Todo sobre mi madre Es la comedia exitosa que cada año tiene el cine francés. Con mucho de autobiográfico, el filme de Guillaume Gallienne entretiene siempre. El año pasado el cine francés tuvo tres producciones significativas en Cannes con protagonistas que trataban abiertamente su homosexualidad. La vida de Adele y El hombre del lago fueron más discutidas y alabadas, pero Yo, mi mamá y yo les ganó a las dos, en público -casi tres millones de espectadores en su país- y premios César (ganó 5, entre ellos mejor película y actor protagónico). Guillaume Gallienne es un actor, integrante de la Comedie francaise, un hombre de teatro y que ha participado también en el cine. Y primero decidió escribir, dirigir y protagonizar una obra en la que reflejara por todo lo que pasó en su niñez y juventud, cuando buceaba en su sexualidad y la relación con su madre fue traumática. Y luego del éxito que tuvo en escena, decidió llevar su obra a la pantalla grande. Y si en el teatro interpretaba todos los roles, ahora Gallienne interpreta dos, el del protagonista en sus distintas edades, pero también el de su propia madre. Su progenitora no lo trataba como a sus otros hermanos varones (de ahí el título original, Guillaume y los chicos ¡a la mesa!)... y esto a él lo acomplejó sobremanera. El asunto es que el niño poco menos que se mimetiza con su madre, y todo gira alrededor de esa cuestión, en un filme de iniciación y de descubrimiento, más que en esa relación con ella, la más distante con su padre, o con sus hermanos. Por lo general incomprendido, casi siempre extravagante... Si arribar a la madurez puede ser un camino pedregoso, pregúntenle a Guillaume. La película es una serie de viñetas sobre cómo la búsqueda de su identidad sexual lo dejó a veces mal parado, y otras completamente desconcertado.Puede disfrazarse de Sissi, la emperatriz, jugando en su cuarto, o pasar por todo tipo de bullying en diversos internados, llevado allí por su padre en un vano intento por masculinizar a su hijo.Por qué ¿cuál es la esencia de Guilaume? ¿Intenta comportarse como niña porque su madre lo trata distinto? La película nunca abandona el tono de comedia, con implicancias dramáticas o de vodevil, llegado el momento. El protagonista baila sevillanas, va a una clínica en Baviera (el momento más burdo, con Diane Kruger), pero lo que llega al espectador es siempre algo entre noble y gracioso, todo lo cual genera empatía con el protagonista absoluto de esta comedia entretenida y para divertirse y reflexionar. Y la banda de sonido, que va de Verdi o Wagner a éxitos de Queen y Supertramp, acierta precisa en los momentos en que debe aparecer.
Scarlett Johansson es la nueva heroína en problemas de un filme del director de “Nikita”. Luc Besson tiene predilección por las mujeres como heroínas, que suelen contar con pocas armas para salir adelante, y ver cómo se las ingenian. Lo de pocas armas es en sentido figurado, porque si uno recuerda a Nikita, o advierte cómo se desenvuelve la Lucy de su nueva película, son mujeres de armas tomar. Al director de El perfecto asesino y Juana de Arco también le agradan los filmes de acción, con muchas balaceras, un malo muy malo, la contraposición que impera y actos supremos de epopeya y hazaña difíciles de conseguir en la vida real. Bueno, Lucy es capaz de todo. Y más. Scarlett Johansson no siempre se encuentra cómoda en Oriente. La joven actriz de Perdidos en Tokio aquí tiene que hacer un encargo en Taiwán, y termina contra su voluntad como una “mula” para transportar una droga. Todo sale peor que mal, y el estupefaciente comienza a surtir efectos en ella. Básicamente: si los seres humanos utilizamos sólo el 10% de nuestra capacidad cerebral, Lucy en pocas horas alcanzará el 100 %. Y querrá vengarse. Y querrá curarse. Y querrá muchas cosas más que en sólo 89 minutos Luc Besson nos contará con lujos de detalles, violentos, sanguinolentos y así. Morgan Freeman es el científico que baja línea, y que intentará ayudar a Lucy, en tanto Amr Waked (el actor egipcio de Syriana y Un amor imposible) es el agente del orden y que intenta poner el ídem. Pero en una producción de Besson ya sabemos que eso es, casi, imposible. Y Choi Min-sik, el gran actor surcoreano de la Oldboy original, es el mafioso de la droga que de-sata una batalla en la que Lucy es una guerrera que, segundo tras segundo, descubre más y más poder en su mente, en sus manos, en su cuerpo. Y, es el cuerpo de Scarlett. Entretenidísima, Lucy se resiste a la lógica. Si las persecuciones automovilísticas en el centro de París son reales en un 90 % (el resto se hizo por computación) como afirmó Besson, habrá que aferrarse de la butaca. Johansson ya se probó como la Viuda negra de Los Vengadores, así que este papel no le queda holgado de ninguna parte de su ceñida ropa.
