¿Cómo se construye el miedo cinematográfico? ¿Cómo se pude interpelar al espectador desde la pantalla y generar ese punto de conflicto en el que la tensión termina por atraparlo y se deja llevar por la trama?. Cada vez que una nueva propuesta de género se estrena las preguntas rondan, porque si bien ya está todo hecho en cine, las nuevas generaciones y los fanáticos, ávidos de narraciones cada vez más horrorosas, se agolpan y llenan las salas, y en particular en Argentina, el cine de género viene cooptando cada vez más adeptos y más realizadores autóctonos que se animan a contarlo. “La Morgue” (2017), del noruego André Øvredal contiene todos los elementos necesarios para impactar más con lo que oculta que con lo que cuenta. Un joven aprendiz de forense, vive en una siniestra casona en la que, debajo de ella, se encuentra la morgue que da título al film y en la que trabaja junto a su padre. Durante generaciones fueron heredando este espacio y en él han ido trabajando y aprendiendo un oficio que más allá de su oscuridad, permite conocer las verdaderas causas de algunas muertes dudosas. Dejando a su novia en espera para una cita, decide quedarse en una noche de tormenta ayudando a su padre en un caso misterioso de una mujer que apareció en la escena de un crimen sin vinculación aparente. Mientras dirimen cuestiones sobre el caso, entre cortes de luz y situaciones extrañas que comienzan a sucederse, la tensión y el conflicto avanzan. Así es como Øvredal va sumando lentamente cuestiones relacionadas con situaciones individuales de los protagonistas que se potenciarán al ir revelando la verdadera identidad de esa extraña mujer sobre la que nada sabían. En la pesquisa, en lo ominoso, en lo lúgubre que no se muestra, es en donde “La Morgue” va construyendo su verosímil, cargado de múltiples referencias a clásicos del género, pero también intentando separarse de éstos, al impregnar un espíritu clase B en la narración. Y si bien a partir de la revelación de algunas cuestiones sobre la mujer y el fin de la pesquisa sobre su identidad y naturaleza, la propuesta cae en muchos lugares comunes, y no de los mejores, su consistente primera etapa revela una intencionalidad de hacer algo diferente que supera cualquier rápida resolución ejecutiva. “La morgue” atrapa desde sus primeras escenas, con ese espíritu nostálgico con el que se permite jugar con los muertos, las conservadoras, los detalles, la tarea del forense, configurando su cosmogenia y verosímil. Si cuestionamos su etapa resolutiva es porque durante toda su primera fase hay un autor que busca cuestiones más allá del género, que intenta superar cualquier prejuicio sobre su propuesta, y que lo logra, respondiendo gratamente aquellas preguntas que en el inicio de esta reseña se plasmaron, preguntas que siguen aún latentes cada vez que el terror se apodera de la pantalla.
El film uruguayo de animación fue una de las sorpresas del BAFICI hace unos años. La película de Alfredo Soderguit, basada en la novela de Sergio López Suarez, es una pequeña película que habla de una jovencita con una “maldición”, su nombre es tres veces capicúa (ANINA YATAY SALINAS) y piensa que además es horrible. Sus padres intentan convencerla de que es hermoso y su abuela le arma un listado de los nombres más feos del mundo. Pero los niños son crueles, y CAPICUA es el mote que recibe todos los días en el patio cuando va al recreo. Una niña, Yisel, a quien Anina no soporta, termina un día provocándola luego que ella le tirara su sándwich al piso. Anina le dice ELEFANTE y ahí la pelea. Son convocadas a la dirección al otro día con sus padres y la directora les da un sobre lacrado y una semana en suspenso del castigo acorde a la situación. Y ahí comienza verdaderamente el filme, porque no hay nada peor para un chico que el “no castigo”. La ansiedad de no saber qué pasará en el futuro los planes que elucubrará para saber qué puede contener el bendito sobre. Película con un aura y atmósfera reconocibles (las calles, los colectivos, las milanesas con papas fritas, las viejas chusmas, la maestra mala, la buena, el patio, la lluvia), “Anina” aboga por una simplificación de los procesos y un retornar a lo simple. La maestra mala (Srta. Agueda) grita y canta “la letra con sangre entra” o “castigo y sanción para todos” y Anina la enfrenta, y ahí se convierte en la heroína de sus compañeros y comienza a empatizar con Yisel. Hermana de otros personajes entrañables del cine y la TV como Madelaine, Matilda y Olivia, Anina reflexiona sobre la niñez y el aprendizaje sin golpes bajos y con un enorme amor al cine. Gran mensaje, destacada realización.
