Escenas de la vida conyugal El documental refleja la relación de Liv Ullmann e Ingmar Bergman, más como pareja que como musa y realizador. Por si cabía alguna duda, el documental Liv & Ingmar provee suficientes pruebas y confirma cuán autobiográfico fue, y es, el cine del maestro sueco Ingmar Bergman. Lo hace mechando fragmentos de escenas de sus películas con testimonios actuales (en realidad, de 2012, fecha del filme de Dheeraj Akolkar) de Liv Ullmann, su musa, su pareja, su amiga. Y demuestra cuánto cambió la vida de Liv la aparición del realizador, a partir de su primer encuentro artístico, cuando ella tenía 25 años y el sueco 46. Rodada en parte en la casa en la isla de Faro, donde vivieron juntos, la película no pontifica sobre el director de El silencio, ya que el creador de Cuando huye el día fallecido en 2007 queda como un obsesivo controlador, con celos violentos y psicológicos, en palabras de Ullmann, con quien tuvo una hija. Al fin de cuentas, ¿para qué hizo construir un muro de piedras rodeando su residencia, si años después Liv iba a contar todo aquello que Ingmar no quería que se supiese? Ya el orden de los personajes en el título habla a las claras de quién es el centro del trabajo, o a quién se escuchará como dueña de la verdad. Dividido en capítulos con títulos más que elocuentes (Amor, Soledad, Furia, Anhelo), se cuenta cómo se conocieron, cómo cada uno rompió su matrimonio para estar juntos, el “hambre de compañía insaciable” de Bergman, etc. Basada en las autobiografías que escribieron por separado, el documental permite escudriñar más en la relación de pareja y posterior amistad entre ambos que en el proceso creativo. Porque sólo se escucha de boca de Ullmann que Bergman se encerraba en su estudio a crear, mientras ella tenía prohibido recibir o hacer visitas. Ingmar le dijo a Liv “Tú no lo sabías, pero eras mi Stradivarius”. Todo está relacionado a Ullmann. Un pena, porque al margen de saber que Ingmar escribía con marcadores un suerte de diario íntimo en una puerta blanca de su casa, hubiera estado bueno saber cómo originaba sus filmes, con o sin su musa. Porque al salir del cine se sabe más sobre la intimidad que sobre el arte. Y Bergman no era como los mediáticos de hoy en día, por lo que Liv & Ingmar, ciertamente, no está a la altura de, al menos, uno de sus protagonistas.
Ingenio paga más La combinación de comedia y thriller le juega a favor a la película, que atrapa al espectador. No le falta ingenio al guión de Gabriel Lichtmann. Cómo ganar enemigos en una combinación de género, entre el thriller y la comedia, salvando las enormes distancias, con puntos en común con Nueve reinas, de Fabián Bielinsky. Pero mejor explicarlo. Lucas (Martín Slipak) es un joven abogado, prometedor, trabajador, soltero, y adicto a las intrigas policiales. Un día conoce de manera fortuita a una chica en un bar. Intercambian palabras, y ella termina en la casa de él -en realidad, de sus padres-, y él termina sin un dólar, ya que la plata que tenía ahorrada para comprarse su primer departamento, desaparece al igual que la chica. Para Lucas no fue obra de la casualidad si no de alguna causalidad, y empieza a sospechar y a analizar a cada uno de los personajes del filme con los que se fue cruzando. Lo narrado, y la vuelta de tuerca, hacen recordar a la opera prima del director de El aura. Lichtmann hace partícipe al espectador de las elucubraciones de Lucas, ninguna traída de los pelos. Martín Slipak tiene la suficiente simpatía, la entrega y la controlada locura que el personaje necesitaba para ir ganándose la simpatía del espectador. No es un juego de cajas chinas, pero por momentos se le parece. Las actuaciones secundarias cumplen -todo un logro ante un déficit continuo del nuevo cine argentino-, nadie desentona y menos si no se sabe quién es el responsable detrás del robo. Con los rubros técnicos cuidados, y una extensión acorde a lo que se está contando, Cómo ganar enemigos debería, al revés de lo que enuncia su título, ganarse unos cuantos amigos espectadores.
