Amor en medio de la guerra Basada en la novela de Irère Némirovsky, tiene nazis humanizados y franceses amorales, en un relato romántico. “Si quieres conocer a la gente, empieza una guerra”. La frase es una de las tantas de la novela de Irène Némirovsky -escritora de origen judío y ucraniana, que murió en Auschwitz y no pudo terminar este relato, porque fue apresada- en la que se basa el filme, y que sintetiza el espíritu que anida en él. Para saber cómo es cada uno, enfrentarlo a una situación límite puede ayudar a conocerlo. Tal vez no a comprenderlo. Con la llegada de las tropas alemanas a París, en el pueblito de Bussy Lucille (Michelle Williams) y su suegra (Kristin Scott Thomas) no tienen más que apechugar, y si ya no se soportaban bajo el mismo techo, imaginen lo que será tener que albergar a un jerarca nazi. “No pienso vivir bajo la hora alemana”, dice Madame Angellier, mirando el reloj de pie de su mansión. Tiempo al tiempo. Como en otras películas que transcurren durante la Segunda Guerra Mundial, Suite francesa no muestra a los nazis como repelentes, o al menos no a todos. Hay franceses que son ruines, soplones, panqueques y amorales. Cuando en un filme, o en una novela, los malos tienen algo de humanidad, el relato se vuelve atrapante. Lejos de su marido, que pelea en el frente, la joven termina mirando con ojos distintos a Bruno von Falk. Caballero, gentil y, ante sus ojos, guapo, Lucille comienza a sentir algo por el invasor. Lo mismo que le pasa a otros personajes. En eso radica el nudo del asunto. Allí sí, entender los comportamientos humanos, en circunstancias particulares. Michelle Williams da muy bien, desde el physique du rol hasta la manera en que personifica a Lucille. Scott Thomas tiene el papel menos agraciado, ya que, además de avejentarla para parecer más de los 55 años que realmente tiene, el suyo es un ser deplorable, avaro y nacionalista -pero nacionalista bueno-. El director Saul Dibb (La duquesa, con Keira Knitghley) ha querido realizar su filme con un estilo clásico. Desde la construcción de los personajes, la ambientación y el uso del montaje. El que tiene que bailar con la más fea, aunque Williams sea preciosa, es el belga Matthias Schoenaerts. El actor de Metal y hueso y a quien veremos en La chica danesa logra que von Falk no sea -siempre- visto como un cerdo. No es poco mérito. Es que la película es una historia de amor, en tiempos de guerra. Con personaje secundarios con muchos rostros conocidos -Lambert Wilson, una morocha Margot Robbie (El lobo de Wall Street, Focus), Ruth Wilson, Sam Riley-, con historias secundarias que bien valdrían un desarrollo mayor, una película propia.
Convivir es mejor La animación es cálida y llamativa, el mensaje es claro: hay que saber convivir con quien es diferente. El mundo de los insectos como metáfora del de los humanos (y adultos) es el que refleja esta adaptación, con el personaje que creó el alemán Waldemar Bonsels en 1912. Maya se vio primero en la televisión, en una serie animada japonesa en los años ‘70, y aquí Maya sigue siendo la abejita preguntona, independiente y segura de sí misma, que habita una colmena en la que una intriga -nunca mejor dicho- palaciega pone a la reina en jaque. La reina es bondadosa y amada por todos, pero la consejera es una arpía que detrás de su sonrisa quiere asumir el poder. El enfrentamiento entre las abejas y los avispones, fogoneado por la consejera, y la necesidad de convivir, no importan las diferencias, es el leitmotiv de la película, destinada a niños no mayores de 10 años. La animación es llamativa, con mucho color, y la historia tiene un desarrollo sencillo y comprensible para su público. Se exhibe en algunas copias en 3D.
