Cinco minutos de gloria

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

En 1975, Alistar Little asesina a James Griffin. Lo mata para ganarse el respeto de sus superiores y compañeros de la Fuerza Voluntaria de Ulster, el grupo paramilitar irlandés leal a la Corona Británica que está en pie de guerra con el IRA. Joe, el hermanito de James, ve cómo Alistar dispara pero se queda paralizado y no hace nada para detenerlo, lo que le vale el odio y los reproches eternos de su mamá. Tanto Alistar como Joe quedan traumados: el primero por la mirada del nene, y el segundo por las quejas maternas. En 2005, los dos son contactados por un programa de televisión que los quiere poner cara a cara después de treinta años: el conductor y los productores hablan de perdón y reconciliación, pero la cosa huele a show mediático. De todas formas, Alistar no tiene intenciones de pedir disculpas: si bien está atormentado por el recuerdo de la mirada de Joe, no da muestras de arrepentimiento; al contrario, cuando habla a cámara tiene un discurso muy preparado que más bien justifica el asesinato amparándose en las convulsiones políticas que vivían muchas ciudades de Irlanda en los 70. Joe, en cambio, está al borde de un ataque de nervios, y el tratamiento que recibe el personaje por parte de la película no tiene nada que ver con el brindado a la mayoría de las víctimas en cine. Hablando solo y acordándose a cada rato de su madre, Joe parece más el protagonista de una comedia adolescente que una víctima de cine político: tímido, gesticula y le cuesta hablar, hace chistes malos o directamente chabacanos y se lo nota incapaz de afrontar el encuentro con Alistar. Acaso ese sea uno de los aciertos más notables de Cinco minutos de gloria: Alistar, el asesino, es el ideológicamente articulado, que tiene conciencia histórica y política, el que todavía está entero y no se arrepiente de lo que hizo. En cambio, Joe rara vez habla o piensa en algo que no sean los reproches de su mamá, y se muestra extrañamente fascinado con la idea de conocer a Alistar (cualquier dato sobre él Joe lo degusta con una morbosidad que impresiona, como cuando pregunta de manera insistente cómo es la casa en la que vive). Casi como poniendo patas para arriba los roles de asesinos y víctimas acostumbrados en cine, Oliver Hirschbiegel ensaya una inversión de caracteres y los deja librados a su suerte. El experimento es cruel pero funciona en términos dramáticos, y amenaza con devenir en tragedia cuando Joe, antes de ir al set de filmación, saca un cuchillo y practica la forma en que va a apuñalar a Alistar.

Uno de los gestos más interesantes de Hirschbiegel es la igualación que realiza entre Alistar y Joe. Lejos del comentario tibio sobre el perdón y la redención de mucho cine que aborda hechos trágicos y que entiende la venganza como caída moral, Cinco minutos de gloria pinta a Joe como un sádico que fantasea a cada segundo con matar a Alistar. Hay un solo personaje que quiere impedir que Joe consume su venganza: su mujer, pero trata de pararlo más por el bien del matrimonio y sus dos hijas que por alguna cuestión ética (él, gritando y a los empujones, la tira al piso y se la saca rápidamente de encima). Cuando Joe se mira al espejo y ensaya los movimientos con el cuchillo para el momento en que se enfrente con Alistar, está repitiendo los mismos que hiciera él hace treinta años, antes de ir a matar a su hermano. La comparación es un poco grosera pero efectiva: Joe es igual o incluso peor que Alistar, y las imágenes recurrentes de su madre son apenas el mecanismo con el que la película intenta justificarlo: la psicología acude en su ayuda y su calidad de desequilibrado lo salva (en términos morales) de ser un asesino de la misma calaña que Alistar.

A su vez, el asesino interpretado por Liam Neeson, incluso después de haber estado preso y pagado legalmente su falta, sigue perseguido por la memoria del asesinato y de la mirada de Joe chiquito. Alistar, además del remordimiento por la muerte del hermano del chico, parece que no tiene nada en el mundo: vive solo en un departamento chico y ordenado, con pocas cosas, y cuando entra a un bar a tomar un té elige uno pequeño y vacío. Gran parte de los mejores momentos de la película lo conforman los fragmentos de la vida cotidiana de Alistar: sus movimientos, pesados y esforzados, como los de un gigante doblegado por el tiempo; la ropa que usa, casual pero ligeramente acomodada a la moda de los 70 (en especial los zapatos); sus paseos por la calle, siempre apurado y esquivando gente de manera torpe. El hecho de que Alistar no esté arrepentido del asesinato de James (lo que lo atormenta es la mirada infantil de Joe, no el hecho en sí) también es un acierto: el personaje parece querer conocer al hermanito de la víctima, hablar con él para pedirle que lo olvide y nada más; Alistar nunca busca su perdón.

Hirschbiegel no es sutil pero sus personajes son densos y soportan el peso de varios diálogos y gestos sobrecargados. Y resulta muy placentero ver una película que pone en crisis la tensión cinematográfica habitual entre víctimas y victimarios: después de Cinco minutos de gloria, es inevitable pensar que muchas películas se parecen al programa de televisión que reúne a Alistar y Joe, donde las palabras reconciliación y perdón estarían en función de un espectáculo calculado para producir emociones cómodas y tranquilizadoras. El final de Cinco minutos de gloria, seco, cortante (y no por eso menos generoso con sus personajes) toma distancia de esos relatos y, felizmente, no aspira a opinar sobre la historia política de Irlanda ni a ser un comentario tibio sobre temas como la venganza o la justicia por mano propia. Un conflicto de décadas se resuelve con un llamado por celular y apenas un par de palabras: pocas películas con temáticas similares habrán tenido un desenlace tan limpio y justo como el de Cinco minutos de gloria.