Como “Brazil”, pero descremada El universo de Terry Gilliam es más vasto y fecundo que el del resto de los integrantes de Monty Python, el grupo inglés que integró, y con el que, además de programas de TV, realizó películas. Pero Gilliam, estadounidense que renunció a su ciudadanía y abrazó la bandera británica, fue mucho más feroz cuando inició su carrera como cineasta solista. Tanto, que J. K. Rolling, que lo quería como director de la primera Harry Potter, obtuvo un no rotundo de Warner Bros. Con Brazil como eje - Un mundo conectado tiene hasta tomas copiadas-, Gilliam volvió a remachar sobre la alienación, la búsqueda del sentido de la vida, el amor, el autoritarismo y la desesperanza, en un filme ciertamente mucho menos logrado, por momentos caótico y redundante, pero con la imaginería visual que se le conoce al egocéntrico realizador. Gilliam tiene en el centro a Qohen Leth (un rapado Christoph Waltz, coproductor del filme), algo así como un hacker que quiere descubrir, en un futuro tal vez no muy lejano, el sentido de la vida el que hablábamos antes. Trabaja para una compañía que lo explota, y aguarda una llamada telefónica que le diga para qué vive. Así de simple. Lo complejo es todo el andamiaje al que echa mano el director de 12 monos, rodando prácticamente en los interiores de una iglesia abandonada (el refugio y vivienda de Qohen), con personajes anecdóticos circulándole a su alrededor. Puede ser su supervisor (David Thewlis), el dueño de la empresa (Matt Damon), la psicóloga a distancia (Tilda Swinton) o, mucho más cercanos, una joven seductora (Mélanie Thierry) que de tanto seducir al tímido le dirá que no podrá poseerla, y un asistente (Lucas Hedges) que, aparentemente, lo quiere ayudar. Es que en el mundo de las apariencias es donde más se va desarrollando la trama. Pueden pronunciar mal su nombre (¿alguien volvió a decir Brazil?), habrá sueños y pesadillas y un ser tan solitario como temeroso y valiente, que al escuchar “estoy tan necesitada de que necesiten de mí” no sabrá qué responder. ¿Un Gilliam menor? Y, esperen a la última toma, después de los títulos.