Por qué pintamos El valor de este documental es el de testimoniar un trabajo de concientización colectivo. El proyecto Arte-Memoria Colectivo nació para crear conciencia, o “estados de memoria”, como lo define su fundador, el artista plástico Jorge González Perrin, quien es también el centro de este trabajo documental de Carmen Guarini. El filme, que se estrenó en una sala del espacio INCAA KM 0 y que desde el sábado difundirá el Canal Encuentro en distintos días y horarios, se propone y cumple con los mismos objetivos. Arte-Memoria Colectivo logró, a través de una convocatoria abierta y plural, conseguir pequeñas pinturas de 5 cm x 5 cm, y que cada una recordara a un desaparecido. Está claro que la unión del arte y la política confluyen con la participación popular. El documental precisamente documenta las muestras -y las marchas, que pasaron a ser, casi sin proponérselo, un deseo posterior- en las que se ve cómo se arma un inmenso mural, pidiendo por los nietos desaparecidos. Lo que comenzó como un homenaje a Rodolfo Walsh, también de tinte colectivo, derivó en esta serie de trabajos que ganaron la calle, y a la gente.
Lo que sobra es morbo No hay más que asesinatos truculentos, y nada de suspenso. Y ni siquiera hay una unidad en los cortos. Ya se sabe que Halloween, al menos cinematográficamente hablando, da para historias truculentas, con mayor o menor suerte. A la original Noche de brujas, en más de un sentido, y por el momento en el que John Carpenter la realizó (1978), se la sigue extrañando. Y estos Cuentos de Halloween no son más que una excusa para mostrar morbo en exceso, con ninguna dosis de suspenso, y que exhibe momentos, por lo menos, risibles (Mala semilla, el décimo corto, el elegido para cerrar, con una calabaza que se arrastra y come cabezas y demás, es una muestra). Como suele suceder cuando se suman y entremezclan cortos, más que complementar, que entonces sería otra cosa, Cuentos de Halloween es desparejo desde la realización, pero semejante en cuanto a la brutalidad que exhibe. Lo curioso es el morbo que muestra en los niños que protagonizan algunos de los relatos. Chicos que pueden incendiar una casa rodante en la que están los padres de otro niño, que dice “¿Papá? ¿Mamá?” mirando estupefacto la escena, o más niñas masacrando a un cuarteto de jóvenes entre drogones y alcoholizados. Algunos personajes saltan -hasta que terminan siendo acuchillados, si es que no acuchillan a otros- de un relato a otro. Lo que no es más que un guiño, porque no hay una unidad que lo justifique. Entre los realizadores se encuentra gente que no es que hace sus primeros palotes en esto de destripar gente, como Darren Lynn Bousman (El juego del miedo II), Neil Marshall (El descenso) y Lucky McKee (Voces en el bosque). Lo cual, está claro que no garantiza nada, porque la estructura del cortometraje no es la misma del largo, por un lado, y por otro con la excepción del primero (Dulcero, sobre una leyenda de que un niño que en el presente se aparece en Noche de brujas y si no le dejan una golosina a mano, es capaz de abrirle los estómagos a los que, angurrientos, se las devoraron) no hay demasiada originalidad. Por otra parte, seguramente no se consiguieron salas el jueves de la semana anterior, en los días previos a la Noche de brujas, que era la fecha en que el público argentino adicto a los platos fuertes hubiera llenado las salas. Para los que no miran el almanaque, la propuesta está. Que sea floja es otra cosa.