Cuando Garfio era bueno Precuela del relato clásico, se toma varias licencias, pero mantiene el espíritu aventurero. La esencia no cambia. Eso es lo importante. El Peter Pan de Joe Wright toma sólo algunos personajes creados por el escocés J. M. Barrie para narrar lo que sería una precuela. No importa que se tome licencias -puristas del relato original, abstenerse y mejor quedarse en casita- para contar cómo Pan conoció a Garfio, y cómo los amigos pueden llegar a convertirse a futuro en enemigos. Situada en plena Segunda Guerra Mundial (!), Peter (Levi Miller, a quien pronto veremos en la serie Supergirl) no es Pan en el comienzo. Su joven madre lo dejó, siendo un bebe, en la puerta de un orfanato. Años más tarde el cielo de Londres se verá atestado de aviones alemanes, pero también lo surcará un barco pirata, que se lleva a los niños (luego, los niños perdidos). Mientras son obligados a trabajar por el nefasto Barbanegra (un Hugh Jackman plagado de excesos) con el pico en las minas, donde buscan lo que Barbanegra arrebató de las hadas, Peter y Garfio se conocerán, y vivirán aventuras al mejor estilo Indiana Jones. Porque este Peter Pan tiene una historia pequeña, pero mucho despliegue visual. El mágico mundo de Nunca Jamás es, por decirlo de alguna manera, bastante particular, hay una guerra ancestral, personajes nuevos (Tiger Lily, según Rooney Mara), muchos guiños -cocodrilos y sirenas incluidos-, mucho humor y alguna que otra escena que pondrá los pelos de punta a los más pequeños. Los miedos de los chicos están retratados de una manera sutil y hasta con vuelo -precisamente, el temor de Peter a poder o no volar- que el director inglés de Expiación, Orgullo y prejuicio y Anna Karenina presenta con naturalidad. Aunque la versión de Peter Pan (2003) de P.J. Hogan nos siga resultando, por mucho motivos, insuperable -con Jason Isaacs como el padre de Wendy... ¡y Garfio!-, esta película, si funciona entre el público, puede dar pie a nuevas aventuras. Ya se sabe: Hollywood demostró que todo puede adaptarse, no importan los saltos temporales. Si Pan no puede crecer, y en la continuación del libro original vive en el presente, no hay nada que no pueda crearse. Ni creerse.
Cineasta detrás del volante Panahi, censurado por el gobierno iraní, salió a filmar a bordo de un taxi. Habla de las posibilidades narrativas del cine, pero también de la hipocresía de la sociedad. Jafar Panahi tiene prohibido ejercer su profesión por el gobierno de Irán. Cineasta, no puede dirigir filmes desde que fue juzgado por, básicamente, expresarse en libertad, algo que el régimen no le permite, lo encerró como prisionero en su hogar, pero ya ha hecho tres. Y el tercero es éste, Taxi, que ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín en febrero de este año. Panahi se pone detrás del volante de un taxi y, se diría que en tiempo real, va llevando pasajeros. Alguno lo reconoce -no quiere decir que quienes se suban al asiento de atrás, o a su lado, sean todos espontáneos-, pero lo que importa es el retrato de la sociedad que hace el director de El círculo y El globo blanco. Porque los diálogos van desde una charla con un comerciante de películas en DVD piratas (que vende tanques hollywoodenses, y aclara que si no fuera por él, Panahi no podría ver a Woody Allen) a un pasajero que está a favor de la pena de muerte para quienes roban a los pobres... definiéndose él como un ladrón, a dos señoras que llevan pececitos en una pecera y deben llegar al mediodía a un río a verterlos allí. Risueñamente, nadie parece sorprenderse de que el chofer en más de una oportunidad se sincere y recomiende que se bajen y tomen otro taxi, porque no conoce las calles de Teherán, y se confunde. Pero tal vez el mejor momento sea el que Panahi comparte con su sobrinita. La chica no debe tener más de 10 años, pero tiene una lengua muy vivaz. Convertida en cineasta como el tío, la maestra les pidió que realizaran un cortometraje, pero con una larga lista de restricciones. No es una metáfora: lo que les piden a los escolares es lo que el régimen le obliga a los directores de largometrajes. Taxi está rodada con un par de camaritas, una de ellas suele tomar casi siempre a Panahi. Pero no es Panahi el tipo de personaje que desea que el relato se centre en él, sino que va registrando a los pasajeros, hasta llegar a un final sorpresivo, sí, pero conociendo la historia del director, no sorprendente. También Taxi habla de cómo hoy en día cualquiera puede grabar una película, de la sobrina a otro pasajero. Habla de las posibilidades narrativas del cine, pero también de la hipocresía de la sociedad. Tal vez a Panahi se le pudo haber ocurrido la idea de este filme sin tener que sufrir la prohibición. Como sea, es una pequeña gran obra.