El 3D es otra arma más que efectiva en este regreso de la novela gráfica. El cine en 3D viene siendo mal usado o mal aprovechado y hasta bastardeado, pero el giro que tiene en Sin City: Una mujer para matar o morir lo justifica con creces. Y no porque la primera adaptación de las novelas gráficas de Frank Miller, que se estrenó en 2005 y en formato convencional, no haya sido efectiva, impecable y original, saltando de los dibujos a la acción en vivo, con montaje abrupto. La novela gráfica o el cómic pueden sacar muchísimo provecho del 3D. Pese a la reticencia inicial de Miller -autor, también de 300, y codirector con Robert Rodríguez de la primera Sin City y de ésta- los resultados son admirables, en cuanto a la forma. En cuanto a la trama y el sabor que deja, es muy similar a la anterior. Personajes dañados, abandonados a su suerte o buscando (y brindando) protección, mucha estética neo noir, mujeres exuberantes, tiroteos increíbles, oscuridad predominante, el ruido seco de los golpes o desmembramientos... Eso es el universo de Sin City, al que regresan algunas caras conocidas y se suman otras nuevas. Las historias son cuatro, y se entrelazan. Vuelven Nancy (Jessica Alba), la stripper que ya no cuenta con su protector, John Hartigan, el policía que encarnaba Bruce Willis (pero que regresa como una presencia fantasmagórica). Está Marv, el matón solitario con la cara de bestia de Mickey Rourke, que deambula amniótico por las cuatro historias; el personaje que antes tenía un rostro parecido al de Clive Owen, ahora se asemeja al de Josh Brolin, su reemplazante, para proteger -o lo que haga falta- a la seductora Ava (Eva Green), nueva adquisición de femme fatale. Y Johnny (Joseph Godon-Levitt) tiene unas cuentas pendientes con un político, que deberá resolver más allá de la mesa de juego, donde suele ganar. Hay mucho para el regocijo. Las acciones saltan del blanco y negro a colores inesperados, un lápiz labial u ojos pueden así resplandecer en contraste. El espíritu que anida en las siluetas y en las entrañas de los personajes de Sin City está al borde del cinismo -cuando no cae en él-. Hay una cosa que es cierta: la sorpresa que fue la primera es algo difícil de repetir, pero la experiencia de esta Sin City es por momentos de gozo y deleite.
La suma de todos los miedos En su último rol protagónico, Philip Seymour Hoffman acapara toda la atención. Ciertas circunstancias pueden cambiar la percepción de una actuación. La muerte por sobredosis de heroína de Philip Seymour Hoffman, en febrero, ha hecho que El hombre más buscado sea su última actuación protagónica. Si el actor de Capote tuvo siempre una suerte de imán hacia la platea, en la adaptación del best seller de John Le Carré pareciera que Günther Bachmann tuviera mucho, pero muchísimo más peso específico que el personaje del título, un joven ruso sin papeles al que se presume terrorista. La novela de 2008 se centra en Issa Karpov (Grigoriy Dobrygin), quien llega ilegalmente a Hamburgo, Alemania, para sacar la fortuna de su padre de un banco que regentea Thomas Brue (Willem Dafoe), para lo que contrata a una abogada de derechos humanos (Rachel McAdams). Günther, o sea Philip Seymour Hoffman, encabeza una pequeña red de espionaje alemana, que tiene en la mira a la comunidad musulmana, y debe averiguar si el recién llegado integra, o no, la trama de un presumible atentado. A lo intrincado que se va volviendo el asunto -pero nunca como en El Topo, otro best seller de Le Carré- se le suma esa atención por el actor que asume el rol principal. Entre sorbos de whisky, las poses de su cuerpo, las miradas, la manera de enunciar sus parlamentos -a veces susurrando-, estamos ante un festival Philip Seymour Hoffman, pero sin sobregiros. Como si hubiera sabido que lo que estaba haciendo era su legado como actor principal. Porque ¿cuánto confía en sí mismo? Casi nada es lo que sabemos de su vida interior -retaceos de información bien administrados por el guionista australiano Andrew Bovell (Al filo de la oscuridad) y el realizador holandés Anton Corbijn (El ocaso de un asesino, con Clooney)-, lo que acrecienta el enigma alrededor del personaje. Si pudiera apartarse por un instante la mirada al actor, está la no tan embrollada pero sí compleja historia de traiciones, dudas y agachadas propias de una novela de espionaje. Porque después del 11 de septiembre de 2001 -hoy se cumplen trece años- la paranoia cunde en todo Occidente, pero los precios que algunos están dispuestos a pagar por la pretendida “seguridad nacional” son tan altos como muchas veces descabellados. Y de eso también trata El hombre más buscado. ¿Cuántas veces uno se topa con una adaptación inteligente y, a la vez efectiva? Este es un filme en el que la tensión se acrecienta, las vueltas de tuerca no son increíbles. Y claro, está él, como un he chicero, un gancho que la película aprovecha en sano beneficio.