Sin conflictos La nueva película de Bond hereda una expectativa, tras “Skyfall”, que no logra superar ni igualar. Mientras Casino Royale salvó a Bond de una caída catastrófica a la que venía destinado con los últimos filmes de Pierce Brosnan, donde la fantasía y la inverosimilitud pasaban cada vez más como lo natural, en Skyfall aquello que empezaba a adivinarse en Casino… alcanzaba la cumbre. Un Bond más humano y cercano, aunque heroico, con tendencias suicidas, alcoholismo, cierto resquemor interno, dudas y más, con secretos revelados de su pasado, terminaba de dar vuelta la página a esta revisión del personaje de Ian Fleming. Bueno, dieron vuelta la hoja, nomás, y Bond parece menos conflictuado consigo mismo y con el mundo. Hombre de honor y fidelidad con los suyos, intuíamos que la muerte de M (Judi Dench) no iba a pasar en vano. Así que en Spectre, como en una combinación sintética, aparecerán hechos y personajes de las tres películas anteriores -agregar Quantum of Solace, la más floja- en las que Daniel Craig (47 años) bebió el vodka Martini revuelto. La organización Spectre, que ya aparecía en El satánico Dr. No, reúne a los malvados de las tres películas y le agrega uno nuevo que, según dice Christoph Waltz, es “el responsable de todos sus dolores”. Hay más sorpresas sobre la infancia de Bond, pero en la trama eso es jugar con la ignorancia del espectador, y no hacerlo partícipe de la misma. La elección del actor que fue nazi de Bastardos sin gloria como malo de turno, a diferencia de las de Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric y Javier Bardem, es más obvia y por ende menos efectiva. Bond sigue viajando de aquí para allá -arranca en México, pasa por Londres, Roma, picos nevados en Austria, Tánger-, enamorando mujeres hermosas (al personaje de Mónica Bellucci la conquista en el mismísimo funeral de su esposo)- y no se sabe dónde esconde sus trajes (y Léa Seydoux sus vestidos y zapatos de taco alto), pero allí están, impecables. También tiene un auto con chiches nuevos, un reloj con alarma “fuerte” y un final como para hacer pensar en el futuro de Bond. Aunque todos sabemos -Craig, la productora Broccoli, el público- que habrá otro Bond más. Si se habla de 009 pero no se lo/la muestra... Con Spectre sucedió lo mismo que con Quantum of Solace. Heredan una expectativa de la que terminan siendo huérfanos. Tal vez el apuro en salir a la pantalla para aprovechar el calorcito del éxito reciente termina apresurando y acelerando ideas y guiones antes de tiempo. Paradójicamente, la película arranca con un plano secuencia impresionante, que sigue a Bond disfrazado de cadáver el Día de todos los muertos en México caminando por la calle, se mete en un hotel, un ascensor, un cuarto y se cuela en la azotea, mientras 007 persigue al malvado. Y lo que sigue es la peor canción, la más insípida de apertura de la historia de la franquicia. Uno puede empezar con el ánimo arriba, pero si desde la pantalla no lo ayudan...
Esta película ya la vi 6 veces Dicen que es la última de la saga, y por eso pusieron de todo: 3D, exorcismo, y efectos en primer plano. Con las películas de terror siempre hay que desconfiar. No sólo en la trama, sino cuando avisan que es la última de la saga. Porque si funciona en la taquilla, ¿por qué no habrían de seguir y seguir con la camarita que graba fenómenos paranormales en alguna casa? Lo que comenzó como algo más (menos) o menos (más) original ha perdido sorpresa, y con el correr de las películas las explicaciones ya no conforman a nadie que haya visto 30 segundos de un filme de terror en los últimos diez años. Ahora es una pareja, con su hijita Leila, la que consigue una casa a un precio conveniente, y Ryan, el papá, encuentra en una caja una cámara de video vieja. Cuando la enciende, días antes de Nochebuena, mientras graba ve algo extraño, que no llega a ser una figura, sino como burbujas. Pero de a poco, con la ayuda de su hermano y de una rubia pechugona que no se sabe qué parentesco tiene con la familia, ni tampoco interesa, irán presenciando un fenómeno paranormal y cambios en la personalidad de Leila, la niñita. Tal vez porque pregonan que es la última de la saga, aquí metieron de todo: a la cámara fija y la cámara en mano le agregaron, en la trama, un cura, exorcismo, nada de sexo y mucha aparición en primer plano, que para eso la filmaron en 3D. En síntesis: una más, no sólo de la saga de Actividad paranormal, sino de las decenas de sagas que comenzaron con El proyecto Blair Witch y que debido a las ganas del público, en su mayoría adolescente, de ir, pagar y asustarse, seguirá y seguirá en los cines hasta que una nueva moda termine por desterrarla. Si eso sucede, porque si no, continuará hasta que los chicos se cansen.
