se licúa mediante algún artificio narrativo sino que permanece allí, como suspendida en la imagen. El método de Speroni arroja momentos de una ambigüedad impresionante, como cuando uno de los protagonistas narra que se vengó de alguien que lo estafó golpeándolo, quemándolo con cigarrillos y orinándolo delante de otros. El relato de la humillación se da en medio de un clima de algarabía general, los testigos festejan y piden detalles, Iván (que es el que cuenta) se agranda y vuelves sobre los detalles más terribles del tormento. La incomodidad que produce la escena no proviene tanto de lo contado como de la aleación de las risas y la brutalidad del hecho. La película se abstiene de comentar, no condena ni valida, tampoco explica, simplemente se queda ahí y mira, registra, trata de facilitar algún salvoconducto para el acceso a la realidad de esos hombres. La comprensión, o algo cercano a eso, se juega en los intersticios en los que la película registra sin calcular, sin especular con los beneficios del amarillismo, la condena o el progresismo. El cine alguna vez fue esto también, un salto sin red.
NADAR DE NOCHE Una mujer empieza a contarle una historia a un hombre en la cama. La escena se repite y la extrañeza crece de a poco. Los dos están casados pero atraviesan una crisis. Él hace teatro y ella escribe guiones para televisión. La vida de pareja se reduce al sexo y a gestos de cariño casi espectrales, como si todo lo que vemos sucediera en una especie de inframundo amable. La trama avanza y conviene no revelar los giros del relato. De todas maneras, Drive my Car pertenece a ese grupo de películas que establecen un sistema propio, un orden que no busca involucrar al espectador en lo que se narra sino sumirlo en la perplejidad. La película de Ryusuke Hamaguchi está basada en un cuento de Haruki Murakami. No leí el cuento, pero es relativamente fácil identificar los climas de desconcierto de otros libros del escritor en los que todo toma la forma de una pesadilla tenue que contamina lentamente el relato y a los personajes. En la película, el director observa a sus protagonistas de cerca pero manteniendo una distancia prudencial. El protagonista viaja en su auto y escucha grabaciones de los diálogos de Tío Vania hechas por su esposa; el hombre ensaya mientras maneja, según lo dicta el método actoral desarrollado por él mismo, que consiste en memorizar una obra y en poder interpretarla sin esfuerzo, sin pensar. Pero enseguida ese ejercicio adquiere dimensiones fantasmales: a veces, durante los viajes, Yusuke no parece tanto actuar como conversar con la esposa, y los fragmentos que se escuchan sugieren comentarios sobre los hechos de la ficción. Las relaciones, primero frías y distantes, del protagonista con la joven conductora y con su ayudante en el teatro y su esposa muda, se transforman a un ritmo incomprensible. Es la vacilación del sentido que asociamos con la literatura de Murakami y que en la película instala un aire de serenidad un poco inquietante. La película dura tres horas y tiene partes muy desiguales. Son los momentos en los que a Hamaguchi le falla el pulso, y se tiene la impresión de ver los tics que el cine contemporáneo filmó una y mil veces. Por ejemplo, cuando la conductora lleva al protagonista a una planta de procesamiento de basura y, mostrándole una pinza mecánica que junta los desechos y los mueve, le dice que eso se parece a la nieve; nada más gastado que la alienación triste. En la primera mitad Hamaguchi todavía tiene la libertad para narrar con lagunas, explotando los abismos que el relato abre y muestra al espectador. En la segunda parte, cuando empieza el ensayo de Tío Vania que tiene a su cargo Yusuke, algo de ese extravío se pierde: el director se entusiasma con los juegos de la ficción dentro de la ficción y la fuerza anterior se encauza hacia el terreno más previsible del drama. Sin embargo, el director tiene sus razones: los ensayos, que alternan el japonés con el coreano y lenguaje de señas, están cargados de una extraña tensión que no proviene de la obra de teatro de Chejov sino de la forma en la que los actores se adueñan de sus papeles en la ficción y construyen escenas completas en apenas un par de minutos. La película entra entonces en un letargo. De nuevo, la pesadilla, un sueño que se arrastra y del que no se puede salir. La mayoría de las escenas de hecho transcurren de noche, o tienen una respiración decididamente nocturna. El vínculo retorcido que une a Yuduke con Koji, el actor prodigio, caracterizado por una mezcla de reverencia y desprecio, de odio y de necesidad de saber, se enrarece en las salidas a bares después de los ensayos. El final anuncia alguna forma de catarsis que parece que