Un filme de solidaridades No solamente le tema de la violencia de género aflora en Refugiado, ya que la situación que enfrentarán Laura y su hijo Matías, a partir del abuso, es mucho más abarcativa. Laura (otra magnífica composición de Julieta Díaz) no tolera más el maltrato de su pareja, Fabián, y un buen día decide marcharse de su hogar, junto con su pequeño hijo de 7 años, y otro que espera en su interior. A partir de ahí comenzará el peregrinaje por refugios, en busca de una salida, lejos del monoblock de Lugano. Laura no es la única que pierde y deja atrás su pasado. Matías abandona el colegio, los amigos, el barrio, y Diego Lerman se detiene en esos momentos como si fueran anécdotas, pero las desmenuza con un tratamiento dramático duro, profundo. Son personajes en búsqueda, en una viaje que no esperaban realizar, y el espectador va hacia allí -hacia donde sea- con ellos. El trabajo de cámara, mayormente en mano, y la iluminación de tonos oscuros, ocres, del director de fotografía habituado, avezado al documental, el polaco Wojciech Staron (es una coproducción, entre otros países, con Polonia), no hacen más que acercar, aproximarnos a los dos protagonistas. Porque por los ojos de Matías se ve, se siente todo lo que pasa. Lerman no muestra la violencia, pero sí sus consecuencias. Tampoco al marido maltratador. Todo lo que sabemos de él, es por referencias, o por su voz en el teléfono. Así, es más temible el personaje. El fuera de campo, lo que no se ve, genera una tensión insoslayable. Como si la presencia del “Mal” estuviera allí, al acecho, aunque no esté en cuerpo, pero sí en el rostro de Laura. Fabián la acusa de tener en su vientre un hijo que no es suyo. Y la trama habla de una persecución por parte del marido, pero también de signos de solidaridad. Lerman construye el relato poniendo en estado claro la diversidad de conflictos, y cómo una madre, con suerte, puede salir adelante aunque las circunstancias le jueguen una y otra vez en contra. Porque Refugiado no es un filme denuncia, ni se queda en ella nada más. Es una historia que parte de un abuso -el moral, el intelectual, el físico- para terminar hablando de las relaciones, de la solidaridad y del espíritu humano. La acabada actuación de Sebastián Molinaro (Matías) tal vez contó con la ayuda de que la película se haya rodado cronológicamente, y el niño fue siguiendo paso a paso la historia. Como fuera, Refugiado se cimienta en Julieta Díaz y en Molinaro, pero no es sólo una película de actuaciones, sino que éstas están bien en servicio del relato. Lerman ha ganado en adultez, y su futuro sigue siendo portentoso.
A desesperar, que se acaba Hollywood Cronenberg hace un corte transversal al mundo de Hollywood, y muestra sus miserias, codicias y dolor. "La gente no llega a nuestras vidas por casualidad. Nosotros las llamamos". (Dr. Stafford Weiss, o John Cusack, en el filme). Los personajes de David Cronenberg enfrentan tormentas. No siempre las atraviesan, que sabemos no es lo mismo. Los protagonistas de Polvo de estrellas están parados ante una pérdida -el director de Promesas del Este puede ser más o menos sutil, pero se trata de aspectos morales, de deseos sexuales, ambiciones y de cordura-, y tratan de ver cómo salen de ese embrollo. Si lo encaran o, mejor (peor) apechugan. Como en Crash y otros de sus títulos, incluido La mosca, hay personajes que sufren una mutación física. Aquí es Agatha -Mia Wasikowska-, que en un accidente su cuerpo y su rostro se desfiguró, porque sufrió quemaduras. A otro como Havana (Julianne Moore) el paso del tiempo le está afectando no sólo la carrera de actriz B en Hollywood, sino también su vida personal. Y hay un niño estrella que comienza a advertir que todo lo que lo rodea no es precisamente oro sino codicia, la juventud está por saltarle encima y está en esa etapa formativa, que puede ser deformativa en su caso. Pero hay más personajes, en esta suerte de Las reglas del juego de Cronenberg, comparándola con la película mamut de Robert Altman. Uno es un gurú de famosos, el doctor de la frase con que comienza esta crítica, y otro un chofer de limusina (Robert Pattinson) que quiere poner un pie en el mundo de Hollywood. En el mundo artístico, se entiende. Porque Polvo de estrellas se enmarca en la Meca del cine, pero sus personajes podrían moverse en otro universo. Si Havana (Julianne Moore está estupenda en un rol neurótico y complicadísimo) desespera por obtener un papel que otra actriz, sea o no más joven, está a punto de obtener, es una situación que se da en otros ámbitos. El egocentrismo está ahí, en todos los personajes. A veces cuesta distinguir entre cinismo y desesperanza. Estaría bueno preguntarle a Cronenberg cuánto hay de amor y cuánto de sexo en las relaciones carnales que ofrece al espectador. Cada uno lo entenderá a su antojo, pero recuerde el lector otros filmes del director de Crash, o Una historia violenta, y el coito no es un tema menor en su filmografía. Provocador, hay escatología, sexo, violencia desmedida y gente que no es fiel a sí misma... ni a nadie. Un Cronenberg auténtico, tal vez no de los que llenan de cine los ojos, pero con la fiereza que descarna. Como siempre.