Si se calla la cantora... Es en cierto grado una comedia, pero para más de uno resulta un drama escuchar cantar a la baronesa Marguerite Dumont. Basada en la, convengamos, increíble historia real de Florence Foster Jenkins, una pésima soprano -pero ella no lo sabía- que se creía genial, y a la que todo el mundo alababa sus dotes de canto, la película es una sátira. Y Xavier Giannoli supo mantenerla en sus límites, para no extralimitarse y que todo terminara en una comedia burlona. Es la humanidad que tienen los personajes centrales, Marguerite y su marido, lo que vuelve al filme memorable y no un mero pasatiempo. Giannoli, que dirigió a Gerard Depardieu en El cantante (2006), sobre precisamente un cantante al que público había olvidado, trasladó a Florence de los Estados Unidos a Francia. Corren los locos años ’20, en París, y esta dama de la alta sociedad hace obras de beneficiencia, incluyéndose ella como centro de esos actos para solidarizarse, por ejemplo, con los huérfanos. Marguerite canta, en su mansión, pero ella no se escucha. Lo bien que hace, porque destroza cualquier aria y nadie le dice la verdad. Por beneficios propios que no conviene adelantar, por hipocresía, hasta por bondad para no lastimarla. Es como el cuento del rey que pasea desnudo, y nadie le dice la verdad. Nadie se atreve. Por supuesto que la idea sola no caminaría, por lo que se van insertando en la trama personajes: una joven cantante, un periodista, un anarquista, y hasta una estrella de la ópera -otro fracasado- para que le dicte lecciones de canto, en un acto de chantaje y soborno que, eso solo, ya vale el precio de la entrada. El hecho es que la mentira tendrá patas cortas, pero largas pueden ser las consecuencias. Porque del ridículo, se sabe, uno se puede reír, pero no se puede volver. Allí radica el éxito de Giannoli. En humanizar y hacer creíble a Marguerite, y plantear cuán absurdos son quienes la rodean, la aman o se aprovechan de ella. Y cómo puede convertir a la gente desconocer sus propios límites, no sólo de talento. Catherine Frot crea una criatura de la cual es imposible no reírse, pero también promueve la comprensión y la pena, y tanto como André Marcon (su marido), Michel Fau (Pezzini, el cantante de ópera) y Denis Mpunga como Madelbos, el mayordomo de color que la alienta, la protege y hasta le toma fotos con vestuario de óperas famosas, están verdaderamente estupendos. El año próximo conoceremos la versión que el inglés Stephen Frears está terminando, con Meryl Streep en el rol de la soprano. Pero Marguerite, por lo pronto ya le ganó en llegar primero.
El hombre de pie Thriller en plena Guerra Fría, es un filme humanista, pero también innecesariamente maniqueo. Cuando muchos directores afamados y afianzados en sus carreras, se repiten, Steven Spielberg cambia. Podría quedarse en el cine de aventuras, acción con suspenso, que es el que mejor sabe manejar y con el que más se divierte -él y la platea-, pero el director de Tiburón pegó un volantazo hace décadas con El color púrpura, y desde allí, sigue filmando como pocos –bien- y cambiando la manera de hacerlo. Si Lincoln, su anterior filme, era extrañamente muy dialogado para lo que suele dirigir el realizador de 68 años, con Puente de espías vuelve a mirar la época de oro del cine hollywoodense -como con Caballo de guerra- con un personaje en el que Tom Hanks se siente a sus anchas y recuerda, cómo no, al James Stewart con que tanto se lo supo comparar. Pero también Spielberg cambia la manera de relatar. La primera escena toma a un hombre sentado, de espaldas. No le vemos el rostro, de frente, sino que lo conocemos por su reflejo en un espejo y porque está pintando un autorretrato. Como avisándonos que nadie tiene una sola cara -por más que se trate de Rudolph Abel, un espía- y que la multiplicidad de miradas también tendrá que ver con descubrir quién es este personaje. Y no es el único. Porque el abogado de seguros Donovan (Hanks), al que le encargan defender en un juicio al espía ruso que pintaba en el comienzo, también jugará a más de una punta. El Gobierno elige a Donovan para que se sienta al lado del ruso en lo que debe aparentar