Océanos

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El silencio del mar.

1. Al principio del documental se dice que los océanos y los mares son un misterio, y el mayor mérito de la película es la coherencia frente a ese postulado que los directores consiguen mantener durante la hora y media de duración. Contra cualquier pronóstico posible, Océanos explora y se asombra pero rara vez alecciona, y cuando lo hace, la película se nota forzada, como pulsando cuerdas que no le pertenecen en absoluto. Podría pensarse que la enorme cantidad de tomas subacuáticas y terrestres, que se deleitan maravilladas en la vida marina y sus conflictos, tienen que justificarse desde un lugar ecológico: como si las imágenes no alcanzaran, una película que hable de los océanos necesita además sí o sí elaborar un discurso concientizante sobre la contaminación y la extinción animal. Pero Océanos viene a poner en crisis ese lugar común: la película no está interesada en la explicación o los discursos graves sino en la observación del mundo y sus criaturas, y las pocas irrupciones de la voz en off parecen cumplir a desgana, casi como si se tratara de un trámite, de una obligación molesta, con las dosis mínimas de didactismo que pide el género.

2. Los directores Perrin y Cluzaud pueden elaborar una visión del mundo que contempla un amplio espectro de posibilidades. Si la vida submarina es, como ya se dijo, un misterio, o como dice el narrador, algo inefable, entonces la película no va a tratar de definir a su objeto; en cambio, lo deja ser frente a la cámara y nunca trata de encerrarlo en alguna etiqueta científica o cinematográfica. El resultado es ni más ni menos que la poesía: al no haber una voz en off que intente traducir las imágenes, agotar su riqueza y reducirla a unos pocos lugares comunes (como pasa en la gran mayoría de los documentales con tono didáctico), los planos de animales, plantas y choques de especies se ofrecen opacos. No sabemos el nombre de un pez blanco y negro, no conocemos sus características, su dieta, su relación con otros animales, pero nos maravillamos con sus colores, sus movimientos, sus contactos fugaces pero cargados de tensión con otras criaturas. Algo similar se aprecia cuando un tiburón irrumpe sorpresivamente y caza una foca: las imágenes son de una crudeza impresionante, pero al no haber un discurso que las ubique dentro de un esquema conocido (cadena alimenticia, reglas naturales, etc.) la escena trasluce un nervio puramente cinematográfico, y la escena siguiente, con las focas refugiadas en la costa que observan imperturbables el agua, parecen hablarnos de un drama antiguo, milenario, que se juega más en el terreno de la tragedia que en el de las ciencias naturales.

3. En la propuesta de Océanos, los villanos son los que se resisten al misterio acuático e intentan, a su manera, reducirlo. Son los hombres que pescan especies en extinción, que barren con el suelo marino y arrasan con todo. La película se cuida de hablar de pesca ilegal o de describir a los pescadores. Al contrario, los pocos planos en los que se los muestra, los hombres aparecen borrosos y desdibujados: no importa quiénes son ni qué pescan, sino que no aceptan el secreto del agua, porque en su indeterminabilidad leen significados precisos, como la posibilidad de arrancar del océano recursos preciosos para el comercio terrestre. Es en ese momento cuando la película se arriesga a todo o nada: de un barco pesquero se tira al agua un tiburón vivo con las aletas y la cola cortada, que se desploma, convulso e impotente, hacia el suelo. Otro plano lo muestra todavía vivo, agonizando en el fondo del mar: se agita, abre la boca y le sale sangre por las branquias, todo en un estertor terrible e interminable. Los planos, construidos de manera impecable, generan la duda por la forma en qué se obtuvieron las imágenes: si el tiburón es real y sus heridas también, ¿hasta dónde se habrá llegado para conseguir ese travelling que recorre el cuerpo sufriente del animal? Más allá de ese interrogante, el hecho de que la escena no esté en función de un discurso aleccionador sino de un drama cinematográfico, que se dirime en la pantalla y no en el campo de la enseñanza ecologista, salva a la película de la condena por la obtención y embellecimiento de esas imágenes.