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Un auténtico hijo e’ tigre Gael García Bernal se luce en este “western revisionado” de Pablo Fendrik, con tintes ecológicos y un aire místico que lo resignifica. En el western, los foráneos, los de afuera llegan, polvorientos al lugar rocoso a imponer su ley. Lo que sucede en El ardor es que no hay ley que valga, parece, y los sicarios que arriban lo hacen sudorosos, pero por el exceso de humedad de la selva misionera, y son enviados por terratenientes que quieren devastar la zona para beneficio propio. La trama, la excusa argumental para que arranque y se desarrolle el filme, es simple. Los asesinos (tres: el jefe, un excelente Claudio Tolcachir, más Jorge Sesán y Julián Tello) son enviados por quienes desean usurpar las tierras y aniquilar a los legítimos dueños, si no firman un modelo de contrato de venta bastante espurio. Y terminan aniquilando a un campesino agricultor, y secuestrando a su hija (la brasileña Alice Braga. Kai (interpretado por Gael García Bernal, otra pata internacional y americana del proyecto), hombre de pocas palabras, que había conseguido cobijo en el lugar, parte, entonces, a su rescate. Pero el personaje de Gael García Bernal si se parece a algo es a un samurai, y no solamente por la cuestión del honor. La película de Pablo Fendrik, el mismo director de las potentes El asaltante y La sangre brota, es el largo enfrentamiento, hasta el esperado duelo final, en medio de la selva. Los personajes se esconden y sorprenden, ya que a diferencia del western aquí no hay lugares abiertos, sino que Fendrik aprovecha lo laberíntico del espacio selvático para crear más y más suspenso. Si en un filme de terror las apariciones son nocturnas, aquí el verde de la jungla juega en ese sentido. El filme también puede entenderse desde su costado ecológico. Hay quienes desean usurpar para su beneficio, y quienes protegen la naturaleza, sean humanos o animales. Al filme lo recorre un aire místico, agigantado por la presencia animal enigmática, y la escasez de los diálogos, que son como la violencia del filme: secos. Gael García Bernal luce entre misterioso e inescrutable. Hay alrededor de Kai algo de intriga como también de reserva, como si el personaje que surge de la selva fuera un ente mítico sobrehumano. El rol del héroe, que en apariencia juega con menos armas que los malvados, le sienta bien, con o sin su físico trabajado. No hay muchos exponentes aquí del género -western revisionado, o drama ecológico con filme de acción, o como quieran definir a El ardor-, pero el ostensible esfuerzo de producción y la capacidad narrativa de Fendrik lo representa sobradamente bien.