no pudiera eludirse, y que el director ejecuta con respeto pero sin demasiado entusiasmo, como quien cumple con un encargo a desgana. La exteriorización de las emociones del drama atenta contra el programa de la película, que hasta ahora gravitó explícitamente alrededor del carácter inescrutable de los sentimientos, un poco como las historias que primero cuenta y después escribe la esposa de Yusuke sobre chicas solas que se meten en habitaciones de chicos y recuerdan sus vidas anteriores como peces. Esas historias quedan colgando en la película, son una telaraña que los protagonistas intentan sin demasiado éxito de interpretar, de darles sentido. Pero de lo que se trata, en última instancia, es de abismarse en la espesura de relatos de una inquietud insondable, de aceptar el misterio que rodea a una chica que recuerda que fue un pez pero que olvidó cómo murió.
Desconocemos las razones de la aversión del cine argentino por la ciencia-ficción. O tal vez no sea eso aversión o rechazo algo peor: desidia, ignorancia, falta de interés. Como sea, una película como El país de las últimas cosas es un evento extrañísimo para una cinematografía como la argentina. Y acá sí intuímos algunas de las razones: primero, porque es una adaptación de la novela de Paul Auster; segundo, porque la catástrofe que narra la película no tiene claves ni marcas nacionales que faciliten un acercamiento con el público; tercero, porque El país mezcla la distopía con la catástrofe y se aleja de los resplandores siempre cautivantes de la ciencia-ficción que imagina futuros, aparatos, criaturas y viajes por el espacio (o por el tiempo). Y una cuarta razón, que excede al género, tiene que ver con que El país es menos un relato que un paisaje, es decir,que a Alejandro Chomski le interesa menos seguir las peripecias de la protagonista que filmar y mostrar la degradación de un mundo en el que todo se consume. Ese paisaje, ese fondo, un poco como sucedía en el libro, puede llegar a ser bastante más interesante que la trayectoria más o menos previsible de una protagonista protípica que busca a su hermano. La aparición de los personajes restantes respeta ese sistema: ninguno resulta muy fascinante ni muy complejo; todos de naciones y acentos distintos, se integran al relato sin producir grandes transformaciones, sin pisarse unos a otros, como si supieran que cada uno debe cumplir con su trabajo sin interrumpir lo que sucede alrededor de ellos. Chomski, que ya es algo así como un adaptador literario profesional, filma una película que mira a los lejos y con ambición, que ve una extensión de gran escala. Eso la sitúa inmediatamente enfrente de las películas argentinas que entienden la ciencia-ficción como vehículo que permite en verdad concentrarse en el desarrollo de personajes y de un universo propio (como lo hizo casi siempre Luis Ortega). La película se filmó toda en Repúbica Dominicana. La mezcla de insumos con los que cuenta la película reproduce en la filmación algo del drama babélico de la historia donde un montón de seres enloquecidos están entregados a la tarea frenética de sobrevivir, a veces solos y a veces en grupo, a veces mal y a veces peor. ¿Cuántas películas argentinas existen que se le atrevan no solo a la ciencia-ficción sino a este formato extra large, a una historia sobre el fin de todo? Se me ocurre una hipótesis incomprobable (y, por eso mismo, también incontrastable), aunque tampoco sea demasiado original, y es que el éxito del Nuevo Cine Argentino obturó durante décadas la productividad de los géneros fuertes sostenida en el tiempo. Algunos, como el policial o el terror, fueron encontrando grietas. Pero la ciencia-ficción sigue ahí, en estasis, revivida ocasionalmente por algún director arrojado o falto de cálculo que parece enamorarse del futuro o de la ruina, que descubre los placeres de los relatos que narran alguna forma de fin del mundo y de la disolución de los lazos sociales. Chosmki, sin demasiado presupuesto, pero pertrechado con la experiencia personal de transposiciones literarias (que incluye dos veces a Bioy), sale a filmar una novela consagrada sin temor reverencial por el original, sin introducir grandes cambios ni marcas nacionales, lo que supone medirse con el libro sin apoyaturas ni atajos creativos. El hombre se va a filmar nada menos a que a República Dominicana, y las imágenes que trae de ahí no se parecen a ningún lugar que conozcamos o, mejor, se parecen a muchos, pero sin latioamericanismos, sin el refugio que provee lo autóctono, el recurso del “color local”. La disparidad de las actuaciones y algunos pasajes más bien grises que hacen chirriar el relato no afectan en gran cosa la ambición de la película ni su sed de ficción.