Thriller con bravura El nuevo filme del director de “Incendies” se centra en la lucha contra los narcos, con Benicio Del Toro y Emily Blunt. El ambiente de Sicario es vastamente conocido para la ficción cinematográfica, de Traffic a Sin lugar para los débiles: la frontera de los Estados Unidos con México, y la ciudad de Juárez. Esta lucha entre agencias del gobierno de los Estados Unidos y el Cartel de Sonora -por la superficie, porque se verá que las raíces del asunto llegan mucho más profundo- es seguida desde los ojos de Kate Macer (Emily Blunt). Agente del FBI, en la escena que abre el filme irrumpe con su escuadrón en la casa de un narco, dentro de cuyas paredes hay decenas de víctimas que tuvieron una horrenda muerte. El efecto será devastador. A partir de allí, le ofrecen integrar un grupo de elite que llegue hasta el cerebro del Cartel de Sonora. Ella, que parece fría, decidida, aceptará porque desea vengar las muertes de dos de sus compañeros. Así se involucrará en una pelea desigual -también se irá viendo por qué- al lado de Matt (Josh Brolin) y Alejandro (Benicio Del Toro). No tiene en claro para qué agencia trabajan ni quiénes son, y medio en ayunas participará de este combate con más vueltas que una oreja. Denis Villeneuve tiene una predilección por colocar a sus personajes ante dilemas morales. También, por mostrar los efectos de la violencia más que regodearse en la violencia en sí misma. Kate, y algún otro personaje, se emparenta con Keller (Hugh Jackman) en La sospecha (2013), el padre que hacía cualquier cosa por encontrar al responsable del secuestro de su hijita. Dentro de los muchos puntos a favor que tiene Sicario, además de la bravura con que está narrada, el manejo de la tensión y el suspenso que tiene Villeneuve, se suma que, como dirá Alejandro, aquí no hay buenos ni malos, sino lobos que puedan sobrevivir. Y para los ojos atentos y quienes quieran leer entrelíneas, está más que latente cómo la CIA se enfrenta a los carteles, pero también se nutre de ellos para sus actividades ilegales. En ese sentido, Sicario se asemeja a La noche más oscura, donde Kathryn Bigelow mostraba las atrocidades de los estadounidenses tras la búsqueda de Bin Laden... con otro personaje femenino como protagonista. Es que Emily Blunt tiene el papel que Jessica Chastain jugaba en La noche… Entre la ingenuidad y la valentía, más que heroína será víctima y testigo de atrocidades y brutalidades, de acciones ilegales. ¿Se atreverá a denunciarlo? Ya se habla de una secuela. Blunt está, aunque parezca imposible, afeada. Cabello sucio, recogido, cejas sin depilar, Kate es útil para el director, pero el personaje también sirve a los intereses de quienes la llevan al frente, al territorio mexicano. La historia se recorta allí, en esa frontera entre los Estados Unidos y México, y la labor del maestro de la iluminación Roger Deakins (una docena de nominaciones al Oscar, director de fotografía de los Coen, y de Skyfall, y Sin lugar…), que es un exquisito a la hora de retratar espacios abiertos. Blunt y Del Toro, que cuanto más oculta y menos habla logra que Alejandro sea más intrigante y atrape al espectador, son las dos caras del filme, con un Brolin tal vez estereotipado. Curioso, porque Sicario elude muchos clisés del filme narco, y aunque tenga situaciones poco creíbles casi al arribar al desenlace, tiene una encomiable potencia en narrar con imágenes y pocas palabras.
