Buscando a la hermanita perdida Si bien parece que romperá los clisés del género, bien pronto se aboca a todos ellos. Con el correr de los años y las películas, sorprender en el cine de terror se está haciendo más difícil. El debutante Jason Zada lo logra en la primera mitad de El bosque siniestro, cuando conjuga flashbacks y lanza rápidamente una intriga sin demasiados golpes de efecto, ni visuales ni sonoros. Bien dicen que los filmes de terror no tienen el mismo efecto si se los ve, pero no se los escucha. En El bosque... confluyen la narración habitual del género cuando lo dirigen estadounidenses con las tradiciones de terror niponas. De hecho Sara (la inglesa Natalie Dormer, de Game of Thrones) parte hacia Japón cuando recibe el llamado de una policía para avisarle que su hermana gemela desapareció luego de ser vista caminar por un bosque. No cualquier bosque. Aokigahara, al pie del Monte Fuji, es conocido como el Bosque de los suicidas: muchos no salen con vida de allí. La leyenda dice que el lugar se alimenta de la tristeza de las personas que lo visitan. Y hacia allí va Sara. Una pregunta: ¿para qué, cuando pregunta si la vieron, muestra la foto de su hermana si son gemelas? No importa. Lo que sí interesa es que Sara ingresará al bosque a buscar a Jess, ayudada por un periodista que ve una historia por contar. Por supuesto que las hermanas tuvieron un pasado traumático. Por supuesto que, aunque le digan que no pase la noche allí, Sara se quedará. Y por supuesto que lo que comenzó sin golpes de efecto, lamentablemente dará un giro. No sólo porque se torna efectista, sino porque en un momento parece cambiar de género. Lo que pudo ser como un laberinto entre los árboles se vuelve algo un tanto engañoso. ¿Si el espectador la pasará bien? No sufrirá mucho, ni tanto como Sara. A la hora de gritar, cada uno sabe lo que lo asusta.
¡Mis dioses! Mito más, mito menos, hay acción, pero falta historia y personajes bien construidos. Algo le pasa a Hollywood con un geénero que en su momento se popularizó, a mediados de los años ‘50 y ‘60: el cine péplum. Eran películas que conjugaban el cine histórico y el de aventuras, por lo general grecorromanas. Acercándonos a esa variedad o categoría, hace poco tuvimos un Hércules, con Dwayne Johnson, tuvimos un Pompeya: la furia del volcán y ahora tenemos Dioses de Egipto, otra superproducción que supera el centenar de millones de dólares, distribuidos en actores (Gerard Butler, Nikolaj Coster-Waldau, Geoffrey Rush, Rufus Sewell -que no escarmienta, ya había estado en Hércules- y algún que otro disfrazado de dios o de mortal, que seguramente no trabajan por el pancho y la Coca) y muchos, demasiados efectos de diseño y visuales para hacernos creer lo que los guionistas no logran. Tal vez allí habría que poner un par de dólares la próxima vez. Si hay una próxima. La historia está contada desde elpunto de vista de Bek, un mortal, enamorado de Zaya, cuando el dios Set asesina a su hermano antes de que éste corone a su hijo Horus, como rey de Egipto. Set le saca los ojos a Horus, pero como los dioses tienen tres características (ser más altos que los mortales; poder convertirse en otra cosa; y corre oro por dentro, en vez de sangre), lo que salpica es oro. No todo lo que brilla es oro, y aquí lo que brilla es la falta de historia, de personajes bien construidos. Acción hay todo el tiempo. Y lo que sigue, mito más, mito menos, es la pelea cuasi eterna entre los dioses, con los mortales -salvo el bandido de Bek- como meros testigos, invitados de piedra, estén corriendo en la pantalla o sentados en la sala.
