Como si se tratara de un acontecimiento anual imposible de saltear en el calendario llega una nueva entrega cinematográfica de ese mundo que alguna vez concibiera J.R.R. Tolkien en literatura. El intérprete privilegiado para poner en marcha esta gema mitopoética en imágenes en movimiento es Peter Jackson. Especies diversas, criaturas parlantes, mitos difusos, monarquías anacrónicas no sólo poblaban la Tierra Media sino también aquellas páginas publicadas en un tiempo en el que materializar visualmente este cosmos alternativo resultaba imposible. Pero, ¿quién iba a profetizar un par de décadas atrás que un elfo se pasearía por los aires como un skater del siglo XXI? Los enanos y el hobbit ladrón de patas desproporcionadas llegan finalmente a la famosa montaña en la que se encuentra el temible dragón Smaug (y la Piedra del Arca), cuya desolación parece haberle estimulado unas ganas bárbaras de hablar; más que cumplir con su instinto y por consiguiente carbonizar a sus presas de una buena vez, Smaug demuestra ser una monstruosidad entrenada en Cambridge. Gandalf acompañará de cerca y de lejos a la comitiva que intenta restablecer el perdido Reino Enano de Erebor, mientras que los elfos, moviéndose en el espacio como bailarines de un videojuego, no paran de despachar orcos y cada tanto degollarlos. El mejor pasaje del film reside en una contienda entre los enanos y una arañas gigantes, aunque una secuencia en las que los enanos escapan flotando en unos barriles es otro de los escasos aciertos de la película; Jackson es capaz de cartografiar el espacio cinematográfico y trabajar coreográficamente sobre él, y no mucho más en esta segunda entrega. La pertinencia del 3D dependerá mucho si la sala de exhibición está al día con el mantenimiento de las lámparas de sus proyectores, pues el universo de Jackson al ser demasiado oscuro requiere de buenas condiciones de proyección; no obstante, el rostro de un araña en primerísimo plano y una abeja volando en el medio de la sala son instancias simpáticas de un dispositivo tan obligatorio como innecesario. Si uno de los placeres de las dos trilogías reside en la construcción de un héroe colectivo que sostiene el relato, en esta oportunidad la chatura de todos los personajes, pese a la simpatía de Bilbo o el magnetismo de Gandalf, desdibuja la fuerza del grupo y las virtudes que los define: la nobleza y el espíritu de camaradería. Diez minutos de Gollum hubieran sido suficientes para levantar un film cuya mediocridad se pretende conjurar, sin éxito, a golpe de efectos especiales, estrategia formal para insuflarle vida a un film hundido en su ostensible insignificancia.
El inconsciente de las estrellas En la mayoría de las películas en las que los actores se interpretan a sí mismos suele leerse en los créditos finales el nombre del actor y "hace de sí mismo". En el caso de Este es el fin, el nombre de cada actor directamente se repite. ¿Quién es entonces el personaje o la persona? Aquí Seth Rogen, James Franco, Jay Baruchel, Danny McBride, entre otros, hacen de ellos mismos en una suerte de parodia sobre la propia cultura del narcisismo plutocrático de la que son exponentes privilegiados. Uno de los mejores gags de la película está al principio: Rogen y Baruchel se retiran de una fiesta en la nueva mansión de Franco donde las drogas y el sexo organizan el interés de los presentes. Baruchel, que detesta el estilo de vida de Los Ángeles, se retira, y Rogen, amigo querido que no ve hace años, lo acompaña a comprar provisiones. Inesperadamente, el piso tiembla y se resquebraja y unos conos de luz llegados del cielo chupan a algunos transeúntes. Es el apocalipsis. Los amigos deciden volver a lo de Franco y al entrar todo parece seguir igual. ¿Solipsismo de ricos? Al menos por un rato, porque el fin del mundo es para todos. De ahí en adelante, algunas estrellas quedarán perpetradas en la mansión. Afuera es el caos, pura anarquía. Además, unos monstruos demoníacos sexuados acechan. ¿Es un mal viaje? Este es el fin bien podría concebirse como la exposición del imaginario de una generación bastante conformista matizada con un toque lisérgico que suele confundirse con libertad creativa. La autoconciencia de sus protagonistas es más una prótesis del guion que un elemento catártico, y lo mismo sucede con el autodesprecio como método humorístico. Si se trata del fin del mundo, los santos hedonistas de la presunta nueva comedia americana van directo al juicio final con un porro en el ojal. En el cielo, la fiesta continúa.
