Hay que dar el primer paso El enfrentamento entre los dos superhéroes de DC Comics tiene su espectacularidad, pero también dos protagonistas con carisma bajo. Son dos superhéroes que se enfrentan cuando deberían estar del mismo lado para combatir al malvado que ha creado Lex Luthor. Pero no. Mientras muchos cuestionan a Superman, lo tildan de “falso Dios” y aventuran un futuro apocalíptico si todo queda en manos de este justiciero llegado del Cielo, El Encapotado entiende que para bien de Ciudad Gótica y Metrópolis, debe ir por el Hombre de acero. Esa es, en síntesis, la trama de Batman vs. Superman, que tiene vericuetos, subtramas, abre lugar a nuevos personajes para dejar todo como el espectador adicto a las tras de ambos en DC Comics anhelan. La enorme expectativa surgida alrededor del primer enfrentamiento cinematográfico de dos de los mayores héroes de DC Comics puede jugar a favor, o en contra para los fanáticos. Más a los de Batman, ya que Christopher Nolan abandonó al Hombre murciélago tras su trilogía, con él se fue Christian Bale y el elegido por Warner, DC y el director Zack Snyder fue Ben Affleck. Y hay que detenerse en este punto. Porque brillan las coreografías de batallas, los gadgets, el batimóvil, la destreza de la cámara, los efectos y toda la parafernalia que pueden brindar, hoy, los 250 millones de dólares que costó la película, pero si Henry Cavill como Superman es dueño de un carisma cercano a menos uno, la elección del actor y director de Argo no parecía la más apropiada. Y de hecho no lo es. Affleck debió guardarse para otras películas su sonrisa sardónica, sus muecas, su -sí- carisma. Véanlo en la escena en la que observa colgado el traje de Superman. Uno espera su risita nerviosa, pero no da. Con el jopo -algo- despeinado. Henry Cavill vuelve a interpretar al Hombre de acero, como en el filme de 2013. A Cavill y a Affleck los han rodeado de talentos disímiles. Jeremy Irons prosigue, como Alfred, con la costumbre de mayordomos y hombres de confianza británicos de Wayne, y como en El Hombre de acero, repiten Amy Adams (Lois Lane) y Lawrence Fishburne (el jefe de Clark Kent). Los nuevos no aportan demasiado a favor, y eso que seguramente los volveremos a tener en pantalla. Jesse Eisenberg como un joven Lex Luthor parece siempre un escalón más arriba de lo que pide el personaje –no es el Guasón, no es El Acertijo, no es El Pingüino-, como pasado de rosca o de revoluciones. Y Gal Gadot, como la enigmática amazona Mujer Maravilla, no mueve el amperímetro. Ni para un lado, ni para el otro. Así las cosas, hay que prestar atención a la imagen y no a los personajes. Al desarrollo de las acciones más que a las actuaciones. Y así, sí, Batman vs. Superman puede, si no disfrutarse, divertir. ¿Qué suma esta película al universo de DC Comics? La apertura de La Liga de la Justicia –ojo, estén atentos a quiénes aparecen en cierta fotografía…-, que será la que en realidad salga a combatir en la pelea de fondo contra los Avengers de Marvel, en noviembre del año que viene. Si se entiende a Batman vs. Superman como eso, un primer paso hacia lo que vendrá, tal vez no se explique semejante esfuerzo, tamaño y duración (dos horas y medias: no pasa nada cuando arrancan los títulos finales), pero los fanáticos no entienden razones, sino que se rigen por el corazón, y para ellos está destinada esta película.