Diversión con parodia ochentosa Stallone frente Gibson, en un duelo en el que importa más el choque que la trama o la forma. Hace cuatro años, Los indestructibles sorprendió, si el término fuese posible, contingente, porque era una combinación de espíritu ochentoso con cine de acción y humor. Con Sylvester Stallone a la cabeza, las figuras de Dolph Lundgren, Jet Li y un astro nuevo del cine de los golpes, Jason Statham, era divertida, o daba para la diversión. La saga ya va por la tercera entrega (Los indestructibles 2 se estrenó en 2012, ya con Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme y Bruce Willis, que no están en la 3, y Schwarzenegger que la sobrevivió, a bordo) y el espíritu reinante es el mismo. Nadie puede decir que los gags o las situaciones disparatadas -los saltos acrobáticos de Barney Ross (el personaje de Stallone, líder del grupejo de elite), por ejemplo- no tengan parangón con la saga de Rápido y furioso, o la ¿terminada? de Duro de matar. Y la cuestión tampoco pasa por la trama, que es más o menos la misma de siempre -rescate de un compañero, en el caso Doc (Wesley Snipes), más salvatajes y duelo con el malvado de turno, aquí un Mel Gibson que fue iniciador de Los indestructibles, pero se pasó al lado oscuro y ahora es traficante de armas-. Ni porque se sume un grupo de jóvenes -nunca novatos- luchadores del lado de los buenos (sin olvidar que actúan contratados por el Gobierno de los Estados Unidos, pero fuera de la ley). La cuestión principal no es de forma, sino de choque. Los indestructibles los matan bien muertos a los malos, pero en toda película de acción el personaje que se viste de malvado tiene que ser fuerte, no en su musculatura sino en su sapiencia. En su maldad. Del Guasón de Jack Nicholson que ensombrecía al Batman de Michael Keaton en el filme de Tim Burton al presente hay cientos de ejemplos. Mel Gibson da con el rol del maquiavélico, cruzando de vereda, y ya poco importa que del lado de los buenos estén Jet Li y Dolph Lundgren, que fueron antagonistas de Gibson en Arma mortal 4 y de Stallone en Rocky 4. Esto es el siglo XXI y si vamos a reciclar, reciclemos bien. La película entretiene en su ley, no tiene la violencia desatada ni descabellada de otras producciones de Stallone, porque por momentos más que una parodia a los ‘80 se asemeja a un cómic, o a un episodio de un dibujito animado de acción, puro diversión.
Aplastante y excepcional Provocativo antes que provocador, Damián Szifron pinta a la sociedad argentina con humor y violencia. Un cineasta es alguien que piensa, sueña y habla en términos de cine. Damián Szifron es un cineasta como Hitchcock, como Spielberg, como Scorsese. Bastarían charlar tres minutos con él para advertirlo, pero mejor es ver el resultado de lo que pasa por la cabeza de este animal de cine, y que en Relatos salvajes llega a su expresión más acabada, aplastante y abrumadora a la vez, mucho más que en El fondo del mar o Tiempo de valientes. Szifron es un creador, dueño de una inventiva audiovisual apabullante, que hace que cada una de las historias se sigan -se disfruten, bah- como en una montaña rusa. El asunto, lo que lo hace más adrenalínico aún, es que nunca se sabe cuándo el carrito va a pegar una vuelta de golpe, o va a llegar el descenso en velocidad más espeluznante. Y se ha dicho desde su presentación en mayo en la competencia en el Festival de Cannes que los personajes -todos los personajes- de Relatos salvajes son seres más o menos comunes que se ven expuestos a situaciones que los desconciertan. Circunstancias que ciertamente son más fuertes de lo que ellos pueden aceptar. Y actúan en consecuencia. Como pueden. A veces, sólo a veces, sin medir los efectos. La mirada de Szifron es para nada condescendiente. Y disculpen, pero contar de qué va cada uno de los episodios le quita el plus, el juguito intrínseco a cada historia. Narrativamente, Szifron estructura cada cuento como el viejo y querido relato -presentación, desarrollo y desenlace, este último con giros totalmente inesperados, para los protagonistas como para el público-. Y el espectador atento notará que nada está hecho por que sí. Que Szifron opta, cuando puede, por cerrar y abrir cada relato con un fundido a negro (observen cómo abre y cierra Bombita, el corto de Ricardo Darín). Con