Es difícil volver a casa Una joven inmigrante irlandesa, entre dos amores: un filme impecable, romántico y real. La historia de Brooklyn, la octava y última película candidata al Oscar en estrenarse en nuestro país, plantea infinidad de cuestiones al espectador. Muchas referidas al amor, al sentirse completo o vacío. A estar dispuesto a pegar una vuelta al hogar, desafiar el destino, apostar al futuro. Brooklyn es también una historia de inmigrantes y de un amor entre seres de distintas culturas. Eilis (la siempre sorprendente Saoirse Ronan) vive en su casa en Enniscorthy, al sudeste de Irlanda, con su madre y su hermana. Es 1952. Sabe que puede quedarse hasta apolillarse ahí, en la claustrofóbica vida provincial, o subirse a un barco que la lleve a la impersonal Nueva York e intentar una nueva vida. El director John Crowley, que es irlandés, presenta a Eilis como una joven tímida, virginal pero de carácter y, a su manera, decidida. Sabe pintar el mundo irlandés en Brooklyn, desde la casa donde va a vivir con otras jóvenes inmigrantes, regenteada por la Señora Keogh (una exquisita y compradora Julie Walters) a su relación con el cura que interpreta Jim Broadbent. Por supuesto que la llegada del amor es la que le da el cimbronazo más fuerte a la protagonista. Más, llegando de alguien lejano a su comunidad, como el joven plomero italiano Tony (Emory Cohen). Es a partir de ese momento en el que la película, cuando una crisis familiar la reclame del otro lado del océano, plantea las preguntas del comienzo. ¿Dónde late nuestro corazón, dónde es nuestro hogar? ¿Se puede empezar de nuevo allí desde donde se fue? ¿Vale la pena? ¿Es un esfuerzo o un placer? Nick Hornby adaptó la novela y best seller del escritor y periodista irlandés Colm Tóibín con afecto y hasta se diría delicadeza. Porque la incertidumbre que proviene de la indecisión de esta joven entre dos amores y entre dos formas de vida está plasmada en el libreto con naturalidad, ya desde la construcción de los diálogos, o del armado de cada escena. Y porque Booklyn escapa de la dicotomía entre un hombre bueno y uno malo, ya que es palpable la sinceridad de Tony y de Jim (Domhnall Gleason), y que Eilis bien podría ser igual de feliz con cualquiera de los dos. Y es en esas interpretaciones más que caracterizaciones donde está también buena parte del éxito del filme. Que si conmueve y atrapa a cada instante es por la intensidad de Saoirse Ronan, y porque hace que Eilis sea real e imprevisible. Y si no gana el Oscar será porque Brie Larson en La habitación parece este año invencible.
Y péguele fuerte Vale la denuncia contra la National Football League, pero el excesivo patriotismo atenta contra el filme con Will Smith. El señor Omalu (el Dr. Bennet Omalu, como le gusta que lo llamen, especialista en patología forense) pone el guiño antes de doblar en una calle, por más que no lo siga nadie. No sólo es formal y hace todo lo correcto, sino que, algo ingenuo, cuando denuncia que los terribles golpes que se dan los jugadores de fútbol americano en sus cabezas ocasionan en su mayoría concusiones y pueden llevarlos a la muerte, se sorprende. No entiende cómo la corporación de la National Football League no le agradece que su informe revele algo que se venía ocultando. El Dr. Omalu es nigeriano, Will Smith exagera su acento como si fuese Penélope Cruz hablando en inglés, y tiene mucho que aprender del american way of life antes de, en esta película producida por Ridley Scott, abrazar la ciudadanía estadounidense. Porque como le dirán en Washington, cuando el caso escale proporciones que el inmigrante no imaginaba, él, el doctor Omalu, tiene unos valores por los que merece ser estadounidense. Así. Casi, casi textual. Hasta ese momento, La verdad oculta se seguía como un drama en el que la lucha desigual entre un hombre