Martín Bossi, en una comedia romántica El actor se prueba en un rol diferente, lejos de las imitaciones. El de la comedia romántica es un género que al cine argentino le cuesta. Mucho. Trate de recordar una comedia romántica nacional que le haya atrapado. ¿Ve? Un amor en tiempos de selfies, llegado el momento en el que a la clásica "chico conoce chica, se enamoran, algo los separa", que por lo general sucede cuando faltan 10, a lo sumo 15 minutos, le suma como aditamento un costado dramático. El final, que por supuesto no vamos a comentar, abre discusiones entre quienes ya la vieron. Martín Bossi, que se disfrazaba de mucama travesti paraguaya en Viudas, aquí no hace una imitación, que es por lo que el público más lo conoce o festeja. Es Lucas, un profesor de actores de stand up, que vive solo y en el amor tiene relaciones pasajeras, que conoce a Guadalupe. Ella cae a su curso empujada por su jefe (Luis Rubio) para que gane espontaneidad en su desenvolvimiento laboral. Decir que se enamoran tal vez sea fuerte, algo pasa entre los dos. Pero ella invade su espacio, comienza a cambiarlo -le asegura que lo convertirá en estrella, por otra parte- y otro algo hace crack en la estructura de Lucas. Inestabilidades emocionales al margen, lo que es imperativo en la pantalla es la diferencia de peso y carisma de Bossi y María Zamarbide, muy linda pero muy poco comunicativa. Bossi está algo sobrepasado en su actuación -algo para marcarle a Emilio Tamer, en la dirección de actores-. Por supuesto que Un amor en tiempos de selfies no tiene que hacerse cargo del déficit nacional en el género. Bossi apostó bien fuerte a un cambio en su registro, y creemos no equivocarnos al decir que él es lo mejor que le pasa a la película. Cómo funciona ante espectadores no familiarizados con él es la pregunta. En el elenco hay actores que acompañan (Manuel Wirzt, Roberto Carnaghi, el mencionado Rubio) y otros que tienen un par de cameos, con peso propio.
Le falta muñeca... Ya se sabe que si hay algo que no abunda por Hollywood, son ideas, y que cuando una pega, como cláusula gatillo se dispara la secuela, la precuela o un spin off, que es como llaman elegantemente a echar mano a algún personaje de la película que fue éxito y hacerle su propia película. Annabelle es eso, el ejemplo más acabado, y para más, fue y es un negocio redondo. A años luz de imaginación, climas, suspenso y pesadillas de El conjuro, costó casi nada (US$ 6,5 millones) y lleva recaudados 150 millones en todo el mundo. Anabelle era la muñecota pelirroja que era utilizado por un demonio para atrapar el alma de un inocente. Así que años antes, aquí Anabelle es la muñecota que es utilizada por un demonio para atrapar el alma de un inocente. La familia que cae en desgracia está en formación. Es un matrimonio embarazado de una beba, que una noche sufre el ataque de la hija de unos vecinos, que integra una secta satánica. A partir de allí, por más que se muden, Annabelle -la muñeca más cara de la colección que tiene Mia, la esposa- les hará la vida imposible. Mia tiene apariciones diabólicas, la arrastran por el suelo, le estalla el pochoclo en la cocina, se corta con la máquina de coser, en fin, le pasa de todo. Al marido, que es médico y que siempre encuentra una explicación lógica a lo ilógico, no. Deambulan por la trama Alfre Woodard, como una librera, y Tony Amendola como el cura -latino- que más que ayudar, baja línea. Floja desde donde se la observe -hubieran disimulado el bajo presupuesto haciendo más escenas de exteriores, y no casi todo entre cuatro paredes-, Annabelle, de John R. Leonetti, no aporta nada, ni siquiera a los espectadores más jóvenes que hayan visto poco cine de terror.