Mi marciano favorito Un filme de ciencia ficción mucho más cotidiano, con un astronauta (Matt Damon) abandonado a su suerte en Marte. Un punto, cada uno sabrá si a favor, es que dentro de la ciencia ficción Misión rescate es más cotidiana, y hasta realista, que Alien, Blade Runner o Prometeo, otros filmes futuristas de Ridley Scott. Nunca se precisa el año en que a Mark lo dejan abandonado a su suerte en suelo marciano, y el espectador siente que podría pasar hoy, o mañana. O que fue ayer. No mucho más atrás, porque si bien coincide el estreno con el anuncio de la NASA de que en Marte hay agua -bonita coincidencia, ¿no?-, el hecho de que Mark “fabrique agua” ya viene haciendo ruido desde hace un par de días. Si bien no existe un género de película de Marte, lo cierto es que ninguna fue más cercana que ésta. Seis astronautas están en una misión en el planeta rojo, cuando una tormenta de viento los sorprende, y camino al módulo que los trasladará a la nave, Mark es golpeado por un pedazo de antena. Sin sensores activados, la comandante (Jessica Chastain) lo da por muerto. Los cinco se van, rumbo a la Tierra, pero Mark no ha muerto sino que, malherido, se pasará el resto de la película tratando de sobrevivir casi sin agua, casi sin oxígeno, casi sin comida, pero con mucha esperanza, humor y cerebro. Bien podría ser Misión rescate una película de autoayuda, de visión obligatoria para depresivos. Porque si algo le puede salir mal a Mark, le saldrá. Como si al margen de la ley de gravedad lo persiguiera otra, la de Murphy. La película no transcurre solamente en Marte. Están en la Tierra los de la NASA, y de otras agencias internacionales espaciales que, al descubrir -no diremos cómo- que el astronauta que daban por muerto está vivito y put..., harán lo imposible por traerlo de vuelta. Y están sus cinco compañeros de viaje, a mitad de camino de regreso. Mark piensa en voz alta: si la próxima misión a Marte llegará, hora más, hora menos, dentro de cuatro años, me queda comida para un mes, no tengo agua (¡ja!), mejor que me las arregle. Botánico, cosechará papa, racionará los sustentos, fabricará H2O y Scott contará más una historia de supervivencia, sencilla, sin aliens acechando, ni buenos ni malos. Estando solo, Matt Damon tiene sí o sí que empatizar con el público. Su humor sardónico es el que alivia los momentos más dramáticos, porque Scott logra que nos preocupemos cada vez que algo le sale no mal, peor, al astronauta dejado a su suerte. En un elenco, ejem, estelar, que integran Jeff Daniels, Michael Peña, Kristen Wiig, Sean Bean, Kate Mara y Chiwetel Ejiofor, Jessica Chastain, viene a cumplir el rol que tanto le gusta al director de Alien: el papel femenino que protagoniza sus historias. Por más que escuche música disco, la comandante tiene rango, demanda respeto y la actriz de La noche más oscura demuestra, por si hiciera falta, que ningún papel le queda grande. Ni siquiera dentro del traje de astronauta. El guionista Drew Goddard (Guerra Mundial Z) manejó todos los elementos de la novela original, los aspectos técnicos y científicos a un nivel de Resumen Lerú, Manual del alumno bonaerense o Física aplicada para novatos. Todo es entendible, no hay (mucho) patrioterismo, sino que priva el sentido de que con calma e inteligencia, a lo mejor, se logran los objetivos. El contrapeso entre Damon en soledad y lo que pasa fuera de Marte es preciso. Gran tarea la del director de fotografía Dariusz Wolski, que logró un tono casi documental cuando se filma, digamos, en la Tierra.
La moral bien entendida empieza por casa Otro guiño de Woody Allen: vuelve sobre sus obsesiones, como cuestionar la ética de su protagonista. Hay cineastas que escriben a lo largo de su filmografía una sola película. Stanley Kubrick se preocupaba por narrar y describir -y podía saltar de un género a otro- sus obsesiones existenciales. Woody Allen también. Muchos de sus filmes se preocupan por precisar el sinsentido de la vida, y, en fin, el nihilismo que embebe sus producciones tiene otro mojón en Hombre irracional. Su protagonista esta vez es un profesor de filosofía, lo cual no hace más que zanjar diferencias con otros personajes de Allen que suelen filosofar sin título habilitante. Abe Lucas -la elección de Joaquin Phoenix no pudo ser más acertada- llega a una universidad pueblerina y despierta allí tanta pasión como rechazo. El hombre no está pasando por su mejor momento, como también le suele suceder a la mayoría de las creaturas de Allen. Abe lo dice muy claro: “No puedo escribir. No puedo respirar, no podía recordar las razones para vivir, y cuando lo hacía, no eran convincentes”. Vuelta de tuerca mediante -aunque retorcida, porque la posición de Abe es distinta a la que desea Dostoievski en Crimen y castigo, libro de cabacera de Allen en más de una oportunidad a la hora de sentarse ante su máquina de escribir-, Abe encontrará la manera de “mejorar” su existencia interviniendo en la vida de un tercero. No ya la de Jill (Emma Stone), la estudiante que no queda muy en claro por qué se babea tanto ante el nuevo profesor, ni la de Rita (Parker Posey), una mujer que ansía salir de la abrumadora rutina de su vida marital. Abe cometerá un acto, para muchos aberrante, para él, sencillamente eficaz, y del que no renegará porque cree hacer lo correcto. Acto irracional o no, lo que hace Abe provoca que la película pegue un giro de casi 180 grados. Y a partir de allí aparece el Allen que gusta a muchos, el que cuestiona la moral -y la suerte- de los personajes, el que intenta meterse al público en el bolsillo, porque crea un trío de cómplices. Sólo él, el protagonista y el espectador saben lo que Abe hizo. Es una (su) manera de comprometernos, tomar posición. Molestarnos. No dejarnos la comedia servida. Ya hemos dicho que la elección de Phoenix fue acertada. Da el personaje perfecto, entre alcohólico, romántico, que se cree superior, y capaz de hacer cualquier cosa... irracional. Como en Match Point, donde un anillo decide la suerte, aquí hay otro elemento que interviene para poner las cosas, tal vez, en su lugar. Allen nos guiña otra vez. Con o sin citas filosóficas, vale la pena mirarlo.