común -pero con los valores del Dr. Omalu, eh- y el sistema se planteaba en blanco sobre negro. Era el negocio del deporte -que vino a reemplazar los domingos a la Iglesia, le dicen- contra la ciencia. En esta historia basada en hechos reales, el Dr. Bennet Omalu era forense en Pittsburgh, y le tocó hacer la autopsia de Mike Webster, reciente gloria de los Steelers, el equipo de la ciudad. Obsesivo, después de hablarle al cadáver -el Dr. Omalu siempre les habla a los cuerpos, y les pide que lo ayuden a revelar la causa de su muerte- descubre aquello de los golpes. Forense estatal, la investigación la tiene que pagar de su bolsillo. Lleva gastados US$ 20.000 cuando llega a la conclusión de que Webster, tras jugar fútbol americano en la niñez, la secundaria y 18 años de profesionalismo, recibió 70.000 golpes en la cabeza. Y terminó como terminó. Con un progresivo degeneramiento del cerebro. La verdad oculta no es Erin Brockovich, ni El informante, y el director Peter Landesman -fue periodista de investigación- no es Steven Soderbergh ni Michael Mann. El Dr. Omalu quiere que hagan algo para prevenir nuevos casos, cuando hay más muertes de ex jugadores aún jóvenes, y seguramente no le interesaba convertirse en héroe. En la pantalla, tal vez medio a su pesar, es otra cosa. La verdad oculta es valiente en su denuncia -los manejos de la NFL, pero dejando a los fans fuera de cuadro, y de otra sigla de tres letras, como el FBI-, aunque se pasa de sentido patriótico. Smith demuestra que puede ser creíble más allá de perseguir extraterrestres, que fue como se hizo conocido, o como uno de los Bad Boys, del lado del Gobierno. Igual, las dos horas se hacen largas justo en el momento en el que debería fluir mejor, llegando a la última media hora. Nadie es perfecto, aunque el Dr. Omalu merezca la ciudadanía estadounidense, y Smith se quede sin nominación al Oscar.
Satirízame Lo nuevo de Alex de la Iglesia: desenfado, crueldad y miserias contadas con humor en un combo para estómagos fuertes. El cine de Alex de la Iglesia es como una catarata de estímulos. Con ritmo trepidante, debe ser, como Almodóvar, de los pocos cineastas españoles que tienen un estilo tan propio e inconfundible. Y esa catapulta de incitar, de sucesión de acciones casi sin fin tiene una caja de resonancia mayor en el estudio de TV que es el marco de Mi gran noche. Hay una decena de personajes, algunos más estereotipados que otros, pero he aquí el guiño del director bilbaíno. Como con las escenas de sangre de Tarantino, valga la comparación, uno sabe con De la Iglesia que cuando un personaje podría decir o hacer una cosa, muy probablemente dirá o hará otra. Y así. Y Mi gran noche, como La comunidad, pero más aún, es la más coral de las películas del director de El día de la bestia. La trama: durante la grabación de especial de Fin de año de una cadena de televisión (es lo que hace TVE todos los años) Alphonso (Raphael) es una de las figuras que canta ante decenas de extras que fingen comer y beber felices. Un fan desea eliminarlo. Afuera, hay una rebelión por despidos. Y no pueden salir, están encerrados desde hace días. Punto. Porque a partir de ahí será la suma de cada historia individual, la de Alphonso, la de su antagonista, un cantante más joven y de ritmos latinos, un manager, la de los extras, la de la directora de cámaras, y más, lo que redondee el conjunto, el todo. No se puede explicar cada célula, cada microhistoria y el comportamiento de los personajes sin entender, sin ver la totalidad. Es una sátira a la televisión, y a partir de allí a la sociedad española. Hay miserias contadas con humor, y el sarcasmo es la marca de De la Iglesia y de la película. Mi gran noche empieza bien arriba, y no decae. Hay tanta crueldad como guiños a Star Wars en un combo entretenido y para estómagos fuertes.