Más allá de su patriotismo, y discurso pro yanqui hacia el final, la realización de Peter Berg logra, con un estilo de captura de imágenes cercano al documental, por la mediatización de las mismas y el movimiento continuo, que no sólo logra generar la tensión necesaria para su propuesta, sino que, además, construye el verosímil necesario para su seguimiento. Un elenco multiestelar, encabezado por Mark Wahlberg, potencia esta historia vista mil veces, pero que se apoya mucho en los hechos reales acontecidos durante la maratón de 2013 de Boston. Berg construye a los personajes durante todo el primer tramo, para luego mezclarlos y aventurarlos a la decisiva resolución sobre el atentado y cómo este los afectó. Propuesta dinámica que atrapa desde el primer momento.
La película de separación de parejas es un subgénero del melodrama que ha sabido aggiornarse con diferentes procedimientos que le permitieron subsistir dentro de la cinematografía mundial, y, en particular, la francesa. Hace poco tiempo “Declaración de Guerra” (2011) de Valérie Donzelli, se presentaba la lucha de una pareja por mantenerse unida frente a la difícil tarea de acompañar a su hijo enfermo, y en ese acompañamiento también percibir el deterioro y ocaso del amor. Y en “Todo para ser felices” (2016) la dolorosa afirmación del título acompaña el derrotero de un hombre que de un momento para otro decide cambiar su destino, cansado de las rutinas, de una mujer que lo mira con ojos diferentes y que asume sus ganas de cambiar. En ese cambio, en ese apartarse de aquello que lo ata y lo somete a convertirse en otra cosa que la que realmente desea, es en donde “Todo para ser felices” encuentra algunas posibilidades narrativas. No hay aquí ninguna apología sobre la separación, y mucho menos sobre el matrimonio, la mayor virtud de esta película de Cyril Gelblat es la de mostrar sin virtuosismo el desamor, la ruptura, el choque con la realidad de ese soñador que desea cambiar el rumbo de su vida de un momento a otro y jugar a ser otra cosa. Claramente el guion apunta a reforzar ideas contrarias a las que el protagonista, Antonie (Manu Payet), tenía sobre ese desprenderse, porque justamente en la imposibilidad de hacerlo, en la manera que debe asumir su nuevo rol como padre ante la sociedad y sus hijas, es en donde la atención termina depositándose. De vuelta en el “mercado” amoroso y tras comprender que su salida del mundo sentimental pudo haber sido abrupta, el hombre comenzará un camino desconocido en el que chats, cámaras, sexo virtual y el acercamiento a generaciones desconocidas para él le devolverán una imagen en el espejo que no desea ver. Basada en la novela de Xavier De Moulins, esta propuesta, además, posee la capacidad de hacer despreciar al protagonista, por misógino, retrógrado, y, principalmente, por ser incapaz de manejar durante un tiempo los destinos de sus hijas, las que, entre juegos y reclamos terminan por hacerle ver que sus fracasos en todos los planos, no tienen nada que competir ante el amor de sus pequeñas. Si “Todo para ser feliz” no termina por cerrar del todo es porque tal vez hay una exageración de algunas situaciones que no logran encajar en el verosímil que intenta proponer, una verdad forzada sobre algunas sutilezas de la vida en pareja actual. Por el resto el guion avanza a paso firme en las desventuras de Antoine, porque si bien se plantea en un primer momento como un film sobre el desamor y la ruptura, hay algo más que incita a que nada empatice con el protagonista. Igualmente en el trabajo sobre la problemática, en el plantear un espacio para debatir sobre el rol del padre en el matrimonio y fuera de él, es en donde esta película refuerza su razón de ser dentro del panorama que se mencionaba al inicio de esta crítica.