Gente rica sin problemas Ni Robert De Niro ni Anne Hathaway solos pueden reflotar un guión inexistente, narrado de manera rudimentaria y siendo todo tan predecible. Es una película que, fácilmente, atrasa unos treinta o cuarenta años, por lo que si el público adulto al que evidentemente está destinada esta comedia con salpicones de drama sienten cierto déjà vu… Es lógico. No tan lógico resulta que Anne Hathaway juegue o acepte jugar a la contracara de lo que fue su personaje en El diablo viste a la moda (2006), que fue el título que la lanzó a la consideración internacional, al lado de un monstruo como Meryl Streep. Ahora comparte cartel con otro, como Robert De Niro, pero el personaje que tiene el peso es el de ella. La actriz de Los Miserables es Jules, joven que en pocos meses creó una tienda de venta online de ropa, y que ante el éxito obtenido y el crecimiento de la tienda, se encuentra casi al mismo tiempo con dos disyuntivas. Una, los inversores quieren que un CEO supervise su tarea. La otra surge de su mano derecha: son todos tan jóvenes, que a lo mejor no vendría mal tener una ayuda con alguien con experiencia, y es así que buscan un jubilado/a. Así conocemos a Ben (De Niro), haciendo su curriculum vitae con un speech a cámara, bien para los tiempos que corren. Viudo, adinerado, con ganas de seguir movilizado, es aceptado y lo destinan como pasante que debe acompañar a Jules. Hasta ahí, el argumento. Y hasta ahí, la trama. Y también, toda la historia. Porque Pasante de moda sufre de falta de ideas, de desarrollo de las mismas y de historia en sí misma. Todo se desenvuelve en ámbitos casi de teléfonos blancos de la época de oro de Hollywood. Ninguno de los dos tiene problemas más que ser workaholics, porque los económicos los tienen resueltos (y si alguien necesita un departamento, ahí está uno de los dos para dar una mano). Y cuando ¡ops!, surge un problema -léase: algo, en algún momento, algún conflicto tiene que pasar-, todo se resolverá más pronto que tarde. De no ser por los quilates de ambos intérpretes, Pasante de moda se pasaría de largo. Está contada de manera rudimentaria, lineal, sin picos de tensión, todo es predecible y chato. Pero hay momentos en los que uno recuerda por qué De Niro llegó a ser lo que fue -y con todo, este filme es de lo mejorcito que vino haciendo últimamente- y Hathaway trata de ser más espontánea de lo que su papel no es, para ver si logra sobresalir de lo encorsetado que está. A favor: no es común ver la amistad entre un hombre y una mujer, que no esté reñido en lo sexual o que tengan lazos familiares. Pero ¿alcanza? Comedia en la que todos los personajes son, en el fondo, más buenos que Lassie, Pasante de moda desperdicia al menos dos talentos, 121 minutos al público y demuestra que Nancy Meyers (Lo que ellas quieren) perdió la energía y se volvió cursi.