En la ciudad de la jungla Un auténtico crisol de razas es la muy divertida y políticamente correcta película de Disney. Películas animadas con personajes animales de distintas especies (El Rey León, La Era de hielo) que deben convivir a la fuerza son la base en la que se asienta Zootopia, la nueva de Disney Animation. También se asienta en el género de las buddies movies, las películas en las que dos personajes en principio antagónicos deben actuar juntos en pos de un fin superior, vaya como ejemplo Arma mortal, ya que en Zootopia uno de los personajes es una policía. Y cómo Disney consigue hacer algo novedoso a partir de dos premisas ya conocidas es lo que primero sorprende. Ya no la animación, que sigue escalando, ni cómo el desenvolvimiento de animales en dos patas (la coneja, el zorro, elefantes y otras especies) pasa como natural. Claro que Disney tira mensaje subliminal, o más directo, como la tolerancia, el respeto hacia quien es diferente y cómo las presas y los depredadores pueden vivir en armonía. Al menos en la oscuridad de un cine. Así es la vida en la ciudad del título, adonde llega Judy Hopps, la coneja que, sólo por su tamaño más que por su condición femenina, deberá ganarse un lugar como agente de policía. También es la historia del ciudadano del interior -Judy proviene de una familia de granjeros, cuyo padre le dice algo tan risueño como cierto: si no tienes sueños, no puedes fracasar- que llega embelesado a la gran ciudad. Habrá un caso que investigar, que a Hopps se le asigna casi por casualidad cuando en verdad le habían asignado ser agente de multas de tránsito, que es como conoce a Nick Wilde, el zorro. Para los adultos que nos agarramos de los chicos para ver Zootopia hay guiños y relaciones con otros títulos, como El Padrino, La isla del Dr. Moreau y siguen las citas. Es una fábula, con dos personajes que deberían ser enemigos por naturaleza, pero que, en la ciudad de la jungla, se unen. Ella va a aprender enfrentando la realidad, al lado de un zorro que se las sabe todas. Obvio que una de las escenas más cómicas es la de los perezosos (si aún no vieron el trailer, saltéenlo) y deben quedarse hasta que terminen los créditos. Por cierto, Disney ha cambiado desde que John Lasseter, el mandamás de Pixar, tiene influencias en los contenidos y desarrollos. De nuevo, como en Frozen, un personaje femenino es el protagonista. Otra muestra de que los horizontes se amplían en este, como nunca, crisol de razas.
La culpa no es de Cupido Comedia entre edulcorada, zafada y zonza, tiene tantas vueltas como alguno de los personajes histéricos Si para Navidad llegan las películas con familias reunidas alrededor del arbolito, se aproxima San Valentín y Hollywood nos tiene preparados no una sino dos (sumar En nombre del amor) producciones edulcoradas que en tono de comedia zafada, como es el caso de Cómo ser soltera, o más romántica (En nombre…) nos recuerdan, por si hay algún desmemoriado, los complicadas que suelen ser al principio las relaciones en pareja. Y para hacerlo más complicado -o porque entre los tres guionistas se dieron cuenta de que ninguna de las cuatro historias que tenían entre manos de la novela original daba para entusiasmarse mucho con una sola- son varias las neoyorquinas y neoyorquinos que se cruzan en un bar, algunos, y por la vida, todos. Allí está Dakota Johnson, la flaquita de Cincuenta sombras de Grey, como Alice, que deja a su novio y decide tomar distancia para ver qué pasa, qué tiene y qué le falta, y se muda a Nueva York, a lo de su hermana Meg (Leslie Mann). Conoce en su trabajo a Robin (Rebel Wilson, el personaje desaforado que era de esperar) y tras algún encuentro fogoso, decide que quiere volver con su prometido stand by. Pero éste conoció a otra chica, así que Alice, Robin, Meg -que es obstetra pero no quería saber nada con tener hijos-, más Lucy (Alison Brie), que busca relaciones por chat de Internet, serán las cuatro cabezas de historias que tienen amor, claro, pero también mucha histeria. El amor, a veces o casi siempre, suele ser irracional, pero esto que se ve aquí tal vez sea demasiado. O tal vez no, pero San Valentín no tiene la culpa de todo. Démosle por una vez algo de crédito a los guionistas y a quien es responsable en la dirección, Christian Ditter.