Espíritu, valentía y familia Mejor que la segunda, su trama es sencilla, los gags son más físicos y tiene un despliegue visual que atrapa. ¿Qué atrae de Po? Su espíritu, al margen de ser adorablemente torpe e ingenuo. Es un oso panda que saca valentía de ahí, donde nadie la ve, o creería que no la tiene. Espíritu, valentía, y ahora le suma la ternura al encontrarse con su familia de origen. Porque aunque a él le costara creerlo, el ganso Ping no era su padre biológico, sino el adoptivo. Y porque animales, más o menos, son todos. El argumento es tan fino como un hilo dental. Po finalmente como se anunciaba en el final de Kung Fu Panda 2, conoce a su padre biológico, Li. El maestro Shifu ya no da más enseñanzas, y Po, convertido en Guerrero Dragón, será el único que pueda salvar a China del malvado Kai, quien viene de otro mundo y quiere y comienza a robar el chi de los otros maestros de la región. Po viaja a la ciudad secreta de los Pandas, y deberá forjar un ejército de iguales bastante desigual, para vencer, o no, al malo de turno. A diferencia de sus predecesoras, Kung Fu Panda 3 tiene un mayor protagonismo de su personaje principal. Nótese como los Cinco Furiosos (con Tigresa a la cabeza, más Víbora, Grulla, Mono y Mantis) dan un paso al costado en más de una resolución. No se puede pedir mayor originalidad a la saga, y no por que no se deba, sino porque no se la encontrará. Entonces la novedad pasa por el padre biológico y la aparición de nuevos ciudadanos osos pandas. Quizá esta tercera parte de una saga que no se sabe si continuará o no -pese al éxito de la 3 en Norteamérica, aún no se anunció una 4 en progreso-, sea la que llega con más mensajes en el lomo del oso. Si los valores de amistad y la valentía siempre estuvieron presentes, aquí se habla de la familia, y de luchar contra las apariencias y los estereotipos, para descubrirse a uno mismo. Eso, si se quiere hilar aún más fino. De lo contrario, hay que dejarse llevar por el humor cada vez más físico de Po, las acrobacias y coreografías de peleas, el color, el movimiento de cámara, la dirección de arte. Seguramente todas cosas que advertimos los adultos y que para los chicos, principales destinatarios, pasan a un segundo plano, pero que están allí, para quien quiere verlos.
Las apariencias engañan Comedia romántica con más amor que carcajadas, Suar y Bertuccelli están en su salsa. Me casé con un boludo reúne, ocho años después, a la misma pareja protagónica, director, guionista y productores de Un novio para mi mujer. Bueno, lo único que tienen en común ambas películas es eso. También comparten el género de la comedia romántica, pero Un novio... era decididamente más comedia que romántica, y Me casé con un boludo, pese a lo que uno puede intuir desde lo gráfico y directo del título, aprisiona, contiene una veta tierna y de amor decididamente puro. Fabián Brando y Florencia se conocen en un set de filmación. El es una estrella egocéntrica, ella una mala actriz, pero es la novia del director. Cuando éste maltrate a Florencia en el rodaje, Fabián la defenderá. Y Florencia quedará como prendida de ese hombre. En realidad de ese personaje, porque Fabián, como indica el título… La película pega un giro rápido cuando Fabián, que vive para sí mismo, escucha a su flamante esposa confiar a sus amigos que siente que se casó con un “pelotudo irrecuperable”. Fabián ama tanto a Florencia que pide ayuda al guionista, para que le arme un personaje, para recuperarla, porque si la pierde, siente que se muere. Sin dejar de lado el costado humorístico, que es el motor de la película, el guión de Pablo Solarz y la dirección de Juan Taratuto empieza a balancear las cosas. El filme tiene diálogos realmente ocurrentes y han sabido -todos- aprovechar el gancho y lo que mejor sabe hacer Suar, y las enormes dotes de comediante de Bertuccelli. Tal vez haya sido innecesario hacer pie en la nueva comedia americana -el momento semiescatológico de Florencia en lo del psicólogo-, pero eso entra en cuestión de gustos. Hay, sí, mucho humor a partir de referencias cinematográficas -mientras filman la película; en el estreno de la misma- y salidas ingeniosas, que demuestran que el timing para el gag del que -todos- hicieran uso en Un novio para mi mujer- no fue obra de la casualidad. Como tampoco que los personajes secundarios -los compinches, los sidekicks de la comedia hollywoodense- no sólo están bien escritos y tienen su pequeña elaboración, sino que están muy bien interpretados por un séquito de actores del teatro o el cine independiente. En síntesis, que Me casé con un boludo está armada para cumplir con su cometido de entretener, con risas y alguna carcajada, que no es tan redonda como Un novio para mi mujer, pero que bien vale la pena esperar por una tercera película de -todos- ellos juntos.
