Un amor que saca chispa Eso que llaman química se da entre Chris Evans ("Capitán América") y Michelle Monaghan (“True Detective”). Para el amor se necesitan dos. O al menos para que funcione. Los protagonistas de esta comedia romántica no tienen nombre, y no porque lo que les pase sea de otro mundo o fuera de lo común. Hay química (o electricidad, que es lo que “se ve” cuando se toman de las manos la primera vez que se ven) de inmediato, pero... Siempre que surge un pero, hay una comedia romántica. El título Con derecho a roce juega a imaginar que los personajes de Chris Evans (Capitán América) y Michelle Monaghan (Pixeles, True Detective) son amigos y uno no se anima a decirle al otro lo que siente. Y no es tan así, porque El está enamorado y si tarda en decírselo a Ella es porque tiene novio, y desde chico vive con el trauma de que su madre lo haya abandonado para irse a Chile (qué fue de la vida del padre, pregúntenle al guionista, o a Disney), y se ha convertido en un escéptico en esto de sentir amor. “El amor es como un barco rajado, que empieza a llenarse de agua, y si no lo reparan, empeora hasta que te hundes”, o “El amor es lo que sigue jodiéndote mucho después de que el sexo acabó” son dos frases que dan una idea de por dónde pasa el asunto en esta opera prima de Justin Reardon. El, que habla -literalmente- con su corazón, es un escritor al que le piden el guión de una comedia romántica, y como no tiene esas experiencias sale a buscarlas. Así conoce a Ella, y lo que vendrá después es mejor que lo averigüe el potencial espectador. Lo cierto es que la “electricidad” o buena química entre Evans y Monaghan es cierta, palpable en la pantalla, y tal vez descansar en el carisma de los intérpretes sólo no sea suficiente. Como guiño (o no), a Evans lo acompañan en el reparto Anthony Mackie, que como Falcon fue compañero de aventuras suyo en la última de Capitán América y en Avengers 2) e Ioann Gruffud, que era el Sr. Fantástico o Elástico en Los 4 Fantásticos de 2005, cuando Evans era Antorcha humana. Tal vez, para demostrar cómo se destaca en un género distinto al que le ha dado reconocimiento y, sobre todo, dólares.
Por algo se llama Esperanza La impresionante actuación de Jake Gyllenhaal como Billy Hope sobresale en este filme de redención casi incondicional. Las películas con un boxeador en el centro (de la historia, no necesariamente del ring) suelen ser convencionales, más o menos así: el púgil se esfuerza, asciende, pierde (el orden de los factores no altera el producto), tiene una mujer que lo ama, en su rincón, un entrenador inspirador, hay un manager inescrupuloso y en medio el filme aparecen peleas mejor o peor coreografiadas. Revancha puede encuadrarse en este subgénero deportivo, pero lo que la rescata es la construcción de Billy Hope (Billy Esperanza), el personaje, y que sea Jake Gyllenhaal quien lo interprete. Hope es un tipo sufrido, un sangrador en el ring pero con un punch terrible. De los ítems arriba mencionados tiene todos, pero Revancha es más una tragedia que un filme deportivo o sentimentaloide. El boxeador con su esposa (Rachel McAdams) viven en una mansión soñada, que ni siquiera hubieran imaginado cuando salieron de orfanatos del Hell’s Kitchen, muy cerca del Madison Square Garden donde Hope defiende su título mundial en la primera pelea que vemos. Tienen una hija adorable. Tenían, porque Hope -que es parco para hablar y expresarse, aunque no a la manera de Rocky- lo perderá todo. Aquí el orden lo pondrá le espectador: su mujer, su título, su casa, la tenencia de su hija (Oona Laurence). Antoine Fuqua (Día de entrenamiento) conoce el mundo del boxeo, y cuando decidió contratar al actor de Secreto en la montaña le avisó que lo fajarían de verdad. Gyllenhaal habrá esculpido su físico, pero también le esculpieron la cara. Aunque, insistimos, es Gyllenhaal el motor sobre el que camina Revancha. También están Forest Whitaker, filosofando y con aire melancólico, McAdams como la voz que intenta poner a Hope con los pies en la Tierra, un tema de Eminem, y está 50 Cents, y la música del fallecido James Horner, a quien le dedican el filme. Todo suma, pero el espectáculo está en Gyllenhaal, en cómo este tipo es capaz de convertir un guión poco verosímil en un alarde de talento. Porque aquí el personaje supera a la ficción, y cada uno sabrá si eso es lo más recomendable.