En sus últimas películas Larraín encontró una fórmula que parece abrirle todas las puertas: de los festivales, de Hollywood, de las cadenas de televisión. Jackie, Lisey’s Story y Spencer giran alrededor de la percepción extrañada de una mujer que, por una u otra razón, es trastornada por algún hecho y queda descolocada, fuera de sí. Padecimos Jackie y el rictus eternamente constipado de Natalie Portman, que entiende que la actuación debe transmitir solamente variantes del sufrimiento. Los planos raros, los juegos con el tiempo y con el estatuto de los sucesos (si ocurren de verdad o si surgen de la mente alucinada de la protagonista), las actuaciones afectadas de ambigüedad, de temblores y parálisis, todo buscaba comunicar al espectador que se encontraba ante un objeto difícil, complejo, de calidad que no invitaba al disfrute sino a la reflexión, al análisis y, de paso, al comentario feminista. El modelo dio sus frutos, parece, y Larraín se decidió a replicarlo cambiando el tiempo y el lugar en Spencer. Pero antes estuvo Lisey’s Story, la serie que filmó para HBO sobre la novela de Stephen King, que pertenece al mismo universo de películas, pero en la que, por algún motivo, el director no puede modelar las cosas a su antojo, como si hubiera algo, la obra original, el mismo King o los protocolos de la cadena que (para bien) lo restringen y fuerzan a narrar sin el aparato complaciente y pomposo de Jackie. Pero después vino Spencer donde Larraín está desatado, a sus anchas. La historia de Spencer es en verdad muy simple: tras algunos años de matrimonio y dos hijos, Diana se encuentra agobiada por el peso de la familia real, sus normas, sus tradiciones. La mujer la pasa mal, se enreda sola con sus problemas, se confunde y no sabemos qué tanto de lo que pasa sucede efectivamente o es resultado de su estado. El mismo extrañamiento de Jackie, pero ahora adaptado y amplificado para surfear mejor la ola feminista de Hollywood: cada pequeña rebelión de la protagonista se propone señalar una nueva forma de opresión masculina, desde la disparidad con la que la corona y los medios observan las infidelidades hasta la contundencia con la que se impone la caza como rito de iniciación de los herederos jóvenes. Un par de esos deslices y Larraín pierde el poco misterio que había logrado en Liseys Story: Julianne Moore se pasa la serie entera en carne viva pero retiene para sí una dosis de intriga, de incertidumbre, sobre los males que la aquejan. En cambio, en Spencer la gran Kristen Stewart muestra todas las cartas en las primeras escenas. Su Diana es apenas un manojo de tics destinados a reconstruir la presencia del personaje real. La actriz está toda la película subiendo y bajando los hombros, haciendo puchero y acentuando la sonoridad del inglés británico. Diana es una cáscara, no hay nada más que esa gestualidad mimética. Convengamos que el cine puede albergar seres así, personajes que son pura inmediatez, presencias evanescentes sin espesor y etéreas que eluden la supuesta profundidad que vendría a imprimirles la psicología. Pero Larraín no renuncia a la psicología, al contrario, hace de ella la piedra de toque de toda la película. El resultado es de temer: dos horas viendo a la bella Kristen jugando a ser una muñeca rota, dos horas de ver el mundo desde sus ojos tristes de nena caprichosa. Si por lo menos todo fuera algún revival camp, un retrato gozoso sobre la decadencia de una princesa plebeya. Pero Larraín es un tipo serío, es decir, solemne, duro y machacón que tiene planeado extraer el sentido de cualquier palabra, intercambio o movimiento. Todo debe ser leído como síntoma de la opresión que Diana sufre a manos de la familia real y sus sirvientes. No hay espacio para maravillarse con las tradiciones estrambóticas de la corona, con la pervivencia de rituales tan estrafalarios como antiguos, con las comidas de primera, con los paseos