Mia Hansen Love es una realizadora que logra en cada una de sus películas hablar del espíritu de una época y plasmar en imágenes un pensamiento crítico sobre la misma. En “L’avenir” su última producción estrenada en Argentina está la decisión de poder manifestar el cambio en el entorno de una mujer y cómo estos afectan tras el fallecimiento de su madre, el engaño de su marido y otros sucesos, su percepción sobre la realidad. A paso lento, el guion construye a esta mujer que sola, con sus ideales y convicciones busca seguir defendiendo un modelo que hace tiempo terminó y que nunca volverá y a la que se le empiezan a revelar hechos en los que su crisis es tan solo el disparador de nuevas oportunidades. Una vez más Huppert ofrece una lección de profesionalismo y grandeza al construir a su Nathalie sin prejuicios.
El Jefe Jefe en pañales (Baby Boss, 2017) es la nueva apuesta de los estudios Dreamworks para construir un tipo de cine animado que reúna a la familia en la sala y que, además, devuelva cierto espíritu clásico a su narración, alejándose de ogros, extraterrestres y otros seres que protagonizaron sus más recientes propuestas. Desde la imagen, la película de Tom McGrath lo logra, con un estilo de dibujo anclado en los años cincuenta, el que oportunamente Robert Zemeckis evocó en Quién engañó a Roger Rabbit (Who Framed Roger Rabbit, 1998), con un personaje secundario muy similar al Theodore Lindsey Templeton, protagonista de esta producción. En Jefe en pañales todo es muy simple, cuando un día llega a la casa de los Templeton un misterioso bebe con un pequeño maletín y traje entallado, nada haría suponer que detrás de esa fachada se escondería el poderoso CEO de una corporación que produce millones de bebes al año. Pero claro está que la revelación de su verdadera identidad y el objetivo que tendrá en esa familia, llegará avanzado el metraje por parte de su hermano mayor Tim. Entre el clásico relato de celos entre hermanos hacia el recién llegado, y la premisa narrativa sobre los enfrentamientos en el hogar para ver quién puede llamar más la atención de los adultos, la película se convierte en una cadena de bromas y música sobre este pequeño bebe jefe que necesita saber todo sobre un misterioso desarrollo comercial de mascotas que se prepara en la empresa de su nuevo padre y que compite con Baby Corp, la corporación que él dirige. Entre la tensión que se genera entre la pesquisa del bebé y la de Tim para conocer los verdaderos planes de su nuevo hermano, es en donde el guion se permite jugar con la utilización de recursos de la comedia de enredos y el vodevil para construir un relato potente sobre la familia y las nuevas miradas sobre el rol de los padres en ellas. Casi sin quererlo, uno comienza a sumergirse en un catálogo de situaciones de la vida moderna, cenas en solitario, padres conectados a las redes y al trabajo en todo momento, y una clara desatención de los hijos, quienes apelan a sus propios recursos para poder encarar y enfrentar el día a día en el mundo. Esa decisión de posicionar la moral en los niños, por encima de los adultos, no quita que la película descarte la posibilidad de realizar trazos gruesos en la construcción de las relaciones, al contrario, en todo momento hay un discurso relacionado al amor filial y parental más fuerte que lo que se puede llegar a pensar. Además de la revelación de la verdadera identidad ante Tim de su pequeño hermano, se suma otra línea narrativa enfocada en la alianza entre ambos, para conocer el producto secreto que posiciona a las mascotas por encima de los bebés en las preferencias de “consumo”, línea que tendrá un efecto potenciador en cada gag que la película presente, y más tras la presentación de un villano un tanto particular que hará aún más difícil todo el trabajo de Theodore y Tim. Jefe en pañales posee todo para triunfar en la taquilla. Una historia que respeta el género, que tiene como excusa la animación, pero que bien podría haber sido un film de acción con humanos de roles y personalidades cambiadas, y que en cada punchline y número que suma música termina por consolidar sus ideas sobre el entretenimiento y el humor que tan bien le hace a Hollywood.