un juicio correcto. Corre 1957, es la Guerra Fría, y el pueblo -al que Spielberg maniqueo muestra en un tren leyendo el diario- desearía que lo ahorcaran, por traidor. Pero Donovan, que advierte que el juicio es una pantomima, que puede apelar la sentencia por muchísimas irregularidades cuando aprehendieron a Abel, terminará en una función más importante. Cuando Francis Gary Powers, un piloto estadounidense, que espiaba y fotografiaba desde el aire a los rusos, cae en poder de los soviéticos, Donovan será enviado a negociar el intercambio de prisioneros. Aparentar. Hipocresía. Dualidad. Honor. Verbos y sustantivos que impregnarán muchos fotogramas de Puente de espías, que si no es una película más redonda, y mejor, es porque Spielberg también demuestra el maniqueísmo y un patriotismo innecesario. No es la banderita flameando al final de Rescatando al soldado Ryan, también con Hanks. Es mostrar lo bien que lo tratan a Abel (gran labor de Mark Rylance) en prisión, y el maltrato a Powers y a un joven, capturado del otro lado del muro de Berlín, por error. “¿Serviría para algo?” es la frase que reitera una y otra vez el ruso a Donovan, cuando éste le cuestiona lo que fuere. La misma pregunta debió formularse Spielberg al ser tan maniqueo. Pero la maestría está en la paleta de colores con que, desde la imagen, muestra a los EE.UU., la Berlín Occidental y la Oriental. En cómo la tensión se crea a partir de los diálogos. Hablábamos de James Stewart y podríamos mencionar a Henry Fonda. O a Frank Capra, o a William Wyler como referentes para Spielberg. ¿Otro cambio en Spielberg? La música siempre fue importante en su cine. Y aquí, los primeros acordes recién se escuchan casi llegada la primera media hora. Son casi 30 minutos sin reforzar lo que cuenta en imágenes. Sí utiliza brillantemente el sonido ambiente. La precisión con la que cuenta es tal que nos hace sentir allí, presentes en el departamento de Abel, o en el de Donovan, o en el estudio de abogados. Donovan es apodado por el ruso El hombre de pie. Allí la metáfora es clara, explícita, pero resume a un (dos) personaje(s), y pinta lo que Spielberg siempre busca contar: a un hombre bueno inmerso en circunstancias extraordinarias.
Enigmática y metafórica Del aspecto contemplativo el filme pasa a desarrollar un drama poten- te, con muy buenos secundarios. Cuando una película comienza enigmática, lo mejor que puede pasarle al espectador es que esa sensación, como de desasosiego, de cierta incomodidad, no termine de acosarlo ni siquiera cuando el filme llegue a su conclusión. La huella en la niebla empieza con Elías remando en su bote. Está solo, no solamente arriba de su embarcación, sino que no hay otro ser vivo a su alrededor. Está inmerso en la niebla, algo que el director Emiliano Grieco utilizará más que como una metáfora. Elías esconde un secreto. Adivinamos que está regresando, y desea reencontrarse con su pareja, su hijo, su padre. Pero hubo -y hay- una muerte entremedio, por lo que su vida en el pueblito, o en el campo, no le va a resultar sencilla. Grieco, que debutó en el documental antes de saltar aquí al largometraje de ficción, comienza su relato confiriéndole un aspecto más que contemplativo, a lo Gustavo Fontán. Luego la trama irá abriéndose, y con ella las perspectivas de que el drama vuelva a desencadenarse. El director eligió a Damián Enriquez, en la que es su primera película, y el protagonista cumple con los requisitos del personaje. Es escueto cuando debe hablar, y sabe expresar sus sentimientos hasta con economía de recursos. Distintos son los casos de Emme y Germán de Silva. Si bien cumplen labores en roles secundarios, pero que tienen fuerte influencia en el devenir de la trama, y en particular en el accionar de Elías, La huella en la niebla pega fuertes y bienvenidos cimbronazos cuando aparecen en pantalla. A De Silva -que desde Las acacias, de Pablo Giorgelli, pasó por Los dueños, Relatos salvajes y Patrón, radiografía de un crimen, entre otras- le basta con entablar un diálogo, hacer un silencio, cuestionar, para tornar aún más creíble esta historia de soledad, de un hombre que no cree en el destino. Y así le va.