La amenaza roja Una década atrás, un delirante líder carapintada en su habitual discurso hiperbólico postulaba una invasión comunista. "Se vienen los chinos", decía. Los chinos son una figura de la Otredad radical. Tienen un sistema de escritura imposible y hablan un lenguaje sonoramente irreproducible. Si no fuera por el Taichí y el Kung Fu, podrían venir de otro planeta, una forma de vida lejana en la que el capitalismo ya no necesita de la democracia para su sostenimiento. En ese registro paranoico aunque diluido en un relato desconcertante en clave fantástica se articula Mujer conejo, la tercera película de ficción de la singular cineasta Verónica Chen, nacida en Argentina, de padre chino y madre argentina. Ana, la heroína, es un poco como Chen: sus rasgos son chinos y la cultura china no le es indiferente, aunque como Chen no habla ni mandarín ni cantonés. Ana sale con un médico argentino, una relación en revisión, aunque vive sola con su gato (una de las grandes secuencias cómicas del filme involucra a los tres). Por su trabajo como inspectora municipal le toca trabajar en un barrio chino (real) de la ciudad de Buenos Aires. Pronto descubrirá que algunos miembros económicamente poderosos de la comunidad están en connivencia con algunos empleados municipales. Hay mucho dinero en juego, se enuncia en cierto pasaje, y queda todavía más claro cuando una mujer le informa a Ana que le salió 40 mil dólares conseguir un pasaporte para llegar a Argentina y ahora debe trabajar a destajo para pagar esa deuda. La conclusión es un diagnóstico que excede a la ficción: corrupción, trabajo clandestino, mafias. Pero eso no es todo: los chinos de Mujer conejo vienen criando conejos y éstos han mutado genéticamente. Ahora comen carne, incluida la de su propia especie. ¿Una metáfora de los chinos? Tal vez. Los primeros 30 minutos de Mujer conejo son fascinantes. ¿Dónde estamos? Buenos Aires parece desplazada por una ciudad china globalizada. Chen, como siempre, arriesga: ¿A quién se le ocurriría incluir en un filme argentino secuencias de animé? Y la directora arriesga también ideológicamente: algún distraído podrá decir que se trata de un filme xenófobo, pero retratar la xenofobia no es lo mismo que alentarla. Decía Serge Daney, a propósito de un cineasta sospechado de racismo: "El conocimiento del azúcar no es necesariamente dulce". Si la película no es contundente se debe a cierto apuro narrativo en la última media hora y a cierta incapacidad para aprovechar algunas ideas que el filme propone. Aun así, Mujer conejo, probablemente nuestra película maldita del año, es una anomalía en el panorama del cine argentino reciente. De esas películas vive el cine.
Una revolución conveniente Tal vez en El quinto poder el director Bill Condon y su guionista Josh Singer se confundieron y pensaron que la historia de Julian Assange y la invención de WikiLeaks era una historieta de Marvel. Algún despistado puede esperar la aparición de Batman o imaginar que este filme es la genealogía de un oscuro y rebelde superhéroe menos conocido: “El albino voluntario”. La primera revelación pasa por el misterioso pasado de este paladín australiano de la libre circulación de la información: ha crecido en el seno de una comunidad denominada “La familia” cuyos miembros se tiñen el pelo de blanco, y como Steve Jobs es hijo (tardío) de la contracultura. He aquí la profundidad psicológica del filme. La exposición narrativa es circular. Arranca con una breve enunciación del mayor escándalo protagonizado por Assange y su organización: el famoso video "Asesinato colateral" y la publicación en 2010 de cientos de documentos secretos de la "Guerra contra el Terrorismo" iniciada en Afganistán por parte del gobierno de Estados Unidos. Inmediatamente, el filme retoma los inicios de WikiLeaks, apenas unos tres años atrás, en el momento en que la intuición esencial de Assange sobre la viralización de la información secreta a través de la web opera como una desestabilización del poder de las élites mundiales. ¿Cómo conseguir el secreto? Siempre existen individuos en las organizaciones que están dispuestos a decir la verdad. La clave es sostener el anonimato del informante, y Assange no tardará en citar a Oscar Wilde: "Dale una máscara a un hombre y dirá la verdad". Hasta llegar al momento de la publicación de los "Diarios de la Guerra de Afganistán", cuando mejora sustancialmente como un presunto thriller político, la película trasunta, entre clips de viajes de Assange por todo el mundo, los vericuetos de su relación con su principal socio, Daniel Domscheit-Berg (amigo y traidor), y hay una ridícula tendencia a mostrar en forma de metáfora el concepto revolucionario del dúo justiciero: cada vez que se los ve con sus computadoras tramando una denuncia en una oficina vacía, la película parece la introducción a un videojuego. La gran paradoja de El quinto poder, cuyo punto de vista es más reaccionario que revolucionario, no reside sólo en su extraordinario poder para descafeinar el costado político de su historia sino en sugerir un problema que excede al filme: lo que se revela no rebela. La famosa revolución de la información no lleva a la rebelión. Saber con pruebas lo que ya se sabía no atenta contra un sistema empeñado en persistir hasta el infinito. La información indigna por un rato.