Diario de una visita Partiendo de la idea de reflejar una zona en conflicto, a la que llega con una invitación especial pero desde otro ángulo, la realizadora Sofía Ungar genera con Shalom Bombón (2016) un relato que se enfoca en la particular mirada que una joven puede tener, más allá de su ideología y conocimiento, sobre el ancestral enfrentamiento entre Palestina e Israel en la franja de Gaza. La cámara muestra su visión sobre el lugar, y a partir del relato cual bitácora de viaje, pasan imágenes y evidencias que intentan dar una explicación al conflicto desde una óptica irreverente y fuera de la puesta común. Así, por ejemplo, lee junto a un amigo un periódico, e intenta ver más allá de la linealidad de las cosas. Junto con sus compañeros de viaje, algo así como 30 personas, juega, se divierte, canta, baila y además reflexiona sobre la realidad, la qué a partir de su propia impresión se aleja de cualquier material que ella podría haber leído con anterioridad. Hay una escena interesante: con el micro rodean el muro que divide ambos territorios y el guía habla locuazmente con un discurso aprendido para ser interrumpido por uno de ellos exigiendo otro tipo de información. El guía se queda impávido, inmóvil, y desde ese momento, el diario toma más fuerza y también mucha más relevancia, porque dejando de lado los artificios que bien podrían ser parte del caso, la directora habla desde otro lugar. El clima festivo y casi de viaje de egresados impregna todo, y desde ahí lo lúdico abre el juego hacia una experiencia diferente que aprovecha todos los discursos y soportes disponibles para resignificarlos. La voz en off además agrega datos más allá que lo que se muestra, y en esa disparidad es en dónde también Shalom Bombón afirma su razón de ser, aunque la reiteración de algunos recursos y la inestabilidad de la imagen opaca el resultado total. Hacia el final, despidiendo ya el film, un nuevo quiebre en la línea argumental se dispara hacia otro lugar a partir de un juego entre chicas disfrazadas de soldados o con sus mallas y bikinis, que cantan y se animan a correr por los pasillos del hotel en el que estuvieron, sabiendo que en esa osadía y rompimiento de límites y censura, hay también una posición tomada. Porque luego de los días que pasaron rodeadas de jóvenes soldados, guías, docentes, oradores y demás, que quisieron acercarlas a una realidad desconocida para el grupo, el disfrute y transgresión termina ofreciendo otra mirada acerca de la realidad de la franja de Gaza, la que gracias a su interpretación, fue más allá de aquello que les contaron.
Basada en una historia real, la película se introduce en un subgénero del melodrama que podría denominarse “films de niños enfermos y la lucha de sus padres por sacarlos adelante”, si es que existiese éste. Gerardo Olivares es el encargado de llevar adelante la narración sobre cómo Beto Bubas (Joaquin Furriel) se encontró con Lola (Maribel Verdú) y Tristán (Quinchu Rapalini Olivella), un niño con autismo que por primera vez se ve estimulado por el trabajo que el guardafaunas realiza con las Orcas en la Patagonia. Desde España llega la mujer con la idea de poder ayudar a su hijo, pero no sólo deberá sortear las trabas que Bubas le pondrá para poder compartir con él su trabajo, sino que, además, deberán de luchar juntos para poder evitar que nadie nunca más pueda estar con las Orcas. Técnica y visualmente lograda, “El Faro de las Orcas” emociona y entretiene, y principalmente logra conmover por la reveladora interpretación de Rapalini Olivella (debuta en el cine) como ese niño que en el océano encontrará cierta salvación, no sólo para él, sino también, para su madre y Bubas.
Ni una pitufa menos La flauta de los pitufos (1976) fue la primera adaptación para la pantalla grande del universo de los diminutos seres azules creados por el Belga Peyo allá por los años cincuenta. Entrado el siglo XXI Sony apelo a una doble estrategia que funciono comercialmente, recuperar un producto como Los Pitufos para las nuevas generaciones y además remitir al espectador nostálgico que quería ver nuevamente sus personajes favoritos una vez más y compartir con sus hijos la experiencia. Así surgieron Los Pitufos y Los Pitufos 2 (2011 y 2013 respectivamente), películas que mezclaron live action y animación y en las que además se trabajaban ideas sobre la integración el trabajo en equipo, el respeto y la honestidad entre otros puntos, mientras las historias desandaban las persecuciones del villano Gargamel y su obsesión con los gnomos. Pero en un nuevo acercamiento al mundo de Peyo en Los Pitufos en la aldea perdida (Smurfs: The Lost Village, 2017), además, se trabajan temas de urgencia en la agenda mediática, como el empoderamiento femenino y el grito de nuevas generaciones que descreen de aquellas princesas ideales de Disney. A priori en esta adaptación todo se mantiene igual que antaño, no hay humanos, solo pitufos que pitufean y comen pitufresas en la pitufialdea. No, no es un trabalenguas, es como ellos hablan, todo es pitufidivertido, todo pitufa, todo es pitufo, excepto la Pitufina, quien fue creada como carnada por el malévolo Gargamel para atrapar pitufos, y que si bien ha sido aceptada por el resto de la aldea, de vez en cuando le recuerdan su origen. En medio de una profunda crisis de identidad la pequeña Pitufina decide emprender un viaje y es atrapada por Gargamel. Tontín, fortachón y filósofo la secundaban y, alertados por la situación, la ayudarán a escapar y en esa ayuda pondrán en peligro aún más sus vidas y la de los otros seres que están más allá del lugar. Entre búsquedas y descubrimientos, canciones, música, coreografías, estereotipos, y personajes entrañables Kelly Asbury (Gnomeo y Julieta) construye un relato con una fuerte ideología feminista, sobre la superación, la identidad, la amistad, y sobre cómo los demás terminan proyectando preconceptos que someten percepciones, y que a la larga se desmoronan. Bienvenida la inyección de éste espíritu a la saga.
