Todavía no alcanzamos a comprender qué es P3nd3jo5, la trigésima película de Raúl Perrone, un gran cineasta auténticamente independiente, que jamás filmó otra cosa que la vida en Ituzaingó. La primera definición es que se trata de una cumbiópera, una fusión heterodoxa de dos géneros musicales que sólo tienen en común las 12 notas de la escala musical. El resultado es magnífico, pues la intervención electrónica de los DJ que siguen la batuta de Perrone combina Puccini, cumbia, el sonido de las patinetas y de los trenes, como si se tratara de un gran acorde infinito que cifra y descifra el espíritu del filme. La contundencia visual de P3nd3jo5 es ostensible: el formato 4:3, el blanco y negro, los planos que retoman los encuadres rigurosos del cine mudo, los travellings que siguen el deslizamiento de los skaters o los ralentís de alguna proeza de uno de ellos, los fundidos para registrar el movimiento de las nubes o sugerir el destino fantasmal de estos jóvenes. Lo inolvidable del filme de Perrone pasa también por el redescubrimiento del rostro en el cine. Siempre vemos gente en las películas, pero la atención suele centrarse en la boca y en las palabras. Al desplazarse los diálogos a una zona de escritura (usando una vez más el sistema de intertítulos del cine mudo), el rostro queda liberado del lenguaje y la cámara puede afirmarse en la gestualidad pura. En una de las historias, una chica un poco más grande que su novio de 14 años lo mira hacer piruetas con su patineta. Perrone se concentra en su mirada hasta extraer una dimensión casi espiritual. El brillo de los ojos emite un signo preciso: el placer de estar enamorada, y eso se ve como si la cámara subtitulara en imágenes el estado de su alma. La secuencia termina en un callejón: los enamorados se abrazan y el plano general con el que se los registra es un ejemplo de cómo filmar la ternura sin apelar al exceso. De lejos se ve mejor. Tres actos, una coda; el relato se circunscribe a esbozos narrativos: algunas historias de amor, la soledad errante de un joven, un crimen vinculado con la corrupción policial y la venta de drogas. El resto es moverse en cuatro ruedas en un eterno presente sin horizontes. ¿Quiénes son estos ángeles del Conurbano? Una cita directa de Pasolini lo advertirá en clave poética. Para decirlo sin rodeos: son los crucificados de una sociedad, espectros en vida que intentan conjurar el desencanto arriba de una patineta que no se dirige a ninguna parte, pero que los ayuda a experimentar la intensidad del presente, como si en ese tiempo fugaz encontraran el lugar que el mundo les niega.
Una película para ver Debido a que gran parte del cine comercial no es otra cosa que una incitación sistemática a la adolescencia eterna y a los temas que la definen, cualquier película cuyo protagonista pase los 80 años merece atención. Es el caso de Girimunho, ópera prima de Clarissa Campolina y Helvécio Marins Jr. Con la presencia física de Bastú alcanza: más allá de la ficción, su lugar y su tiempo en el mundo exceden al guión, pues hay un entendimiento de otro orden. La anciana es de por sí tiempo condensado, y cuando dice "El tiempo no para, paramos nosotros" es una clarividencia vivida. La cotidianidad en una zona rural de Minas Gerais es el evanescente tema. La palabra del título significa 'remolino'; en cierto momento, el fenómeno natural tendrá su aparición como si se tratara de un fantasma: efímero acontecimiento de la naturaleza, tan contingente como la vida de cualquiera de nosotros. Una noche como tantas otras, el esposo de Bastú, Feliciano, muere dormido. A esta altura de la vida llorar es una acción inadecuada. Si bien el espectro del difunto parece merodear, después de unos días la vida continúa para Bastú. Cantar, hacer bicicleta y caminar refuerzan su decisión: vivir es insistir, y Bastú sabe comunicarlo, por ejemplo a una de sus nietas, que quiere ir a estudiar a la ciudad. Por momentos, Girimunho da un par de vueltas de más por cierto costumbrismo característico del cine independiente que dispensa el costado cómico de las prácticas de un grupo y lo sustituye por la curiosidad antropológica. Un poco de carnaval y folclore y algún que otro ritual cumplen la función de decorar innecesariamente la sencillez de una vida sin grandes sobresaltos, aunque Bastú tenga guardada un arma de fuego como si fuera un juguete del pasado remoto. El registro es riguroso: las panorámicas son sobresalientes y el modo de filmar los interiores, en gran medida mediante planos generales recortados por los marcos de puertas y ventanas, es exquisito. La hermosura amenaza convertirse en postal, pero triunfa la voluntad estética de mostrar fielmente un lugar. En cierto pasaje menor, Bastú, sentada en la entrada de su casa, le dice a su nieta que está "Imaginando la vida". Cuando Girimunho sintoniza con esa acción anímica de su protagonista, se libera de la antropología de exportación y pone en escena una experiencia de vida.