La princesa que quería vivir Si se trata de un biopic circunscripto a los tres últimos años de la vida de Lady Di, Diana, de Oliver Hirschbiegel, es algo así como la ilustración prolija de una lectura veloz en Wikipedia sobre la vida de la princesa (del pueblo). Esto no es La caída, del mismo director, filme un poco más complejo acerca del final de Hitler y su imperio delirante; en Diana no hay ningún dato revelador, ni siquiera una hipótesis sobre su muerte. Para aquellos que no tienen cierta debilidad por la vida de la realeza británica, probablemente será una novedad el romance que la princesa tuvo en la clandestinidad con un cirujano pakistaní llamado Hasnat Khan. Esta historia de amor es el centro de la película. El otro amante (egipcio), más conocido, es Dodi Fayed, que murió con la representante real de los cockney en un accidente automovilístico en París el 31 de agosto de 1997. El modo como Hirschbiegel imagina el anuncio de la macabra noticia es uno de los pocos logros del filme (otra escena simpática es cuando la princesa descubre el jazz). El lugar común no se conjura jamás. Desde el enamoramiento a la primera noche de sexo con Hasnat, de la princesa descubriendo su sensibilidad social hasta su apogeo como dama de las causas nobles de la humanidad, pasando por alguna salida nocturna y una comida en casa, todo resulta de menú cotidiano de las costumbres. No hay otra forma de normalizar e igualar a los miembros de la corona que apelando al kitsch. Extraña seducción global cosechan las películas sobre la monarquía inglesa o sus más férreos representantes en el parlamento: ya vimos la vida de una reina, de un rey tartamudo, de una estadista neoliberal convertida en santa y ahora de una joven princesa que quería vivir. Es hora de filmar la vida de un villano de la corona. ¿Quién podría filmar el biopic de Carlos de Gales? El toque sarcástico de Shakespeare será inevitable, y no estaría mal que el gran Terence Davies contara esa historia.