No quería ser mayor El director de “Kung Fu Panda” supo trasladar la pureza de la historia y de los personajes de Saint-Exupéry. Con El Principito cada lector ha construido una relación y una ligazón única e irrepetible. Sabe qué frase le ha conmovido más, cuál le ha servido de guía si lo leyó de pequeño, o de grande, así que cualquier adaptación del libro de Antoine de Saint-Exupéry podrá, siempre, parecer ajena. Pero no lejana. No, si precisamente lo que se hace es adaptar el libro contando cómo la experiencia de su lectura afectó a quién narra. Y eso es lo que ha hecho Mark Osborne. Por un lado, el director de Kung Fu Panda creó una historia para a su vez contar en paralelo la de El Principito. La realizó con animación en CGI, y resguardó los personajes y la historia que está en el libro para hacerla con la técnica de stop motion. Ningún niño ni adulto puede confundirse. La que abre el filme es la de La Niña, que se muda con su madre -el padre los dejó- justamente al lado de la casa de El Aviador. El barrio es más bien cuadrado, como el comportamiento de los adultos, nos dice el director, pero la destartalada casita de El Aviador está llena de secretos, que La Niña, pasada una primera instancia de retraimiento, empezará a descubrir. Y a disfrutar. Este El Principito es la historia de una amistad entre una niña. a la que su madre obliga a crecer y a superarse, con un hombre que, ya anciano, mantiene el espíritu y la mirada de un niño. Como para comprender que las personalidades no varían de acuerdo a los almanaques, sino a lo que uno mantiene fresco en su mente, en su corazón, en su espíritu. “Crecer no es el problema, olvidar lo es...”, dice el autor, aquí también citado. Como la historia nueva debe tener sus propios códigos -hay drama, comedia, y unos cuántos guiños con el relato original- es fácil dejarse llevar, y perderse (en un buen sentido) entre lo que le pasa a El Principito y a La Niña. Y dejen a los chicos armar su propia relación, elaborar sus paralelos entre los personajes, las metáforas, y apropiarse de la narración. El Principito, la película, tiene mucha emoción, Osborne supo cómo trasladar la pureza de la historia y de los personajes aunque haya tenido que abreviar. Y lo mejor, es posible que los chicos quieran zambullirse ellos mismos en la lectura del libro de Saint-Exupéry, y a los adultos pegarle una nueva ojeada no nos vendrá nada mal.
Seducción y masoquismo El mejor Polanski (s-niestro, inconformista, manipulador) regresa en este filme, con sólo dos personajes. Qué placer da ver un filme de Polanski como La piel de Venus. Porque el realizador de El inquilino y La danza de los vampiros rondaba los 80 años cuando la rodó, y sigue con una fiereza envidiable. ¿Cuántos más realizadores llegan a la edad de retirarse, y siguen actuales, excepto Scorsese? En su segunda adaptación de una obra teatral al hilo, tras Un Dios salvaje, Polanski tomó La piel de Venus, que a la vez se nutre del libro del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, quien se basó en sus propias experiencias. Su patología, que combinaba la sumisión y el fetichismo, derivó en el término masoquismo. Como servido en bandeja para el director de Repulsión... Siniestro, inconformista, manipulador. Así es Polanski, y algo de ello está en Thomas, el protagonista masculino de La piel de Venus, encarnado por Mathieu Amalric. Porque es una pieza/película de dos personajes. Thomas está solo en el escenario de un teatro parisino, tras terminar una jornada de casting catastrófica. Llueve afuera. Y allí entra Vanda (tiene el mismo nombre del personaje de la obra), empapada, una mujer que le cae decididamente mal, y se lo hace notar. Actriz que llega tarde al casting, le parece poco culta, vulgar, casi que la desprecia. Pero Vanda demuestra saber de memoria cada línea de la obra, y conocer mucho más que otros el contenido y el significado de ella. Así es que Thomas acepta a regañadientes hacer la prueba, mientras le miente a su pareja, del otro lado del teléfono, y decide avanzar. No sabe lo que le espera. Porque los personajes de La piel de Venus van, curiosamente, como mutando de epidermis. La obra trata precisamente sobre la sumisión y el sadomasoquismo, por lo que quien juega de amo puede en cualquier momento resultar (o decidir ser) esclavo. Para Polanski seducción y sedición van casi de la mano. Los diálogos tienen una fiereza que en la pantalla llegan con más estridencia que en el teatro. Además, ha sabido destruir, y expandir el ámbito teatral para airearlo sin la necesidad de sacar la cámara fuera de ese lugar. Para ello contó con el director de fotografía Pawel Edelman (su colaborador desde El pianista) y los apuntes musicales de Alexandre Desplat. Obviamente las actuaciones necesitaban ser como un imán, y lo son. Emmanuelle Seigner, esposa del realizador, le da a Vanda una frescura y una bravura difícil de empardar. Amalric está, como de costumbre, un escalón por debajo de la locura contenida. A su máscara facial -es increíble cómo este hombre cambia de expresión en una misma toma- le agrega una entrega también formidable.