Nene o vampiro Aunque exprima la misma idea que en la original, una y otra vez, tiene buenos gags. Pasa cada vez más seguido, y no solamente en la animación. Cuando una idea -traducido a términos de la industria hollywoodense: un filme- pega, resulta exitosa, la maquinaria se pone en funcionamiento casi de inmediato para fabricar la secuela. El verbo no es ingenuo: se trata de generar productos que a su vez generen ganancias. Lo que suele suceder, lamentablemente, más a menudo, es que esa idea primigenia se encuentre agotada en sí misma, y el paso siguiente resulte una mera copia o reacomodamiento de ella. Ejemplos hay a borbotones, desde la segunda Mi villano favorito a la secuela de Cars. En la primera Hotel Transylvania Drácula montaba precisamente un resort para que los monstruos pudieran descansar a sus anchas, sin ser molestados. Hasta allí llegaba sin querer, ni saber dónde se metía, un humano (Jonathan) y el chiste era la contraposición entre dos mundos distintos. Adam Sandler y Selena Gómez prestaron sus voces al Conde y a su hija, Mavis, y el resultado era divertido. La vuelta de tuerca para Hotel Transylvania 2 es que Jonathan y Mavis tienen un hijo, y el quid de la cuestión es si será humano o vampiro. Eso es todo. Están los personajes secundarios (Frankenstein, La Momia, el Hombre Lobo, etc.) que acompañan a Drácula, Jonathan, Mavis y ahora el pequeño Dennis, y el deseo del Conde de que le salgan los colmillos al nene, y de su madre por dejarlo ser lo que tenga que ser. O sea: Serás lo que debas ser, o no serás nada. O, la tercera vía: serás una secuela, con camino a una tercera película. Los mensajes son más o menos claros y los mismos que en la original: aceptar al que es diferente, ver que es posible una familia ensamblada si lo que sobra es amor, y las constantes metidas de pata de Drácula. Genndy Tartakovsky, el creador de El laboratorio de Dexter y el cerebro detrás de Las chicas superpoderosas y Samurai Jack, le imprime ritmo a cada secuencia. Con o sin el 3 D, con pochoclo seguramente se la pasa mejor.
Amigos son los amigos Más que sobre la inminente muerte del protagonista (Ricardo Darín), el filme aborda la amistad masculina. Es toda una incógnita saber cómo responderá el público ante Truman. Porque si el tema que encara -la muerte inminente de un hombre que decide no seguir con su tratamiento contra un cáncer- es claramente espantaespectadores, en verdad el centro de la película es otro. La decisión de Julián (Ricardo Darín) es lo que sirve para que Truman desarrolle, sí, su principal inquietud, o interés: la amistad masculina. “Lo que queda en la vida son las relaciones”, dice Julián, un personaje querible pero no por lo que está atravesando. Darín lo compone como ha hecho a tantos: el suyo es un ser con dobleces, al que se le perdona casi todo por su simpatía. Pero es un tipo que va al frente. Tomás (Javier Cámara) es como su contrapeso. Se adivina que la relación que mantuvieron en el pasado fue fortísima, y que se complementan. Eso no está en la pantalla, en palabras ni en flashbacks, y representa un mérito. Lograr que el espectador sienta y no escuche cómo es una relación entre dos personajes no es para nada común. Tampoco lo es en el cine de Cesc Gay, que suele ser coral (En la ciudad, Una pistola en cada mano), que haya una trama intimista, que apuesta a la emoción. Y si hay instantes en los que es difícil que no se escape un lagrimón, la película no apela a lo lacrimógeno, ni a los clisés del hombre ante la muerte. No transforma a Julián en un mártir ni en un héroe que se rebela ante lo inevitable. Julián es por momentos detestable, como cualquier hijo de vecino, y Darín, al interpretarlo sin apelar a gestos, mohínes o cambios en su figura física, acertó. Ya sabemos cómo se comunica con quien está del otro lado de la pantalla. Su actuación le sale de las entrañas, aunque a veces tanta naturalidad lo acerca al Darín que reconocemos como persona, no como personaje. Truman tiene a tres protagonistas: Julián, un actor argentino que vive en Madrid, trabaja en teatro, está separado y su hijo vive en Amsterdam; Tomás, amigo de Julián que viaja desde Canadá para pasar cuatro días con él; y Truman, el perro de Julián. La excusa del encuentro entre los amigos es acompañar a Julián, y también ayudarlo a encontrar un muevo hogar al perro. Gay muestra con acidez el comercio alrededor de la muerte, pinceladas de humor negro, pero le pifia en el vínculo entre Tomás y la prima de Julián (Dolores Fonzi, un tanto desaprovechada: siempre molesta o enojada). El director decidió abrir y cerrar Truman con un plano de Tomás, determinación que no habrá sido sin meditar, y que refuerza lo antes dicho. Más que la muerte, Truman trata sobre lo que nos deja una relación.