Caballeros de las pistas Las panorámicas sobre un cielo nublado seguidas por un plano detalle del ojo de Niki Lauda abren Rush: pasión y gloria, de Ron Howard. En esa distancia sin transición que va de las nubes al parpadeo se cifra formalmente la suerte de quien está al volante en un coche de Fórmula Uno: el estado del vehículo, la concentración mental y la velocidad de reflejos no son suficientes frente al azar y el riesgo. Un desperfecto técnico o un poco de lluvia convocan a la muerte. Ya al comienzo la voz en off del extraordinario piloto austríaco informa: "25 pilotos… Cada año mueren dos". Un poco después, James Hunt, en plena acción erótica le explica a una de sus amantes: "Cuando más cerca estás de la muerte, más vivo te sientes". Una lectura freudiana no está de más en Rush, pues la pulsión de muerte merodea la vida anímica de los personajes, aunque el atractivo de este noble y por momentos apasionante filme de Ron Howard pasa por otras coordenadas simbólicas. Todo empieza en un día clave en la carrera de los pilotos: 1 de agosto de 1976, en el Gran Premio de Nürburgring. El campeón Niki Lauda piensa que, dadas las condiciones climáticas, la carrera debe suspenderse. Más tarde sabremos que, por votación, Hunt y otros pilotos apoyaron la decisión contraria. Ese día, Lauda ardió más de un minuto y medio. Seis semanas después, casi como si se tratara de un milagro, el corredor, que había sido reemplazado en Ferrari por Carlos Reutemann, volvió a las pistas. Y los dos pilotos llegaron cabeza a cabeza al Gran Premio de Japón. Extraña película la de Howard, pues podría haber sido un panegírico del machismo asociado al fetichismo por los autos y un mero pasatiempo. El impacto visual de las secuencias de carreras responde a un montaje perfecto, solidez formal acompañada por las interpretaciones de Daniel Brühl y Chris Hemsworth como Lauda y Hunt respectivamente. Virtudes indudables de la película, pero no es sólo ahí donde reside su fuerza. Como en Frost/Nixon, Howard trabaja sobre la tensión de un enfrentamiento, aquí de temperamentos (y escuderías): el puritanismo obsesivo del austríaco en contraposición con el simpático hedonismo irresponsable del británico marcan los diálogos y las acciones. Pero no todo es lo que parece: si bien la adversidad caracteriza su cotidianidad, los enemigos están unidos frente al peligro y secretamente se necesitan. Alianza inesperada frente a la finitud: el adversario es un camarada que sostiene una pasión solitaria que supera la prudencia racional. Los últimos cinco minutos son, en ese sentido, sorpresivamente conmovedores: hacen su aparición los verdaderos caballeros de las pistas y se revela por otros medios por qué lo que hemos visto remite, más que al género deportivo, a una aventura existencial.
Una interesante película Zeitgeist que marca paradójicamente los límites del propio cine de su directora Adoro la fama, la nueva película de Sofia Coppola, es su film más accesible y políticamente preciso. Su blanco es la sociedad del espectáculo, o la evolución perversa y pop de ese concepto unas décadas más tarde. Una evidencia: el deseo de fama se ha radicalizado hasta el infinito a través de las redes sociales, y el Joven, una especie simbólica ideal de ese universo comunicacional, delira en su exposición subjetiva en la red. Compañera ideal de La red social, film no menos fallido que éste, Adoro la fama, basada en un hecho real, cuenta la historia de un grupo de adolescentes de clase media de Los Ángeles, conocidos como la pandilla “The Bling Ring”, quienes empiezan a robar casas de actores famosos como si se tratara de un deporte de riesgo. Cuando las grandes estrellas de cine y la televisión anuncian en las redes sociales que estarán de viaje llega la hora de usurpar. Entre los damnificados pueden estar Orlando Bloom, Lindsay Lohan, Rachel Bilson, Megan Fox, pero eso es pura anécdota. Está claro que no roban por necesidad sino por un imperativo no del todo consciente de reconocimiento público. Subir a Facebook las conquistas adquiridas y sumar fans y amigos constituyen una meta propia de la lógica del hedonismo material estadounidense, una forma de vida tan insustancial como ineficaz y que regula la intimidad de los miembros de la pandilla. En ese sentido, es clave en el relato las alusiones a la espiritualidad de corte New Age californiano, demasiado caricaturizado por momentos, pero un orden simbólico correlativo a ese culto al materialismo banal que el film retrata. Es un acierto que Emma Watson sea una de las elegidas para interpretar a las ladronas en cuestión. Su presencia remite a Harry Potter, otra vía del misticismo contemporáneo. En otras palabras: estos elementos funcionan como un contrapunto preciso de los robos y de una filosofía del Yo en donde la exhibición personal en el espacio público resulta una regla ineludible, un imperativo categórico. Una tesis: la espiritualidad citada es enteramente compatible con la acumulación sin límites. Segunda tesis: el famoso espacio privado en realidad jamás desaparece por llevar al límite el deseo de mostrarse, más bien se sugiere estrictamente lo opuesto: lo que se expande hasta el infinito es la privacidad en todos sus órdenes, la que trastoca lo público como tal hasta borrar esa dimensión que propone un límite entre el yo y el conjunto en convivencia. El problema de Coppola es que para dar cuenta de un modelo de subjetividad elige una forma de expresión característica de esa subjetividad. La película por momentos está demasiado cerca (y es absorbida) por el modelo representacional que critica. El observador se convierte en lo observado y viceversa, o lo que se ve se duplica en cómo se ve. Es por eso que el pasaje en el Coppola elige una panorámica extensa para focalizar sobre un edificio en el que la pandilla está robando, plano que remite a cierta forma de filmar lo edilicio en Playtime, la directora oxigena el sistema formal de toda la película. Es allí, quizás el único momento, en donde Coppola toma distancia, literal y simbólicamente, de todo lo que muestra y demuestra. Película síntoma, revelación conjunta: en la sociedad estadounidense el joven es una figura conceptual que organiza la mayoría de las prácticas sociales; Coppola, ya con 42 años, no parece encontrar nada relevante para filmar que no pertenezca a ese mismo grupo etario que define las características del consumo y la estética del mundo audiovisual, incluso su propio cine.