Es el pasado que vuelve Drama sobre la tardía redención de un soldado ante un hecho aberrante, es una premiada coproducción Entre la redención y el oportunismo, la posibilidad de ganar un buen dinero y reparar, si fuese posible, una afronta terrible del pasado, Magallanes, el protagonista que le da con su nombre el título a la película, pelea con las pocas armas que tiene. Fue soldado en una época conflictiva en su país, Perú, pero donde pone el foco el filme de Salvador del Solar es en la ética. Cuando Magallanes (Damiám Alcázar, casi perfecto) estaba en la barraca del Ejército, el Coronel (un Federico Luppi hecho una macchietta, lamentablemente) se apropió de una adolescente, Celina (Magaly Solier, de La teta asustada y Madeinusa, creíble) a quien mantenía encerrada. Y abusó de ella. Muchos años después, el Coronel está postrado, y con signos de Alzheimer, y Magallanes es como su chofer. Hasta que un día se cruza y reconoce a Celina, e idea sin que ella lo sepa, un plan. Chantajea al Coronel -en verdad, a su hijo- con contar la verdad, pero desde el anonimato. La coproducción argentino peruana, que perdió con El Clan el Goya a la mejor película iberoamericana, y ganó el Festval de Huelva, no plantea nada novedoso, y no está a la altura, por ejemplo, de La muerte y la doncella, la obra de teatro de Dorfman que Polanski llevó al cine, y en el que los fantasmas del pasado de una detenida generaban una tensión, y más, asfixiante. El problema que surge en Magallanes es que, aunque esté bien narrado, el relato no sorprende jamás. Todos los pasos parecen más o menos previsibles, pero se rescatan el tema y las actuaciones.
Pecados de guerra El juicio a un oficial que pudo haber cometido una decisión fatal plantea dilemas morales en este gran filme. Los aspectos morales de A War: La otra guerra plantean al espectador situaciones para incomodarlo, o al menos generar contradicciones. Eso viene sucediendo con gran parte del buen cine danés, sea el primer Lars von Trier, Susanne Bier o Thomas Vinterberg, y hay que agregar a la nómina a Tobias Lindholm. El realizador cerraría con A War una trilogía sobre hombres no tan comunes en situaciones límites, que inició con R y El secuestro y la culmina con la historia del oficial Claus Pedersen (Pilou Asbaek), que está con el ejército danés en el frente en Afganistán. Lo del frente es taxativo y literal, porque Pedersen encabeza una misión con su tropa, cuando son emboscados por talibanes. En la misión morirán civiles afganos, sea por culpa o no de Pedersen, que toma una decisión en el fragor del combate, y por la que termina siendo sometido a un juicio en Copenhague. Las cosas en casa se ponen tan arduas como en el desierto asiático. La esposa de Claus y sus hijitos no quieren perder al padre de familia: si lo declaran culpable podría pasar varios años en prisión. Y allí es donde entra a jugar la cuestión ética: si fue responsable de las muertes, ¿no debería cumplir la condena? ¿Se puede gambetear una situación para que su familia no sufra? Y la clásica: el fin, en síntesis, ¿justifica los medios? El director contrapone, pero de manera muy inteligente, la posición de una fiscal incorruptible y un abogado que busca los recovecos que en todo litigio legal se pueden encontrar para ayudar a su cliente. Y están, cómo no, los soldados a los que la decisión de Pedersen salvó sus vidas. Lindholm se vale de herramientas bien cinematográficas -como encuadrar cerrado, para que dé la sensación de que lo que está en el espacio off, lo que no se ve, es tanto o tal vez más importante que lo que sí se observa- para generar tensión. Pilou Asbaek. Es el militar que es juzgado en Copenhague por una decisión que tomó en Afganistán. Para mejor, Lindholm es riguroso en la presentación del probable crimen de guerra. Es sensible y detallista, por lo que es recomendable estar atentos cuando ocurre la misión en sí, para poder sacar conclusiones y debatir, luego, el final de la película. La película tiene una primera parte en la que se muestra la vida cotidiana de los soldados y la de la familia de Pedersen. Las secuelas que las guerras dejan en los que participan, estando o no en la batalla, es tratado con asiduidad, pero aquí la cuestión sube un escalón más. E inquieta como un buen thriller legal.