Algo habían hecho Francella y Peter Lanzani son Arquímedes y Alejandro Puccio en el drama con tintes de thriller de Trapero. El muy difundido trailer de la película es una acabada síntesis, también del comportamiento de la familia Puccio, la que integra el clan del título al que se suman otros delincuentes. Es un plano secuencia en el que el papá (Arquímedes Puccio, interpretado por Guillermo Francella) recoge en una bandeja la cena que llevará, escaleras arriba. Pasa por los cuartos de los hijos, avisándoles que la comida pronto estará lista, y al final de su recorrido, abre una puerta y el espectador se encuentra con un joven que grita, encapuchado y encadenado en el baño. No por conocida la sórdida historia de esta familia que secuestraba gente adinerada, la tenía en su casa, cobraba el rescate y los asesinaba, deja de generar tensión genuina en la platea. Más aún, seguramente muchos/as de los espectadores/as que irán al cine atraídos/as por Peter Lanzani, que interpreta excepcionalmente a Alejandro, uno de los cinco hijos de Arquímedes y Epifanía, la descubrirán ahora y no podrán salir de su asombro. Los Puccio integraban una familia de clase media de San Isidro. Una familia de barrio, respetada, con hijos rugbiers, en particular Alejandro, wing del CASI y de Los Pumas. El que tenía los contactos y trabajaba en la SIDE era Arquímedes. El accionar del clan fue entre los últimos años de la dictadura militar y los primeros de la primavera alfonsinista. Los Puccio sabían que tenían protección, pero igual se movían con pies de plomo. Pablo Trapero eligió centrarse en la relación padre e hijo. En definitiva, la única manera de entrar en la familia y sentir alguna empatía con un personaje es con Alejandro, que es expuesto como utilizado por Arquímedes, y como el que se quiere rebelar de tanta locura. Pero, se sabe, Alex no se abrió del clan. Y allí va Trapero, mostrando contradicciones dentro de la tragedia, desnudando hipocresías -a veces de un brochazo, cuando ha sabido ser más sutil- y generando esa incomodidad en el espectador. ¿Queremos que lo atrapen a Alex, o no? En esa construcción del personaje radica la diferencia del Diablo encarnado por Francella y el ángel caído que es Lanzani. Mientras el primero es rígido hasta en su postura en la mesa, incapaz de pestañear, el segundo es, decididamente, menos frío y más humano. Un joven con un futuro prometedor -en el rugby; en su local de artículos de deportes náuticos; en la familia que con su novia planifica- que por eso se gana rápido al público. Lanzani -toda una revelación- y Francella mantienen un duelo actoral, de tensiones invariables. Pero cuando Arquímedes “se saca”, Francella mete miedo. Y en serio. Trapero, un narrador como pocos en el ámbito local, que creció de aquel inicial Nuevo Cine Argentino hasta transformarse, hoy en un realizador del mejor cine que combina lo artístico con su pata comercial, apela a la banda de sonido con temas de la época, que van de Serú Girán a Virus pasando por Creedence. Y genera pequeñas viñetas que pueden recortarse, casi como videoclips. La funcionalidad de la música, entonces, las actuaciones convincentes, la cámara de Julián Apezteguía, el cuidado de la producción, todo hace a un combo que convierte a El Clan en la película argentina (más esperada) del año.