La tristeza no es sólo brasileña La decadencia de una familia acomodada carioca, sin pintoresquismo ni regodeo de favelas. Es una producción brasileña, pero bien podría ser argentina, chilena, peruana... Casa Grande trata sobre una familia que supo estar bien (muy bien), superacomodada, pero que ve cómo entra en decadencia. En realidad, los distintos miembros de esa elite tratan de disimular que los tiempos de bonanza son pretéritos, y la mirada a la crisis económica dispara la social y la interna, dentro de esas más que cuatro paredes de la mansión carioca. Allí vive Jean, un joven que poco a poco comenzará a sufrir los infortunios, los descalabros que Hugo, su padre, no pude remendar. Jean es adolescente, está terminando el secundario y descubriendo el amor con una chica de otra clase social, el sexo con una mucama, su futuro como universitario y una realidad que le estalla en el rostro. Filmada con buen presupuesto, Casa Grande no tiene nada de pintoresco, ni imágenes del Corcovado. Este Brasil que pinta el debutante Felipe Barbosa no es de postal, pero tampoco se regodea con las favelas. Es decir, Casa Grande escapa a los parámetros en los que se suele mover el cine brasileño for export. El filme va pivoteando entre Jean, su padre y su madre, y cómo la mentira no puede taparse con más embustes o falsedades. El engaño es como una manta corta. Jean se ve obligado a tomar el bus para ir a su colegio privado cuando su padre echa a Severino, su chofer (y le dice a Jean que se fue de vacaciones). Y comienza a enfrentar un mundo que desconocía. La película también enjuicia, pero sin el dedo en alto, los valores que se pierden cuando lo que se extravía es la cordura, al margen del dinero. Al ser el protagonista un adolescente, el espectador entiende de movida que algún arranque, un desborde puede suceder. Barbosa no se deja llevar por impulsos, ni propios ni los de los personajes. Sabe cómo mantener el relato en sus cabales, apuntando a lo íntegro y no a lo superficial. Las actuaciones son todas más que correctas en este filme que merecía una difusión y salida comercial más amplia que la que está teniendo en nuestro país.
Hay vida después de la muerte Filme para chicos mayores de 9 años, es una maravilla de color, oscuridad y humor. Siempre es auspicioso y revigorizante ver que en la animación no está todo dicho, y mucho menos dibujado. Que además de animalitos parlantes que repiten una y otra vez la fórmula, con mejor o peor suerte, hay quienes tienen el ingenio y la creatividad para imaginar y concebir nuevos personajes, nuevos mundos, nuevas historias. El libro de la vida está arraigado en la celebración del Día de los muertos, una fiesta que en México -donde transcurre la trama de esta película financiada por Fox Animation- tiene su impronta. Y así como Hollywood vende Halloween fronteras afuera, el Día de los muertos (totalmente emparentado con la Noche de Brujas) tiene su seducción, sus atractivos, si se tiene más de 9 años... Porque hay personajes que mueren, y resucitan. Pero no son zombies, porque no son humanos. Son muñecos. La estructura del filme es bien de telenovela. María, más libre que una mariposa, es la joven que ya desde niña se disputan dos amigos, Manolo y Joaquín. El primero desciende de una familia de toreros, pero él se niega a matar a nadie y quiere ser cantante y guitarrista. El segundo es un héroe militar, con medallas en el pecho. Y todo se desarrollará en distintos universos, ya que una vez que se muere, o se va a parar a la Tierra de los recordados, donde reina La Muerte -que, ojo, es buena y bella- o la Tierra de los Olvidados, regenteada por Xibalba, oscuro y ruin. Ella apuesta a que Manolo se quedará con María, y él a que lo hará Joaquín. El libro de la vida del título es precisamente aquel en el que se encuentra el relato, que la guía turística de un museo le lee a un grupo de escolares escépticos. Llegará la vuelta de tuerca, pero los papis mejor se callan la boca y no le arruinan la sorpresa a los chicos. Porque si bien está destinada a ellos, es tan encantadora la película, con tanto color, brillo, pero también oscuridad y humor en porciones similares, que no faltará el adulto que opte por verla en la versión subtitulada, con las voces originales de Diego Luna, Zoe Saldana, Channing Tatum, Ron Perlman y Christina Applegate. Gustavo Santaolalla cumple un rol importantísimo, ya que no sólo compuso música para el filme que produce Guillermo del Toro y dirige Jorge R. Gutiérrez, sino que reversionó temas ajenos, sean clásicos mexicanos u otros de Radiohead o Rod Stewart. Eso, más los toques de cultura popular y el humor, logran que las vidas de estos muñecos de madera no sean de ídem, y muestren su ternura y corazón. Gran película, pero no para los más pequeños.