La comedia italiana que no logra ser cómica La decadencia, en principio, no está enemistada con la risa. Ver a un grupo humano, una sociedad, una civilización caer por la pendiente puede producir una carcajada piadosa y una plusvalía simbólica cercana a la lucidez. Quien llega a tocar fondo puede ver sin mentirse. Es por eso que filmar la decadencia con altura no es poca cosa: Ripstein, Rocha, Fellini, entre otros, lo hicieron, incluso en clave de comedia. Carlo Verdone, presunto heredero de Alberto Sordi, quiere filmar aquí la vieja y todavía vigente decadencia italiana, el fin de todos los valores en la era del espectáculo machista liderada por Berlusconi. ¿Qué pasó en Italia durante todos estos años? Después de ver este filme la respuesta no puede ser equívoca. Involuntariamente, la película es una prueba del embrutecimiento colectivo que pretende impugnar. En la tierra de De Sica y Monicelli, el buen humor se convirtió en grosería y el buen cine en una comedia televisiva moralista y misógina. Un agente inmobiliario, un melómano y un crítico de cine, alguna vez exitosos, ahora, divorciados y con hijos, apenas pueden pagar el alquiler y mantenerse. Terminarán viviendo todos juntos en un departamento en el que el subte hace temblar las paredes cada diez minutos, la señal de teléfono apenas llega y donde no siempre se cena. También hay que pagar la cuota alimentaria de los hijos y otras cosas, y eso puede implicar prostituirse, robar o vender hasta lo que se atesora, como un cinto de Van Morrison. Se podrá creer entonces que Un piso para tres tiene algo de comedia picaresca. Lo pícaro se circunscribe al infortunio del excrítico de cine devenido en periodista, capaz de seducir a una chica de 20 años, y a los inconvenientes que atraviesa el amante de la música al conquistar a una hermosa rubia cuyo ex esposo es un demente. El otro decadente es un gigoló de mujeres maduras con "aliento a perro". En este universo cavernícola las mujeres tienen solamente dos roles opuestos y complementarios: perras y santas. Los tres flashbacks iniciales que explican el pasado de los personajes alcanzan para saber dos cosas: que la película jamás podrá levantar vuelo y que tarde o temprano habrá una moraleja. Mientras tanto, el sketch de dos horas intentará parecer una película cómica.