El silencio de los inocentes No sólo está el caso de pedofilia de miembros de la Iglesia: denuncia corrupciones a todo nivel, y asusta. En primer plano, o como juega y reza el título original, allí donde se focaliza la luz, está la investigación por el aberrante abuso a menores por parte de miembros de la arquidiócesis de Boston. Pero quedarse sólo con lo que se muestra o denuncia no es todo. Porque el director Tom McCarthy lo que está contando es cómo una institución -y/o también el que tiene el Poder- puede operar cuando no tiene control ni autocontrol, cuando no es fiscalizado. Cuando se cree dueño de hacer lo que quiere. Delata, demuestra -está basado en hechos reales, que le valieron el Pulitzer a los periodistas que escribieron 600 artículos sobre ello-, pero el zapatazo va mucho más allá. Denuncia corrupciones a todo nivel, y eso es lo que realmente asusta. En primera plana habla de ética, personal y profesional. Es un drama y un filme de investigación periodística, pero no sólo a los que ejercemos el periodismo nos atrae y atrapa, porque los mundos y submundos que muestra son varios. Los de la jerarquía eclesiástica en Boston, los del diario The Boston Globe, el de los abogados que defienden a acusados e inocentes, y el del poder político. En 2001 y durante ocho meses, un pequeño grupo de periodistas va a remover cielo y tierra para investigar qué es lo que sucedió en Boston. Cómo se ocultó, cómo se defendió y también cómo se usufructuó del drama real. Hay un editor, Walter Robinson (Michael Keaton), que suele ser escéptico supervisando la labor de sus tres periodistas (Rachel McAdams, Mark Ruffalo -ambos candidatos al Oscar a mejores intérpretes de reparto- y Brian d’Arcy James). Robinson, tanto como los otros tres, tiene raíces católicas, pero es el jefe el que se codea con los altos nombres de la comunidad, y el que empieza a ver que aquéllos con los que juega golf sabían más que lo que parecía. Y el nuevo editor del diario, Marty Baron (Liev Schreiber), un outsider que acaba de llegar de Florida, y es de religión judía, huele que por ahí hay una conspiración. En primera plana habla de la complicidad legal, social y política. También, de periodistas profesionales que lo dan todo por conseguir una verdad, no tan sólo una noticia. Que trabajan y trabajan y honran al periodismo en papel en los tiempos en que comenzaba a digitalizarse la información y llegaban los recortes. Son esos personajes los que le dan el ritmo al relato, hacen latir el corazón de la película. Está más cercana a Todos los hombres del presidente, con Dustin Hoffman y Robert Redford, y El diario -en la que actuaba Keaton- que a la Primera plana con Jack Lemmon y Walter Matthau. Es cosa seria.
No más noches solitarias Metáfora surrealista sobre las relaciones humanas, puede inaugurar una nueva veta en la animación. Lo más llamativo de Anomalisa no es que sea una animación para adultos. No es que tenga escenas de sexo explícito. No es que los personajes parecen muñecos que llevan una máscara en sus rostros. Es que los personajes, que son muñecos que parecen llevar una máscara, tienen sexo y están en un filme de animación para adultos, son reales. Si muchos echan mano a las técnicas de animación para contar cosas que, al menos hasta hace un tiempo, era imposible realizar con actores, Charlie Kaufman y Duke Johnson filmaron con stop motion una historia que es de amor, pero también de soledad. Y que esa distancia que pone la materialización de los personajes termina auxiliando a ver la naturaleza humana. Kaufman, que escribió Anomalisa como obra de teatro, bajo un seudónimo, y que aceptó el invite de Johnson para codirigirla desde la animación, es conocido y reconocido por el surrealismo de sus historias. Aquí lo surreal tiene un tono más leve, pero presente. Michael Stone es un motivador profesional, un hombre que ha escrito un best seller para ayudar a vender a la