el tiempo a Relatos salvajes se la verá como al Tiempo de revancha de Aristarain. La película en seis episodios refleja la idiosincrasia argentina, es un espejo de la sociedad nacional hoy, desprotegida, con lucha de clases, corrupción generalizada y varios etcétera. La suma de los factores sorpresa y humor -negro, negrísimo- hace que cada relato sea tragicómico, a excepción, claramente, del quinto, La propuesta, con Oscar Martínez, el más duro de todos. Szifron es provocativo antes que un provocador. Un maestro en crear tensiones, y desatarlas, en jugar con los temores del espectador al enfrentarlo a estos personajes y situaciones. ¿Qué haría uno si le pasara lo que al automovilista en la ruta de Salta (El más fuerte)? ¿Salvaría como fuera a un hijo de ir a la cárcel? ¿Cuáles son nuestros límites morales? Porque aquí hay personajes con doble moral, como corderitos. Y otros que van de frente.¿Qué les pasa a los protagonistas de Relatos salvajes? Lo inesperado, lo cruel; se encuentran con la violencia que halla una vía de escape; la indignación, el sentirse solo ante el mundo, y que lo pisoteen, que se le rían en la cara. O se preguntan cómo escapar de una situación apremiante. El filme habla también de la justicia por mano propia, o al menos hay personajes que intentan enmendar las cosas cuando la justicia -no la divina-, no aparece. No es que tarde en llegar. No llega nunca. Hay cortos más tribuneros que otros (Bombita, por caso), en los que uno puede sentirse más identificado. Y unos con más humor que otros, o más de género -El más fuerte-, después del gran aperitivo que es Pasternak (con Darío Grandinetti), aún antes de los títulos. No importa. El nivel de las actuaciones -los secundarios de Bombita son todos sencillamente para la mesita de luz-, y la música, la cámara y la fotografía, los efectos especiales, todo está unido en la construcción de la mejor película argentina que combina arte y cine comercial en muchísimos años.
Donde pone el ojo... Mark Ruffalo interpreta a un adicto al sexo que trata de salir adelante, pero se enamora de Gwyneth Paltrow, y... Entre la comedia y el drama. Las adicciones no suelen deparar comedias, sino por lo general dramas, y Gracias por compartir tiene un pie en cada estribo. Tal vez sea el hecho de que la adicción por la que Adam sigue el programa de los famosos 12 pasos sea la del sexo que uno se siente, a lo sumo, más relajado desde la butaca. Pero no. A Stuart Blumberg le gustan las tramas controvertidas. Fue guionista de Divinas tentaciones (un sacerdote y un rabino se enamoran de la misma mujer), de La chica de al lado (un adolescente se vuelve loco cuando una estrella del porno se muda al lado de su hogar, y se enamoran) y de Mi familia (dos jóvenes que nacieron de inseminación artificial llevan a sus progenitoras -dos mujeres- a su padre biológico). Aquí, Adam no es el único que tiene que lidiar con alejarse de las tentaciones. Interpretado por Mark Ruffalo (de Mi familia), Adam lleva cinco años sin abrir la bragueta hasta que conoce a una mujer (Gwyneth Paltrow, nada menos) y le cuesta horrores contarle la verdad. Menos problemas tiene Neil (Josh Gad), ya que por más que está en el programa de rehabilitación, se engaña a sí mismo y a quienes lo rodean acosando mujeres en el subte, en su trabajo y mirando porno. Adam es el "mentor" o guía responsable de Neil, y Mike (Tim Robbins), el de Adam. Más que sumergirnos en el infierno, Blumberg está más preocupado por mostrar cómo el apoyo mutuo es más que suficiente para salir adelante. De ahí que intuimos que los tres personajes sufrirán su zancada, pero que probablemente saldrán a flote. Es una instinto. Lo mejor del filme es que no nos mueve a la compasión. Seguramente porque tampoco juzga a los personajes. Fuera del terceto, quien se roba las escenas es Pink, la cantante que hace su debut en un rol dramático en esta opera prima de Blumberg, un nombre que empezaremos a oír más seguido, porque sabe narrar sin caer en agujeros y también conseguir un elenco -y qué elenco: sumen Joely Richardson, Carol Kane y Patrick Fugit- que se adapta a su guión y no a la inversa. Con una banda sonora excepcional, la película plantea cuánto se gana o se pierde al mentir en una relación o no ser sincero consigo mismo. O sea: cuando no se comparte.