¿Un melodrama casi psicótico, inspirado libremente en Madame Bovary? Arturo Ripstein, según dicen, vuelve en forma. Pero la película anterior del maestro mexicano, El carnaval de Sodoma, prácticamente ignorada y ninguneada por la crítica, programadores y público, dejaba en claro que Ripstein siempre estuvo en forma. La claustrofobia se transmite plano tras plano. Casi todo sucede en un departamento roñoso, aunque algunos pasajes importantes tienen como escenario la azotea y las escaleras del edificio. Cuando al comienzo la protagonista parece salir a la calle, se detiene y regresa a su encierro. Siguiendo el solipsismo del personaje, los únicos planos del exterior corresponderán a un par de subjetivas en las que la heroína mira a la calle en espera de su joven amante, que vive en la terraza y toca el saxo como hobbie. La situación de Emilia no es sencilla: su marido es un pusilánime, su hija cuestiona razonablemente su maternidad, su departamento pronto será embargado y quizás ya no le interese ni siquiera su amante. En un impecable blanco y negro, trabajando con elegancia sobre los contrastes de luz y sombras, Ripstein vuelve sobre un tema que conoce a la perfección: la decadencia. No se trata de un accidente sino de una naturaleza, una estructura; de allí que el exterior, es decir, la historia, la comunidad, el presente y la política permanezcan en un gran fuera de campo. Quizás tendríamos que pensar más bien en un teatro de la decadencia psíquica sin circunstancias, sin fuerzas externas que atraviesen a los personajes. Sus desgracias son interiores, pus subjetivo.
Tal vez el hecho de que la pareja protagónica de Declaración de vida (la actriz y directora Valérie Donzelli y su marido Jérémie Elkaïm) tuvo que atravesar en la vida real la misma experiencia que se cuenta en la película explique el misterio de que un relato en el que un niño de 18 meses debe ser operado de un temor cerebral no sea ni lúgubre ni angustioso. ¿Un conjuro en fotogramas? ¿Un exorcismo psicológico tardío? ¿Un poco de narcicismo al servicio de la humanidad? Cualquier lectura que intente interpretar las motivaciones de los verdaderos protagonistas no podrá cuestionar ni la ética ni el poder del relato. Si hay algo que destila la segunda película de Donzelli es una desconocida vitalidad y un espíritu de combate que se traducen en el dinamismo de su montaje y en la actitud de sus protagonistas. Paradójicamente luminosa, la película de Donzelli es involuntariamente, y a pesar del simbolismo innecesario de los nombres (Romeo, Julieta y Adán), el retrato de una generación: las fiestas, la afición por el jogging, los entretenimientos elegidos, el liberalismo de la experiencia amorosa denotan un tiempo en el que predominan un feliz pragmatismo y un discreto espíritu de comunidad, lo que también puede inferirse de ciertas decisiones formales: la música electrónica elegida para acompañar algunas secuencias (a veces en contrapunto con algunos motivos clásicos) y el sentido rítmico de los planos constituyen un buen ejemplo, incluso en el pasaje musical donde parecen confluir una pretérita estética del musical francés y un clip. Más allá de estos señalamientos, Declaración de vida dispensa abiertamente un elogio al sistema público de salud, un aliciente para todos aquellos que se ven obligados a reinventar el orden de prioridades frente a una desgracia. El famoso recurso espiritual conocido como resiliencia, algo que también puede verificarse aquí, resulta menos abstracto cuando el Estado no es, precisamente, un mera abstracción.
Delirio para todos Una mirada llega del cielo, desciende lentamente como sólo el cine puede mostrarlo. Una panorámica sostenida un par de minutos aterriza en la Tierra, como si una entidad celeste se propusiera examinar la vida de los napolitanos. ¿Quién mira? ¿Qué ve? Un plano cenital acompaña el desplazamiento de un carruaje de otro tiempo. ¿Por qué el primer punto de vista del filme es vertical y flotante? El plano siguiente es sencillo: del carruaje bajan los novios. Se trata entonces de una boda. La cámara que desciende al principio volverá a su origen al terminar la película. ¿Qué es este círculo visual? He aquí la clave física y formal del filme. Se dirá que en este