Robert Downey Jr. está omnipresente en este filme sobre un abogado sin escrúpulos. En un momento, Robert Downey Jr. hizo un clic y dejó de hacer de pendenciero rebelde -aunque se ve que lo de fanfarrón le sale naturalmente, porque lo mantiene película tras película- y pegó un giro en su carrera. Claramente lo benefició, y en esto nada deberían tener que ver sus adicciones, hoy abandonadas, y sus meses en prisión. No. Downey Jr. creció y no sólo en edad. Además de ser Iron Man, produce dramas como El juez -del director David Dubkin, hasta aquí especialista en comedias como Los rompebodas-, que también protagoniza, y aunque en ella todo parece regido por el esquema de Hollywood, él y Robert Duvall, su padre en la ficción, están un escalón más arriba. La trama, sí, lo tiene en el centro de la escena. Aquí personifica a un abogado al que suelen contratar tipos que sabe que son culpables, pero él es exitoso y los hace liberar o ganar los juicios por dinero. Mucho dinero. Habrá que ver si puede evitar que su padre, del que está distanciado desde hace años (y la película se irá encargando de decir los motivos), no termina en la cárcel por un homicidio culposo. El juez del título es un Robert Duvall cascarrabias, que acaba de perder a su esposa y que tiene otros dos hijos allí, en Indiana. La película se olvida un tanto de estos dos (uno con retraso mental, el otro -Vincent D’Onofrio- bastante apacible) para quedarse en la tensa relación padre hijo. Pero como tal vez creyeron que esa línea no podría sostener todo el relato, le agregaron subtramas -la mujer le pone los cuernos; en el pueblito que abandonó, Henry reencuentra a su ex novia-, pero siempre, siempre ¿eh?, Downey Jr. está en pantalla. Así, entre el entorno del personaje -familiar y de relaciones amorosas- y el conflicto judicial, la cosa termina a dos aguas. ¿Importa saber si el papá de Henry atropelló a propósito, o no, al occiso? ¿Henry volverá con su mujer? ¿Se quedará con la ex novia? ¿Volverá algún día a la gran ciudad a terminar el juicio que abandonó porque falleció su mamá? Entre tantas preguntas deambula El juez, por momentos un filme recalcitrante en su demagogia, cuando no remarca con trazos fuertes lo que debía mostrarse con sutileza. Apartando las actuaciones, es tan salido de manual todo lo que sucede en pantalla que estaríamos hablando de un patrón estereotipado, al que la bandera flameando no le agrega ni le quita nada. Eso sí, gracias a Downey Jr., Duvall, Vera Farmiga, D’Onofrio y compañía.