La lucha entre dos mentes brillantes Entre la locura interna de Bobby Fischer y el descontrol global, el filme apasiona y humaniza a los protagonistas. Sacrificar una pieza en el juego de ajedrez implica entregarla y obtener a cambio cierto rédito táctico. Puede desconcentrar o, mejor, desconcertar al adversario. El peón es la pieza de menor valor en el juego, pero también la que puede volverse reina. El sacrificio del peón es la traducción literal del título original de La jugada maestra, el filme de Edward Zwick (Tiempos de gloria, El último samurai, Leyendas de pasión), un director con un espíritu patriótico a toda prueba. Pero para relatar la vida -y el sacrificio- de Bobby Fischer, por suerte no apeló a resortes manipuladores. La película se centra en el llamado Match del siglo, aquel que en Reykjavik, Islandia, mantuvieron Bobby Fischer, maestro estadounidense, con Boris Spassky, campeón ruso, en 1972. Los vientos de la Guerra fría entre las dos potencias arreciaban. Zwick toma al atormentado genio del ajedrez, desde su infancia en Brooklyn, pasando no velozmente por el momento en que desde el gobierno de los Estados Unidos le preguntan si “es un patriota”. Fischer, con su juventud, retó al imperio soviético precisamente en lo que era de muchas maneras el deporte nacional, el ajedrez. Y el ajedrez fue el campo de batalla en el que la supremacía soviética se ponía, entonces, en jaque. El filme se mete en la mente de Fischer, donde entran a pugnar muchas cosas. Demasiadas. Desde su paranoia hasta convencerse de que los rusos harían cualquier cosa por impedir que se convirtiera en campeón mundial, a su anitisemitismo -siendo, como era un judío de Nueva York...-. El guión de Steven Knight (Promesas del Este) va llevándonos como en un carrito que asciende a la montaña rusa. Así, pasan las obsesiones de Fischer, y los que lo secundan, desde el Gobierno, el cura que era casi su sparring (Peter Sarsgaard) y su madre promiscua (Robin Weigert), hasta que llega al punto alto de la montaña: el match del siglo. A partir de ahí habrá que creer que el mérito es cuestión del director Zwick. No sólo porque la transformación de Tobey Maguire como el hombre angustiado, agobiado y que se autotortura, es mayúscula, sino porque dentro de tamaña locura -la interna del personaje y la externa de la situación global- humaniza a los dos protagonistas. Son peones de una confrontación, pero también individuos con los que empatizar desde la butaca, y eso no es siempre sencillo. Habrá quien prefiera la biografía, y quién se quede con la segunda mitad, seguramente más rica y apasionante.
Ecología congelada El mensaje ecológico se pierde entre gags de gusto dudoso o nula gracia. Y la animación es básica. Cuando un filme animado la pega, bien pronto salen a copiarlo. Cuando más de un filme se vuelve exitoso, hay que tener valor para abreviar en ellos sin ponerse colorados. Norm y los invencibles es La Era de hielo más Madagascar, El Rey León y Minions. Bueno, no es, sino que toma elementos y la melange sale insípida, como desabrida y con gusto a poco y nada. Un mensaje alentador o que denuncia la destrucción del medio ambiente puede caer en saco roto o definitivamente pasar desapercibido. En buena parte depende del packaging, el envoltorio, y en una pleícula animada cuyos destinatarios principales son los niños, es material inflamable. Eso sucede con Norm y los invencibles, con un oso polar que tiene la extraña habilidad de hablar con los humanos -a esta altura de la animación parecía o más natural, pero no-, que cuando descubre que una corporación piensa colonizar el Artico, decide embarcarse hacia Nueva York para, allí, evitarlo. Hasta ahí, todo bien. Los problemas comienzan a surgir, y sumarse, con algunas historias que corren paralelas. Vera es la mujer que ayuda aMr. Greene, el constructor de casas, y advierte que quizás esté trabajando para el lado incorrecto. Pero sigue porque Olivia, su hija, quiere ingresar a un colegio, y quien puede darle una recmendación es... Mr. Greene. Si eso no es muy constructivo, esperen a ver a los tres lemmings amigos de Norm orinando en un acuario. Pero si hay un problema con Norm y los invencibles es que es aburrida, los gags son más viejos que el hiejo y ni Norm ni los invencibles son graciosos, sino que se diría que inocentes o tontos. De gran corazón, seguro.