por el campo o para forma de disfrute alguno. Como cualquier predicador, Larraín sabe pulsar las cuerdas del momento para arrancar de allí los acordes que dicta la época, y eso incluye, además del feminismo subrayado y el pesimismo inopinado, la hostilidad hacia cualquier forma de institución familiar o política con reglas propias que tenga una idea estratificada del mundo y las personas. Esto incluye, claro, a los reyes, y sabemos que los demagogos siempre pueden obtener alguna ganancia módica de la crítica a esas rémoras del pasado. Ese sistema narrativo pobre, escaso, complaciente, encuentra su cauce en un final de la misma condición donde comer comida chatarra en la calle puede ser algo parecido a una revolución, un gesto vital y afirmativo.
HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO Hay películas que no sabemos bien de dónde vienen. Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se estrenó en Francia a mediados del año pasado. Tal vez haya sido filmada durante el inicio del covid, pero felizmente no se ven barbijos ni ningún otro de los signos detestables asociados a la vigilancia y el control. La historia transcurre en el presente: los personajes trabajan en computadoras y hasta se discute la idea de una app de citas que empareje a los usuarios de forma azarosa, pero casi nunca se ve a los personajes hablando por celular o mandando mensajes (salvo una escena, en la que uno de los protagonistas se comunica con su amante por chat sin importarle que su esposa esté a su lado; es un momento de degradación para los dos). Hay un motivo que acompaña la estructura recursiva de la película: en algún momento, siempre movido por algún malestar amoroso, alguien se despierta en medio de la noche y se fija la hora: todos agarran un reloj de pulsera ubicado en la mesita de luz, casi siempre al lado de un libro. ¿De dónde viene, entonces, Las cosas que decimos…? El mundo de la película de Emmanuel Mouret se parece ciertamente al nuestro, pero sus reglas son las de la ficción romántica, linaje que puede rastrearse por lo menos hasta el siglo XVIII y que, más cerca de nosotros, continuaron Truffaut, Rohmer, Linklater o Hong Sang-soo. Hay muchas formas de hablar y de sufrir por amor, pero Mouret prefiere un modelo vital en el que los personajes cuentan con el tiempo y los recursos para dedicarse a reflexionar sobre sus estados de ánimo y a explicárselos a los demás. Como los peripatéticos, y como Linklater, Mouret tiene predilección por el movimiento: toda vez que puede el hombre pone a sus personajes a discutir y a filosofar sobre sus fracasos y conquistas mientras pasean, miran el paisaje o preparan la cena. Cada uno sobrelleva a su manera el camino: Maxime con la intranquilidad de un hombre que se sabe sin atributos, Daphné con la placidez del silencio y espera, y Gaspard con la agitación propia del ansioso que nunca se queda quieto. El director dispone una estructura repetitiva que funciona musicalmente, como un leitmotiv que va pasando de historia en historia. Todos los personajes, en algún momento, se sienten atraídos por alguien que no es su pareja y que está, a su vez, en una relación. La angustia, la inseguridad y el deseo son el testigo que pasa de mano en mano, como si el relato se cifrara en la observación de las reacciones de los protagonistas ante un mismo estímulo. Hay una idea que, cerca de la mitad de la película, trata de explicar ese funcionamiento: es la teoría mimética de René Girard, que sostiene que casi todo, el amor o la violencia, se activan mediante la imitación del deseo y los planes de los demás. Como Resnais en Mi tío de América, Mouret también entrega la clave de su historia a una teoría científica sobre los afectos y el comportamiento. Pero a diferencia de Resnais, que en esa película oficia de entomólogo severo, Mouret no aplasta a sus personajes bajo un dogma intelectual, e inviste a uno