perverso cuento de hadas se lee la época que hizo de la intimidad una materia predilecta del espectáculo. Luciano, que vive relativamente bien con su mujer y sus hijos y algunos familiares en Nápoles, llega a vender su pescadería creyendo que será seleccionado para Gran Hermano. Luciano cree estar destinado a triunfar, un imperativo del presente. ¿Llegará a la famosa casa? Tras una audición, la ilusión de Luciano por convertirse en una estrella del reality se transformará en una obsesión y después en pura paranoia. Un grillo en la pared de su casa puede ser un ingenioso dispositivo de observación; los transeúntes pueden ser agentes secretos de la producción que estudian al postulante. En algún momento, Luciano tomará la vía franciscana para obtener mayores méritos: desde su balcón regalará lámparas, sillones, zapatos. Caridad momentánea, estrategia de un desesperado que exhibe su desposesión como una virtud inobjetable para ingresar al espectáculo. La sólida puesta en escena de Matteo Garrone funciona y es acertada, pero Reality no sería lo mismo si no tuviera a Aniello Arena como protagonista. Este preso devenido en actor en la cárcel (cumple una condena de cadena perpetua) le otorga al personaje un plus vital que desborda cada encuadre. Sus movimientos en el espacio, su vitalismo indescifrable expresado en todos sus gestos y un deseo de vivir que traspasa lo posible y la misma ficción transforman al filme en un segundo reality acerca de la fantasía de un preso rodando una película. Demasiada realidad la de Reality, pues es mucho más que un retrato del universo simbólico de un país regido por la cultura celebrada por Berlusconi y de la actualidad global de la vida experimentada como un espectáculo permanente. Hay signos indirectos aun más perturbadores: el Vaticano a pocos metros de la casa de Gran Hermano es uno de esos signos. El delirio asoma justamente cuando creemos que alguien nos mira y nos vigila. Demencia admitida, y a veces televisada.
Los camaradas del aire África, animales parlantes, un padre y su hijo, un villano de cuatro patas, música típica, colores brillantes: ¿vuelve El rey León? Por suerte, Zambezia no vende, como la venerada película de Disney, ni la filosofía determinista del "círculo de la vida" ni el hedonismo pueril del "hakuna matata". Todo lo contrario: este filme sudafricano, sin pretensiones artísticas hiperbólicas, apuesta amablemente por la aventura política y el heroísmo colectivo. Zambezia es una introducción rudimentaria para niños menores de 10 años a la utopía. "No es un lugar, es una idea" es la máxima abstracción. Kai, un halcón y su padre Tendai viven apartados de las aves. Tendai, un viejo guerrero, esconde un secreto y le pesa la ausencia de su esposa. Kai, que vivió sin madre casi toda su vida, aprende todo de su padre, que lo sobreprotege obsesivamente. Hay que volar bien y vigilar constantemente, pues el mundo no es un lugar amable. Y así será hasta que Kai se encuentre por azar con otras criaturas voladoras y le den noticias de "Zambezia", la polis donde todas las aves viven en armonía y donde están "los huracanes", una flota de halcones que defiende ese paraíso de las amenazas de especies sin alas. Para Kai, "Zambezia" y sus valientes guardianes serán una promesa y un destino. Dejará a su padre y se unirá a un grupo de pájaros que se dirigen a la ciudad prometida. Ahí se le revelarán asuntos familiares e inmediatamente tendrá que hacer frente a un golpe de Estado perpetrado por la iguana Budzo, que cuenta con la ayuda de los marabúes, la única especie voladora expatriada de la república utópica de los pájaros. Se dirá que, después de Pixar, este filme es vetusto, y no faltará quien celebre, por comparación, la reciente presunta proeza futbolera nacional animada en 3D. Sin embargo, el cuidado de Wayne Thornley y su equipo por capturar el vuelo de las aves, la atención puesta en los colores y la simpatía de algunos personajes están a la altura de las circunstancias. Esta lección introductoria al espíritu de camaradería no vendrá a revolucionar la animación, pero su nobleza es una rara avis en una cultura global animada donde los niños suelen ser rehenes de cosmovisiones menos simpáticas y, secretamente. prepotentes.