La historia sigue siendo la misma Asentando su trama en 1835, el filme busca los fundamentos de los manejos de la política autóctona. Cómo el pasado explica, o ayuda a entender el presente es uno de los ejes de El movimiento, la película de Benjamín Naishtat que abre el debate sobre los manejos de la política argentina. Por más que las acciones transcurran en 1835, en tiempos de anarquía y peste, como se explica, los aprietes de un caudillo, interpretado por Pablo Cedrón, tienen ecos en cualquier momento de la política nacional. De ayer y de hoy. El enfrentamiento entre dos facciones de un aparente mismo bando dentro de una organización nacional lleva a que el caudillo cabalgue el interior imponiendo los beneficios y las ideas del movimiento. El cabecilla actúa como un puntero. La violencia y la impunidad (se ajusticia a cañonazo limpio) prevalecen. La película, que tuvo un proceso de rodaje y posproducción apretado, condiciones que impuso el programa de producción del Festival de cine coreano de Jeonju, principal inversor del segundo filme de Naishtat, está rodada en un blanco y negro casi opresivo, y tiene un encuadre como el de Jauja, de Lisandro Alonso (la pantalla 4/3, casi de fomato cuadrado). Y no es el único punto de contacto. Ambos títulos transcurren en el pasado, en el interior, el paisaje más que integrarse al relato lo forma y transforma, y las fronteras no tienen nunca un límite preciso. Son bordes literales, de espacio, pero también finos, delgados en materia de ética. Cedrón, que protagonizó Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, con la que tiene alguna relación, está realmente compenetrado con su papel. Cuando arenga, cuando cuestiona, el caudillo mete miedo. En los rubros técnicos la película es impecable. La iluminación, con escasa luz, con muchas escenas rodadas de noche y cámara en mano, de Soledad Rodríguez, impacta. Y la música compuesta por Pedro Irusta marca contrapuntos, hace crecer los ecos de la historia. Y cada una de ellas tendría valor propio, pero están en función de la obra de Naishtat, quien ya en Historia del miedo hablaba de dos grupos: los ricos que vivían en un country, y los que les servían y estaban afuera. La contraposición hace a la fuerza.
Persevera y triunfarás Es una película de acción y superación, a la vieja usanza de Hollywood, pero con efectos del siglo XXI. Digámoslo sin vueltas: es una película old fashion, del Hollywood de los ’50 la que Disney armó para retomar la senda de los personajes comunes y corrientes -y estadounidenses-, capaces de dar todo -y, por supuesto, más- con tal de salvar a gente en peligro. Es el mismo espíritu de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Y como está ambientada en 1952, y se basa en un hecho verídico, el intento de rescate de los sobrevivientes de un barco petrolero, atrapados en una feroz tormenta, hace falta que los actos de heroísmo sean creíbles. Y Horas contadas es todo lo creíble que puede ser una película rodada para exhibirse en 3D, con olas de una altura inusitada, en un invierno con nieve y un botecito de rescate conducido por Chris Pine. Cuando una catástrofe ocurre, lo peor que puede pasar es que la suceda otra. El 18 de febrero de 1952 la Guarda costera de Chattam, Massachusetts, no daba abasto para encarar el rescate de los sobrevivientes del petrolero Mercer, cuando otro buque, el Pendleton, también se partió al medio en una tormenta sin igual. Otra tormenta perfecta. Y el jefe de la Guardia costera (Eric Bana) decide enviar a Barney, que no es el dinosaurio violeta, pero muchos en el pueblo lo miran con desconfianza después de no poder salvar, hace unos años, a unos pesqueros en peligro. Barney, encarnado por Chris Pine con cara de pollito mojado -que ya