Manipulame, que me gusta Cruza entre el universo de Shakespeare y el amor entre jóvenes, en un filme embelesador. La sutileza con que Matías Piñeiro envuelve los diálogos y con ellos las situaciones que atraviesan los personajes de La princesa de Francia vuelve a la película entre embelesadora y circular. La estructura atiende a ello: hay un protagonista central (Víctor) y una suerte de acompañantes, actrices, que giran a su alrededor... y él también resulta por momentos satélite de ellas. La manipulación de afectos -y con ello, de situaciones-, los celos amorosos y profesionales, el ego, la necesidad de amar, todo ello pasa tamizado entre conversaciones que se repiten, algunas dichos por otros personajes, o con mínimas variaciones. Víctor (Julián Larquier Tellarini) se va de viaje un año a México, y cuando regresa, planea reunirse con Guillermo y seis actrices para realizar una puesta de una obra shakespeareana en formato de radioteatro. Pero así como Paula (Agustina Muñoz) era su novia, en el regreso Ana (María Villar) lo corteja, y Natalia (Romina Paula), que también fue antes su novia, se suma a la melange, junto a Guillermo, Lorena, Jimena y Carla. Siempre se ha dicho que el cine de Piñeiro (Viola) tiene algo del mundo de Eric Rohmer. Y los enredos románticos están a la orden del día. Aquí el joven cineasta logra combinar diálogos de la obra de Shakespeare con otros originales de sus personajes, y no suenan forzados aunque claramente tampoco suenen realistas. Alguna escena repetida con distintas funciones para narrar el relato, o el plano secuencia con que abre la película (un partido de Fútbol 5, con cámara supina en el que un equipo va quedándose con menos jugadores, y el otro los va a crecentando) cumplirían un mismo objetivo. Con más suerte en el circuito de los festivales internacionales que en su salida comercial en nuestro país, La princesa de Francia -disfrutable, concisa, entradora- se estrena hoy en la Sala Lugones y el Malba, y en un par de semanas saltará al circuito comercial.
No es para tanto Se toma todo demasiado en serio, y cuando llega la acción, más que adrenalina da risa. Es increíble, pero impresiona el poder que tienen las palabras de Mirtha Legrand, ésas referidas a que el público siempre se renueva. Llegaron hasta Hollywood, donde los grandes estudios entienden que, cada tanto, deben arrancar de nuevo con alguna saga. El cambio tiene que ver con todo: se renueva el elenco, la historia original -generalmente son cómics- es una excusa y allí van, con mayor o menor suerte, empezando de nuevo. No piensan las nuevas sagas como han hecho con James Bond, que el actor cambia y ya van por las dos docenas de películas. No. Los 4 Fantásticos tuvo dos películas recientes, la primera no hace tanto, en 2005, y debido al inesperado éxito -verla hoy, con sus efectos especiales, da un poquito de risa, por lo que no lo recomendamos- y una secuela (L4F y Silver Surfer). Así que ahora no están Ioan Gruffudd, Chris Evans (que saltó a ser el Capitán América, y salió ganando, no se quemó, ni Michael Chiklis ni, ay qué pena, Jessica Alba). El principal escollo de esta película es que se toma todo en serio. Demasiado en serio. Al fin de cuentas, es la historia de cuatro jóvenes que adquieren distintos poderes que cambian su fisonomía, y eso se debe al contacto con un fenómeno extraño y fuera de nuestro mundo. O sea: no vamos a ponernos serios si el origen ya da para tomarlo en broma. Los 4 Fantásticos comienza con Reed y Ben de chicos y, hay que decirlo, parece seguir el aliento de Los Goonies o aquellas películas de los años ’80, en la que no todo era vértigo de entrada. Como que aquí la historia se toma su tiempo para desarrollarse. Pero llega un momento en el que de tan serio que parece todo, cuando llega la acción el contraste es rotundo, y le quieta encanto, si lo tuvo antes. Historia de científicos que creen que se puede realizar la teletransportación humana, no sólo de una habitación a otra, sino a otro punto del universo, tiene a Miles Teller (sí, el de Whiplash y coprotagonista de Los juegos del hambre) como el Hombre Elástico. Y, tal vez porque es el más conocido, le hacen explicar con palabras todo lo que las impagenes también relatan. Será por si los espectadores se entretienen mirando más el cubo de pochoclo. Otra explicación, no existe. Al escaso ritmo se le suma una trama tirada de los pelos (allí afuera en el universo quedó un resentido que querrá vengarse de los 4 Fantásticos, y del mundo también) y un final que da pie para nuevas aventuras, si esta película funciona en la taquilla. Si no, arrancará de nuevo dentro de otros diez años. Cómo sabe Mirtha.