Este biopic desangelado sobre Steve Jobs, el profeta del capitalismo digital del siglo XXI, más que una hagiografía audiovisual parece una discreta estampita en movimiento de larga duración acerca de un santo heterodoxo propio de un sistema económico y social que sólo puede reinventarse infinitamente –al menos es lo que aquí se sugiere- gracias a los raros y marginales del sistema. Ya en el plano inicial en el que Jobs presenta al mundo el famoso iPod, la inteligencia asociativa de Jobs puesta al servicio del bienestar de la humanidad se equipara sesgadamente con la agudeza intelectual de Einstein, figura clave que acompaña –como Bob Dylan- todo el desarrollo imaginario de este presunto genio. Jobs, supuestamente, fue tanto un genio como un rebelde, aunque la tosca psicología didáctica del film sugiere que también fue un neurótico obsesivo bastante desalmado, dotado de un olfato singular para los negocios. Del año 2001 en el que Jobs dio a conocer ese aparato extraordinario capaz de almacenar 1000 temas musicales, el film de Stern recorre una línea recta que arranca en 1974, antes de que Jobs se convierta en mito, cuando éste caminaba descalzo por el campus de la universidad, tomaba ácidos y viajaba a la India. Lo que viene luego no es otra cosa que su peregrinación y ascenso a la cúspide del capitalismo contemporáneo, su transformación impredecible de un hippie tardío en un yuppie poco ortodoxo; Jobs finaliza a mediados de los ’90 cuando recupera el mandato de su empresa tras que el CEO de Apple lo dejara virtualmente afuera de su propia creación. La genealogía del universo dactilar de los iPhone y iPod queda en un radical fuera de campo, lo que sucede también con la infancia de Jobs que fue un niño adoptado (lo que explica su rechazo inicial a su paternidad) y su muerte por cáncer de páncreas en 2011. El parecido físico de Aston Kutcher es sorprendente, y en su composición entre mimética y hermenéutica del gurú de la manzana reside lo mejor del film, cuya puesta en escena esquemática no parece estar en sintonía con la alabanza a la creatividad constante, valor esencial en el credo de Jobs. La falta de proporción entre los episodios de la vida de Jobs, un abuso flagrante de la elipsis (el más evidente: la aceptación repentina por parte de Jobs, previo a una negación sistemática, de su primera hija llamada Lisa), una musicalización excesiva en casi todas las escenas (que sin duda cabe en la memoria de un iPod) y un concepto entre nulo y mecánico de cada encuadre, son una prueba de la supina mediocridad cinematográfica que predomina en Jobs. El máximo hechicero del Capital, quien concibió “objetos endemoniados” cuyas “sutilezas metafísicas y reticencias teológicas” deslumbran aún a millones de usuarios en el mundo entero merecía una película a la altura de las circunstancias.
Corazón de León, la nueva película de Marcos Carnevale, repite la extraña fórmula de la primera Shrek: defiende, a pesar de sus buenas intenciones, una concepción de inclusión a expensas de un procedimiento por el cual también se enuncia lo opuesto. En el film del ogro verde se destituía una noción de belleza mientras que el representante de la realeza, curiosamente un enano, se lo ridiculizaba hasta el infinito. La operación de Corazón de León es de otra índole, y en sí responde a una decisión extradiegética: en vez de poner a un verdadero enano en el protagónico se miniaturiza al estimable y talentoso Guillermo Francella, quien representa a los petizos de turno. Como en Shrek, aquí también se trata de una historia de amor: un arquitecto rico de un metro y medio y una abogada divorciada que trabaja con su ex pasan por un conjunto de situaciones cómicas y dramáticas (un “bautismo” amoroso practicando paracaidismo, los gags propios del enamoramiento paulatino entre dos extraños, el primer coito, la aceptación de León por parte de la familia de la enamorada que incluye la aparición de un sordomudo, los rumores en el estudio jurídico y hasta la alegría de una mucama con varios kilos de más por el bienestar de su patrón) que va consolidando el amor que se tienen. La confirmación absoluta del romance coincide con un pico de inverosimilitud en el que León sobrevuela literalmente el