de ellos con la capacidad de sacrificarse y de interrumpir el ciclo de las pasiones no correspondidas. En ningún momento Mouret acude a ninguna forma de realismo o de comentario social, lo suyo es el despliegue de la ficción pura, desengachada de cualquier seña naturalista. Los personajes se desplazan en el plano con un cálculo y una mesura extraordinarias, como si siguieran una coreografía que comunica en todo momento sus movimientos. Las escenas son casi siempre breves y algunas involucran puertas que se abren o se cierran: el efecto es inequívocamente teatral, en el mejor de los sentidos posibles. Para sustraer a sus personajes del apuro del mundo contemporáneo (aunque sin salir de él, sin hacer una película de época), para recordarnos que hubo una literatura y un cine que se dedicaron a escribir y a filmar no solo el deseo sino también la duda, la vacilación y la parálisis, Mouret necesita inventarse formas acorde de mover o situar el cuerpo, de sostener los gestos y de hacerlos reverberar en el plano, de contar las aventuras propias pero también de escucharlas. Y Las cosas que decimos… es también eso, una máquina de producir y contar historias. Mouret sitúa al espectador en la película, lo pone en posición de escucha y le recuerda que el cine y los relatos de amor alguna vez sucedieron en esta la escena primordial donde los enamorados hablan sin apremios de sus dolores, y que el amor, a fin de cuentas, no es tanto un estado extático ni una cumbre pasional como una determinada situación de discurso que solicita tiempo, generosidad y predisposición a la escucha y la contemplación, que filmar las relaciones amorosas implica asumir el vaivén entre las personas y el mundo que supone una cadencia irreductiblemente cinematográfica. Las que decimos… no espera de nosotros nada que no esté dispuesta primero a ofrecernos.
Las noticias sobre la animación asiática nos llegan casi siempre por dos canales: uno, claro, es el de las películas de Ghibli, estén firmadas o no por Miyazaki, eventos ineludibles cuyo porte hace acordar a los mejores tiempos de Disney; y dos, a través de los estrenos, tal vez más chiquitos pero igual de importantes, de Mamoru Hosoda, el hombre que en una década se convirtió en uno de los pesos pesados de la animación nipona y sinónimo de un cine con una visión definida del mundo. Hosoda se volvió una marca, una garantía, una constelación de películas reconocibles; otras formas de hablar de lo mismo de siempre, de autorismo, de un director con un universo propio. En Belle, Hosoda abandona las premisas fantásticas que organizaron hasta ahora una buena parte de su filmografía y vuelve al modelo de los dos mundos en disputa de Summer Wars. La historia transcurre entre la medianía y las ingratitudes de la vida cotidiana, y las posibilidades infinitas de U, un entorno virtual en el que las personas diseñan un avatar a su medida y se lanzan a interactuar con otros liberándose por un rato de sus miserias y temores. Es lo que hace Suzu, estudiante de secundario que vive con el padre en las afueras de Kochi y que nunca pudo recuperarse de la muerte de la madre. Retirada del mundo, Suzu prueba U de casualidad. Resulta que la red lee la información biométrica del usuario y traslada sus destrezas y fortalezas al avatar. Una vez dentro del entorno, Suzu, tímida, retraída, descubre que puede cantar con la soltura que jamás pudo imaginar en sus clases. La canción se hace viral y Belle (su nombre en la red) se vuelve la sensación de U. Tiempo después, Belle/Suzu está por empezar un show en un evento masivo; cuando nadie lo espera, irrumpe un usuario llamado Bestia y siembra el caos. Desconcertada y atraída a la vez, Suzu empieza a buscar a Bestia por los rincones de U primero y del mundo real después. Como adivina enseguida el espectador, la película se construye a partir del cuento de La bella y la bestia. Pero a Hosoda se le