gente que trabaja en call centers. Y llega a Cincinnati para dar una charla. Tiene una esposa y un hijo. Cuando habla con ellos por teléfono desde su habitación de hotel, se advierte que no es feliz. Abrumado, agobiado o aburrido (o todo a la vez), decide llamar a Bella, la chica a la que abandonó en esa ciudad hace unos años. Con ella, y con Lisa, que viajó para escuchar su charla y se hospeda en el mismo hotel donde a la mañana siguiente hablará, Michael tratará de reencontrarse a sí mismo, hallar pasión o, al fin de cuentas es lo mismo, una motivación que lo ayude a seguir adelante. Una genialidad -y que resulta central para entender Anomalisa- es que para Michael todas las voces suenan iguales. Y los personajes con que se cruza, también. Anomalisa trata sobre la sociedad, lo que es decir sobre nosotros mismos. Casi todo aquí es impersonal. Anónimo. Chato. Con las voces de sólo tres actores (David Thewlis, Jennifer Jason Leigh -brillante lo que hace la actriz de Los 8 más odiados, cambiando de tonos y manifestando estados de ánimo como Lisa, la anomalía que Michael cree lo salvará- y Tom Noonan), Anomalisa es una maravilla surrealista, atrapante. Y, a la vez, angustiante. Una lúcida reflexión sobre el amor, la soledad y el autoconocimiento. De no ser por Intensa mente, ganaba el Oscar a la mejor película animada para el que está nominada.
Un cross a la mandíbula Como el Ave Fénix, Stallone renace en, tal vez, la mejor de la saga de Rocky después de la original y la tercera. Cuando todo hacía suponer que la historia de Rocky Balboa, tras los dos últimos intentos de su mentor, Sylvester Stallone, no daba ni para salir a bailotear un primer round, Creed: corazón de campeón, es como un cross a la mandíbula. Creed es el primer filme con Rocky que no tiene guión de Stallone. El libreto y la dirección es de una de las ya no promesas, sino realidades del cine independiente que salta al cine mainstream, Ryan Coogler. Si con el drama racial Fruitvale Station (2002) demostró sangre caliente, aquí el realizador negro se adueña del cuadrilátero a sus 29 años para el resurgimiento de la saga y (otro más) un nuevo renacimiento de Stallone como intérprete. Creed es homenaje, pero también reescritura de la Rocky que en 1976 le ganó el Oscar como mejor película a Taxi Driver. Las semejanzas son enormes. Adonis Johnson (Michael B. Jordan, otra revelación) es el hijo bastardo de Apollo Creed, el bravucón que le ganó a Balboa en la primera pelea por el título mundial. Pendenciero y peleador, rescatado por la viuda de Apollo de reformatorios, crece y deja Los Angeles para ir a Filadelfia a que Rocky lo entrene. Balboa tiene un restaurante (que se llama Adrian, en honor a su esposa fallecida) y, mascullando como siempre, termina aceptando. Como en Rocky, Adonis es el tapado que tendrá la chance de enfrentar al gran campeón, un inglés bravucón (el boxeador de la vida real Tony “Bomber” Bellew). También tiene a su novia (Tessa Thompson). Y, por si fuera poco, una vitalidad, un vigor, un aguante similar al de su coach. Las coreografías de los combates (muchos en plano secuencia, una sola toma) son impresionantes, lo mismo que las interpretaciones. Stallone cada tanto -Copland (1997) fue un ejemplo- se deja dirigir y brota de él una templanza, una mesura y una sobriedad desconocidas, y logra una empatía con la platea inmediata. Jordan, a quien vimos como Johnny Storm en la deprimente nueva Los 4 Fantásticos, pero que protagonizó Fruitvale Station donde era imposible sacarle los ojos de encima, se exige física y psicológicamente para encarnar a esta casi alma gemela de Balboa. Menos ignorante obtuso, pero igual de necio. No en las escenas de combate, sino en las que Creed y Rocky, Jordan y Stallone comparten es donde está la clave del éxito de la película. Y quizá Creed no reúna generaciones como Star Wars, pero tiene fibra y musculatura como para seguir peleando.