Anexo de Crítica por Rolando Gallego Es curioso que esta remake de una película de los años sesenta, del mismo nombre, llegue en un momento en el que la industria cinematográfica recupera sólo éxitos y los centrifuga para rearmar su sentido y, de alguna manera, así recuperar la inversión realizada. “Un Golpe con Estilo” (2017), reemplaza a Art Carney, George Burns y Lee Strasberg, por otro trío que se las trae, Morgan Freeman, Alan Arkin, Michael Caine, tres amigos que en los albores de su ansiado retiro se encuentran ante una situación muy común de estos días, la del desfalco institucional laboral que los deja de patitas en la calle, de un momento a otro, y sin la posibilidad de reclamar nada. El actor y ahora director Zach Braff (“Scrubs”) se pone a la orden de esta nada fácil tarea de encaminar a los veteranos actores hacia un lugar diferente hasta el momento para ellos, un espacio en el que el humor les permitirá desandar la narración para convertir el film en un monumento a la amistad, la familia, los valores, la honestidad. Pero más allá de esto, Braff también se apoya en el guión, en el que, más allá de los estereotipos con los que se construyen los personajes, hay una búsqueda estilística en la que se intenta representar un cine de antaño que ya no se hace más. Basta ver los títulos iniciales y finales para comprender que todo tiempo pasado ha sido mejor que el presente, y que si además para emular esa época se convoca a gente con solvencia para hacer las situaciones más rídiculas que se imaginen, la ecuación final es más que positiva. En la proliferación de melodías símil series policiales de los años setenta, en la elección de una dinámica que potencia el gag y el punchline, y que además otorga a los actantes la posibilidad de demostrar sus grandes dotes para la comedia, “Un golpe…” arranca bien arriba, sin dar tregua al espectador con una situación hilarante sobre otra, que pintan vívidamente a los protagonistas. Por un lado tendremos al gruñón (Arkin), el componedor (Caine) por otro, y por último el más centrado (Freeman), pero que esconde un secreto para los demás y que disparará, en parte, algunas de las situaciones más sentimentales de la propuesta. Abatidos por la vida, que no les da la oportunidad de terminar sus días tranquilos, compartiendo cenas pre hechas, juegos de bocha, y comentarios sobres enfermedades, los amigos deciden que la mejor manera de recuperar aquello que les pertenece es asaltando el banco que le permitió hacer a sus ex empleadores el desfalco y vaciamento de sus jubilaciones. Y entre planes, ideas que van y vienen, música, bromas, “Un golpe…” comienza a transitar en el género atraco de banco con una perspectiva diferente, potenciada por las logradas y efectivas actuaciones de sus protagonistas, quienes, además, toman el chiste principal del film, el de la edad, como un mero atajo para terminar con sus participaciones. Si el film no termina de cerrar del todo, es porque ante el atropello inicial, único, efectivo, atrapante, envolvente, plagado de bromas y de momentos que recuperan el humor inteligente para el cine, luego todo comienza a desmoronarse y el tedio rápidamente se apodera hasta de ellos mismos. “Un golpe con estilo” bien podría haber sido la “Ocean’s Eleven” del geriátrico, pero termina siendo sólo una buena propuesta, que profundiza algunos aspectos particulares de cada personaje sin pasión ni cariño por aquellos que la protagonizan.