Acción al por mayor, y al estilo clásico Tom Cruise vuelve como el agente Ethan Hunt, hacuendo sus propias escenas de riesgo, en un filme sumamente entretenido, con escenas de acción vertiginosa y humor Es él. Se sabe que es Tom Cruise el que está agarrado de la manija de una puerta externa sobre el ala de un avión, tanto en el carreteo, despegue y en pleno vuelo. No es un doble. Es él. Eso ocurre apenas abre "Misión: Imposible, Nación secreta", y no es un dato menor, ya que así Ethan Hunt/Tom Cruise se gana algo de la empatía del espectador. El resto será durante 131 minutos a la manera del cine de acción clásico. Ese en el que no se notan (tanto) las cosidas que unen las secuencias de acción, que trabajan de manera individual, con su propio estructura, que permiten sacarlas de contexto, verlas individualmente y tienen su propia coherencia. Ese tipo de armadura, de esqueleto de guión al que el cine de Hollywood viene echando mano desde que los blockbusters se transformaron en una necesidad de la industria. La de "Misión: Imposible" es, tal vez, de las pocas sagas de acción que no decae. Tiene un pie en el estilo Bond y, como las nuevas del 007 con Daniel Craig, las películas con Cruise tienen mucho del cine de acción más tradicional y menos rimbombante por no decir ridículo- de las nuevas franquicias. Hay apertura de escena con una misión que después no tiene que ver con el resto del filme (como en todas las películas de Bond, y de Indiana Jones), Hay persecuciones aéreas. Persecuciones de autos y motos. Hay vidrios que estallan alguna vez se dijo que el de los vidrios rotos es el efecto más cinematográfico que existe-. Y, como en todo filme de espionaje (y recontraespionaje) vueltas de tuerca, malos que simulan ser buenos, y no lo son, y viceversa. El hilo de la trama tiene de nuevo a la Fuerza Misión Imposible (imposible no esbozar una sonrisa con la sigla FMI) al borde de la desaparición. Hunt está tras la caza de El Sindicato, una organización terrorista que atenta contra las naciones con simpatías en Occidente. Pronto se sabe quién está detrás de ella (Sean Harris, con cara de Topo Gigio), pero la CIA, dirigida por Hangley (Alec Baldwin), cree que FMI tiene métodos pocos convencionales, así que la cierran y Hunt se queda solito y solo para descubrir la trama secreta de El Sindicato. Mentira. Brandt (Jeremy Renner), Benji (Simon Pegg) y Luther (Ving Rhames) estarán allí para ayudarlo. Y una espía británica infiltrada (Rebecca Ferguson) creará más confusión, mientras la cámara va de Londres a Washington, pasando por Viena y Marruecos. Aún sin una escena de acción excluyente (como la batalla final de la "MI 2", de John Woo, o la escena en el edificio de Dubai de "MI 4"), el director Christopher McQuarrie se las arregla para mantener la tensión y la atención en todo el metraje. Que decae algo en los últimos 20 minutos es igual de cierto. En "Nación secreta" Cruise, que vuelve a ser productor, está menos secundado por Benjamin, Brandt y Luther. Algo se especuló con que "Nación secreta" podía ser la quinta y última de las "Misión", pero el final -sin adelantar nada, pero al estilo "Skyfall"- indica que la rueda bien puede haber tenido un nuevo empuje para que haya lugar para más aventuras.