Leyendo Jugar (La luz de otra cosa) –Textos críticos de Rodrigo Tarruela- me encuentro con esta cita: “Vi al tiempo asesinarme”. Pertenece al gran poeta y escritor Dylan Thomas, y en el texto citado se la incluye para sintetizar el sentido general del cine de Wenders. “Vi al espacio asesinarme” podría haber dicho el personaje de Sandra Bullock, quien flota en el espacio exterior a lo largo de unos 90 minutos en el último film de Alfonso Cuarón. ¿2013 Odisea en el espacio? Por suerte, me parece que no. “Dos flotan juntos”, tal vez sea podría ser un título más adecuado, aunque Gravity no tiene nada que ver con el western. El inicio de Gravity está entre los mejores inicios del cine mainstream que se haya visto en los últimos años. Dos planos secuencia de un total de 20 minutos, tal vez más, quizás menos, funcionan perfectos y son esencialmente heterodoxos a la poética dominante: los dos únicos personajes principales que tendrá el film tienen su presentación. En pocos minutos se suministra los datos personales y se aprende de inmediato acerca de sus temperamentos. La doctora Ryan Stone es solitaria y obsesiva. Está en el Explorer a unos 600 kilómetros de la Tierra. Es literalmente lo que en el cine estadounidense se denomina un rookie, un debutante. Su inexperiencia en la vastedad del espacio se contrapone a sus virtudes profesionales. Se nos dice que es brillante. El dato extraordinario es que ha perdido una hija. No mucho más se sabrá de ella excepto que vive en algún lugar de Illinois. En las antípodas, Matt Kowalsky (George Clooney, más bien su rostro y su voz porque no lo abandonará jamás el traje de astronautas) es el viejo experimentado de la misión. Acostumbrado a navegar y conducir por el espacio, lo que está más allá de la biosfera le pertenece. Kowalsky conoce su oficio como Bullock los microcircuitos eléctricos de las máquinas, y también se percibe hermoso, lo que no impide que sus mujeres se vayan con otros hombres cuando trabaja en el cielo. Todo esto se expone en pocos minutos. Mientras tanto, Cuarón orquesta un ballet mecánico entre astronautas y máquinas en un cosmos flotante. La aparición de Clooney es legendaria. A lo lejos, en la lontananza, una diminuta figura comienza a divisarse. La profundidad de campo es notable, y en 3D, más aún. En este sentido, a pesar de que todo esto sucede en un estudio y la simulación es perfecta, Gravity de Cuarón no está lejos de La caverna de los sueños olvidados de Werner Herzog: la reproducción de una experiencia inalcanzable para muchos se democratiza sensorialmente gracias al cine estereoscópico. Los movimientos de los astronautas, la Tierra a los lejos, la oscuridad de la galaxia, la artificialidad del satélite colgando en la nada pasan por la mirada como si nosotros estuviéramos ahí. Es alucinante, para citar un adjetivo con el que se insiste en un par de oportunidades. El leimotiv del sobreviviente es aquí un mantra de inspiración y resistencia: hay que persistir para contar una “historia alucinante”. Una breve aclaración: la historia del film no es de por sí del todo alucinante. Bullock no está muy lejos del personaje de Tom Hanks en Náufrago, y es que si se trata de una historia en un sentido fuerte ésta es más bien minimalista; sucede que en el contexto visual lo que se cuenta resulta maximalista: el cosmos como contexto es infinito, y dos astronautas a la deriva no deja nunca de ser una postal sobre la supervivencia en una versión exponencial. A decir verdad, el cosmos es más que un contexto. Curiosamente, el cosmos es aquí un teatro del absurdo ampliado. En esa nada insondable, la belleza de la tierra y el hueco sin fondo del cosmos no reclaman por un Dios. La materia es meramente materia. ¿Absurdo? El cosmos sin telos lo es. ¿Teatro? Sin la ilusión óptica digital, ¿Bullock y Clooney no podrían estar en un escenario teatral, el primer escenario sin gravedad de la historia? Sus diálogos podrían ser recitados por dos actores en un escenario cualquiera, y sin ese fondo cósmico, sus movimientos podrían circunscribirse al perímetro de un escenario cualquiera. ¿Teatro filmado? De