Ojos que no ven, corazón que sí siente Allen está cada vez más sentimental y romántico, y su nueva comedia, que parece un relato ligero, encierra profundidad. Da gusto verla y disfrutarla. Woody se nos está poniendo más y más romántico con el pasar de los años. No es que hayamos olvidado cómo corría por las calles de Manhattan rumbo a los brazos de Mariel Hemingway en aquel filme de 1979, pero tras estos 35 años que pasaron, el director de Blue Jasmine ha aplacado en sus guiones el humor y se ha vuelto más sentimental. O, de ser eso posible, como si quisiera más a sus personajes hoy que antes. Magia a la luz de la luna es de esos títulos que parecen poco ambiciosos, de tono ligero, pero que encierran una profundidad que pasa más por el corazón que por la mente. Es una historia de amor en la que el protagonista masculino se debate entre la razón y el sentimiento, entre conquistar -y dejarse conquistar- más allá de la lógica. Y eso que Stanley (Colin Firth) forma con su prometida una pareja “hecha en el Cielo”, y ella tiene todo lo que él, un ilusionista en los primeros años del siglo XX, ansía: lógica, sentido común y belleza. Stanley es un mago inglés que posterga unas vacaciones con Olivia llamado por un amigo (Simon McBurney), para desenmascarar a la que entienden es una impostora. Sophie (Emma Stone) dice ser una médium, y ha seducido y embaucado, creen, a una familia aristocrática, al punto de que el hijo (Hamish Linklater) le ofrece matrimonio mientras le recita con el ukelele y la madre (Jacki Weaver) va a financiarle una Fundación. Y allí va, de Berlín a la Costa Azul, a descubrir a esa falsa espiritista. Más que en otras películas, Allen remarca las diferencias entre Stanley (que, como mago, se hace pasar por el chino Wei Ling Soo en sus actos) y Sophie. Pero el espectador que conoce al director sabe que algo los unirá. Y pese a intuirlo, como otras tantas veces, se deja llevar. Con las referencias a Nietzsche bien a mano, Allen juega con las palabras. Stanley es irónico, pero también un tipo muy, pero muy simple. No cree que en la vida haya más que lo que aparenta, ni que exista el sexto sentido. “¿Soy la única persona cuerda que queda en la Tierra?”, se pregunta. Los problemas que conlleva estar embelesado -o léase directamente enamorado- son el nudo del relato, amable, pero no pasatista. Si hay lugar para la magia y el romanticismo, también lo hay para el disparate. O qué es eso de preguntarle a una chica “¿Experimentás sentimientos románticos hacia mí?” Aquí Firth es el alter ego del realizador, y por supuesto no para de hablar, razonar y mostrarse tal cual es. Emma Stone de a poco va ganándose al espectador (por algo Allen la llamó para la que será su próxima película) y los papeles secundarios están uno mejor que otro. Si, como dice un personaje, los seres humanos necesitamos “engañarnos para seguir adelante”, el final de Magia a la luz de la luna es de los más poéticos que se le recuerden al director de La rosa púrpura de El Cairo. Sí, es como una brisa y no tiene el peso de Blue Jasmine, pero da mucho gusto verla y disfrutarla.
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Las caras ocultas El tema de los llamados "hijos de la vergüenza" es la base en la que se edifica este thriller, que tiene a Liv Ullmann entre sus protagonistas. Los hijos de la vergüenza no son usualmente abordados por el cine germano. Eran niños, hoy adultos, de padres por lo general miembros de las SS y con madres de allí donde los nazis ocuparan territorios. Se llamó Lebensborn, y fue la idea del jerarca Heinrich Himmler para expandir la raza aria por el mundo. En el caso de Dos vidas, la película se centra en Katrine (Juliane Köhler, de La caída y En un lugar de Africa), una mujer ya adulta, cercano el tiempo a la caída del Muro de Berlín, que se debatió entre su rol como espía de la Stasi, madre de una noruega (hacia adonde viajó) e hija de otra noruega (interpretada por Liv Ullmann, nada menos). O tal vez no todo sea así. El filme es un thriller entre humanista y político, ya que si por un lado vemos a Katrine insertada en la sociedad noruega, con su familia, le cuesta sacarse de encima a los contactos de la policía secreta de la República Democrática Alemana, que quieren deslindarse de todo para evitar afrontar los juicios que se realizaron, tras la caída del Muro. Un abogado pide a Katrine y a su madre que comparezcan como testigos precisamente en uno, y allí comenzará a desarrollarse en paralelo la línea del thriller. Los directores Georg Maas y Judith Kaufman combinan muy bien ambas caras de la historia, y llegan, no a confundir, pero sí a intrigar al espectador, que de movida no sabe qué es lo que pasa realmente con Katrine. Esto juega en beneficio del resultado del filme, ya que no menosprecia la inteligencia del espectador, sino que apela a que vaya desatando los nudos de la trama. No está todo digerido ni puesto en pantalla. La película plantea si la relación sanguínea es o no más fuerte que la de la convivencia familiar. Como aquí hay buenos y malos, se rebaja el interés, pero en definitiva cada espectador puede encontrar o recostarse en Dos vidas en el aspecto que más le plazca.