ocurre trasladar el cuento la historia a un entorno virtual. La premisa cancela el carácter fantástico de sus películas anteriores, pero le permite explotar la dualidad de lo virtual y lo cotidiano. Cuando empieza a develarse el misterio de Bestia y de su estado de guerra total, la historia pasa a comunicar los dos mundos. Hosoda da un golpe de timón: el director no está interesado en volver a narrar un cuento ya contado mil veces sino en reimaginarlo desde una clave realista. Al igual que sucede con el canto de Suzu/Belle, la fuerza y el resentimiento de Bestia no son otra cosa que el reflejo virtual de la vida afectiva del usuario desconocido. Empieza entonces un viaje o una aventura, que es todo eso y también una pesquisa y un salto al vacío, que ya no tiene como fin restaurar el mundo conocido o volver al lugar de origen (como pasaba en La chica que saltaba en el tiempo o Mirai: Mi pequeña hermana), sino reparar una familia quebrada. A fin de cuentas, el que vuelve al origen es Hosoda: por el camino de la digitalidad, los mundos virtuales y las redes sociales el japonés reencuentra la melodía afectiva de Disney, que no consiste en otra cosa que en el llamado a reconstruir la familia perdida con los jirones de otras, un bajo continuo que resuena en la animación de cualquier tiempo y lugar.
El cine de Matías Piñeiro era un cine del espacio. Sus películas estaban hechas de escenas con personas en constante movimiento a las que la cámara seguía casi siempre con una una gracia prodigiosa que se sumaba a la de los intérpretes, en especial de las actrices, columna vertebral del elegante cuerpo piñeireano. La excusa que propiciaba esos bailes disimulados podía ser la lectura y discusión de textos de los founding fathers argentinos, de obras de Shakespeare, o la existencia de algún plan o traición en progreso que enfrentaba a los protagonistas y los empujaba a la sospecha y a la gestión de complots discretos, además de a las escaramuzas románticas de ocasión. En los últimos años algo de esa estructura fue mutando y la película que sintetiza el cambio es Isabella, que ya no hace un cine del espacio sino que narra un nudo de historias a través del tiempo. Mariel (María Villar), aspirante a actriz, su hermano ausente y la amante de él se cruzan o separan en distintos momentos, se distancian, acercan o reconcilian. El relato complica las cosas a voluntad: de una escena en el presente se pasa a una que sucede en distintos momentos del pasado o del futuro, muchas veces sin explicación. Las situaciones, sin embargo, resuenan unas en otras, y la historia se vuelve una suerte de rompecabezas que invita a ser reconstruido. El teatro y la actuación siguen siendo los universos de referencia, pero esta vez aparecen vistos desde un lugar ligeramente distinto a las películas anteriores: el ánimo es menos lúdico que dramático. El tono se transfiere a la mayoría de las escenas: ya no estamos en una de sus comedias luminosas sino en un territorio desconocido, ligeramente agreste, en el que cuesta un poco más moverse, un poco como le pasa a Mariel cuando sigue con dificultad a Luciana (Agustina Muñoz) en sus excursiones a la naturaleza. Seguimos dentro del ciclo de las shakesperadas, pero el clima, la tonalidad, es otra, como se encarga de recordarlo la película a través del uso del violeta y sus declinaciones cromáticas. Ese giro, de todas formas, no ciega al cine del director a los placeres de la observación y la palabra que fueron la cifra de su cine. La superposición de fragmentos de historia y tiempo deja la libertad suficiente para explorar el pulso de la historia más allá de su cronología, como se ve en los planos en los que se muestra a Muñoz caminando apurada por las calles de Córdoba, eludiendo peatones y apurando o reduciendo la marcha según lo exija el tránsito urbano. No hay utilidad narrativa en esos momentos, ignoramos el destino o