ningún modo. La obsesión formal del habilidoso director mexicano reside en proponerse viajes minúsculos por el espacio a filmar. De allí el apego de Cuarón al plano secuencia, el que va más allá de una transmisión física capaz de reconstruir una experiencia perceptiva ligada al realismo. En Gravity, el mismo plano secuencia se convierte en panorámica y en plano detalle, incluso en subjetiva. Después de la explosión de una base rusa que se convierte en lluvia de proyectiles y precipita el accidente que dejan a Bullock y Clooney en el desamparo estelar, ver todo lo que sucede a través de Ryan es como mínimo alucinante. Las subjetivas son gloriosas. Gravity sería genial si la propia percepción de Ryan fuera respetada a rajatabla en la dimensión extradiegética del film. Su fascinación por el silencio cósmico es interceptado por una banda sonora que oscila entre ritmos musicales para la acción de superhéroes y cuerdas que remiten a la serie Cosmos de Carl Sagan (¡El neomedievalismo de Arvo Pärt quedó para el trailer!). La gravedad de Gravity se traiciona por una supuesta fluidez sonora que supone empujar lo que vemos hacia una vía de recepción conocida, como si se tratara de un temor no confesado sobre la naturaleza del film, una conjura al potencial lado experimental de la película. Sin música, la experiencia sonora hubiera sido inolvidable. Disyunción inesperada entre imagen y sonido; lo que se ve y lo que se escucha revela cierta esquizofrenia formal; por momentos hay dos películas en una. Y también está la famosa lágrima en 3D. La condición flotante de los objetos frente a la ausencia de gravedad, esa especie “natural” de ralentí de la materia, es tentador para desnaturalizar a los objetos de la percepción y devolverlos como elementos contingentes: lapiceras, gotas de sangre, un aparato para corrección de dientes, algunos juguetes alusivos al espacio son los elegidos para mostrar. Pero a Cuarón se le ocurre incluir una lágrima (en verdad son dos). La lágrima viene lentamente hacia nosotros. Del ojo de la heroína a nuestra mirada pasará un tiempo prudente para sentir el espesor de esa misteriosa manifestación física de la tristeza. Es una instancia paradójica: el kitsch es ostensible, pero el carácter desnaturalizado de la lágrima flotando en la nada ayuda a digerir una elección demasiado calculada. No es fácil filmar el acto de llorar. La conducta del llanto suele pedir por un fuera de campo. Son pocas las personas que no se cubren el rostro al hacerlo. A diferencia de lo que sucedía en Niños del hombre, la difusa metafísica New Age o la proclividad a la meditación filosófica están neutralizadas en Gravity. Filmar desde el lugar a donde se dirige la mayoría de los pedidos de auxilio de los mortales y no invocar a una criatura no humana es una de las grandes decisiones de Cuarón. Cuando en la nave rusa se ven las estampitas con iconografías del cristianismo ortodoxo, o en la base espacial china se sustituye la imagen de Cristo por Buda, es un apunte más antropológico que metafísico. En la misma nave de los rusos también hay un retrato de Newton y Darwin, otro apunte antropológico. La retención del impulso religioso es admirable porque en el contexto cultural del presente es casi un requerimiento simbólico. Esta es la razón principal por la que Gravity está más cerca de Jinetes del espacio (y en parte Moon) que de Solaris y 2001 Odisea del espacio. Su secreto reside en su naturalismo filosófico, en el límite impuesto por la propia naturaleza material de las cosas. De allí, la contundencia corporal de Bullock transitando en shorts los interiores de una de las bases, incluso la inesperada puesta en abismo a la que recurre el relato en un momento clave del film especifica cómo funciona la psiquis y sus asociaciones. Siempre estamos más acá. Los escombros de las naves diseminados en el espacio, la fragilidad del cuerpo de los astronautas y la soledad de la Tierra vista de la distancia permanecen después de la película. Pero nada es comparable al reconocimiento ridículo y abismal de que la existencia del oxígeno es lo más parecido a un milagro.