Papá es un ídolo La relación de un hijo con su padre, la fe y el afecto, en un filme emotivo, con algunos golpes bajos. Abordar en un filme temas como el amor a un padre, la esperanza, la fe y la religión suena a combo sentimentalista. Y si algo de eso hay en El gran pequeño, por suerte Alejandro Monteverde (el realizador de Bella, premiada en Toronto) pone más énfasis en el protagonismo de Pepper, el niño, sus dudas y deseos que en levantar el dedito y hablar como desde un púlpito. Hecho con las mejores intenciones, el filme del director mexicano tiene igualmente algunos golpes bajos, como que retuerce a Little Boy lo suficiente como para hacer llorar al personaje y al público sensible. Se entiende: bajito de estatura, humillado por casi todos en O'Hare, el pueblo costero en California donde vive, encuentra en su padre (Michael Rapaport) un único amigo y compañero. Y cuando a su hermano mayor (David Henrie) le impiden alistarse para la Segunda Guerra Mundial por tener pie plano, el que debe marchar a combatir a Filipinas contra los japoneses es su padre. A partir de allí comienza una historia de creencia, de cuasi milagros, de un proceso de fe. Pepper, que tiene como héroe antes que a su padre, a un mago itinerante (Ben Chaplin) al que sigue en sus cómics, apoyado por el cura del pueblo (Tom Wilkinson) creerá que con su fe y siguiendo algunos mandamientos logrará que papá regrese sano y salvo del frente de combate. Para ello hará lo que sea. Y si debe entablar amistad con un adulto japonés (Cary-Hiroyuki Tagawa), tragará saliva, y lo hará. Es que la película habla de un tema muy poco frecuentado -por no decir, escondido- por el cine hollywoodense, como el de los campos de concentración para nipones en suelo estadounidense durante la Segunda Guerra. No es central, pero sí lo es el tema de la xenofobia. El hecho de ser diferente -por el color de piel, por la estatura- y el cariño hacia su padre hace que El gran pequeño por momentos tenga momentos del aliento de El karate kid y por otros de El gran pez. Es esta una superproducción, evidenciada en el elenco -sumen a Emily Watson como la madre, a Kevin James, a Ted Levine, el asesino de El silencio de los inocentes-, en el diseño de producción, en los efectos. Jakob Salvati tiene suficiente inocencia para generar la empatía necesaria y así acompañarlo en esta travesía emotiva.
Juventud, divino tesoro La espontaneidad de los jóvenes actores supera la medianía del relato y cierta incredulidad. “Esta va a ser la mejor noche de tu vida”. Con semejante enunciado, salido de la boca de la despampanante Margo, de la que Quentin está enamorado desde que la vio de niño al mudarse a la casa de enfrente, el protagonista masculino de Ciudades de papel no tiene mucho margen. Margo entró a su habitación en el primer piso desde la ventana. Y no le dice qué es lo que tiene que hacer, sino que tiene que llevarla en el auto de sus padres. Un misterio, tras otro. Ciudades de papel (2008) es la tercera novela de John Green, anterior a Bajo la misma estrella, que es la sexta y fue su gran éxito en las librerías de todo el mundo y se convirtió en película igualmente rendidora el año pasado. Sus protagonistas también son adolescentes, y también los acompañan otros teenagers, que son como la caja de resonancia de, en este caso, Margo y Quentin. Varios subgéneros se combinan en la trama entrelazada de Margo y Quentin. Es una historia de amor de niños, se cruza con una road movie y también confluye en un baile de egresados de la High School. Vecinitos de Florida, Margo es mucho más madura que su vecinito de enfrente ya cuando eran chicos. El tiempo pasa, Quentin sigue enamorado de ella, pero en silencio. Hasta que un día, Margo desaparece, y Quentin y dos compañeros -uno negro y algo nerd, el otro, el típico perdedor con las mujeres- parten con un par de chicas más a buscar por la ruta a Margo. Lo que despierta mejor el interés, si es que usted tiene más de 17 años, es precisamente esa perspectiva del salto de la adolescencia a la adultez, y de cómo las chicas son mucho más despiertas, valientes y decididas que los muchachos a esa misma edad. Ahora, si vos tenés menos de 17, ésta es tu película. ¿Por qué? Porque ayuda muchísimo no haber visto clásicos románticos de niños y/o adolescentes, de Melody a Digan lo que quieran, y porque algunas situaciones están planteadas en el guión y ejecutadas en el set como de comedia inverosímil, para la que hace falta una incredulidad natural. A diferencia de Bajo la misma estrella, que era un drama con toques de comedia -a veces, negra-, Ciudades de papel es más comedia con toques de romanticismo, fuerte. Margo es un misterio, cierto, pero también Quentin, porque ¿qué lo lleva a seguir, descubrir y revelar pistas para saber el paradero de la chica, mejor que sus padres y hasta que la policía? ¿Se puede ser tan nerd cuando uno se enamora, tenga la edad que tenga? Si el rostro de Natt Wolf le resulta familiar, es que ya había estado en el universo Green -era el amigo enfermo de Bajo la misma estrella-, y a Cara Delevingne, modelo devenida actriz, la verán hasta en la sopa en los próximo 18 meses en otra media docena de filmes -entre ellos, será Enchantress en Suicide Squad. La banda de sonido no se esfuerza en ayudar mucho, se diría que logra todo lo contrario.