las razones del personaje, solo queda el placer de filmar a una chica que camina rápido por la ciudad. Hablar de un cine del tiempo es también decir montaje. Las escenas que mejor recordamos de las películas de Matías Piñeiro son casi siempre largas, o que por lo menos hacen sentir su duración, en las que vemos transformarse a los personajes o a los vínculos que mantienen, u observamos cómo una obra de teatro se desenvuelve, avanza o retrocede y, a veces, recomienza. Pero Isabella, como si el director se impusiera una prueba de habilidad, está obligada a trabajar necesariamente alrededor del corte. El resultado es un objeto cinematográfico nuevo que trata de sostener la ludicidad que las películas anteriores explotaban dentro del plano. El juego ahora hay que buscarlo menos al interior de las escenas y más los emparejamientos de tiempos, en las conexiones narrativas que permiten los diferentes usos de una piedra, o en los vasos que comunican un drama personal con un texto escrito hace siglos. El poder cambia de manos: la cámara de Fernando Lockett debe aprender a moverse dentro de los límites impuestos por el director, mucho más estrictos que en el pasado. La dispersión narrativa se acomoda a medida que la película avanza. Los hechos y los objetos que alguna vez estuvieron recubiertos de algún misterio explicitan ahora su rol en la trama. Se insinúa un juego de inversiones acerca de la actuación y la vida, el cine y el teatro. Una audición hostil adquiere la forma de un confesionario, un conflicto familiar provee la anécdota de un monólogo sobre hermanos y la actuación del monólogo ofrece una clave de sentido biográfica. El abandono de la interpretación como profesión lleva al teatro por otros caminos como la escritura de una obra o la gestión de un teatro propio. La amalgama de estos dislocamientos la proporcionan, como siempre, María Villar y Agustina Muñoz, planetas alrededor de los cuales orbitan Pablo Sigal, Julia Martínez Rubio o Gabi Saidón, que conforman esta nueva versión del sistema solar de Matías Piñeiro, del que podríamos decir perfectamente que es un director de actores si no lo fuera también de tantas otras cosas.
Qué cosa terrible la película de enfermedad. Es un género de hierro con un contrato claro e innegociable que exige someterse a la historia de una desgracia que destruye la vida de un pobre infeliz y de los que lo rodean. Entre el presente más o menos pleno y la promesa de una muerte segura (o de un final que la sugiere), se abre la secuencia interminable de los detalles que anuncian la degradación y que constituyen uno de sus principales atractivos. Uno puede reaccionar mejor o peor, puede entregarse o no de buen grado, pero no puede ignorar que se trata de un contrato tipificado y estipulado con la suficiente claridad como para atraer a interesados y espantar a cualquier posible detractor. Para el que no disfruta de la crueldad pautada del género, de las enseñanzas que vienen a darle sentido a la tragedia irreversible, de la lucha que la voluntad pierde contra el cuerpo arruinado, para esos no (nos) queda otra que situarse en los márgenes de la película y buscar allí, lejos de los destellos del relato, de los sufrimientos más espectaculares, alguna forma evanescente de placidez, un trazo apurado, un plano filmado sin querer, cualquier cosa que suavice un poco el conjunto y lo vuelva tolerable. Se trata, a fin de cuentas, de ver cómo mira la película cuando mira algo distinto de la enfermedad y sus estragos. Y la israelí Asia dentro de todo mira bien, es una película con buen ojo. Asia es madre soltera y trabaja en Tel Aviv como enfermera haciendo guardias interminables. No se la ve muy entusiasmada con nada, y a Vika, la hija, tampoco. Asia estruja su soledad en pubs o en encuentros furtivos con un compañero, y Vika tantea por su lado, aunque no muy convencida, con los chicos del lugar. Antes de que