En la última película del gran maestro italiano Marco Bellocchio, Bella addormentata, el tema de fondo pasa por la legalización de la eutanasia, pero para examinar este presunto derecho el director de La sonrisa de mi madre combina distintos puntos de vista opuestos y dialécticos sin dejar por eso de sostener una perspectiva precisa. El film sitúa su relato coral en un momento histórico clave en Italia: es 2009 y, tras 17 años de existir en estado vegetativo, Eluana Englaro, si se legisla a favor, será desconectada. El hecho concreto fue central en las batallas culturales surgidas en el contexto de la Italia conducida por Berlusconi. Bellocchio se apropia de ese momento en clave de ficción sumándole tres historias: una actriz con una hija en el mismo estado que Eluana sostiene su esperanza esperando un milagro; un político, que por experiencia propia está a favor de la eutanasia pero su partido está en contra, se debate en su conciencia sobre cómo votar en el parlamento respecto del tema; una joven nihilista se topa con la voluntad férrea de un médico que intenta contrarrestar el compulsivo deseo de la joven de acabar con su vida. Extraordinario mosaico filosófico mediante el cual el director consigue construir esas atmósferas únicas de su cine donde lo real pierde momentáneamente la elegancia de las costumbres y el delirio se apodera por momentos del orden cotidiano. Véase el admirable pasaje al comienzo en un hospital, una escena emblemática de todo el cine del maestro italiano.
Si bien el tiempo histórico de la película corresponde al gobierno de Frondizi, la relación entre los nazis de Bariloche y la dictadura argentina es de público conocimiento. La fotógrafa (y espía) que interpreta Elena Roger tiene un expediente con la foto de Priebke. Quienes hayan visto Pacto de silencio, el extraordinario documental de Carlos Echeverría sobre el caso Priebke, reconocerán de inmediato los puntos en común: en Bariloche los nazis la pasaban bastante bien. Narrativamente clásica, la película de Puenzo cuenta la historia de una familia que regresa a Bariloche, entre otras cosas a poner en marcha un hotel. La hija más chica de 12 años no ha crecido lo suficiente y en la escuela es motivo de burlas. La mitología de la superioridad aria tiene aquí su expresión “inocente”, pero del complejo que vive la niña Mengele probará de todo: un tratamiento de crecimiento con ella, un experimento con los mellizos que lleva su madre en el vientre, y algunas otras pruebas en una clínica improvisada en una casa cercana. Wakolda, basada en la novela homónima de la directora, es una película correcta y ambiciosa con varias lecturas posibles. Justamente su problema no es diferente, en términos conceptuales, a los que tiene que resolver en su delirio el científico del Füher. La obsesión por la perfección se duplica en la puesta en escena: el diseño de arte es admirable, la reconstrucción del tiempo histórico notable y todos los intérpretes hacen un trabajo convincente. Y aún así la perfección impuesta por una propuesta que apunta bien arriba y por todo funciona como un teorema irrespirable. Es aire lo que no tiene Wakolda, pues las películas necesitan imperfección y azar. En ese sentido el cuaderno de notas obsesivos de Mengele repite una obsesión que cierra el film a todo espacio de inestabilidad y ambigüedad. De allí se predica, un problema mayor: la falta de contexto. ¿Por qué los nazis están allí? ¿Por qué están cómodos en ese paraje y no en otro? El gran fuera de campo es lo otro de lo nazi, los barilochenses, y en ese sentido, el personaje de Diego Pereti no puede hablar en el nombre de los otros.