Arriba ese ánimo Sandra, despedida de la fábrica, debe lograr que sus compañeros dejen de cobrar un plus para que la reincorporen. “La crisis y la competencia asiática me obligan a tomar decisiones”, dice el jefe. El señor Dumont les dio a los 16 trabajadores la opción de elegir entre reincorporar a la fábrica a la despedida Sandra, o recibir un bonus en efectivo. Y la mayoría, catorce, ya eligió el dinero. Sandra consigue el viernes que haya una nueva votación, esta vez secreta, el lunes. Jean-Pierre y Luc Dardenne van a seguir a Sandra, y a su marido, Manu, el que más la presiona para que hable con sus compañeros (“¿Cómo pagaremos la casa sin tu sueldo?” es sólo uno de sus argumentos). Sandra, que viene de recuperarse de una crisis emocional, teme sentirse una mendiga. Pero allí va, empujada por la situación, y por Manu, y una compañera, a poner el cuerpo, a hablar con sus colegas, convencer uno a uno, yendo a visitarlos a sus hogares. “Estoy jodida otra vez”, reconoce Sandra, pelo recogido en colita, ojerosa y sin pintura. Los directores ponen en juego, en el centro, la solidaridad. “¿No te da vergüenza venir a robarnos?”, le responde a Sandra un compañero. Así, la protagonista se debate entre una nueva depresión (¿ cómo la van a tratar los que pierdan el bonus, no por propia decisión, sino porque perdieron en la nueva votación?) y la esperanza. También como en muchos de sus filmes, lo que está detrás es una fábula sobre la fuerza, la entereza de un individuo vulnerable que debe luchar contra lo que lo rodea. Y los Dardenne, como siempre, no cuestionan a la protagonista. Simplemente la filman. La acompañan con su cámara. Cámara casi siempre en mano, salvo algunas tomas fijas en el interior del auto, y muchos exteriores, lo que le da espontaneidad al relato, que no tiene absolutamente nada de improvisación, todo ello redunda en un trabajo magnífico de un lado y del otro de la cámara. Porque si el cine social es el que siembran y cosechan los directores de Rosetta (con la que más parecidos tiene Dos días, una noche), El niño y El chico de la bicicleta, si no se logra empatía con el espectador ese aspecto cuasi documental en su manera de filmar y narrar quedaría entonces como un relato ajeno. Marion Cotillard seguramente no se lavó el cabello durante varias jornadas. Afeada, con la misma ropa esos dos días y más de los que habla el título, compone a Sandra desde la forma en que camina cuando va a hablar con sus colegas y cuando se retira. No es sólo la expresión de su rostro. Ni sus lloriqueos. Y es por eso que, en el final, y no adelantamos nada, Sandra puede decir que se siente feliz. El tema no es sólo ser solidario, es pelear y poner en juego y adelante de todo los derechos, lo primordial, los ideales. Pero no todo tiene que ver con la pérdida o no de la fuente laboral. La película también trata sobre la felicidad de Sandra. Sus desequilibrios -mentales y anímicos- la llevan de pasar de una depresión a un estado de optimismo medido. Es la manera que tienen los Dardenne de subrayar que, llamémosle los principios, el alma, la integridad de una persona nace de adentro hacia afuera. Como cantaba Charly García, te pueden corromper, te puedes olvidar, pero ella (la libertad) siempre está.