se establezcan los peligros de la enfermedad de Vika (Shira Haas, de Poco ortodoxa), cuando los problemas todavía se reducen mayormente al mundo del trabajo y de la adolescencia, la película funciona como un drama atemperado que vuelve interesante todo lo que filma, sea una guardia de hospital o una pista de skate donde los chicos de la zona se juntan. Si uno se comporta de acuerdo con lo esperado por el género, es imposible no leer en ese presente banal y sin sobresaltos las marcas de un destino funesto que sabemos cercano. Pero Asia tiene cierto cariño por sus personajes y no está dispuesta a sacrificarlos tan velozmente, lo que no es poco para una película así, y les regala un rato de dramas cotidianos con frustraciones y pequeños momentos de felicidad. No es algo para despreciar, porque en esa primera parte, cuando Vika todavía puede moverse y salir y hacer sus cosas, y la madre alterna sus guardias con alguna salida ocasional o un polvo a escondidas en el auto de un médico, se proyecta otra película posible, un drama tenue sobre dos mujeres que sobrellevan el día a día como pueden. La directora Ruthy Pribar sigue a sus protagonistas buscando siempre un gesto elegante o seductor, cada una dentro de un registro propio: la madre no pierde el fulgor de lo que alguna vez fue y la hija prueba suerte en el mundo de los acercamientos con los chicos. Claro, después la enfermedad barre con todo y la película se vuelve hermética, la desgracia cubre todas sus zonas y ahora es difícil buscar un lugar seguro al margen del sufrimiento protocolizado. Imposible cumplir con estas expectativas y escapar del miserabilismo, pocas o ninguna película puede realizar semejante proeza. Algunas, como Maggie, se las ingenian con una mezcla improbable entre drama de enfermedad y zombies; cuando llega el momento final, entonces, se nos obsequia con algo más que los dolores y el aire fúnebre de la partida, y hay también que luchar para defenderse de un monstruo asesino. Una excepción que confirma la regla poco feliz. De todas formas, Asia sabe en qué momento parar; un poco como la protagonista en sus guardias de enfermera, la película puede regular el goteo de tragedia y administrarlo con economía, la suficiente como para permitir todavía alguna que otra sonrisa o deseo cómplice entre la madre y la hija que las aparten por unos momentos del programa terrible que el género impone.
En El caso Collini el pasado nazi reaparece con los subrayados y las explicaciones de ocasión. Un italiano asesina a sangre fría a un empresario y se entrega a las autoridades. El hombre es interrogado pero no responde, no habla, no se defiende. El crimen abre un misterio y el caso es asignado a Caspar, un joven abogado de ascendencia turca recién salido de la facultad. Caspar está tranquilo hasta que descubre que la víctima no es otra persona que el abuelo de su amigo y de su novia de la secundaria, el hombre que lo recibió en su casa y alentó en sus estudios, casi un padre. La pesquisa del protagonista conduce a una trama sobre los crímenes de guerra de los soldados alemanes y sobre los dispositivos legales diseñados para su encubrimiento en el futuro. A expensas de Caspar el tribunal se transforma en una clase de historia algo grotesca en la que el relato salda cuentas con el apoyo civil que gozaron los oficiales nazis que se integraron después a la vida política del país. Basada en la novela de Ferdinand von Schirach, la película compensa la catarata de flashbacks y la torpeza narrativa general con la dosificación de la intriga y el entusiasmo de sus intérpretes, en especial de Franco Nero, que hace a un Collini casi mudo pero cargado de un rencor incontenible. El resto lo provee el género de la película de juicio, esa variedad encantadora del thriller en la que el trabajo de la justicia se confunde con la búsqueda de una verdad que nada tiene que ver con el proceso legal.