inmenso Cristo de Río de Janeiro. Por otro lado, la esperable crueldad de algunos personajes frente a la nueva pareja no está exenta en el propio punto de vista del film, capaz de incluir una secuencia humorística en el que León queda colgando de una alacena mientras su hijo lo observa por unos minutos antes de acudir a su auxilio (el debut de Nicolás Francella como el hijo de León es uno de los escasos aciertos del film). La inestabilidad y arbitrariedad formal del film va desde una moderna división de pantalla para seguir la primera conversación telefónica entre la futura pareja en cuestión hasta un travelling digital hacia atrás en el que vemos a los enamorados disfrutar de un atardecer en el departamento de la heroína; las decisiones formales no responden nunca a un concepto general, aunque las subjetivas del vuelo en paracaídas son precisas. En el fondo, como sucedía en Elsa & Fred, el problema no pasa por retratar el amor en la tercera edad o el erotismo entre un liliputiense y una mujer bella, sino por la ostentación del dinero que se necesita para poder sortear los obstáculos de la vejez y en este caso del efectivo disponible con el que se cuenta para superar las inhibiciones de un hombre frente al resto de sus semejantes. Corazón de León, como Dos más dos (citada en el film de Carnevale), más que constituir una vía para el cine comercial argentino funciona como un síntoma extracinematográfico en el que asoma una delirante fantasía de clase, cuya dócil aceptación colectiva sólo es comprensible debido al vínculo de sus actores con el universo televisivo.
La peli de dos franceses de viaje por Argentina Voyage, voyage, de Edouard Deluc, es una ópera prima extemporánea. Esencialmente, es una road movie, no sólo porque los personajes viajan sino porque el carácter transitorio de la experiencia de viaje es contundente. Las buenas películas de viaje tienen un espíritu moderno y afirmativo: en la naturaleza fugitiva del tiempo se afirma algo, se dice sí mientras todo sucede; no hay una meta a seguir ni un destino a obedecer. El viajero se lanza, inventa algo, vuelve a empezar. Dos hermanos parisinos llegan a Argentina. Estarán un rato en Buenos Aires y asistirán al casamiento de un primo que vive con su mujer argentina en Mendoza. Marcus escribe letras de canciones; Antoine es, según dice su hermano mayor, muy bueno con la tecnología, aunque su aspecto inicial es calamitoso. Recién separado, Antonie permanece dopado, una técnica efectiva para evitar el dolor. Los hermanos pararán en un hotel de segunda categoría, irán a un par de bares guiados por el conserje, y una noche visitarán un burdel. Después, de nuevo guiados por el conserje, viajarán, camino a Mendoza, al Valle de la Luna. En pleno viaje, una mujer muy joven (la hijastra del conserje) se unirá al grupo, y llegarán todos juntos al casamiento. Hay de todo: revelaciones personales y familiares, un par de tiros, una encamada, algunos robos, un novio aterrorizado que para calmar su incertidumbre toma unas líneas de cocaína. Sin embargo, lo que importa es la renovación de los vínculos a la luz de un descubrimiento. Deluc sugiere que en todo viaje (iniciático) la identidad de los viajeros se redefine por la imperceptible pero influyente inadecuación entre paisaje, lenguaje y psicología; de ahí que su mirada sobre Buenos Aires y Mendoza no sea turística, aunque Marcus se saque dos fotos con el obelisco de fondo. La simpatía de los intérpretes es ostensible. Es evidente que Deluc profesa un amor igualitario por todos sus personajes, y por eso Philippe Rebbot, que interpreta a Marcus, y el talentoso y reconocido Nicolas Duvauchelle pueden adueñarse de las escenas con total libertad. Es en la interacción afectiva entre los hermanos, siempre cambiante y dialéctica, donde evoluciona secretamente la película, construida a partir de un contrapunto entre personalidades y estadios anímicos. Voyage, voyage es una película tan amable como ligera. La prepotencia de la cotidianidad apenas se insinúa en este cuento inverosímil sobre dos hermanos que, a pesar de ser sobrevivientes de sus propias vidas, creen tener el derecho de volver a imaginarlas. Una ilusión atendible, un deseo de la gran mayoría silenciosa.