va a quedar pasado por agua-, tiene que dirigir una mini expedición en un barquito pequeño, con otros tres rescatistas, ya que el resto se fue a ayudar el primer naufragio. Llueve, no se ve nada, no les anda la brújula. A Barney lo espera en la costa su novia, Miriam (Holliday Grainger), que le gana en decisión y hasta parece llevar los pantalones puestos. Para completar el cuadro, en el Pendleton quedó a cargo un jefe de ingenieros (Cassey Affleck), en un buque que parece uno de guerra de los que mostraba Hollywood, con trabajadores enfrentados entre sí, muy a lo clisé. Clisé también es lo que pasa en tierra, con el jefe de Barney, que no escucha razones, ni cuando todos le dicen que enviar a Barney y los suyos es una misión suicida. A favor de la película, y del director Craig Gillespie, es que lo naif no se hace pasar por otra cosa. Se lo muestra, no se esconde y va en concordancia con el tipo de relato que Horas contadas es. Tiene acción, romance, heroísmo y suspenso. No le pidan más.
El dolor de ya no ser Dos amigos que fueron grandes artistas viven el final de sus carreras en el filme del indisimulado machista que es Paolo Sorrentino. Ya en La grande bellezza Paolo Sorrentino se regodeaba mostrando cómo cierta elite romana, artística y social, era fatua y presumida. Para ello, tomaba muchas cosas de Fellini. Y aquí, con algún toque felliniano menos vulgarizado, vuelve al ataque: la espiritualidad vacía de una generación, que en su momento, se cuenta, fue brillante, y que ahora no sabe cómo dar las hurras sin sentirse o humillada o bastardeada. Dos son los amigos que recorren las instalaciones de un resort en los Alpes. Fred, un semi retirado director de orquesta inglés (Michael Caine), y Mick, un realizador de cine (Harvey Keitel). Fred no quiere saber nada de la invitación de la Reina de Inglaterra para que dirija una de sus mejores obras para el cumpleaños del príncipe, y Mick se ha rodeado de jóvenes guionistas ara crear lo que él entiende será su última obra maestra. Entre diálogos sobre problemas de próstata y recuerdos de tiempos mejores, hay una contrapartida. O dos. Una, la de los personajes más jóvenes, que se debaten por un presente y futuro con escollos, desde Lena, la hija de Fred (Rachel Weisz) a un actor hollywoodense (Paul Dano), preparándose para un papel, a la nueva Miss Universo. La otra, sin nombrarlo, es Diego Maradona, encarnado por Roly Serrano. Es, también, la decadencia, pero no en palabras sino enn la literalidad de sus excesos. Juventud es mucho más directa y acongojante que La grande bellezza. La amargura que queda en la boca al final de las dos horas es mucho más genuina que la parafernalia exhibida en la ganadora del Oscar a mejor filme extranjero. Sorrentino tal vez se crea más que lo que es -y no lo disimula, como tampoco su machismo-, pero la ternura encubierta que muestra en las escenas de desenlace ciertamente lo redimen. El ambiente -relajado, de elite y de millonarios, igual que el de La grande bellezza- aquí es más logrado. Es un universo, con sus reglas claras y propias, y ver cómo Fred lucha por ser quién es, no dejar que le impongan nada, y a Mick soñando alto, llegan por momentos a conmover. Lógicamente Juventud habla de ese estado interno, que se lleva y se cuenta, y que no disminuye por envejecimiento de células. Seguro no la verá de la misma manera un veinteañero que un jubilado. El secreto de Juventud es que funciona donde flaqueaba La grande bellezza: la credibilidad de las situaciones, por más que para Sorrentino los hombres sean los artistas y las mujeres, simplemente musas. Tanto Michael Caine como Harvey Keitel cumplen actuaciones memorables. Cómo construyen y dan terminación a sus personajes es una lección de interpretación.